Vancouver, en la actualidad
Dominic lanzó a un lado el cadáver del soldado del ejército de las sombras. El muy imbécil se había atrevido a burlarse de Claire y no le había dado ninguna pista sobre su paradero. Levantó un brazo y se secó las manchas de sangre que seguro le cubrían el mentón. De nada serviría que intentase limpiarse la camiseta, la quemaría en cuanto llegase a casa de Simon. Su amigo todavía seguía en el hospital; el otro guardián había estado a punto de morir a manos de un engendro creado por Ezequiel, y si no hubiese intervenido Maria, la odisea que lo amaba y que ahora con toda seguridad estaría sentada a su lado en el hospital, Simon no lo habría conseguido. Dominic aún tenía que hablar con él. Había ido a visitarlo cada noche, pero Simon no se había despertado hasta esa mañana.
«¿Y vas a decirle que te estás volviendo loco, que te estás convirtiendo en un monstruo?» Desvió la vista hacia el charco de sangre que teñía el cemento de aquel oscuro callejón. La policía creería que había sido un ajuste de cuentas, una pelea de bandas; el aspecto del soldado confirmaría dicha teoría y Dominic se había asegurado de no hacerle ninguna herida inusual. Caminó hasta el coche y condujo sin mirar atrás y sin arrepentirse lo más mínimo de haber matado a ese desgraciado. Ni de haberlo disfrutado.
Condujo a toda velocidad, aguzando los sentidos por si se le había escapado algo, y no se detuvo hasta llegar a la casa de los Whelan. Frenó el todoterreno en seco y entró sin molestarse en sacudirse de encima la nieve que había ido cubriéndolo durante la pelea en el callejón.
—Dominic Prescott —dijo una voz desde lo alto de la escalera—, me habían dicho que detestabas la violencia. Y que eras muy educado —añadió, sarcástica.
—Y a mí, Veronica Whelan, me habían dicho que estabas en Japón —respondió él sin inmutarse.
—He venido porque me necesitaba —le explicó Veronica, sentándose en la barandilla para deslizarse hasta el rellano.
—¿Tu primo Simon? —Dominic colgó el abrigo y se sonrojó un poco al ver que ella miraba con reprobación las manchas de sangre de su camiseta.
—No, él no. Sebastian.
—¿Sebastian? —Dominic la miró a los ojos—. ¿Cuánta gente hay en esta casa? Joder.
—Y eso que decían que eras educado —dijo Veronica; iba a gastarle otra broma, pero al verle los ojos, cambió radicalmente de actitud—. Dominic, ¿estás bien?
«Podría mentirle».
—No.
—¿Qué ha pasado?
—¿Quién es Sebastian? ¿Dónde está? —Quizá estuviese agotado y necesitase contarle parte de lo que le había sucedido a alguien, pero no iba a bajar la guardia y confiar en cualquiera. Una cosa era Veronica, ella pertenecía a una familia de guardianes y era prima de uno de sus mejores amigos, y otra muy distinta confiar en un desconocido.
—Sebastian Kepler es el mejor amigo de Simon. Creo que está corriendo; a estas horas siempre corre.
—¿Y qué le pasa, por qué has venido a ayudarlo?
—¿Vas a contarme lo que te pasa a ti?
—No.
—Pues yo no voy a contarte lo de Sebastian. Si quieres saberlo, pregúntaselo cuando vuelva, pero más te vale ser amable; Simon y Maria no estarían vivos de no ser por él. Sebastian fue quien trajo a la caballería cuando Ezequiel y sus perros los atacaron.
—Kepler no es un guardián —afirmó Dominic rotundo.
Él era uno de los guardianes más antiguos que existían, el más antiguo, según muchos, y conocía los nombres de todas las familias de guardianes de Alejandría.
—No, no lo soy —dijo el interesado, apareciendo por la puerta principal.
Tal como había sugerido Veronica, Sebastian había salido a correr. Tenía la camiseta empapada de sudor y la respiración entrecortada.
Dominic lo estudió con la mirada y después giró el rostro.
—Yo también me alegro de conocerte —dijo Sebastian, sarcástico ante el gesto—. Iré a ducharme. Si quieres, luego puedes interrogarme —añadió—. Hola, Veronica —saludó a la chica al pasar por su lado—, veo que sigues aquí.
—Ya te dije que no me iría a ninguna parte —le recordó ella.
