Capítulo VIII

Harry Talbot se negaba a pensar que el chófer de su limusina «Mercedes» era un lujo o una afectación innecesaria. Era un hombre profundamente ocupado: Asistía a numerosos consejos de administración, tanto municipales como de compañías privadas, tenía una gran cartera de clientes y todavía tomaba muchas decisiones administrativas en la empresa: no era una proeza pequeña para un hombre bien entrado en los setenta (aunque no le gustaba presumir mucho de años).

El tiempo era dinero. Dado que carecía de lo primero y tenía mucho de lo segundo, era completamente lógico dejarse llevar y traer al trabajo cada día. Que otros echasen pestes y se consumiesen en los atascos durante horas. Harry leía los periódicos, revisaba casos y hacía llamadas desde su teléfono celular. El «BMW» era estrictamente para pasearse los fines de semana, cuando iba al club a jugar a golf o llevaba a su familia a cenar o al cine.

El chófer vivía en un apartamento situado encima del garaje. Hacía años que estaba con los Talbot. Teddy formaba parte de la familia y a veces hacía otros trabajos, como cocinar cuando la cocinera tenía el día libre. Preparaba una carne asada tierna y jugosa y su pavo era excelente.

David le había explicado esto a Ann poco después de su primera cita, cuando estaban ocupados en conocerse y enamorarse. Años después, Ann no recordaba lo que había pensado sobre salir, y mucho menos hacer el amor, con alguien que consideraba que tener un chófer era una cosa corriente. Quizás esto habría debido servirle de advertencia: que bajo el aspecto de estudiante radical que intentaba aparentar, David se sentía más cómodo vestido con trajes a rayas, tirantes y zapatos en punta, la vestimenta estándar de los abogados de empresas.

A lo largo de los años, Ann había viajado a menudo en el espacioso asiento trasero de la limusina, pero nunca llegó a acostumbrarse a dar órdenes al atildado conductor uniformado. Todavía se sentía más violenta ahora que Teddy tenía casi setenta años y algunos días apenas podía ponerse recto a causa de su reumatismo.

Sin embargo, nadie le había consultado, recordó mientras estaba de pie junto al bordillo viendo cómo el «Mercedes» se deslizaba en el espacio reservado frente al edificio de Harry. Le dio pena ver cómo Teddy hacía una mueca de dolor al bajar del coche, para luego abrir la portezuela posterior y dar una mano a Harry a fin de ayudarlo a bajar. ¿Le gustaba su trabajo? Confió en que fuese esto, y no el dinero o una lealtad mal entendida, lo que explicase el hecho de que todavía no se hubiese retirado.

Harry pareció alegrarse de verla esperándolo. Le entregó un ejemplar del Tribune, abierto en la primera página, y dijo, con una amplia sonrisa:

—Debes de estar contenta esta mañana.

Contenta no era exactamente la palabra. Pensó que con el estómago revuelto era más apropiado, y echó una mirada a la fotografía de su padre, que ocupaba dos columnas y donde aparecía blandiendo el bate sobre la cabeza y con un brazo alrededor de Mikey, encarándose a la muchedumbre. ACUSADO NAZI DEFIENDE A SU FAMILIA, anunciaba el titular sobre la fotografía.

Claro. Habría tenido que suponer que los periódicos sacarían partido a la manifestación. Pero entre ocuparse de Mikey y hacer con Karchy los arreglos necesarios para que fuesen repuestos los cristales de su padre y el coche remolcado al taller, había estado demasiado ocupada para pensar en la cobertura periodística. Ni siquiera se había molestado en encender la televisión la noche anterior. ¿También las noticias locales habían contado la historia?

Mientras recorrían el vestíbulo de techo de mármol en dirección a los ascensores, Harry se iba riendo entre dientes. El buen de Mishka. Debió de haber montado un buen número la noche anterior.

—Un anciano con la gorra de los Bears y un brazo alrededor de su nieto, amenazado por una turba vociferante. Tu jurado estará encantado, aunque supongo que tendrá un miedo de muerte por tener que hacerse cargo de Mike.

—¿Qué jurado? —preguntó Ann, mientras apretaba el botón para llamar un ascensor.

Le molestaba la reacción de Harry ante la cobertura periodística. Las fotografías que aparecían en aquella página eran la familia de ella, el nieto de él. Lo que evidentemente para él era una broma pesada, para ella era un grave trastorno. Los Laszlo no habían pedido convertirse en celebridades, y no le gustaba la publicidad que acompañaba su nuevo estatus.

—No voy a tener jurado —le recordó ella.

