Veronica se acercó a Sebastian, que seguía de pie frente a la desvencijada mesa de la cabaña. Estaba nerviosa, pero intentó ocultarlo para no aumentar la presión que sin duda él sentía. Sabía que ni Dominic ni ella tenían derecho a pedirle que hiciera tal sacrificio, pero también sabía que no podían ir a esa isla separados.
Veronica no se lo había dicho al guardián y no tenía la más mínima intención de decírselo a Sebastian, pero su instinto de ilíada le decía que era vital que éste bebiese su sangre; y no sólo para la misión, sino para él y para sí misma. En los pocos días que habían pasado juntos, Veronica había comprendido por fin lo que sintió aquel día en Japón que la impulsó a viajar hasta Canadá. Al principio, había creído que era el ataque de Simon, su primo y ella siempre habían estado muy unidos; después conoció a Sebastian y dedujo erróneamente que había sido el dolor del soldado lo que la había atraído hasta allí. Ahora sabía que había sido ella, su ilíada. Ésta siempre había sabido que se enamoraría de Sebastian Kepler, de su valentía, de su estropeado pero recompuesto código de honor, de su corazón, que él creía haber perdido para siempre. Por eso nunca había sentido nada por ningún hombre, ni por ningún guardián, porque estaba destinada a amar a un ser mucho más complejo e imperfecto. El único capaz de amarla como ella necesitaba. Pero no podía decirle nada de eso a Sebastian. Entonces no, y quizá nunca.
Se detuvo frente a él y notó la tensión que desprendía el cuerpo del soldado. Parecía un reo sentenciado al fuego eterno. Levantó una mano y le acarició la mejilla; Sebastian se apartó al instante.
—¿Cómo quieres hacerlo? —le preguntó él, fingiendo que la caricia no había existido—. Seguro que hay un vaso por alguna parte. Podrías cortarte un poco la muñeca…
—Tienes que morderme el cuello, Sebastian. Para que se cree la unión, tienes que beber la sangre directamente de mi cuerpo.
—Dios mío —masculló él.
Veronica volvió a acercársele y le rodeó la cintura con los brazos. Él no se apartó, pero tensó la espalda como un arco listo para disparar y no hizo ningún intento de inclinar la cabeza. Ella levantó el rostro para mirarlo.
—Yo nunca he compartido mi sangre con nadie —le dijo.
—Es muy noble de tu parte que quieras ayudar a…
—No lo hago por eso —lo interrumpió Veronica—. Si no fueras tú, estoy convencida de que se me habría ocurrido alguna otra solución.
—No tenemos por qué hacer nada, puedo decirle a Dominic que te he mordido y no hacerlo —le ofreció él.
—No me has entendido, Sebastian. —Se puso de puntillas y le susurró al oído—: Quiero hacerlo.
Él se estremeció y ella notó que se le aceleraba la respiración.
—No puedo —confesó entre dientes, con los ojos cerrados—. No puedo, Veronica. No me pidas que lo haga. Por favor.
Ella levantó una mano y le acarició la cara, y Sebastian se lo permitió.
—No tengas miedo, no vas a recaer. Te lo prometo.
—¿Cómo lo sabes? —Giró el rostro a un lado para no mirarla. Veronica lo abrazaba como si sintiera algo por él, pero si la mordía y bebía su sangre, ella se metería en su cabeza y, cuando viera lo horrible que era en realidad, ya no volvería a acercársele. «Es lo que te mereces».
—Confío en ti.
—¿Y si cuando empiece a beber no soy capaz de parar? ¿Y si paro pero luego decido que lo de las bolsas de sangre ya no es para mí y os traiciono a ti y a Dominic? Soy capaz de hacer eso y mucho más. Ni te imaginas lo que llegué a hacer durante mis primeros meses en el ejército de las sombras.
—Escúchame bien, Sebastian, yo confío en ti. Pero en caso de que intentes propasarte, sé defenderme. —Bajó la vista hacia la pistola que llevaba en la cintura del pantalón—. Y si intentas traicionarnos, lo sabré al mismo tiempo que tú y podré reaccionar. Pero no lo harás.
—¿Cómo…?
Veronica lo sujetó por la nuca, tiró de él hacia abajo y lo besó. Para ser un hombre de acción, Sebastian estaba tardando demasiado en decidirse y ella llevaba días muriéndose por aquel beso.
