11

A pesar de que, gracias a Dominic, Michael había conseguido engañar a la muerte, el recién estrenado guardián iba a tardar un tiempo en recuperarse de sus heridas. Y en acostumbrarse a su nuevo estado. Lo del tatuaje no le importaba lo más mínimo, al fin y al cabo, él era inglés y a sus compañeros de la comisaría siempre les había extrañado que no tuviese ninguno. Lo de las garras y los colmillos era un poco más complicado, pero seguro que con la ayuda de Ewan y de Dominic pronto se acostumbraría a ellos. Además, Simona estaba contenta y no dejaba de besarlo y de decirle que lo quería, así que supuso que había valido la pena. Qué diablos, volvería a hacerlo sin dudarlo.

Dominic insistió en que lo mejor para Mitch, y para el resto del grupo, era que, junto con Simona, se subiese al lujoso avión de Industrias Whelan y volviesen a Inglaterra. Allí, Michael podría recuperarse con normalidad y la familia Jura en pleno se desviviría por él. Y Simona podía serles de mucha ayuda. Si lo que había dicho ésta era cierto, y Dominic no dudaba que lo fuese, en la isla sólo quedaban dos soldados y Ezequiel. Y si Simona se quedaba allí, seguro que éste intentaría manipularla o, como mínimo, hacerla sentir culpable. No, lo mejor para todos era que ella y Michael volasen a Londres cuanto antes y, por eso mismo, Dominic hizo las llamadas pertinentes y en menos de tres horas la pareja estuvo lista para despegar.

A Simona la idea de alejarse lo máximo posible de Ezequiel y de estar con Michael a solas le parecía un sueño hecho realidad, pero no quería dejar allí a Veronica. Era la primera amiga que tenía y se sentía responsable de ella. Sin embargo, le bastó con mirar a Sebastian para saber que, si hacía falta, la protegería con su vida. Entonces, y sólo entonces, aceptó irse. Michael estaba tan cansado y malherido que no opuso ninguna resistencia. Toda una novedad para alguien como él.

En cuanto el avión despegó, Veronica se dirigió furiosa a Dominic.

—¿Se puede saber qué diablos te ha pasado en el hotel? Oh, no pongas esa cara, sabes perfectamente de qué te estoy hablando.

—Yo…

—Sí, has salvado a Mitch al exigirles a los dioses que lo convirtieran en guardián, pero antes, cuando te ha pedido ayuda durante la pelea, ni siquiera lo has oído, Dom.

—Lo sé —confesó, abatido—. Lo sé.

Dominic, Veronica y Sebastian habían llevado sus cosas hasta la pequeña cabaña que había junto al hangar. Ninguno quería quedarse en el hotel después de lo sucedido, y así podían descansar un poco y trazar un plan antes de ir a la isla en busca de Claire.

—Yo he sabido que se acercaban los soldados porque podía sentir su presencia —dijo Sebastian, metiéndose en la conversación—. No sé explicarlo, pero aunque ya no soy uno de ellos, es como si el ritmo de mi corazón se acompasase al suyo, como si todos formásemos parte de un organismo mayor que nosotros mismos. Cuando estoy cerca de Dominic me sucede lo mismo.

—Yo no soy un soldado del ejército de las sombras —contestó éste entre dientes—. Nunca lo he sido y nunca lo seré.

—Lo sé —concedió Sebastian—, pero quizá sí tengas algo que ver con Ezequiel. Espera un segundo antes de darme un puñetazo —añadió apresurado—, todavía me sangra la herida del pecho.

—¿Qué quieres decir, Sebastian? —le preguntó Veronica—. ¿Qué clase de relación puede tener Dominic con Ezequiel?

Sebastian suspiró y se sentó en un sofá con un estampado a base de renos. Precioso, muy adecuado a su entorno.

—La profecía —contestó a media voz.

—¿La profecía? —repitió Veronica, confusa.

—¿Acaso a los guardianes no os obligan a ir a clase de historia? —les preguntó Sebastian a los dos.

—La profecía de la llave del infierno —dijo Dominic, serio.

—Exacto.

—¿Tú crees que Dominic es la llave del infierno? —Veronica se esforzó por no reír—. Pero si eso es sólo un cuento para niños.

—Y eso lo dice la mujer que se metió en mi mente e hizo estallar el núcleo de mi dolor —le recordó Sebastian, con tono sarcástico—. Mira, precisamente nosotros sabemos que los cuentos tienen mucho de verdad. Elliot siempre ha creído que esa profecía es tan cierta como el resto de las historias de los libros de los guardianes. Sólo os pido que repaséis los hechos conmigo —insistió Sebastian—. El helicóptero no puede despegar con tanto viento, de alguna manera tenemos que pasar el rato.

