10

Ya sabía yo que no podría resistir la tentación de volver a intentarlo, señorita London. Creía que recordaba lo que le pasó la última vez que se puso a charlar con una de sus amiguitas sin mi permiso. —Ezequiel chasqueó la lengua—. Me decepcionas, Claire, te hacía más lista. Mucho más lista. —Ezequiel le retenía el mentón entre el pulgar y el índice mientras ella estaba atada a una camilla de uno de los quirófanos que había en Ignaluk.

Claire intentó girar el rostro y él se lo impidió.

—Suéltame —dijo Claire con valentía, a pesar de la situación en que se encontraba.

—Me temo, querida, que eso no va a ser posible. Verás, he estado haciendo pruebas con tus últimas muestras de sangre —le explicó él, con la educación propia de un lord inglés— y creo que sé por qué ha empezado a cambiar.

—No tienes ni idea —le aseguró ella, apretando los dientes.

—Cierto, por ahora tan sólo es una teoría y creo que ha llegado el momento de ponerla a prueba. —Giró el taburete en el que estaba sentado hacia el par de soldados del ejército que estaban a su espalda—. Caballeros, sé que es tarde, pero ¿serían tan amables de ir al hotel que hay en la costa de Siberia a buscar a los invitados de la señorita London?

A Michael le dio un vuelco el corazón al oír el grito horrorizado de Simona. Se sentó a su lado en la cama e intentó tranquilizarla. Ella insistió en que no hacía falta, a pesar de que no podía dejar de temblar, y le exigió que se vistiese lo más rápido posible y fuese a buscar a los demás. Michael obedeció, porque sólo eso pareció calmar un poco a la ilíada, y fue primero a la habitación de Dominic. El guardián ya estaba vestido y salió al instante, juntos fueron a avisar a Veronica y a Kepler.

Cuando estuvieron todos en la recepción, Simona les contó lo sucedido sin apenas respirar y sin omitir ningún detalle. Ahora que ese grupo de gente había decidido darle una oportunidad, no iba a menospreciar la confianza que habían depositado en ella.

—Tenemos que ir a Ignaluk ahora mismo. No sabemos qué pueden estar haciéndole a Claire si saben que ha intentado ponerse en contacto con alguien —dijo Dominic, decidido.

—Si Claire se ha arriesgado tanto para avisarnos de que no vayamos, quizá deberíamos hacerle caso —sugirió Mitch.

—Tú quédate si quieres, yo me voy a esa isla —lo retó Dominic.

—No digas estupideces, Dom, si tú vas, vamos todos. Lo único que estoy diciendo es que quizá deberíamos pensarlo un poco antes de ir.

—Mitch tiene razón, Dominic, podría ser una trampa. Ezequiel podría estar esperándonos —apuntó Sebastian.

—¿Y a ti qué te importa? Tú en el fondo eres uno de ellos —lo insultó Dominic, enseñándole los colmillos.

—¡Dominic Prescott! —exclamó Veronica horrorizada, tanto por el comentario de Dominic como por cómo éste había afectado a Sebastian—. ¿Qué diablos te pasa? —Se acercó al guardián y le colocó una mano en el hombro, y en cuestión de segundos la apartó como si se hubiese quemado—. ¿Dominic?

Veronica no daba crédito a lo que acababa de sucederle. Había tocado a Dominic convencida de que notaría la paz y la serenidad que sentía siempre que tocaba al guardián, pero lo que sintió fue odio y rabia. E ira. Con una intensidad que no había percibido jamás en otra criatura.

—Claire está encerrada en esa isla y están jugando con ella como si fuese una rata de laboratorio. No voy a esconderme en ninguna parte. ¿Entendido?

Veronica negó con la cabeza y se apartó. Quizá aquella ira tan profunda se debía únicamente a que estaba desesperado por reunirse con su alma gemela y porque sufría por lo que ella debía de estar pasando en aquellos momentos. Pero había algo más. Algo más espeso y mucho más oscuro. Sebastian se percató de la confusión de Veronica y, sin ser consciente de lo que estaba haciendo, se acercó a ella y se colocó a su lado. Ella tenía las manos en lo que había sido la recepción del hotel y con un dedo iba resiguiendo el dibujo de la madera. Él alargó un brazo para coger un mapa y le rozó la mano con la suya. Habría podido coger ese mapa desde cualquier otro lugar. Veronica levantó la cabeza y lo miró a los ojos. Y, aunque él intentó disimular, no lo consiguió del todo. Aquella rebuscada maniobra había sido su intento desesperado de consolarla.

