Capítulo IX

Ann se pasó horas interrogando a Mike sobre su pasado familiar, trabajos, amigos, asociaciones políticas y religiosas, aficiones, gustos y aversiones; cuéntamelo, pedía ella. Al llegar a la última sesión, su cabeza estaba abarrotada de información. Estaba segura de que no había quedado ningún aspecto de su vida sin explorar, ningún rincón o grieta sin investigar.

Si existían agujeros o eslabones flojos en la historia de él, era a ella a quien correspondía encontrarlos para evitar que lo hiciese el abogado de la acusación. Se obligó a tratarlo de forma tan dura e implacable como habría hecho con cualquier testigo hostil y a hacérselo pasar tan mal como ella nunca lo había pasado en ninguna clase de religión con los catequistas. Y una y otra vez, Mike salía airoso.

Como no hay mal que por bien no venga, empezó a conocerlo como pocas hijas llegan jamás a conocer a sus padres. Aunque pareciese irónico y aunque ciertamente las circunstancias no las había escogido ella, se sintió agradecida por aquella oportunidad.

Y entonces decidió que había llegado el momento de jugar duro. Por muchos rumores que hubiese oído Harry Talbot de sus amigos de las altas esferas (y sin duda tenía muchos), no compartía ninguno de los detalles. Su único consejo era que fuese a por la yugular. Lo tomó en serio y planeó su jugada con el aplomo de un táctico militar. El primer paso consistía en convocar una conferencia de prensa el día antes del juicio. Cuando le confesó a David sus temores de que no iba a aparecer nadie, aquél se rió y dijo que éste era menor de los problemas que ella tenía.

La predicción de David de que no cabría un alfiler entre el público, se cumplió. Acudieron en pleno todos los medios de comunicación, tanto locales como nacionales. Todos los jefes de las agencias de la ciudad —desde el New York Times al Usa Today y el National Enquirer— enviaron un representante. Los Estados Unidos contra Laszlo era el tipo de caso sensacionalista que vendía periódicos y quedaba bien en televisión. Tenía todos los ingredientes: nazis, víctimas del Holocausto, hijo obrero, hija yuppie. Sin contar la cantidad de aspectos «demasiado buenos para ser verdad»: ¿Laszlo iba a ser defendido por su hija? ¿La que había estado casada con el hijo del viejo Talbot? ¡Fabuloso! ¿Y ahora ella está trabajando en la oficina de Talbot en lugar de hacerlo en su bufete, donde suele ocuparse de los desamparados? Interesante…, muy interesante.

Sin embargo, no era ni con mucho tan interesante como la razón por la cual Ann los había convocado en la sala de conferencias de los Talbot aquella mañana triste. Consciente de lo que había comentado Harry, que el mundo la estaría observando y juzgando, se había vestido para la ocasión con su vestido a la vez más seductor y recatado, uno de rayas rosas y negras. Estaba preparada para hablar dulcemente y sonreír a las cámaras, pero la historia real se centraba en los sobres pulcramente apilados sobre la mesa de conferencias, larga y de nogal, situada delante de ella.

Los sobres, en su mayoría simplemente dirigidos a Michael Laszlo, Chicago, Estados Unidos, habían empezado a llegar un par de días después de que el caso hubiese sido aireado por la Prensa. Fue Mike quien sugirió la forma de disponer de ellos, una decisión que Harry aplaudió como un brillante gesto de relaciones públicas. Ann se había estremecido ante su cinismo. Ahora, mientras miraba la masa de periodistas y fotógrafos sedientos de primicias, se dio cuenta de la sabiduría de su perspectiva.

También apreció el apoyo que tanto él como David le estaban mostrando al acudir a la conferencia de Prensa. Su presencia, en particular la de Harry, enviaba una señal que sólo un reportero muy novato podía ignorar. En Chicago, Harry Talbot era uno de los ciudadanos más conocidos y respetables. Era prácticamente un tesoro oficial de la ciudad. Si él estaba detrás de Mike Laszlo v su hija, uno tenía que pensar dos veces quién estaba diciendo allí la verdad. Demasiado fácil señalar con el dedo a un tipo con acento extranjero.