En cuanto los labios de Veronica tocaron los suyos, Sebastian perdió el poco autocontrol que le quedaba y se rindió a los anhelos de su corazón. Su lengua era suave y ardiente al mismo tiempo, inocente y seductora. Sus dedos jugaban con los cabellos de su nuca y Sebastian sintió que le ardía toda la espalda. Ella lo había empezado, pero el deseo corrió a tanta velocidad por las venas de él que no tuvo más remedio que tomar el control del beso. Necesitaba besarla, consumirla, devorarla. Llevaba meses creyendo que había perdido su alma al entrar en el ejército de las sombras, cuando en realidad ahora ella se la estaba robando. Al ejército había sido capaz de traicionarlo, de abandonarlo. De Veronica no desertaría jamás. Antes la muerte. Veronica era el mundo en el que quería perderse, el sueño que quería invadir cada noche, la mujer que quería poseer hasta el fin de los días. Por ella renunciaría a todo y nunca se arrepentiría de ello.
Se apartó un poco. Si los dioses sólo iban a regalarle aquel instante, tenía que saber qué se sentía al besarle los pómulos, los párpados, el cuello… Le recorrió la mandíbula con la lengua y los colmillos se le extendieron hasta rozar la suave piel.
—Sebastian —susurró Veronica, estremeciéndose.
Él siguió con su lenta exploración y le besó la oreja. Se estaba torturando más a sí mismo que a ella, pero si Ezequiel lo mataba al llegar a la isla, se llevaría el sabor de Veronica en su memoria. No la olvidaría hasta consumirse en el infierno. Le deslizó la lengua por las sienes y dejó que ella notase sus colmillos. Las puntas estaban ahora tan afiladas que seguro que aunque no la mordiese le dejarían una pequeña marca. Pensar eso, imaginársela llevando una señal en su cuerpo que la identificase como suya, lo llevó al límite, pero se obligó a mantenerse quieto. Y entonces notó que ella tiraba de nuevo de la nuca de él. Y se rindió.
La mordió y cuando las primeras gotas de sangre de Veronica inundaron sus papilas gustativas, Sebastian se sintió morir y renacer al instante. Bebió despacio para no hacerle daño y para alargar lo máximo posible lo que para él era la sensación más maravillosa que había sentido en mucho tiempo. No podía haber nada mejor que aquello, pensó. Y medio minuto más tarde supo que estaba equivocado. Ella suspiró de placer y empezó a acariciarle la nuca y la espalda y a susurrarle palabras cariñosas. Y entonces sí que supo que con Veronica a su lado cualquier momento sería el más maravilloso del mundo y que sin ella no podría ni querría existir.
Veronica lo notó temblar y, acto seguido, las manos de Sebastian se aferraron a ella con desesperación. Lo oyó incluso gemir, pero no tanto de placer, aunque sin duda también lo estaba sintiendo, como de miedo. Como un suspiro.
—Sebastian —susurró, acariciándole de nuevo el pelo—, estoy aquí.
Él la abrazó con todas sus fuerzas y dejó de morderla para besarla. Necesitaba besarla, pero tras apartar los colmillos de su cuello se quedó inmóvil. Seguro que tenía sangre en los labios. Seguro que ella ahora vería que era un monstruo. Intentó prepararse para el rechazo. «Al menos la has besado». Veronica lo miró a los ojos y, sin decirle nada, dejó que Sebastian viese todo lo que sentía por él.
—Veronica —suspiró antes de besarla y, cuando ella le devolvió el beso y le recorrió los colmillos con la lengua, entendió por qué había hombres dispuestos a morir por una mujer. Él no sólo estaba dispuesto a morir por aquélla, sino también dispuesto a matar—. Veronica.
Ésta siguió besándolo hasta que sintió que si seguían adelante no lo dejaría marcharse en aquel helicóptero sin ella a su lado, y entonces se apartó.
—Tienes que irte —le susurró, sin dejar de abrazarlo—. Prométeme que tendrás cuidado, Sebastian, y que confiarás en ti.
—Te lo prometo —dijo él tras un suspiro—. ¿Te he hecho daño?
—No, de modo que procura seguir así, ¿entendido?
—Entendido. —Le estampó un beso en el pelo y la soltó.
Veronica dio un paso atrás y lo miró. Sonrojado, Sebastian parecía mucho más joven de la edad que tenía e intentó imaginarse qué clase de hombre sería si los esbirros de Ezequiel no lo hubiesen capturado. «Igual de guapo, pero mucho menos complicado». No, ella se había enamorado de aquel Sebastian y no lo cambiaría por nada del mundo, ni siquiera por él mismo sin la marca del ejército de las sombras en el cuello.
Sebastian cogió su mochila con el equipo de supervivencia y se dirigió hacia la puerta. Si volvía a besarla, jamás saldría de aquella cabaña.
—¿Veronica?
—¿Sí?
—Si me sucede algo en la isla…
—No te sucederá nada.