—De acuerdo —accedió Dominic.

—Según la profecía, la madre de la llave del infierno será la única hija de la última guerrera, una descendiente directa de Gea y de Tetis. La madre de Dominic era humana y ayudaba a su padre con las hierbas, él mismo te lo dirá —expuso Veronica, desmontando la teoría.

—Soy adoptado.

—¿Qué has dicho? —No lo había oído bien. Imposible.

—Mi padre me lo confesó una noche. Hacía poco que mi madre había muerto víctima de unas fiebres y él se sentía culpable. Y solo. Apenas dormía y se pasaba casi todas las noches sentado frente a la cama, tocando el camisón de mi madre. Yo iba a hacerle compañía, aunque a veces él prefería estar solo. Una noche, de repente, me dijo que yo era lo mejor que les había sucedido en la vida, que había sido un regalo de las diosas. Yo le dije una frase estúpida acerca de que todos los hijos son un regalo de los dioses, pero mi padre me dijo que yo lo era realmente. Él era guardián y mi madre humana y, poco después de casarse, ella se puso enferma. Mi madre no podía concebir y ambos se resignaron a no tener descendencia y mi padre se dedicó en cuerpo y alma a ayudar a los demás con sus conocimientos. Una noche de invierno, apareció una mujer muy hermosa en su puerta, una diosa, según él, y les entregó un bebé —Dominic se señaló a sí mismo— y les dijo que lo cuidaran, porque era un guardián que había perdido a toda su familia.

—Dios mío —farfulló Veronica—. No lo sabía.

—No lo sabe nadie. Mi padre no volvió a mencionar el tema nunca más y yo siempre me he sentido su hijo, así que nunca se lo había contado a nadie. En realidad, es algo en lo que no pienso nunca, pero ahora, con lo que ha dicho Sebastian…, lo he hecho.

—¿Qué más dice la profecía? —Sebastian quería repasar todos los puntos.

—Veamos —prosiguió Veronica—, la profecía dice que ese guardián poseerá la llave para abrir el infierno y dejar el mal en libertad o encerrarlo allí para siempre.

—Yo no tengo ninguna llave —repuso Dominic.

—El guardián es la llave —lo corrigió Sebastian—. ¿Acaso tampoco os enseñan literatura? El guardián es la llave, él es el único que puede encerrar el mal o quien puede dejarlo en libertad. Y, para hacer eso, esa llave tiene que ser capaz de reconocer tanto el mal como el bien. Tiene que ser una llave maestra. Tiene que tener un lado bueno, sin duda, pero también un lado malo. La cuestión es que al final venza el correcto.

—¿Adónde quieres llegar? —le preguntó Dominic.

—En mi experiencia, la mayoría de guardianes hacen básicamente el bien; sí, no digo que alguno no tenga alguna multa pendiente en alguna parte, pero sólo son tonterías. Tú, en cambio, hoy mismo has disfrutado torturando a ese soldado y ahora te encantaría darme una paliza —añadió, al ver el modo en que lo estaba mirando—. Estoy convencido de que si Veronica no estuviese aquí, ya me habrías dado un puñetazo. —Vio que Dominic abría y cerraba el puño—. ¿Me equivoco?

—No —reconoció el otro entre dientes, antes de que Veronica saltase a defenderlo.

—Dios mío —susurró la ilíada.

—Sigamos —dijo el guardián, manteniendo un férreo control sobre sí mismo.

—La llave vivirá en soledad —recitó Veronica, y al ver que Dominic levantaba las cejas para señalar lo evidente, siguió—: hasta que encuentre a su alma gemela. La luz que lo guiará…

—No quiero señalar lo obvio, pero Claire significa algo parecido a luz en francés.

—Dios mío, y la profecía termina diciendo que sin su luz, la llave está perdida —concluyó Veronica.

—Sin ella —recordó Sebastian—, el infierno tentará al guardián y lo llevará hasta el mal. Según Veronica, últimamente no pareces tú mismo, Dominic. Tus amigos parecen creer que eres una especie de santo, un hombre afable y sabio, pero el hombre que yo he visto estos días es impetuoso, sanguinario y autoritario. Y estoy siendo objetivo, créeme.

—Tenemos que encontrar a Claire —sentenció el guardián, sintiendo una opresión en el pecho.

—En seguida —agregó Veronica.

Si Sebastian estaba en lo cierto, y todo indicaba que así era, Claire era la única que podía ayudar a Dominic a elegir el camino correcto. Y la vida de todos dependía de ello.