Cuando Ann tomó asiento en la cabecera de la mesa, los nervios se fueron apoderando de ella. A pesar de que se había enfrentado con muchos jueces duros y jurados, aquel día el resultado de su actuación la intimidaba en extremo. Y, mientras pedía silencio con unas palmadas, recordó para sus adentros que aquello no era más que el primer acto.

Pasaron unos minutos antes de que el murmullo de conversaciones se apagase. Por último, una vez finalizados los chismes profesionales, los reporteros sacaron sus lápices y blocs de notas. Las cámaras de televisión estaban dirigidas hacia ella, listas para rodar. Satisfecha de haber conseguido la atención general, Ann levantó un puñado de sobres, mostrando los sellos: Austria, Hungría, Uruguay, Argentina, Australia…

—Proceden de todo el mundo —declaró—. La mayoría de ellas son procazmente antinazis. Hasta el momento, hemos recibido 26 432 dólares en calidad de contribuciones, la mayoría han llegado en pequeñas donaciones. —Alentada por las expresiones de consternación a lo largo y ancho de la sala, se detuvo para que la cifra fuese digerida—. Mi padre ha decidido donar este dinero, y cualquiera que recibamos, a la Fundación Simón Weisenthal para la identificación y captura de criminales de guerra.

—En esto consistía el resumen total de su anuncio —corto y simple, exactamente como lo había planeado. En el momentáneo silencio que siguió, mientras los reporteros anotaban sus declaraciones, ella sonrió con donaire a las cámaras y esperó nerviosamente las preguntas inevitables.

Sin embargo, lo que recibió fue una salva de aplausos entusiastas que hicieron brotar lágrimas de alivio de sus ojos. Si era capaz de ganar en aquella sala repleta de cínicos, ella y su padre tenían buenas probabilidades de ganar en la sala del tribunal.

* * *

El siguiente paso consistió en establecer contacto con el enemigo. Llamó a Jack Burke y lo invitó a cenar con ella. Como era de esperar, él se mostró cauto, aunque curioso.

—No tengo nada bajo la manga —bromeó ella. Y, si se lo hubiese creído, ella le habría ofrecido acciones del puente de Brooklyn.

Él titubeó pero finalmente aceptó. Pero puso el grito en el cielo ante la elección del restaurante. ¿El «Rendezvous», húngaro? Debía de estar de broma. En absoluto, protestó ella. El «Rendezvous» tenía el mejor pato asado de la ciudad, las dulces palascintas eran sublime, el servicio era más que respetable y no había que gritar para ser oído por encima del ruido.

Sí, cierto, ella no estaba siendo completamente honesta. El «Rendezvous» era terreno propio, el escenario de todas las celebraciones de los Laszlo desde que Ann tuvo edad suficiente para sentarse a una mesa y comer sola. El propietario y el personal, casi todos emparentados entre ellos, adoraban a Ann y la trataban como si fuese de la familia. Sin lugar a dudas tenía allí la ventaja de jugar en la casa, pero la comida era realmente estupenda. Por otra parte, a Ann le divertía la idea de que Burke fuese al juicio al día siguiente con una tripa llena de sustanciosa y picante cocina húngara. Nadie había dicho nunca que la vida fuese justa.

Por segunda vez en el mismo día, escogió con atención su vestuario, cambiándose el vestido a rayas rosas por uno rojo de lana que ponía su figura de relieve y rayaba en lo seductor. Dedicó más tiempo de lo habitual al pelo, lo cepilló hasta que las ondas suaves y brillantes cayeron sobre su rostro; se aplicó más rápidos brochazos de colorete y rojo de labios que de costumbre. En el último minuto, se puso el largo collar de perlas, un regalo de compromiso de David.

Mientras esperaba que Burke llegase al restaurante, se estudió en el espejo situado sobre el bar. Casi le sorprendió descubrir que le devolvía la mirada un rostro muy bonito y de aspecto familiar; y se maravilló de lo que unas luces tenues y unos minutos de atención en el momento de arreglarse podían hacer por una mujer. Levantó el vaso de vino, bebió a la salud de su imagen en el espejo y pensó que había perdido mucho contacto con aquella parte de sí misma.

Sin saber exactamente cómo, se había convertido en una mujer que no daba importancia a su aspecto o a su forma de vestir, que no tenía tiempo para pensar en sentirse delicada y sexy. Su excusa habitual era que había demasiadas cosas, mucho más importantes, que hacer. Pero resultaba difícil sentirse o pensar de forma sexy cuando hacía meses que no había tenido una cita con un hombre. Los únicos hombres con los que salía a cenar eran sus socios o, de vez en cuando, David. Imaginaba su reacción si se presentase toda peripuesta, muy pintada y con perlas.

