15

El humo que había inundado su celda cuando Veronica intentó salvarla la había dejado inconsciente. Normalmente, ella se recuperaba más rápido de los venenos que Ezequiel insistía en administrarle, pero comunicarse con Simona la había debilitado más de lo que creía y llevaba varios días sin dormir, intentando encontrar la manera de salir de aquella maldita cárcel antes de que llegase Dominic.

Dominic.

¿Cuántas veces había soñado con su voz, tanto antes como después de haberla oído en esos laboratorios de Londres? Muchas. ¿Cuántas veces se había imaginado el tacto de su piel? Más. ¿Cuántas veces se había imaginado qué sentiría cuando él la tocase, aunque fuese sólo el pelo? Aunque fuese sólo en sueños. Tenía que ser un sueño, el corazón cuyos latidos oía contra su mejilla no podía ser el de Dominic. Los ojos que sentía fijos en su rostro no pertenecían al guardián que deseaba en secreto. Era imposible, porque, si lo era, entonces Dominic la había encontrado. Y si Dominic la había encontrado, los dos estaban en peligro.

La mano que le acariciaba la cara intentó alejarse y Claire se despertó, desesperada por impedírselo. Había esperado toda una vida para sentir aquellos dedos en su piel; todavía no había tenido bastante.

—Yo me quedo contigo —le dijo y se enfrentó al rostro del hombre que llevaba siglos habitando en su corazón.

—Claire… —balbuceó él—. Hola.

—Hola —respondió ella con una sonrisa y apartándose un poco de su torso. No quería hacerlo, pero al recuperar la conciencia recordó que había oído dos voces más y supuso que no estaban solos.

—¿Te encuentras bien, Claire? —le preguntó la propietaria de una de esas voces, dándole la razón.

—Sí, gracias —le respondió, dándose media vuelta para mirarla—. ¿Veronica, no?

—Sí —afirmó la otra mujer, de cara amable y ojos tristes.

—Estoy cansada y tengo frío —prosiguió Claire—. Y estoy algo mareada. ¿Y tú?

—Yo también —admitió Veronica, percatándose justo entonces de que en efecto lo estaba.

—Yo soy Daniel Jura —se presentó el atractivo joven que estaba sentado al volante— y estoy convencido de que si entramos en el hotel podré solucionar lo del frío.

Veronica fue la primera en salir del coche y entrar en la recepción, vacía ahora de los restos de los soldados que los habían atacado antes. Se esforzó por no mirar hacia el lugar que había ocupado Sebastian cuando les habló de Ignaluk y de su plan, pero no resistió la tentación.

Daniel salió después y le abrió la puerta a Dominic para que pudiese salir sin soltar a Claire. Aunque ésta se había despertado, el guardián no parecía tener la más mínima intención de dejarla caminar. Los tres entraron entonces en el hotel y vieron a Veronica en medio del vestíbulo, con los ojos enrojecidos por las lágrimas que estaba conteniendo.

—Iré a mi habitación —dijo la ilíada—. Avisadme si me necesitáis. —Subió la escalera y giró por el pasillo, deteniéndose delante de la habitación contigua a la suya; la de Sebastian. Entró sin cuestionárselo y se encaminó despacio hacia la cama. Encima había un paquete de tabaco y un mechero. Los cogió y se los guardó en el bolsillo de su abrigo. Después, se acercó a la cómoda y encontró un pequeño bloc de notas con distintos nombres y direcciones. También lo guardó. Por último, entró en el baño y vio que bajo el espejo había algo brillante, una placa de identificación militar. Sebastian probablemente se la había olvidado. Se la colgó del cuello y recordó la última frase que él le había dicho en Ignaluk.

«No te acerques a mí. Me lo prometiste».

Y entonces se dio cuenta de que no había dicho su nombre y decidió interpretarlo como una señal. Si él no la había llamado Veronica, entonces no lo decía en serio.