—Si me sucede algo en la isla no intentes ayudarme. Ni siquiera te acerques a mí. Prométemelo.
—No te sucederá nada —insistió ella—. Yo saldré dentro de media hora y buscaré a Claire mientras vosotros entretenéis a Ezequiel. Tal como hemos planeado.
—Prométemelo, Veronica.
—Te lo prometo.
Sebastian suspiró aliviado y abrió la puerta.
—Contéstame a una cosa antes de irte. ¿Por qué nunca utilizabas mi nombre antes?
—Es una tontería —dijo él, nervioso y avergonzado de que ella se hubiese dado cuenta de ese detalle.
—Cuéntamelo de todos modos.
—De pequeño leí un cuento de un niño que coleccionaba nombres. Yo solía ir a la biblioteca para no estar en casa y la verdad es que leía de todo, pero ese cuento fue siempre uno de mis preferidos. El niño apuntaba los nombres que más le gustaban en un cuaderno y luego los utilizaba para otras cosas, por ejemplo, a su muñeco preferido lo llamaba señor Thomas, porque ése era el nombre de su profesor y cosas por el estilo. En fin… —Se pasó nervioso una mano por la nuca—. Yo pensé que era una gran idea y decidí empezar mi colección de nombres, pero pronto me di cuenta de que no tenía ninguno. Con los años, me olvidé del tema, pero cuando te conocí pensé que Veronica podía ser el primer nombre de mi colección. Y me dio rabia. Allí estaba yo, en aquel pasillo del hospital de Vancouver, ocultándole a mi mejor amigo que me había convertido en un soldado del infierno, y entonces apareciste tú. Creo que fue entonces cuando me arrepentí de verdad de no haber muerto en Irak.
—No digas eso, Sebastian —le pidió ella, fascinada por la historia y porque él se hubiese atrevido a contársela.
—Por eso nunca decía tu nombre. Supuse que así podía seguir ignorando que quería que fuese el primero de mi colección.
—¿Y ahora?
—Ahora no puedo seguir ignorándolo —confesó apesadumbrado—. Será mejor que me vaya. —Levantó el pulgar para señalar hacia afuera.
—Claro —convino ella.
—¿Cómo sabré si ha funcionado? —le preguntó antes de salir haciendo referencia al mordisco y a la sangre que todavía notaba deslizándose por sus venas.
—Lo sabrás —le contestó Veronica con una sonrisa.
Sebastian cerró la puerta y corrió hacia el hangar. Cuando llegó, Dominic ya tenía el helicóptero en marcha y se había ocupado de repasar el motor y el carburante.
—¿Todo bien? —le preguntó el guardián enarcando una ceja.
—Sí, Veronica nos seguirá dentro de media hora —respondió él, que todavía no estaba listo para compartir aquella experiencia tan íntima con nadie—. Será mejor que te ponga las esposas ahora —dijo—. Si Ezequiel nos intercepta antes de que lleguemos, jamás se creerá que seas mi prisionero si no vas esposado.
Dominic extendió los brazos y le ofreció las muñecas, aunque con la mirada le dejó claro que no le hacía ninguna gracia volar maniatado.
—Lo siento —musitó Sebastian.
—Será mejor que cojas los mandos del helicóptero antes de que pierda el control del guardián. Tienes razón, cada vez me cuesta más dominar su ira. Ahora mismo, creo que podría arrancarte la cabeza.
—Gracias por la advertencia —contestó Sebastian, poniéndose el casco y sentándose en su puesto.
Dominic, como buen prisionero, se sentó detrás.
«Llevo cinco minutos en el aire y ya echo de menos el sabor de sus labios».
—¿Has dicho algo? —le preguntó Sebastian a Dominic a través del micrófono de los auriculares que ambos llevaban.
—No, nada —contestó el guardián—. Habrá sido Veronica.
—He dicho que yo también echo de menos el sabor de tus labios —le dijo Veronica a Sebastian dentro de su cabeza.
Había funcionado.
A Sebastian se le iba acelerando el corazón a medida que iban acercándose a Ignaluk. Podía sentir la presencia de Ezequiel y de la maldad que lo envolvía más y más cerca y tenía miedo de que volviera a engullirlo. Por suerte para él, la ventisca y la poca visibilidad lo mantuvieron ocupado y no tuvo más remedio que concentrarse en pilotar el helicóptero. Tras un par de maniobras bruscas y forzadas por los elementos, vislumbró la pista de aterrizaje y, cuando inició la maniobra de aproximación, también vio el coche que los estaba esperando. Advirtió a Veronica y a Dominic, pero el guardián ya lo había visto y se le estaban extendiendo las garras. Sebastian no era el único al que le estaba afectando llegar a aquella isla.