Por regla general, una se acicalaba porque un hombre le daba un cierto… vuelco en el corazón. Y aunque una despreciase básicamente a este hombre, que, por sus razones particulares, estaba inclinado a mantenerse lejos de la vida de una, existía la necesidad de ponerle de manifiesto lo que habría podido ser, si se le hubiese conocido, como se suele decir, en otras circunstancias.

Sin embargo, las circunstancias existentes entre ella y Jack Burke no podían haber sido más desafortunadas. Qué pena. Era real mente atractivo, y suspiró, a la vez que lo veía en la entrada.

—¡Hola! —exclamó ella para llamar su atención.

Poco le faltó a Jack para no reconocer a aquella mujer que lo saludaba desde el bar. Él había esperado encontrar a una Ann Talbot tiesa, enfadada, con los labios fruncidos. Aquella noche tenía un aspecto totalmente radiante. Era cierto que aquella mañana se había anotado algunos puntos con el espectacular anuncio relativo a la Fundación Weisenthal. Sin duda ello explicaba el brillo de sus mejillas y la sonrisa de bienvenida.

Cuando se estrecharon la mano, él advirtió que ella hasta olía bien. ¿Qué estaba pasando?

—Me va a asestar un puñetazo, ¿es así como lo dijo? —comentó él, sólo medio en broma.

—Escuche, lo siento —se disculpó Ann. No lo culpaba por estar receloso—. Pero siempre he tenido una relación profesional con la parte contraria.

—Por ello, la noche antes de ir a juicio decide trabajar en su relación profesional —dijo él, a la vez que movía la cabeza—. No lo creo ni por un instante. ¿Qué quiere realmente?

—El pollo al páprika —dijo ella, sonriendo.

Esto le arrancó una sonrisa. Era rápida y divertida. Le gustaban las mujeres divertidas. No era fácil encontrarlas. Pero ésta llevaba cierto bagaje con ella: un padre cuya idea de pasar un buen rato era violar muchachas judías. Y llegaría el día siguiente, debiendo pelearse en el tribunal. Sin embargo, eso sería al día siguiente y, en el intervalo, bien tenía que cenar. Además, tal vez había juzgado mal a Ann Talbot. De acuerdo, le daría una segunda oportunidad. No tenía nada que perder.

Gabor, el maître, besó a Ann en la mano y estuvo charlando con ella en húngaro mientras los conducía a su mesa. Aquel idioma era impenetrable; no tenía nada que ver con ningún idioma que a Jack le resultase familiar. No sabía de qué se reían, pero confió en no ser él el blanco de la broma.

Por lo menos, Ann Talbot tenía buen gusto en cuanto a restaurantes. Las mesas estaban lo bastante apartadas como para no sentirse agobiado aunque el lugar estuviese lleno. Una banda de violinistas, con camisas de vivos colores y pañuelos anudados alrededor de la cabeza, tocaba animadas melodías cíngaras en un tono que descartaba la conversación. Jack estudió la carta y la lista de vinos, que ofrecía sobre todo marcas húngaras de las cuales no había oído hablar. Finalmente decidió que, siendo evidente que Ann era allí una habitual, la dejaría que hiciese alguna sugerencia.

La luz vacilante de la vela se movía suavemente por su rostro mientras le indicaba al camarero lo que habían decidido cenar: puchero húngaro con bolas de masa hervida para dos, luego pollo al páprika para ella, pato asado para él. De repente, él tuvo la sensación de que aquella cena iba a ser mucho más agradable y productiva que sus dos encuentros anteriores.

Pensándolo bien, él había sido bastante brusco con ella aquella noche en el «Pewter Mug». No era de extrañar que hubiese intentado darle un puñetazo. ¿Y cómo no había advertido antes lo guapa que era?

Charlaron un poco —sobre el clima de Chicago en invierno y los Bears— hasta que llegó la sopa. Ann estaba hambrienta y comió con apetito, ante la sorpresa de Jack. Nunca habría imaginado que tuviese tan buen apetito. Para cuando el camarero les llevó los segundos platos, junto con unos boles de patatas asadas y ensalada de pepino, él estaba sobre todo predispuesto a descubrir quién era Ann Talbot, además de ser la hija de un asesino nazi.