«Igualmente no iba a hacerle caso».

Daniel les dijo a Dominic y a Claire que fuesen a descansar y le sugirió al guardián que aprovechase esas horas para pensar bien en lo que les había dicho acerca de quedarse en Siberia para volver a la isla de Ezequiel a investigar por su cuenta. Dominic asintió sin prestar atención a ninguna de las palabras pronunciadas por el menor de los Jura; en realidad, lo sorprendía ser capaz de caminar sin tropezarse con sus propios pies de lo absorto que estaba con Claire.

Ésta no podía dejar de mirarlo; lo había visto de lejos unos meses antes de que la capturasen, pero aquello no podía compararse con tenerla a escasos centímetros. Tenía los ojos negros, pero no fríos, sino ardientes. Claire estaba convencida de que se quemaría si pudiese tocarlos. Las cejas eran adustas y los pómulos hablaban de un hombre que había tenido que luchar por muchas de las cosas que había conseguido en la vida. Los labios…, oh, temblaba sólo con verlos. Y la piel le recordaba a la lava que se pegaba a las rocas de un volcán. Y el tatuaje. Claire era in capaz de dejar de mirar cómo las intrincadas líneas negras aparecían y se extendían en su cuello. Él era su alma gemela y ella la suya y, aunque ellos parecían ser capaces de contenerse, sus cuerpos no.

Dominic cruzó el pasillo y cuando llegó a su habitación abrió la puerta de una patada —no iba a soltarla para buscar la llave— y la cerró del mismo modo. Más tarde ya la arreglaría si hacía falta. Se acercó a la cama y tumbó a Claire en ella con toda la delicadeza que no había exhibido con el mobiliario. Se quedó de pie mirándola, intentando recuperar el aliento y dominar los erráticos latidos de su corazón. Pero una sola palabra se repetía en su mente: «Claire, Claire, Claire».

—Domi…

No pudo más. El guardián y el hombre perdieron el control y se rindieron a la necesidad de besarla. Se agachó frente a la cama —si se sentaba en ella terminaría haciéndole el amor antes de hablar— y sujetó el rostro de Claire entre las manos para besarla. El corazón se le detuvo un segundo, probablemente una eternidad, y comprendió que hasta aquel preciso instante jamás había estado completo. Quizá él no supiese si era bueno o malo, si era un guardián o el heredero de lo más parecido al diablo, pero sabía sin ninguna duda que no podría seguir viviendo sin ella. Y lo sorprendió haber aguantado tantos años sin Claire. Tenía los labios suaves y temblaban bajo los suyos, su aliento lo quemaba y se le metía por todo el cuerpo igual que si ansiase formar parte de su ser. Los suspiros que ella empezaba él los terminaba y sus lenguas no querían volver a separarse la una de la otra.

Dominic recordó el primer amanecer que vio a bordo de un barco, la primera luna llena en un cielo estrellado, el primer arcoíris, el primer bebé que ayudó a traer al mundo, y nada podía compararse a la sensación de tener a Claire en sus brazos y poder besarla. Y ella le estaba devolviendo el beso con la misma ternura y la misma emoción. Era imposible que esa sensación tan maravillosa pudiese sentirla un ser malvado.

—Dominic —murmuró Claire cuando él se apartó un poco.

—Claire —suspiró Dominic, cerrando los ojos durante unos segundos para recomponerse. No apartó las manos del rostro de ella y le acarició despacio las mejillas—. Claire. Me habías asustado —le dijo, atreviéndose al fin a mirarla—. Creía que había llegado demasiado tarde y que te había perdido antes de encontrarte.

—Estoy bien —le aseguró ella, tocándole también la cara—. No deberías haber venido —añadió con tristeza—. Ahora corres peligro.

—Mi vida siempre ha corrido peligro. No te preocupes por mí.