Consiguió tocar tierra y apagó el motor con tranquilidad, quitándose el casco con la misma calma. Luego salió de la cabina con la actitud insolente propia de los soldados del infierno y tiró de las esposas de Dominic para sacar al guardián con malos modos. Por el momento todo iba bien.
«Al menos no nos han pegado un tiro», pensó.
—No tiene gracia —le contestó Veronica en su mente.
—¡Alto ahí! —le ordenó el soldado que estaba de pie frente al coche negro que había en la pista.
Sebastian obedeció y vio que el otro iba a abrir la puerta trasera. Ezequiel. Su mera presencia infundía terror, aunque al mismo tiempo tenía que reconocer que exudaba sensualidad. Por eso tantos hombres y mujeres caían en sus redes. El mal era mucho más tentador que el bien.
«Para mí ya no».
—Vaya, vaya, Sebastian Kepler. Me habían dicho que ya no contábamos con tus simpatías —le dijo Ezequiel, recorriéndolo con la mirada.
—Me tomé unas vacaciones, estaba harto de pudrirme en el desierto y de matar sabandijas —contestó él sin inmutarse.
—¿Y has decidido volver? —preguntó Ezequiel, incrédulo y mirándose el carísimo reloj que llevaba en la muñeca.
—Sí, pero quiero más.
—¿Más qué? —preguntó Ezequiel, ahora intrigado de verdad.
—No quiero estar a las órdenes de ningún zombi estúpido que sólo piensa en beberse la sangre de su siguiente víctima.
—¿Ah, no?
—No, quiero trabajar directamente para ti. —Sabía que el único modo de convencerlo y de que lo dejase entrar en el centro de Ignaluk era provocando su curiosidad y humillándose—. Sé que cometí un error.
—Y muy grande. Yo no doy segundas oportunidades, Kepler. Considérate afortunado de seguir con la cabeza pegada al cuerpo.
—Por eso mismo he venido aquí con un regalo.
—¿Un regalo?
—Dominic Prescott. —Sebastian, que hasta entonces había estado ocultando al guardián con su cuerpo, se apartó.
—Vaya, reconozco que conoces mis gustos. No te importará que Aldric te cachee, ¿no? No quisiera que más tarde hubiese ningún malentendido.
—Por supuesto que no. —Sebastian extendió los brazos en señal de bienvenida y el tal Aldric se aseguró de que no llevaba ningún micro ni ninguna arma.
—¿Cómo le has capturado? El señor Prescott se fugó de uno de mis laboratorios hace unos meses y desde entonces ha demostrado ser muy escurridizo.
—Yo era amigo de Simon Whelan —confesó Sebastian—. El muy estúpido me contó lo que le había sucedido a Prescott y me dijo dónde estaba escondido. Pensé que era mi gran oportunidad para volver al ejército de las sombras y fingí interesarme por él. Lo encontré en Siberia, me temo que este desgraciado —tiró de las esposas de Dominic hasta hacerlo caer al suelo— y sus amigos han eliminado a los soldados que enviaste.
—Una lástima, aunque puedo reemplazarlos. ¿Dónde están los acompañantes de Prescott?
—Uno ha resultado gravemente herido y se lo han llevado de aquí en avión —le explicó, convencido de que en algún momento Ezequiel se enteraría del vuelo—. Yo me he escondido y he esperado.
—La paciencia suele tener su recompensa.
—Te entregaré a Prescott y a todo el clan Jura si me nombras comandante de una de las facciones de tu ejército —negoció Sebastian. Tenía la espalda completamente empapada de sudor y le temblaban las manos; si no fuera por los ánimos que suavemente le iba susurrando Veronica, probablemente no habría podido seguir adelante.
—¿Cómo sé que de verdad puedes cumplir esa promesa?
Él tiró de Dominic para ponerlo en pie y el guardián lo fulminó con la mirada.
—Ya te lo he dicho: Whelan y yo éramos amigos. Crecí a su lado y mientras él era el niño de oro que vivía en una familia perfecta, a mí me pegaba a diario un borracho. Por una vez en la vida quiero saber lo que se siente estando en el bando de los ganadores. Quiero saber lo que es tener poder y no que te lo arrebaten —respondió con el fervor necesario para que lo creyese y rezando en su mente para que todo aquello no fuese verdad—. Quiero el bufet libre que me ofreciste en Irak y lo quiero ya.
Ezequiel lo miró a los ojos y Sebastian le sostuvo la mirada y dejó que se le extendiesen los colmillos.
—Hablaremos en mi despacho —dijo al fin el otro—, pero antes acomodaremos al señor Prescott. Él y yo tenemos unos asuntos pendientes.