Aparentemente, ella sentía lo mismo con respecto a él.

—Hábleme de usted —dijo, mientras pinchaba un trozo de patata—. ¿Cómo ha acabado trabajando para el Gobierno?

Una pregunta lógica pero aburrida, que había contestado tantas veces que era capaz de resumir la respuesta en un par de rápidas frases.

—Mi padre era policía, pero yo no quería ser un poli —explicó—. Obtuve el título, fui a trabajar para el condado como ayudante del fiscal del distrito y al cabo de un tiempo fue a buscarme el tío Sugar.

Hubo un momento de violento silencio, durante el cual cada uno tomaba conciencia de la realidad que les había juntado en aquella mesa. Jack cambió rápidamente de tema:

—¿Y cómo es que una Laszlo se casó con un Talbot? —preguntó.

Ann se encogió de hombros, momentáneamente cogida de sorpresa por aquella directa y personal pregunta. No se podía culpar a Burke de timidez. Sin embargo, imaginaba que su matrimonio era algo fuera de lo normal. Mucha gente no tenía el valor —¿o era ingenuidad?— de dar semejante salto cultural.

—Nos conocimos en la Facultad. Algunas diferencias no son importantes en las excursiones y los guateques —dijo ella, como sin darle importancia.

Debió de haberlo sorprendido.

—¿Usted en un guateque? —dijo, levantando una ceja escépticamente—. No la imagino en un guateque.

—Pues fui a muchas fiestas —le dijo ella, intentando que no pareciese que estaba a la defensiva. ¿Por quién la tomaba? ¿Por una estúpida remilgada y estirada que sólo sabía pasearse por las bibliotecas?—. También iba mucho de excursión.

—¿Y qué pasó? —dijo él, bromeando. No le había pasado por alto la ligera irritación en la voz de ella, y comprendió que había tocado un punto débil.

—¿Quiere decir en las fiestas y en las excursiones?

—Sí —dijo él, e hizo una pausa, pues se había dado cuenta de que había cruzado un límite que era preferible no atravesar, e hizo marcha atrás de mala gana—. No.

No lo sé —se apresuró a decir ella, a la vez molesta y halagada por su interés. Sin embargo, unos timbres de alarma sonaban en su cabeza. Estaban pisando un terreno peligroso. El hecho de llegar al punto de tener la tentación de hablar de su matrimonio fracasado con Jack Burke era una prueba positiva de que había ido demasiado lejos en la ficción de un encuentro amistoso antes del juicio. Él era su enemigo. No podía permitirse el lujo de olvidarlo, ni siquiera por un momento.

Jack apreció el vino tinto de aspecto caro, tomó otro largo sorbo y paladeó la intensidad de su sabor con mucho cuerpo.

—Apostaría que sí lo sabe —la desafió, y se preguntó ¿Estoy borracho? ¿Qué otra cosa podía llevarlo a empujarla a que le abriese su corazón, a lanzarle dardos a su vida personal en la esperanza de dar en el blanco? Porque era divertido verla ponerse nerviosa. Era evidente que no le gustaba hablar de ella más de lo que le gustaba a él. Pues él sabía de secretos, de sentimientos que uno mantiene bien enterrados porque no se puede enfrentar a ellos. ¿Pero qué secretos podía esconder ella detrás de aquellos grandes ojos castaños que lo miraban con tanta intensidad?

A Ann no le sorprendió su respuesta. Aunque rara vez revelaba mucho sobre sí misma, había descubierto hacía tiempo que la gente a menudo suponía que la conocía mejor de lo que era en realidad. La verdad era que su persona pública era una máscara que se ponía para crear una rápida y fácil conexión entre ella y los demás. Daba la impresión de estar muy cerca de ellos, sin embargo daba bien poco. David era una de las pocas personas que había logrado atravesar su reserva. Pero David era diferente. David era un Talbot.

Mientras recordaba con un agudo dolor lo bien que habían estado juntos durante una época, descansó la mejilla en el dorso de las manos cruzadas y fijó la mirada en el vacío, como si las respuestas se encontrasen allí.