—Si de verdad quieres ir a Ignaluk —dijo Sebastian desplegando el mapa. Que le temblasen las manos era pura casualidad y consecuencia del frío que no tenía—, tienes que saber que, tal como ha tratado de advertirte Claire, Ezequiel tiene espías por todas partes.

—Dime lo que sabes —le ordenó Dominic en tono militar.

—Según los informes de Elliot —empezó Sebastian—, Ezequiel tiene hombres tanto en el puerto como en la única pista de aterrizaje de la isla. Podría intentar tomar tierra en otra parte, pero el terreno es complicado y probablemente lo único que conseguiríamos sería unos pocos minutos de ventaja. Y sólo lo lograría si dispusiéramos de un helicóptero.

—Hay dos en el hangar —informó Veronica—. Simon supuso que podrían sernos útiles.

—Ezequiel siempre viaja con un grupo reducido de soldados —explicó Simona—, no le gusta que haya demasiada gente a su alrededor. Seis es lo más habitual. El centro de Ignaluk se construyó hace más de veinte años y eso juega a nuestro favor. Tiene un sistema de seguridad avanzado, pero no infranqueable.

—¿Cómo sabes que no lo ha modernizado? —le preguntó Veronica.

—Porque intenté convencerlo varias veces de que lo hiciese y siempre se negó. Ezequiel está convencido de que la propia naturaleza de la isla la hace de por sí inexpugnable.

—Y tiene parte de razón —aportó Mitch—. Por lo que he estado leyendo, esa isla es una trampa mortal. —Levantó unos mapas y unos documentos—. Está formada básicamente por acantilados y envuelta en una niebla perenne que dificulta el acceso de barcos y aviones, las temperaturas son heladas durante todo el año y los vientos huracanados soplan a diario. Hay incluso una leyenda que dice que los pocos esquimales que se atrevieron a vivir allí se pusieron clavos en las botas para no precipitarse al mar, que también está helado, por supuesto.

—¿Cuándo nos vamos? —insistió el guardián—, estamos perdiendo el tiempo.

—Me temo, Dominic, que nuestra visita a la isla va a tener que retrasarse —le dijo Sebastian, entrecerrando los ojos—. Tenemos compañía.

El grupo entero se puso en alerta.

—Cuatro soldados del ejército de las sombras —concretó Sebastian—, puedo sentirlos.

Mitch desenfundó la pistola y fue a su habitación a buscar el rifle que lo había acompañado por toda Rusia, así como las dos espadas de Simona. Veronica también fue a por su nueve milímetros; a ella no le gustaban las armas, pero en ocasiones como aquélla le daba las gracias a su padre por haberle enseñado a utilizarlas. Y por haber insistido en que se apuntase a todos los cursos de defensa personal habidos y por haber. Dominic respiró hondo, cerró los ojos y bajó completamente las barreras de conciencia, otorgándole plena libertad al guardián. Lo había liberado en contadas ocasiones y siempre porque había sentido que era su responsabilidad hacerlo, pero esa noche lo hacía porque llevaba meses anhelando aquel enfrentamiento.

—Se están acercando —dijo Sebastian.

—Vendrán dos por delante —Simona señaló la entrada principal con una espada— y dos por la ventana lateral. Es lo que yo haría.

—¿No vendrá ninguno por detrás? —quiso saber Veronica.

—No, los soldados que yo he entrenado nunca contemplan la posibilidad de que se les escape un objetivo —explicó, arrepentida.

—No pienses en eso ahora, Simona —le pidió Michael—. Concéntrate, por favor.

Ella asintió y en ese mismo instante, la puerta de aquel bonito hotel salió volando por los aires.

Simona se colocó instintivamente delante de Veronica —la ilíada era la menos instruida en el arte de la guerra sucia— y levantó las dos espadas. Un soldado se acercó decidido hacia ella, Simona incluso creyó verlo sonreír. Iba a disfrutar matando a ese bastardo.

Sebastian le plantó cara a otro, un soldado perverso que hacía años que había perdido cualquier vestigio de humanidad. Durante la pelea, hirió a Sebastian en el pecho y la herida sangró profusamente. Él, que a diferencia de su contrincante llevaba años sin alimentarse del modo natural para los soldados —bebiendo la sangre de sus víctimas—, se mareó y se tambaleó.