Se abrió la puerta de uno de los ascensores y ellos entraron. Harry apretó el botón de su planta, esperó a que el cubículo se pusiese en movimiento y dijo:

—Claro que lo tendrás. No tendrás ningún miembro de un jurado, pero el mundo será tu jurado. Incluso los dechados de virtud como Sam Silver son seres humanos. He hecho alguna averiguación sobre tu fiscal.

Momentáneamente sorprendida por su inesperado cambio de tema, ella habló de forma más brusca que de costumbre.

—No te he pedido que lo hagas.

Harry fue insensible a su tono. Uno de los secretos de su éxito era que no esperaba que le pidiesen. Siempre que era posible, tomaba la iniciativa, seguía sus instintos, y tomaba el camino que parecía verde y prometedor.

Ann era su ex nuera, pero Mikey seguía siendo su nieto y llevaba el nombre de los Talbot. Harry no estaba dispuesto a permitir que ciento cincuenta años de herencia familiar norteamericana se fuesen al traste porque Ann era demasiado orgullosa para pedir ayuda. Jamás había conocido un abogado que fuese demasiado bueno como para no necesitar que de vez en cuando le diesen un empujoncito en la dirección adecuada.

Por lo tanto prefirió ignorar el comentario de Ann y prosiguió como si no hubiese sido interrumpido.

—Fue fiscal federal en Filadelfia… Era bueno. Nunca perdió un proceso. Hace cuatro años se marchó a California. Se dedicó a la defensa de oficio, imagínate. Hace nueve meses, se presentó en el Ministerio de Justicia de Washington y se ofreció para Investigaciones Especiales. Puedo hacer algunas llamadas a Filadelfia para saber lo que pasó allí.

—Puedo llevar sola mis casos, Harry —replicó ella, con brusquedad, furiosa con él por interferir—. No necesito ayuda alguna.

Por ser una chica inteligente, lo estaba llevando de forma muy tonta. La reacción e Ann era más que equivocada; era sencillamente muy peligrosa.

—Por lo que he oído —le informó—, en este caso en particular, vas a necesitar toda la ayuda que puedas obtener.

Ella lo miró, dividida entre la curiosidad y la ira.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué dicen?

Justo en aquel momento el ascensor llegó a su planta y la puerta se abrió deslizándose. Siempre un caballero, Harry se puso a un lado para dejar pasar a Ann, luego la siguió hasta la zona de recepción de la compañía.

—Quiénes —dijo él—. Quiénes dicen. Cielos, yo pensaba que dominabas el idioma.

* * *

Lo que no sabía ella era cuántas otras desgarradoras descripciones de horrores nazis podría soportar. Claro que no tenía mucha elección. De haber alguna pista, había que encontrarla, nadie iba a dársela en forma de papel legal pulcramente mecanografiado y encuadernado. Era ella quien tenía que excavar, indagar en los affidávits y los libros legales como un científico en busca de una cura para una enfermedad mortal.

Se pasó el día encerrada en su despacho, con la puerta cerrada para desalentar a los posibles visitantes, leyendo y tomando notas. Una corta interrupción para comer —un bocadillo y café en el despacho— y siguió trabajando, sólo deteniéndose para saber cómo estaba Mikey y decirle a su padre que no preparase cena para ella. Sí, había comido. Es decir, había pedido un bocadillo.

A última hora de la tarde, ya había hecho una relación de los relatos de los testigos oculares y se puso a estudiar los libros de jurisprudencia, en la esperanza de encontrar una guía en precedentes legales. Por regla general, este tipo de búsqueda concienzuda era de la competencia de jóvenes y prometedores abogados. Sin embargo, en aquella ocasión, dado que el futuro de Mike pendía de un hilo, no se había atrevido a confiar este trabajo de rastreo a otra persona, exceptuando a George.

Aquella mujer era única entre un millón. Ann había apreciado su amistad desde el día que se conocieron. George era inteligente, tenaz, incansable; un robusto hombro sobre el que llorar, un increíble ejemplo en su papel de madre soltera. Para George el color de piel de una persona carecía de importancia; una vez se demostraba para su satisfacción que uno era un ser humano decente y bondadoso, allí estaba incondicionalmente, sin hacer preguntas. Ann no podía imaginar cómo se las habría arreglado sin ella.

Alguien tenía que ir a husmear en los oscuros rincones de la vida de Mike. Alguien tenía que hablar con sus amigos, seguir la pista de sus enemigos, poner sus hábitos de manifiesto. Ann un tenía ni el tiempo, ni la inclinación, ni la experiencia que George aportaría al cometido.

Gran parte de lo que George hacía rutinariamente era trabajo sucio: formular preguntas sugerentes, dejar caer pistas, perseguir rumores que por regla general era preferible no repetir. Algunos investigadores tenían la desgracia de no salir nunca limpios de la inmundicia. George era capaz de sacudir la porquería de sus manos y alejarse oliendo a rosas.