—Por supuesto que me preocupo por ti, llevo siglos haciéndolo —dijo Claire sin pensar, y durante un segundo creyó que él no se había fijado en lo que acababa de decir.

Pero entonces Dominic, enarcó una ceja y le preguntó:

—¿Siglos?

Claire suspiró, frustrada consigo misma. Toda la vida comportándose con astucia y discreción y bastaba con que él le diese un beso —«El mejor beso de la historia de los besos»— para que hablase sin pensar.

—¿Siglos? —repitió Dominic—. Nos conocimos en Londres hace unos meses —le dijo, haciendo referencia a cuando los dos habían sido prisioneros de Ezequiel en los sótanos de Vivicum Lab—. Me acordaría si nos hubiésemos conocido antes, créeme. —No añadió que eso era exactamente lo que desearía que hubiese sucedido.

—Tú me conociste hace unos meses —lo corrigió ella mirándolo a los ojos, unos ojos que ahora brillaban con inteligencia y algo de suspicacia—; yo te vi por primera vez cuando tenía seis años. Tú tenías doce.

La frase, de por sí simple, implicaba algo mucho más complejo.

—Tú tenías seis años y yo doce —repitió él, poniéndose en pie y apartándose un poco. No demasiado, pero ambos se echaron de menos al instante.

—Sí, tú volvías de nadar en el río y yo de recoger flores. Nos cruzamos en medio…

—… del camino que conducía al molino. Tú eres la niña de las trenzas. —A Dominic siempre le había extrañado que, a pesar del paso del tiempo, nunca olvidase el rostro de aquella niña que sólo había visto unos segundos mil años atrás. Ahora entendía el porqué.

—Sí.

—Pero entonces tú sabías que yo… —No podía ni decirlo—… Que tú y yo… Por todos los dioses.

«Si Claire me ha engañado y me ha utilizado no podré soportarlo».

—No exactamente. Pocos días después de que nos encontrásemos en el camino, mi madre y yo nos fuimos a vivir a Francia, a un pueblo llamado Caen. Años más tarde, tú fuiste allí en barco.

—Lo sé.

—Mi madre averiguó tu nombre y me llevó a verte a escondidas.

—¿Dónde? —la sorprendió él preguntando.

—En el muelle —respondió Claire.

—Ese día, sentí que alguien me estaba observando. Pensé que me estaba volviendo paranoico —dijo él, encogiéndose de hombros.

—Mi madre era una odisea y su don consistía en poder ver el futuro. Ella solía llamarlo su maldición, porque nunca podía hacer nada para alterar las visiones que tenía. Aquel día en el muelle me dijo que te llamabas Dominic Prescott y que si me acercaba a ti morirías. Yo era muy pequeña, pero sabía que mi madre hablaba en serio y, aunque me dolió en el alma, pues nada me habría gustado más que acercarme a ti y pedirte que vinieses conmigo, me fui de aquel muelle sin dirigirte la palabra.

—¿Sabías que yo era tu alma gemela y que tú eras la mía y te has pasado todos estos siglos lejos de mí? —Dominic quería comprenderla, pero no podía.

—No exactamente —confesó Claire, consciente de que ahora que había empezado tenía que contarle toda la verdad.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Después del día del muelle, mi madre se aseguró de que nuestros caminos no volviesen a coincidir. Al principio se negó a hablarme del tema, pero con el paso del tiempo la convencí para que me contase qué había visto en su visión sobre los dos y me confesó que había tenido dos; en una, tú morías presa de las llamas y en la otra, la que se quemaba era yo. Poco antes de morir, me explicó también que estaba convencida de que tú y yo éramos almas gemelas, pero que era precisamente eso lo que nos mataría. Si sólo hubiese sido mi vida la que hubiese corrido peligro, habría ido a buscarte —le dijo ella, con lágrimas en los ojos al ver que Dominic se mantenía apartado—, pero tú también podías morir y no estaba dispuesta a correr ese riesgo.

