Las mejillas de la niña brillaban a causa de la fiebre, y su pelo rubio claro, casi siempre cuidadosamente peinado y trenzado, estaba pegado a su frente empapada de sudor. Se agitaba y revolvía en la cama, respiraba áspera y entrecortadamente y de vez en cuando gemía en sueños.
En el exterior, un viento furioso golpeaba la ventana cubierta de nieve, haciendo vibrar el cristal con toda la fuerza de la tormenta procedente del lago Michigan. Pero en la habitación se estaba caliente y protegido, iluminada sólo por la tenue luz de la lámpara de la mesilla de noche.
El padre de la niña había acercado el balancín a la cama. De vez en cuando alargaba una mano y acariciaba dulcemente el brazo de aquélla. Una mano callosa y agrietada a causa de años de trabajo manual que contrastaba grandemente con la piel de la niña, suave como la de un bebé. Todavía más incongruente resultaba el corderito rosa de trapo, de largas piernas delgaduchas, bautizado Lambie-pie[1] por la muchachita que yacía acurrucada en el regazo del hombre. Era el juguete preferido de la niña, y por regla general no podía dormirse sin acurrucarlo junto a ella, bajo su brazo. Pero aquella noche, mientras ella se agitaba en la cama, el corderito había acabado en el suelo, y el hombre se había agachado para recogerlo.
Él esforzó la vista en la oscuridad para mirar el reloj, que marcaba las tres y veinte. El médico le había dicho que le diese una cucharadita de té de la medicina cada cuatro horas, y estaba a punto de tocarle de nuevo. Pero él era reacio a despertarla; había dormido muy mal durante la primera parte de la noche. Sin embargo, si algo le sucedía… Antes se habría dejado cortar una mano que perder a aquella hermosa y adorada criatura.
Como si tomase la decisión por él, los párpados de la niña se movieron ligeramente como queriendo abrirse.
—Mamá, mamá —gimió con voz ronca.
—Sssst, Anni, no pasa nada —susurró el hombre—. Papá está aquí, Anni.
Y alargó la mano para cubrir sus hombros con la manta. Ella sacudió la cabeza débilmente.
—Quiero a mi mamá —y empezó a llorar, de forma tan lastimosa que su padre apenas pudo contener sus propias lágrimas. Pensó: Pobre pequeña, naturalmente que quieres que venga tu mamá. La echas de menos, pequeña, ¿verdad? Yo también.
—Ven, Anni —susurró—. Voy a darte una medicina, para que te pongas buena. Así, buena niña.
Tenía que estar en la fábrica al cabo de dos horas, y no había pegado ojo en toda la noche, pero ya había decidido que se quedaría en casa aquel día. No podía dejar a su Anni, estando tan enferma, no.
Ella se había dormido unos momentos, pero ahora se agitaba de nuevo.
—Papá —dijo—. Tengo sed.
Él le tocó la frente con la palma de la mano y le tranquilizó notarla más fría. Tal vez había bajado la fiebre.
La niña bebió unos sorbos de agua y volvió a tumbarse.
—Me duele mucho la garganta, papá. ¿Se me habrá pasado mañana para poder ir a hacer un muñeco de nieve con Karchy?
—Sssst, mañana veremos. Mira, aquí está Lambie. Ahora duerme, Anni. Yo te tendré la mano cogida hasta que te despiertes.
La pequeña suspiró y se alzó para acercarse a él.
—Cuéntame un cuento, papá. Ya sabes… aquél de la niña de Budapest.
—De acuerdo, pero primero cierra los ojos —dijo él, en voz baja. Y empezó—: Había una vez en Budapest un castillo junto al hermoso río Danubio donde vivían mamá, papá y una niña pequeña. El nombre de la niña era… —Esperó a que ella terminase la frase, pero ya se había quedado dormida.