—Quizá quería volverme demasiado norteamericana —murmuró—, y luego me di cuenta de que estaba intentando volverme demasiado norteamericana. Tal vez el hombre con el que me casé no era el mismo que se convirtió en mi marido.

Ambos cerraron los ojos, y maldita sea si él no tenía ganas de alargar un brazo y coger la mano de ella. Debía de estar borracho. O loco. O las sirenas le daban clases de seducción a Ann Talbot. Porque, al igual que los navegantes de antaño, él estaba peligrosamente cerca de ser arrastrado como señuelo hacia las aguas rocosas por el sonido de su voz. Algo extraño y completamente inesperado le estaba sucediendo aquella noche, algo espantoso —y excitante—. Ann sólo era a medias consciente del efecto que estaba produciendo en Jack. Sus pensamientos habían estado dirigiéndose hacia el David que había conocido años atrás, territorio que había visitado a menudo y al que seguía regresando a pesar de la aridez del terreno. Estas excursiones solían ser infructuosas, no le proporcionaban mucha perspectiva o información nuevas. Por consiguiente, dejó de pensar melancólicamente en el pasado y en lo que podía haber sido y regresó de golpe al presente.

—Escuche —dijo, en tono frívolo, después de haber roto el hechizo—. Ya le he dicho que no lo sé.

Jack suspiró, no estaba seguro si con alivio o pesar. Vació su vaso de vino y volvió a llenar ambos vasos.

—¿Qué es esto? —preguntó, decidido a mantener la conversación en un plano superficial—. Es bueno.

—Es «Sangre de Toro». Se mete dentro de ti sin que te des cuenta. Luego te tumba. Es una característica húngara.

Él sonrió y levantó el vaso a modo de brindis.

Ann respiró profundamente, en un intento de reunir el valor para la bomba que estaba a punto de lanzarle a Burke. Al igual que un jugador de póquer con una buena mano, supo desde el momento en que la información llegó a su mesa —felicitaciones a George— que habría sido estúpida de no jugar sus cartas. Y, si había tenido alguna duda, Harry Talbot se las había ahuyentado en términos bien claros. Cuando fue a ver a Mack en busca de una segunda opinión, por una vez aquél estuvo de acuerdo con Harry. Pero el voto unánime no había hecho que el siguiente paso fuese más fácil, sobre todo ahora que había roto el hielo con el enemigo y encontrado un ser humano decente bajo la piel de lobo. No obstante, cuando mañana él entrase en la sala del tribunal, no dudaría en atacar con todas las armas de su arsenal. Había llegado el momento de mostrarle a Jack Burke que ella también iba armada y era peligrosa.

Se inclinó hacia delante y dijo, en voz muy baja:

—Siento lo de aquel caso.

Había hablado tan bajo que él pensó que no la había oído bien. ¿Aquel caso? Perplejo por el súbito giro que había tomado la conversación, movió la cabeza.

—¿Qué caso?

Los ojos de Ann no se apartaban de su rostro. Su voz era de terciopelo pero con cantos de acero.

—Aquel caso de chantaje en Filadelfia que usted decidió no procesar. Aquella Caja de Pensiones.

A medida que las palabras surtían efecto y él se daba cuenta del golpe que ella le estaba asestando, se fue poniendo visiblemente pálido. Jamás habría creído que ella tuviese aquello bajo… lo que demostraba lo sucio que estaba todavía después de muchos años de darle vueltas al asunto y recibir más patadas de las que se merecía. ¡Maldita sea!

—Es usted el colmo, ¿sabe? —dijo él en tono áspero—. Digna hija de su padre.

Las manos de Ann temblaban bajo la mesa, pero su cara perfectamente tranquila no traicionaba emoción alguna. ¿Despiadada? ¡Pues claro que era despiadada! Estaba luchando por la vida de Mike, y eso no era cualquier cosa. Por ello había hecho saber a Jack Burke que no se detendría ante nada para dejar limpio el nombre de su padre.

—He oído decir que le presionaron desde arriba —prosiguió ella en el mismo tono tranquilo—. He oído decir que no podía vivir en paz después de haberles dejado hacerle esto. Ha debido de sentirse muy culpable. Sin duda tenía sus principios.

Él la fulminó con la mirada, demasiado furioso para hablar. ¿Le parecía divertido? ¿Había ensayado su discurso ante un público compuesto por papá Mike y sus amigos nazis para que éstos le indicasen la forma de exprimirlo hasta la última gota de sangre? ¿O estaba en su naturaleza aquella forma enfermiza de maniobrar?