—He estado solo más de mil años, Claire. Siglos durante los cuales he visto morir a muchos amigos. Siglos durante los cuales he llegado a creer que jamás encontraría a nadie con quien ser feliz. Solo, sintiéndome incompleto.

—Yo me he sentido igual —afirmó—, o peor.

—¿Peor? No creo que eso sea posible.

—¿Te acuerdas de aquel día en Vivicum Lab, cuando te pregunté qué lugar del mundo era tu preferido? Me dijiste que era un campo de lavanda en Sénanque. Yo también estuve allí y tuve el mismo presentimiento. Tú te sentías solo y creías que no había nadie para ti. Yo me sentía sola y sabía dónde estabas. Y no ir a buscarte me ha matado un poco cada día. Y llevo años siguiéndote.

—¿Siguiéndome? —Dominic se acercó a la cama en la que ella estaba ahora sentada.

—Sí. Al principio me dije que sólo lo hacía para asegurarme de que nuestros caminos no se cruzaban.

—¿Y después? —A Dominic le dio un vuelco el corazón al ver que ella se había preocupado por él durante todos esos años y se sentó a su lado. Poco a poco, fue deslizando una mano por encima de la sábana hasta entrelazar los dedos con los suyos.

—Después —Claire tragó saliva al notar que Dominic la tocaba—, después supe que lo hacía porque quería estar cerca de ti, aun cuando tú no pudieses verme.

—Y ahora, ¿qué quieres hacer ahora?

—No quiero que te suceda nada malo, no quiero perderte, Dominic. No podría soportarlo. Y no quiero morir —añadió con una triste sonrisa.

—Ni se te ocurra pensarlo. Tú no morirás, ¿entendido? —le dijo, mirándola a los ojos.

—Pero puedo ser la causa de tu desgracia. —Se secó una lágrima y él se agachó y le dio un beso en la mejilla.

—No lo serás. Te lo prometo. Confía en mí, por favor —le pidió, apoyando la frente en la de ella.

Claire levantó la mano que tenía libre y le acarició la nuca.

—Siempre me he preguntado cómo sería tocarte el pelo.

Los dos se quedaron en silencio durante unos segundos, acompasando sus respiraciones y sus corazones. Llevaban demasiados siglos separados; él convencido de que ella no existía, ella convencida de que si se acercaba a él, ambos morirían.

—Si yo soy la llave del infierno —le dijo él—, tú eres la única capaz de evitar que me convierta en un monstruo, Claire.

—Tú jamás te convertirás en un monstruo —le aseguró ella.

—Ya lo soy —confesó Dominic y, tras respirar hondo, se lo explicó—: No sé qué me hicieron en aquel laboratorio de Londres, pero desde entonces, la rabia y la ira me resultan mucho más difíciles de contener. A Ignaluk me acompañaron Veronica y Sebastian y cuando vi que él se iba con Ezequiel, ni siquiera me preocupé. Yo no soy así, no quiero ser así.

—Tranquilo —lo calmó ella, dándole un leve beso en los labios—. Según la profecía, la llave del infierno es el guardián más poderoso que ha existido y existirá jamás, es lógico que el mal forme parte de ti, Dominic. Forma parte de todos nosotros.

—¿Y si lo que dice Daniel es cierto? ¿Y si soy hijo de Ezequiel?

—Entonces vas a repudiar a tu padre. —Le colocó una mano encima del corazón y lo miró a los ojos—. Lo que importa de verdad es lo que sientas aquí. Llevo años observándote, has tenido millones de oportunidades de convertirte en un villano y nunca lo has hecho. No empezarás ahora.

—¿Te quedarás conmigo? —le preguntó él. Después de la tensión de los últimos meses y de las dudas sobre sí mismo que llevaban días acechándolo, Dominic necesitaba aferrarse a Claire.

—Me quedaré contigo —prometió ella, abrazándolo—. Y ahora descansa un poco.