A diferencia de muchos de sus colegas, y aunque se movía entre lo más bajo de la vida, no disfrutaba descubriendo ningún secreto sucio de nadie. Solía entrar canturreando, arrojar su informe sobre la mesa y anunciar feliz: Está limpio. Puro como la nieve. El deseo más ferviente de Ann era que George canturrease cuando se tratase del informe de Mike.

Algunas horas más tarde, estaba ella derrumbada sobre un libro de leyes, agotada y sobrecargada de café, cuando apareció George. Llegó llevando algún regalo —un montón de libros que Sandy Lehman había recomendado para Ann, y que dejó caer sin ceremonia sobre el escritorio—. Mientras se desabrochaba el abrigo, tomó nota mental de las arrugadas y grasientas bolsas de papel (comida y cena), del montón de tazas de café, de las latas de soda sin calorías, de los frascos de aspirina y «Maalox». No era bonito panorama, no, señora. Ann iba a caer enferma con aquel caso si no se cuidaba; ¿y entonces qué sería de todos ellos?

—¿No tienes un chico en casa de quien tienes que ocuparte? —preguntó señalándola con un dedo acusador.

George sabía perfectamente bien que el muchacho estaba a las mil maravillas con su abuelo. Pero si Ann no se preocupaba por su propia salud, quizá se marcharía a casa en consideración a Mikey.

—He encontrado un caso para ganar —dijo Ann, alzando una voz llena de excitación—. Escucha, George. Ya ha ocurrido antes, en Detroit. Llevaron a un hombre a juicio, prepararon su elaborado proceso, presentaron un montón de testigos. Un hombre llamado Narik, acusado de crímenes de guerra en Lituania ¡y se habían equivocado de hombre! Todos los testigos se equivocaron. Sencillamente no era aquel hombre. El juez lo declaró inocente. —Sonrió cansada y se apartó el pelo del rostro—. Esto. Háblame de mi padre, George.

George se sentó y sacó su cuaderno de notas del bolso, aunque no había mucho sobre lo cual informar. Gracias a Dios el hombre era transparente como el agua.

Va a la iglesia, al cementerio, al bar de la esquina, a los bolos. Compra strudel en la panadería. Juega al ajedrez en el parque, y nunca pierde, según me han dicho.

Ann se maravilló del conmovedor carácter ordinario de la vida de su padre.

—Yo tampoco he podido ganarle nunca —admitió.

—Apuesta de vez en cuando en los partidos de los Clubs y los Bears —prosiguió George, después de mirar sus notas.

—¡Espera que se lo cuente a Karchy! —se rió Ann—. Siempre se está metiendo con Karchy porque apuesta.

Se levantó e inclinó la cabeza de un lado a otro, intentando estirar los cansados músculos de la nuca. Las horas interminables de concentración habían causado su efecto: le dolía la espalda y tenía un violento dolor de cabeza. Pero el caso Narik había despertado su esperanza y hasta el momento no parecía que George hubiese tropezado con ninguna prueba irrecusable.

George pasó a la siguiente página y preguntó:

—¿Conoces a una tal Irma Kiss?

—¿Quién?

El nombre le resultaba vagamente familiar, pero Ann no lograba adjudicarle rostro alguno.

—Irma Kiss. La señora Irma Kiss. Es viuda, vive a tres manzanas de él…

—La señora Kish —la corrigió Ann—. En húngaro es Kish. Sí, conozco a la señora Kish. Hace buñuelos en la iglesia.

—Bien, esto no es todo lo que hace —dijo George, con una sonrisa satisfecha—. Tal vez sea Kish, pero él le da besos[2].

—¡Qué! —exclamó Ann, y miró a su amiga atónita, con la boca abierta, como si le acabase de decir que Santa Claus y su equipo de renos habían aterrizado en el tejado.

—De vez en cuando, desde hace unos diez años —confirmó George—. Tres o cuatro veces al mes.

—¡No puedo creerlo! —exclamó Ann, mientras hacía un esfuerzo para imaginar a su padre con… ¡la señora Kish! ¡Qué personaje! Era una señora rechoncha, de pelo canoso, que a menudo aparecía en la puerta de su padre con una fuente de salchichas o col rellena y que parecía como si nunca se sacase el delantal. ¿También se la llevaba a la cama? Pero si debía de tener por lo menos cincuenta y cinco años, tal vez más… Quizás era incluso tan mayor como su padre… Se detuvo en seco al pasar por su cabeza la idea de que, si su madre todavía viviese, tendría un aspecto muy parecido al de la señora Kish.

¡Vaya demonio pillín su padre! Y Ann lanzó una risita tonta Jamás había siquiera insinuado nada.