Bien, tal vez él era la persona más estúpida con la que ella se había sentado a una mesa. Pero ella había demostrado más allá de toda sombra de duda que la manzana podrida no había caído muy lejos del árbol.

—No era mi intención ofenderlo —dijo ella, amablemente.

—Claro, pero lo ha hecho —dijo él. Se levantó y arrojó cuarenta dólares sobre la mesa para pagar su parte. Era una mujer a la que no quería deber ni un centavo—. Encuentra carne blanda y retuerce el cuchillo. ¿No es así el juego? Se empuja al otro hasta que pierde el equilibrio.

Ella tenía ganas de gritar que no había tenido elección, ¿no lo comprendía? Tenía que salvar la vida de su padre, ¿qué le importaba en caso contrario la suya propia? En cuanto a jugar, ella era una principiante, pero que aprendía rápido. Y todavía no había terminado con él.

Se obligó a retener el sollozo que le estaba subiendo por el estómago y le dio el toque de gracia.

—¿La defensa de oficio no tranquilizó su conciencia? ¿Tampoco perseguir a criminales de guerra? ¿Qué va a hacer, Jack? ¿Volver a nacer? ¿Encontrar a Jesús?

Su rencoroso sarcasmo fue como un cubo de agua fría y así se reflejó en el rostro de él, pero le hizo reaccionar para contestar: ¿Cree realmente que uno necesita encontrar un motivo para perseguir a criminales de guerra? —le espetó—. ¿Qué me dice de lo que hicieron? ¿No es suficiente razón para usted?

Cuando él se volvió y se alejó a grandes zancadas de la mesa, deseoso de poner distancia entre ellos, la sonrisa de Ann se desvaneció. Se reclinó contra la silla, temblando a causa del esfuerzo de los últimos minutos.

Habría resultado fácil odiarse por lo que acababa de hacer. Pero era más fácil odiar lo que Jack Burke estaba intentando hacer. Ella por lo menos tenía la excusa de la defensa propia, porque al defender a su padre sólo estaba defendiéndose a sí misma. ¿Qué excusa tenía Burke para intentar expiar sus propios pecados difamando a un hombre inocente?

* * *

El día empezó mal. Ann se sentía cansada e indispuesta, sin duda a causa de la confrontación de la noche anterior con Burke. Mike, normalmente Don Nervios de Acero, estaba tan pálido y tembloroso que Ann pensó si conseguiría llegar a la sala del tribunal. Para colmo, Mikey no dejaba de quejarse por tener que ir al colegio como si fuese un día completamente normal.

«¿El abuelo no lo necesitaba en el tribunal?», gimoteó mientras se tomaba los «Cheerios». Le recordó a su madre que se trataba también de su familia, por si ella lo había olvidado. ¿Y cómo esperaba que se concentrase en la anticuada y aburrida aritmética y los estudios sociales cuando estaría todo el día preocupado pensando en el juicio? ¿Acaso no pensaba ella que un niño podía aprender algo de la auténtica experiencia de la vida real?

Después del tercer, «¡No, no vas a ir y no hablemos más del asunto!», Ann levantó las manos y salió con paso firme para ir a vestirse a su habitación. David se había ofrecido a ocuparse de Mikey aquella semana para que ella pudiese dedicar todo su tiempo al juicio. En aquellos momentos, mientras sacaba su traje sastre más conservador del armario, deseó haberle dicho que sí.

Le temblaban tanto los dedos que apenas podía abrocharse los botones de la blusa de seda color marfil. Era demasiado para ella sola. Tenía que echar un último vistazo a sus notas antes de que empezase el juicio, intentar que su padre no se desmoronase, más habérselas con Mikey, que se había vuelto un niño caprichoso de cinco años. En lugar de contestarle como si fuese un ser humano sensato, lo que habría debido hacer era darle en el trasero y mandarlo a su habitación hasta que llegase el autocar del colegio.

Cogió el cepillo y empezó a ahuecarse el pelo para darle forma, pero se paró en seco ante la fría voz de la razón que proclamaba: No es más que un niño. De acuerdo, quizá no estaba siendo justa. Estaba creciendo tanto que en ocasiones se olvidaba de que sólo tenía once años. Se estaba abriendo el infierno ante él y ella ni siquiera tenía tiempo para ayudarlo a comprender lo que estaba pasando.