Dominic observó el intercambio con interés. Era evidente que Kepler le había pedido, o exigido, a Veronica que se fuese y que ella se había negado. ¿Por qué?
—Yo también iré a cambiarme —dijo Dominic, disipando así la tensión, que iba en aumento entre Sebastian y Veronica—. Después iré al hospital a ver a Simon. —Y no añadió que le preguntaría a éste exactamente quién era Kepler; había algo extraño en aquel hombre. Sus instintos de guardián se habían puesto alerta sólo con verlo.
—No te molestes —le dijo Veronica sin dejar de mirar a Sebastian—. Maria ha llamado. Al parecer, Simon estaba volviendo locas a las enfermeras y el médico le ha dado el alta. Dice que será mejor que termine de recuperarse en casa. Ahora iba a buscarlos. —Levantó la mano y le enseñó las llaves del coche.
—Fantástico —dijo él, alegrándose de verdad. Una buena noticia. La primera en mucho tiempo—. Si esperas un segundo, me ducho y te acompaño, así no tendrás que lidiar sola con el mal humor de tu primo.
—Claro, pero date prisa. A juzgar por lo que me ha dicho Maria, están a punto de echarlos del hospital.
Dominic subió la escalera y entró en el dormitorio que se había adjudicado. Había visitado la casa de los Whelan en ocasiones anteriores y la madre de Simon, una gran dama que había fallecido demasiado pronto, siempre lo instalaba en aquel dormitorio con vistas al parque Stanley. Se desnudó y lanzó la camiseta al suelo. Se metió en la ducha y abrió el grifo del agua caliente. Giró la rueda hasta la presión máxima y se colocó bajo el chorro. El vapor no tardó en empañar el cristal del baño y la mampara, y la piel de Dominic enrojeció al recibir los diminutos golpes de las ardientes gotas de agua. Sin embargo, él no se movió y dio la bienvenida al dolor. Últimamente, era lo único que lo hacía sentir humano.
En cuanto Dominic desapareció en dirección al piso superior, Veronica se arrepintió de haber accedido a esperarlo. No porque tuviese ningún inconveniente en que Prescott la acompañase al hospital, sino porque ahora corría el riesgo de que volviese a aparecer Sebastian Kepler y tuviese que quedarse a solas con él. Y estaba claro que el taciturno exmilitar no podía soportarla. Y, sorprendentemente, que él la rechazase sin disimulo a ella le dolía más de lo que estaba dispuesta a admitir.
En el clan de los Whelan, Veronica era famosa por su carácter rebelde y su eterno buen humor. Y por ser una defensora a muerte de las causas perdidas. Sus padres estaban ahora retirados en Florida; el afable matrimonio había elegido la costa sur americana por su buen clima y sus campos de golf, y porque estaba cerca de Disney World, a pesar de que ellos insistían en negar lo último.
El padre de Veronica, Rafe, era guardián, igual que su hermano mayor y padre de Simon. Durante siglos, los guardianes habían creído que las hijas de los guardianes no poseían ningún poder, por no mencionar que casi todos los guardianes tenían descendientes varones. Todos excepto Rafe Whelan, que decidió dar la campanada y tener tres hijas; Amelia, Lisa y Veronica. Tres niñas que, con el paso del tiempo, se convirtieron en tres de las poquísimas ilíadas conocidas en la actualidad. Amelia y Lisa tenían un don innato para comunicarse con los elementos; la primera podía ponerse en contacto con el viento y éste obedecía su voluntad, y la segunda dominaba el fuego. El poder de Veronica era mucho más complejo y peligroso. Y, a diferencia de sus hermanas, siempre que lo utilizaba, ponía su vida en peligro.
Desde muy pequeña, Veronica había presentido que era distinta, y esa sensación la llevó a cometer más de una locura en su adolescencia. Rafe Whelan solía decir que lo había hecho envejecer prematuramente, aunque todo el mundo sabía que en el fondo era su preferida. Rafe creía que Amelia y Lisa eran ilíadas en sí mismas, las dos entendían a la perfección la naturaleza, conocían sus secretos y sabían recurrir a las plantas y a los elementos en busca de ayuda y consejo. En cambio, Veronica no. Ésta sentía la naturaleza en su propia piel, en su alma. Si una criatura sufría, Veronica también sufría. Y no sólo eso, poseía el don de controlar y modificar los sentimientos de los demás. Pero cada vez que lo hacía corría el riesgo de morir.