—Vamos, traidor —le escupió el otro—, todavía estás a tiempo de remediarlo. Pídeme ayuda y te traeré el cuello de esa mujer. —Señaló a Veronica—. Seguro que si la dejas seca te recuperas.

Sebastian intentó hablar, pero sólo consiguió tener un ataque de tos, así que levantó una mano y, con dos dedos, le pidió al soldado que se acercase. El muy estúpido se agachó con una sonrisa de oreja a oreja; estaba convencido de que Sebastian había decidido rectificar y volver al redil. Éste le clavó un puñal, abriéndolo en canal. El soldado se desangró sobre él, que tuvo que hacer esfuerzos para quitárselo de encima, pero finalmente lo consiguió. Y cuando lo hizo, vio que Veronica lo miraba fijamente. Lo había visto todo.

Por su parte, Dominic estaba jugando con el soldado que había cometido el error de elegirlo a él como adversario. Iba torturándolo con las garras y, cada vez que el otro intentaba asestarle un golpe, él le cortaba un nervio o un tendón, o quizá un músculo. El soldado parecía un títere deformado e iba desangrándose por todo el vestíbulo del hotel mientras el guardián disfrutaba viéndolo morir.

—¡Dominic! —le gritó Mitch, que se estaba ocupando del cuarto, que se negaba a morirse después de dos disparos—, ¡mátalo de una vez y ven a ayudarme!

El adversario al que se estaba enfrentando Michael era, sin que el policía lo supiese, superior al resto. Se trataba de un soldado completamente convertido, que viviría eternamente para servir a su señor Ezequiel. Las balas lo debilitaban, pero no para siempre y, con cada disparo que recibía, sólo aumentaban sus ganas de matar a aquel humano.

Simona se percató de lo que estaba sucediendo y decapitó en cuestión de segundos al soldado que tenía delante. Corrió hacia donde estaba Michael y cometió el error más grave que puede cometer un asesino a sueldo: revelar su debilidad.

El soldado que atacaba a Michael vio su reacción y la comprendió al instante. Entonces, se lanzó encima del policía como un poseso.

—¡No! —gritó Simona, horrorizada—. ¡No!

Le clavó una espada en la espalda, pero no antes de que el soldado atravesase el estómago de Michael con una ganzúa muy afilada. El soldado siguió retorciendo la daga a pesar de estar malherido y ella hizo algo que creía que no haría nunca: pedir ayuda.

—¡Sebastian, Dominic, ayudadme!

Sebastian seguía sangrando, pero acudió al instante.

—¡Dominic! —gritó Veronica—. ¡Mitch se está muriendo!

Esa frase fue la única que sacó a Dominic de su estado; eliminó por fin al soldado al que habría podido matar varios minutos antes y fue a ayudar a su amigo. Levantó el cuello de la bestia que estaba encima de Mitch y lo degolló con sus garras.

—¡Quitádselo de encima! —pidió Simona, soltando sus espadas.

Dominic apartó el cuerpo sin cabeza y lo lanzó al suelo.

—¡Dios, no! —Simona se arrodilló junto a Mitch—. Michael, no te mueras. Por favor —le suplicó llorando.

—Chist, tranquila —susurró él, con las pocas fuerzas que le quedaban, y levantó una mano ensangrentada para acariciarle la mejilla.

—Déjame ver —dijo Veronica, acercándose.

—Ni se te ocurra, Veronica —le advirtió Mitch—. No lo superarías.

Ewan le había contado una vez a Michael en qué consistía el don de la prima de Simon y le había dicho lo peligroso que era intentar salvar a alguien de una muerte segura.

—Michael, tienes que ponerte bien —le rogó Simona, apartándole el pelo de la cara—. No me dejes, por favor.

Veronica intentó de nuevo acercarse, pero en esta ocasión fue Sebastian quien la detuvo, colocándole una mano en el hombro.

—Déjalos —le aconsejó y apretó la mano para intentar decirle sin palabras que no quería que ella corriera ese riesgo.

—Mitch, no puedes morirte —dijo Dominic, furioso consigo mismo por haber perdido el control y no haberse dado cuenta de que su amigo lo necesitaba—. No puedes —repitió—. No voy a permitirlo.

—No te preocupes, Dom, pero prométeme… —Se lamió el labio. Tenía la garganta tan seca que apenas conseguía abrirla lo suficiente para respirar—. Prométeme que cuidarás de Simona.