—Y creo que ya sé cómo dar con ella —le dijo entonces Sebastian—. Voy a entregarte a Ezequiel.

—Escúchalo, Dominic —le indicó Veronica viendo que éste entrecerraba los ojos, que cada vez eran más negros—. Piensa en Claire —añadió, para asegurarse de que Dominic tenía en cuenta el plan de Sebastian.

—Según ha dicho Simona, en la isla hay, como mínimo, dos soldados más y el propio Ezequiel —recapituló Sebastian—, pero no podemos descartar la posibilidad de que ese bastardo haya decidido traerse a uno de sus nuevos monstruos.

—Cierto —convino Dominic.

—Sé que entre los tres podríamos ocuparnos de ellos, pero no podemos olvidarnos de lo más importante. —Sebastian hizo una pausa y esperó a tener toda la atención de Dominic y de Veronica.

—¿Qué es?

—Claire. Ezequiel sabe que vas a buscarla; de hecho, estoy convencido de que la está utilizando como señuelo. Si entramos allí por las malas, le bastará con coger a Claire y amenazarte con matarla y tú te rendirás… o perderás completamente el control y terminaremos todos muertos —añadió Sebastian, completamente serio.

—¿Y crees que entregarme directamente a él es mejor opción? —le preguntó Dominic, sarcástico.

—En todos mis años de experiencia militar he aprendido dos cosas: la primera es que el elemento sorpresa es fundamental —respondió Sebastian.

—¿Y la segunda? —quiso saber Veronica, fascinada por aquel hombre tan dispuesto a luchar. El Sebastian de hacía unos días los habría dejado tirados en aquel hangar.

—La segunda es que siempre tienes que aprovechar las debilidades de tu enemigo.

—Ezequiel no tiene ninguna debilidad —le recordó Veronica.

—Oh, sí que las tiene —sonrió Sebastian—: su ego y su orgullo. No es que quiera presumir, Dios sabe que no me siento orgulloso de lo que hice durante esa época, pero cuando me convertí en soldado del ejército de las sombras fui de los mejores —confesó, apartando la mirada de Veronica—. Y sé que, cuando me fui, tanto mi superior como el mismo Ezequiel se pusieron furiosos. Éste está convencido de que los gladiadores acabaremos todos muertos o locos al intentar vencer la adicción a la sangre y se toma cada deserción como una ofensa personal. Y se ha encargado de hacernos saber que jamás nos permitirá volver, a no ser que sea suplicando.

—Vas a hacerle creer que quieres volver a ser un soldado —dedujo Veronica con acierto— y le ofrecerás a Dominic para convencerlo de que te dé otra oportunidad.

Se llevó la mano a los labios y notó que se le revolvía el estómago. Podía sentir el miedo y la angustia que Sebastian se había encargado de omitir en su explicación. Él sabía que su plan tenía sentido y que les ofrecía la ventaja que tanto necesitaban del elemento sorpresa, pero al mismo tiempo tenía miedo de caer en la tentación. Era igual que mandar a un ex alcohólico a una licorería.

—Es peligroso —sentenció Dominic y ella tuvo un mal presentimiento.

—Lo sé —dijo Sebastian.

—Puede funcionar. —Las palabras del guardián justificaron el mal presagio de la ilíada.

—Tú y yo cogeremos un helicóptero en cuanto amaine el viento y nos dirigiremos a la isla —planeó Sebastian mirando a Dominic, después se volvió hacia Veronica—. Dijiste que sabías pilotar un avión, ¿no? Un helicóptero es mucho más fácil.

—Ella nos seguirá más tarde en el segundo helicóptero —intervino Dominic, adivinando su plan.

—Sí, cuando Veronica llegue a la isla, tú y yo tendremos a Ezequiel y a sus soldados ocupados dándote la bienvenida.

—Y así ella puede buscar a Claire —terminó el guardián.

—Los dos estáis locos —musitó la joven—. Mientras el uno terminaba la frase del otro, yo he perdido la cuenta de la cantidad de cosas que pueden salir mal. Es una locura.

—No, no lo es, Veronica. Ezequiel lleva años detrás de mí —le dijo Dominic.

—Y no podrá resistir la tentación de verme humillado y suplicando —añadió Sebastian.

—¿Y si no se lo traga? ¿Y si no llego a tiempo de evitar una tragedia? ¿Y si…?

—No tenemos elección, Veronica. Claire está en peligro y, en cuanto Ezequiel vea que los soldados que vinieron a buscarnos no vuelven, sabrá que no he venido solo y podría decidir irse de Ignaluk.

—Y entonces volveríamos a perder a Claire —dedujo ella, resignada—. De acuerdo. Está bien. Os ayudaré con una condición.