Era una defensora de las causas perdidas. Si había una matanza de ballenas en el mar de Japón, a ella se le revolvían las entrañas y los gritos de dolor de los mamíferos la consumían día y noche. El dolor y el sufrimiento de los animales había aprendido a controlarlos, a vivir con ellos en cierta manera, pero el de los humanos era mucho más difícil de contener, aunque también había desarrollado distintos métodos para dejar de oírlo. «Sordera», lo denominaba su madre. Sin embargo, a lo largo de su vida, Veronica se había encontrado con algunas personas a las que, por más que lo intentase, no podía dejar de oír en su interior. La primera había sido su abuela. Cuando se quedó viuda, la anciana sintió tal pena que Veronica no podía dejar de llorar. Evidentemente, ella también echaba de menos a su abuelo, pero en realidad lloraba porque sentía como propio el dolor y la angustia de una mujer que acababa de perder al hombre con el que había compartido su vida. Veronica consoló a su abuela y no descansó hasta que encontró el modo de amortiguar aquella horrible sensación de pérdida. Y estuvo a punto de morir. Veronica sufrió una hemorragia interna mientras destruía dentro de ella el dolor de su abuela.
La segunda persona que la afectó de manera extraordinaria fue su amiga Andrea, una preciosa chica de veinte años a la que le diagnosticaron una enfermedad terminal. Veronica se quedó a su lado hasta que murió, canalizando dentro de ella tanto dolor como le fue posible, para que así su amiga se fuese de este mundo sin sufrir. Tras la muerte de Andrea, Veronica estuvo dos semanas en coma y, cuando se despertó, sus padres le ordenaron que no volviese a hacer algo tan peligroso nunca más.
Y no lo había hecho, porque, desde entonces, no había vuelto a sentir una conexión tan fuerte con nadie. Hasta Sebastian Kepler.
Veronica estaba en Japón cuando notó que alguien muy cercano a ella la necesitaba. En su mente, vio que Simon corría peligro y en seguida hizo las maletas para ir a ayudar a su primo. Cuando llegó a Canadá —por suerte, en sus visiones había visto que tenía que ir a la casa familiar de Vancouver—, Simon estaba en el hospital y Maria, su alma gemela, se estaba haciendo cargo de él. Veronica pensó entonces que ya no hacía falta, pero al salir de la habitación lo vio y supo que él era el verdadero motivo por el que había ido allí.
Sebastian Kepler estaba en medio del pasillo del hospital, apoyado contra la pared y con los ojos cerrados. Las manos le colgaban a los costados y apretaba los puños con tanta fuerza que era imposible que le circulara la sangre. Veronica había sentido muchas emociones ajenas a lo largo de su vida, pero jamás una desesperación tan aguda como la que emanaba de él. Y cuando Sebastian abrió los ojos, se sintió morir: aquel hombre había perdido su alma, y necesitaba recuperarla cuanto antes o moriría para siempre.
—¿No habías dicho que ibas a buscar a Simon y a Maria? —le preguntó el mismo en quien estaba pensando.
—Sí, estoy esperando a Dominic. Se ha ofrecido a acompañarme —le respondió ella.
Sebastian acababa de ducharse y todavía tenía el pelo mojado. Llevaba vaqueros, una camiseta negra y su habitual chaqueta con capucha.
—¿Vas a fumar? —le preguntó Veronica, al ver el mechero de metal que él sujetaba en una mano.
—No —respondió, mirando el mechero como si fuese un objeto desconocido—. Voy a salir —anunció, dirigiéndose hacia la puerta.
No podía estar ni un segundo más cerca de ella. La sangre había empezado a quemarle las venas y notaba cómo los colmillos se extendían en sus encías. Tenía que irse de allí cuanto antes; de lo contrario, terminaría haciéndole daño a Veronica.
La angustia que emanaba de Sebastian era tan intensa que Veronica tuvo que apretar los dientes para contener el dolor que sentía en las entrañas. Tenía que ayudarlo, si no, ambos pagarían las consecuencias. Pero antes tenía que averiguar qué demonios le sucedía y, a juzgar por su expresión, él no iba a ponérselo fácil.
—Sebastian —Veronica pronunció su nombre y lo detuvo—, ¿adónde vas?