Y ahora podía añadir mala madre a la lista de todos los otros fallos.

El espejo de cuerpo entero que había en la parte interior de la puerta de su armario le dijo que era la viva imagen de una abogada defensora seria y sosegada. Los pendientes de perlas eran un toque bonito, pero hacía falta algo más. Rebuscó en el joyero. ¿El largo collar de perlas? Demasiado elegante. ¿Una simple cadena de oro? Demasiado visto. Sus dedos se cerraron alrededor de la cruz, un regalo de su padre cuando cumplió los dieciocho años.

Se trataba de una bonita pieza de oro forjado, una de las pocas cosas que su madre se había llevado con ella de Hungría. Ann le tenía cariño por su valor sentimental, pero se sentía demasiado incómoda con aquel simbolismo para ponérselo con frecuencia. Colocó la cruz sobre la blusa para ver el efecto y pensó: Parezco una monja: Veía los titulares: Supuesto asesino nazi defendido por una monja. La cruz volvió al joyero.

Estaba recogiendo sus papeles cuando sonó el timbre de la puerta. ¿Ahora qué? ¿Un periodista en busca de un ángulo personal de la historia? ¿O tal vez la señora Kish, que acudía a darle a su padre un beso de buena suerte? ¿O quizás era Jack Burke, que se había dejado caer por allí para decirle que había cometido un terrible error, que si podían dejar correr todo el asunto? Se apresuró a abrir la puerta antes de que lo hiciese Mikey y se revistió de acero para saludar a quienquiera que estuviese al acecho en el otro lado con un Márchese, no queremos nada.

Pero su ceño, lo bastante severo como para desalentar al propio Cascarrabias, se transformó inmediatamente en una sonrisa cálida y cordial ante la vista de George, que estaba golpeando el suelo con los pies para limpiarse la nieve de las botas. Declaró con una sonrisa endiablada que se moría por una taza de café. Y que como estaba por aquel barrio, había pensado dejarse caer por allí.

Claro que, desde el momento que George vivía al otro lado de la ciudad, ambas sabían que aquello era una tontería. Pero qué típico era de ella adivinar cuándo Ann daría por bien venido el apoyo moral, aunque fuese demasiado orgullosa para pedirlo. También era típico de ella rechazar las gracias de Ann con un encogimiento de hombros y una mirada que decía: venga ya, ¿para qué están los amigos? A continuación pasó revista al aspecto de Ann, asintió de forma aprobadora y se encaminó a la cocina a por aquella taza de café.

Un segundo después el autocar del colegio doblaba la esquina y Mikey dejó de quejarse el tiempo suficiente para darle un abrazo a Ann antes de salir a toda carrera. Y había llegado el momento de ponerse en camino hacia el Palacio de Justicia. George insistió en conducir, así que Ann se sentó junto a ella y Mike se acurrucó en el asiento trasero.

Estaba demasiado nervioso para decir más de un par de palabras durante todo el camino hasta la ciudad. Hasta aquella mañana, la ira lo había aguantado. Ahora, con el espectro del trago del tribunal flotando sobre él, se sentía ahogado por una manta de terror que no parecía poderse sacar de encima. La esperanza lo había abandonado. Con los hombros encorvados, se puso a mirar ciegamente por la ventanilla, ajeno a los esfuerzos de Ann y George por animarlo.

—Sonríe, papá. Quiero que te vean sonreír —le incitó Ann cuando se acercaban al Federal Court Building. Ella sabía que por dentro debía de estar muriéndose, pero no podía dejarlo salir del coche con el aspecto de un prisionero camino de la horca.

—¿Cómo quieres que sonría? —protestó Mike, lastimeramente—. Temo que me voy a mear en los pantalones.

Ella tenía el corazón desgarrado por él. Pero sabía que si él bajaba del coche ante el resplandor de las cámaras que esperaban con el aspecto de un conejo asustado, lo declararían culpable antes de haber podido pisar la sala del tribunal. Tenía que dejar de pensar en él como en su padre y empezar a tratarlo como si fuese un cliente cualquiera. Por ello, en lugar de ofrecerle simpatía, empezó a lanzar rápidas instrucciones.