—¿Una condición? —repitió Dominic, enarcando las cejas.

—¿Qué condición? —Sebastian tuvo un escalofrío.

—No podemos llevar intercomunicadores. Lo primero que hará Ezequiel cuando lleguéis será cachearos y dejaros sin móvil y sin armas —explicó Veronica.

—Cierto —convino el guardián.

—Pero no me gusta ir a ciegas —prosiguió ella, mirando sólo a Dominic; si miraba a Sebastian no podría terminar—. Necesito poder comunicarme con vosotros, al menos con uno.

—Dime que no estás insinuando lo que me estoy imaginando —le dijo Dominic, comprendiéndola.

—Es el único modo, Dom —contestó, rotunda.

—Pues entonces lo haré yo —ofreció el guardián—. No dejaré que lo hagas tú.

—Tú no puedes hacerlo, Dominic. Piensa en lo que ha dicho antes Sebastian: si de verdad eres la llave del infierno, no podemos correr el riesgo de que Ezequiel lo sepa.

—¿De qué diablos estáis hablando? —les preguntó el soldado, que no había entendido ni una palabra.

Dominic y Veronica mantuvieron un duelo de miradas hasta que el primero entendió que la fiera ilíada no iba a retroceder.

—Díselo tú —le ordenó Dominic, letal—, yo iré a asegurarme de que los helicópteros están listos. Os espero en el hangar.

Veronica asintió y esperó a que cerrase la puerta de la cabaña.

—¿Vas a contarme de qué estabais hablando o voy a tener que imaginármelo? —le preguntó Sebastian al ver que ella movía nerviosa las manos sin decir nada.

—La sangre de los guardianes y de las ilíadas es especial —dijo Veronica. De alguna manera tenía que empezar y aquélla era tan buena como cualquiera.

—Lo sé, una vez vi a un guardián regenerar un brazo entero, pero ¿qué tiene esto que ver con lo de ir a la isla?

—Nuestra sangre no sólo nos permite curarnos con más facilidad, sino que además nos une entre nosotros.

—Yo también he visto Avatar. Ve al grano. —Sebastian empezaba a ponerse nervioso. ¿Por qué no lo miraba a los ojos? Veronica siempre lo miraba a los ojos.

—Si bebes mi sangre, tú y yo podremos comunicarnos telepáticamente —soltó sin respirar.

—¡NO! —replicó él de inmediato, a pesar de que se le aceleró el corazón sólo con pensarlo.

—Tienes que hacerlo, Sebastian —insistió ella, acercándose.

—No, no tengo que hacerlo. —Se puso en pie y aumentó de nuevo la distancia entre los dos—. No es necesario que estemos comunicados —afirmó, aunque sabía que sí lo era—. Podemos utilizar los pinganillos que llevamos en el equipo.

—Ezequiel sabe cómo localizarlos y te los quitará al instante. Y, si los ve, sabrá que es una trampa y no confiará en ti. Tienes que ir sin pinganillo, Sebastian, lo sabes perfectamente.

—No pienso beber tu sangre —repuso en voz alta y firme para convencerse a sí mismo tanto como a ella.

—Tienes que hacerlo —repitió Veronica.

—Beberé la de Dominic —ofreció angustiado.

En su mente, había decidido que cualquier cosa era preferible a beber su sangre, porque el sabor de cualquier otra sangre podría olvidarlo, pero el de ella no.

—No, imposible.

—¿Por qué? —exigió saber, desesperado por encontrar el modo de no confesar sus verdaderos temores.

—Porque Ezequiel puede entrar en la mente de sus esclavos —contestó Veronica triste.

—Crees que puedo volver a recaer —comprendió, decepcionado. Creía que la ilíada confiaba en él.

—No —negó ella al instante—. Sé que no recaerás, Sebastian —le dijo, mirándolo por fin a los ojos—. Pero si Dominic es la llave del infierno, no podemos correr ningún riesgo.

—Comprendo —dijo él.

Los dos se quedaron en silencio y se dieron cuenta de que el vendaval había amainado. No tenían tiempo que perder.

—¿Lo harás?

Sebastian suspiró y recordó los largos meses de calvario que había tenido que superar antes de lograr vencer su adicción a la sangre. Recordó la cantidad de veces que se sintió tentado de volarse la cabeza y lo mucho que había tenido que luchar contra sí mismo para no hacerlo. Elliot siempre decía que todo lo que habían logrado cualquiera de ellos podían perderlo en un segundo; lo único que hacía falta eran unas gotas de sangre. Y ahora iba a beber la sangre de la primera y única mujer que había conseguido recordarle que tenía alma.

—Lo haré.