—Afuera —respondió, lacónico—. Volveré más tarde para ver a Simon.
—¿Y luego qué?
—Luego me marcharé.
Ella se acercó y le colocó una mano en el antebrazo, él lo retiró como si lo hubiese quemado.
—No me toques —le ordenó entre dientes—. ¿Entendido?
Veronica cerró los ojos para contener la descarga que le había producido el breve contacto. Sólo había sentido algo similar una vez en la vida. Abrió los ojos asustada al recordar qué clase de criatura le había producido esa sensación: un soldado del infierno. Buscó el cuello de Sebastian con los ojos y, antes de que él pudiese detenerla, le apartó la capucha de la sudadera. Allí estaba. La marca del infierno. Sebastian era un soldado del ejército de las sombras. No, no era posible. Los soldados obedecían a lord Ezequiel, eran sus esclavos, sus perros de caza y, en cambio, Sebastian había matado a todos los que habían atacado a Simon. ¿Y si era una trampa? ¿Un espía? «Cree en tus instintos, Veronica». Sí, Sebastian tenía la marca del demonio en el cuello, pero no era uno de los hombres de Ezequiel.
—Mírala tanto como quieras —la retó él, aguantando su escrutinio—, no desaparecerá.
—¿Cómo es posible? —le preguntó ella, aturdida.
Nunca había oído hablar de que hubiese desertores en el ejército de las sombras. Y estaba segura de que lord Ezequiel no toleraba la traición. Además, los soldados de ese ejército necesitaban beber sangre humana para sobrevivir, sangre de sus víctimas, y Sebastian llevaba días en la misma casa que ella. Si hubiera matado a alguien, Veronica lo sabría. Lo habría sentido. «Pero hace días mató a los soldados que atacaron a Simon y a Maria y probablemente todavía no tiene hambre».
—Me iré después de hablar con Simon —dijo él sin darle ninguna otra explicación—. Te agradecería que no le dijeras nada acerca de esto —se señaló el cuello—. Me gustaría decírselo yo, por favor —añadió y Veronica se dio cuenta de lo mucho que le costó hacerle esa petición.
—No se lo diré —accedió ella—, con una condición.
—¿Cuál? —Sebastian enarcó una ceja.
—Después de hablar con Simon, ven a hablar conmigo.
—¿Por qué?
—Ésa es mi condición —se limitó a decir Veronica, imitando el estilo críptico de Sebastian.
—De acuerdo, iré —farfulló antes de salir.
De nuevo sola, Veronica se quedó pensando en lo que acababa de averiguar y buscó en su mente todo lo que sabía acerca de los soldados del ejército de las sombras. Eran humanos que decidían seguir a Ezequiel; le entregaban su alma a cambio de poder, riqueza o la vida eterna. A pesar de que ella apenas conocía a Sebastian, ese comportamiento no encajaba con él. Entonces recordó que, años atrás, había oído hablar de unos hombres a los que Ezequiel había convertido a la fuerza. Según se decía, ninguno de ellos había sobrevivido y la verdad era que los guardianes no tenían constancia de lo contrario. Pero Veronica se jugaría lo que fuera a que Sebastian era uno de esos hombres.
Después de encontrarse con él en el hospital el día que llegó, Veronica, como buena hija de guardianes y mujer inteligente, averiguó todo lo posible acerca del misterioso mejor amigo de su primo. Al parecer, Sebastian Kepler había sufrido malos tratos de pequeño. Su padre, un hombre que sin duda ahora estaba ardiendo en el infierno, era un borracho que le pegaba constantemente y su madre no había sido ninguna joya, pues todavía cumplía condena en una cárcel americana por haber matado a la cajera de un supermercado. Tras quedarse huérfano, Sebastian se crió en hogares de acogida y nunca le contó la verdad a nadie, ni siquiera a Simon, quien la había averiguado más tarde, contratando a un detective privado. Al cumplir los dieciocho años, se alistó en el ejército y prácticamente desapareció del mapa, hasta que volvió a Nueva York hacía unos meses.
¿Dónde había estado metido todos esos años? ¿Por qué no había constancia de ningún Sebastian Kepler en ningún cuerpo del ejército, pero sí de su alistamiento y de su supuesta muerte? Fueran cuales fuesen las respuestas a esas preguntas, Veronica iba a averiguarlas. Y pronto, o el dolor de él terminaría por destruirlos a ambos.