—Habla mucho con George. Sonríe mucho a George. Quiero que vean que eres muy amable con George.

—Yo no soy judía —declaró George bromeando, mientras se detenía delante del Palacio de Justicia.

—Eres la siguiente que sirve —dijo Ann, bruscamente, a la vez que se desabrochaba el cinturón de seguridad.

George le lanzó una mirada de fingida indignación, luego se paró en seco.

—¡Oh, Dios mío! —murmuró.

Ann se hizo eco silenciosamente de su shock. Estaba preparada para esperar una densa asistencia de Prensa, pero lo que los aguardaba era ni más ni menos que un circo de medios de comunicación en toda regla. Daba la impresión de que todos los reporteros de la ciudad —y como mínimo un número igual de fuera de la ciudad— hubiesen decidido cubrir la historia. ¿Acaso el juicio de su padre era el único acontecimiento de interés periodístico del día?

Como una jauría de sabuesos hambrientos, los reporteros cayeron sobre ellos lanzando preguntas y acercando micrófonos a sus narices. Los flashes relampagueaban locamente y sólo una ágil maniobra de la Policía, que también estaba en pleno, los salvó de quedar completamente rodeados por la aglomeración de periodistas.

En un silencioso acuerdo, las dos mujeres se colocaron una a cada lado de Mike y se abrieron paso a través del estrecho camino que los policías les habían dejado libre. Mike se iba quejando y bajó instintivamente la cabeza cuando pasaron por delante de los dos campos opuestos de manifestantes que también se habían reunido para saludarlo.

El ambiente se llenó de tensión cuando los manifestantes, separados por hileras de policías de la división antidisturbios, empezaron a gritar y a lucir sus pancartas. «¡Asesino nazi!», «¡Nunca olvidaremos!», «¡Venganza para las víctimas del Holocausto!», decían las inscripciones de uno de los lados de la plaza. A unos treinta metros de distancia, una muchedumbre todavía más numerosa se había reunido sosteniendo pancartas que decían: ¡Mike Laszlo es inocente! ¡Justicia para todos los americanos! ¡Basta de conspiración comunista!

Cuando las dos facciones vieron a Mike, el clamor del gentío los golpeó como un muro de sonido. Una ola de piquetes anti-Laszlo avanzó agitada. Un joven, con los ojos brillantes de odio, lanzó un salivazo que casi lo alcanzó. Algunos otros empezaron a debatirse con los policías para poder llegar a Mike. «¡Dádnoslo! ¡Es un asesino!», gritaban mientras eran llevados a rastras con las esposas puestas.

Se formó un cordón de policías que se apresuraron a escoltar a Mike y a las mujeres escaleras arriba. Caminaban tan de prisa que cuando Mike cruzó la puerta tropezó y estuvo a punto de caerse de bruces. Sus maldiciones se perdieron entre el estruendo ensordecedor que surgió cuando desaparecieron dentro del palacio de justicia.

Dentro, la barahúnda sólo era ligeramente menos abrumadora. El vestíbulo normalmente medio vacío estaba aquel día repleto de gente que acechaba a Ann y a su padre. La seguridad era rigurosa. Además de más policías de lo habitual, junto al detector de metales había unos guardias que comprobaban bolsas y bolsos antes de permitir la entrada a nadie en la sala del tribunal.

Otro contingente de periodistas, que se identificaban por sus tarjetas de plástico, se zarandeaban en busca de un espacio en la repleta sala. Algunos estaban posando para sus cámaras, actuando en directo en español, francés y alemán. Cuando Mike pasó junto a ellos, las cámaras se apresuraron a tomar una panorámica de su trayectoria.

Como si hubiese estado preparado, él levantó la cabeza en su dirección. Ann contuvo la respiración, luego suspiró aliviada. Vio que el miedo que había experimentado previamente había desaparecido, que ahora estaba preparado para ofrecer a aquella gente el espectáculo por el que estaba suspirando. Si pensaban encontrarse con un cobarde que no tenía las agallas para mirar a sus acusadores a los ojos y proclamar su inocencia, lo habían subestimado. Él era un luchador, y no tenía nada de qué avergonzarse, nada que esconder. Y estaba a punto de hacérselo saber al mundo entero.

Mirad bien, ordenó ella silenciosamente a la audiencia. ¿Es ésta la cara de un asesino?