—No voy a permitir que mueras. Tú cuidarás de ella —repuso entre dientes—. He vivido más de mil años y sólo tengo cuatro amigos. No voy a perder uno así, sin más. No voy a permitírselo.

—¿A quién? —Veronica se dio cuenta del cambio en la frase—. ¿De qué estás hablando, Dominic? —Empezaba a estar preocupada por la salud mental del guardián.

—Antes, Mitch ha dicho que aquí los vientos huracanados eran frecuentes, ¿no?

—Sí —contestó Sebastian, presionándose la herida del torso.

—En seguida vuelvo —anunció Dominic, lacónico.

—¿Adónde vas? ¡Dominic! —Veronica se quedó mirando su espalda.

—No te mueras, Michael, por favor. No te mueras —repetía Simona una y otra vez—. No me hagas esto.

—Tranquila, cariño —la consolaba él.

—No. Si te vas, volveré con Ezequiel —lo amenazó.

—No es verdad —le dijo él con una sonrisa—. Te amo, Simona.

—Y yo… —Se secó las lágrimas, porque le caían a él encima—, yo no sabía que era capaz de amar hasta que te conocí. Te amo, Michael y si te mueres, iré a buscarte al infierno.

Un rayo iluminó el interior del hotel y los cuatro ocupantes del ensangrentado vestíbulo oyeron el grito de Dominic. Recitaba unas palabras en algún idioma muy antiguo, pero aunque no las entendían, a todos les quedó claro que el guardián estaba furioso.

—¡Lleváis siglos sin aparecer! —les reprochó Dominic a los dioses—. ¡Siglos!

Otro relámpago.

—¡Si alguna vez ha existido algún humano digno de convertirse en guardián, ése es Michael Buchanan! ¿Me oís? ¡He vivido más de mil años y nunca he conocido a un hombre tan leal y valiente como él!

Otro relámpago.

—¡Ha venido hasta aquí para ayudarme a salvar a una odisea! ¡Ha conquistado a una ilíada que era la mejor asesina de Ezequiel! ¡A mí me sacó de esos laboratorios! Si él no se lo merece, ¿quién, entonces? ¡¿Quién?!

El cielo se puso completamente negro durante largos segundos y luego el viento volvió a soplar con normalidad. Dominic se quedó allí de pie y no reaccionó hasta que notó las gotas de lluvia.

—¡Dominic! —Era la voz de Veronica—. ¡Dominic, ven!

Él echó a correr.

—¿Qué pasa? —preguntó, nada más entrar en el hotel.

Veronica lo miró con los ojos llenos de lágrimas y le señaló a Mitch. Había sido en vano.

El guardián se arrodilló junto a Simona, cuyo rostro estaba surcado por las lágrimas, excepto por los trazos ensangrentados que habían dejado en sus mejillas los dedos de Michael. Le colocó una mano en la espalda y se quedó en silencio. Pasaron varios minutos, Sebastian y Veronica también se acercaron a ellos. Sabían que tenían que irse, pero ninguno parecía ser capaz de despedirse de Michael.

—¿Mitch tenía un tatuaje? —le preguntó Sebastian a Veronica.

—¿Qué has dicho? —Dominic fue el primero en reaccionar.

—Le he preguntado a Veronica si Mitch tenía un tatuaje. No pretendía ser irrespetuoso —añadió, creyendo que el guardián estaba ofendido, pero su reacción le indicó que era todo lo contrario.

—No, Mitch no tenía ningún tatuaje —contestó Dominic sonriendo—, pero su guardián sí.

Los dioses lo habían escuchado.

Simona dejó de llorar y se atrevió a mirar el cuello de Michael. En él había aparecido el principio de un tatuaje, unas líneas negras que trazaban un símbolo hasta entonces inexistente. La marca de los guardianes. La marca que aparecía en éstos cuando encontraban a su alma gemela. Volvió a llorar, pero por otro motivo, y se agachó para ver si aquello era sólo fruto de sus más profundos deseos o si había sucedido de verdad.

—Michael —le susurró pegada a sus labios antes de darle un beso y, cuando él se lo devolvió, lo abrazó con todas su fuerzas y lloró desesperada—. Michael.

—Si yo soy Blancanieves —le dijo él con una sonrisa, cuando Simona se apartó—, ¿significa que tú eres el príncipe encantado?

Ella sonrió y le respondió:

—No, significa que estaremos juntos para siempre. —Le dio otro beso y le dijo delante de todos que lo amaba.