—¡Oh, Dios mío, no puedo creerlo! —exclamó, convirtiéndose las risitas en una verdadera carcajada ante la inverosímil idea de su padre en plena pasión con la prominente cocinera de buñuelos de la Santa Elisabeth.

¡La señora Kish! Cada vez que se acordaba de George diciendo «Esto no es todo lo que hace», le daba un nuevo ataque de hilaridad que no habría podido contener aunque lo hubiese intentado. Aquel regocijo salía desbordado en forma de un gran estruendo de carcajadas que tenían más que ver con la tensión acumulada de los últimos días que con el hecho de que su padre se acostase con… ¡la señora Kish! Hizo un gesto de impotencia. Lo siento, y se dejó caer en la silla mientras se secaba las lágrimas de los ojos.

Entretanto, George miraba tranquila a Ann, con la objetividad de un psiquiatra observando clínicamente a un paciente con un ligero trastorno mental. Ella no conocía a aquella dama en cuestión, pero Mike siempre le había parecido un hombre normal y sano, con normales y sanos apetitos masculinos que necesitaban ser satisfechos. A George no le sorprendía en absoluto que él tomase algún dulce como postre. Era bueno para él.

Se preguntó dónde estaba la gracia. Y si bien estaba contenta de ver que Ann se reía no le cabía en la cabeza. El Señor sabía que la muchacha necesitaba desfogarse un poco. Sin embargo, decidió finalmente que ya estaba bien.

—¿Vas a escucharme, o vas a seguir riéndote como una adolescente? —preguntó.

Ann luchaba en aquellos momentos por recuperar el aliento. Si, asintió con la cabeza, la escucharía.

—No gasta mucho dinero, pero aparte de su cuenta de ahorro no tiene nada para gastar —le informó George—. Ni siquiera tiene tarjetas de crédito. No les tiene confianza.

—Me gustaría que a mí me ocurriese lo mismo —interrumpió Ann—. ¡La señora Kish!

George ignoró la interrupción.

—Hace un par de años, durante un tiempo, gastó un poco más, pero luego aprendió a limitarse a apuestas de diez dólares. ¿Quién es Tibor Zoldan?

Ann se encogió de hombros y miró la pila de libros que le había llevado George. El que estaba arriba de todo se titulaba The Holocaust in Hungary. Lo dejó a un lado y miró el siguiente: Scroll of Agony. El de debajo se llamaba The Final Solution.

—No lo sé. Probablemente uno de sus amigos de Hungría —dijo, mientras seguía clasificando los libros. Los títulos, cargados de sentido y amedrentadores, acaparaban su atención.

—Hace tres años, Mike hizo a Zoldan un cheque de dos mil dólares —explicó George—. Es el cheque de mayor importe que jamás ha extendido. Y ese grupo al que pertenece, ¿el Círculo Atila?, es sólo un puñado de vejetes que saca las pancartas cuando algún diplomático comunista imbécil comete el error de aparecer por aquí, sin embargo, últimamente no lo hacen mucho, porque se están volviendo todos demasiado viejos para sostener las pancartas en alto.

Las dos mujeres sonrieron. Sin noticias, buenas noticias. Cuanto menos pudiese George encontrar sobre Mike —y Ann estaba convencida de que había buscado por todos los rincones—, más fácil sería entrar en la sala del tribunal y ganar el proceso.

—De verdad, querida, aquí no hay gran cosa que investigar —dijo George, con una risita.

Ann hizo un círculo con el pulgar y el índice. Muy bien, muchacha. Daba gusto con ella. Decidió que podía dejar de trabajar por aquella noche y se puso a hojear distraídamente otro de los libros, una colección de poemas y dibujos realizados por niños en los campos de exterminio nazis. Muchos de los dibujos eran de casas frente a las cuales diminutos niños, figuritas tiesas, jugaban a la pelota o a la comba. Otros representaban flores y prados, árboles con pájaros posados sobre frondosas ramas. Una joven artista había escrito debajo de su dibujo: No he vuelto a ver una mariposa.

Había fotografías de algunos de los niños, la mayoría de los cuales no había sobrevivido a los campos. Alguien, quizás el fotógrafo, debió de haberles dicho que sonriesen. Sus labios estaban tensamente estirados en una valiente imitación de felicidad. Sus rostros, chupados y de ojos tristes, tenían una expresión sabia, más allá de sus años, como si el sufrimiento y el horror de que eran testigos hubiese destruido su inocencia. Miraban con ansia hacia un futuro que nunca sería suyo, rogando en silencio no ser olvidados.

Se destacaba de entre el resto un niño pequeño de miembros escuálidos, porque su sonrisa no parecía una parodia del condenado a muerte, sino que era genuina y espontánea. Parecía tan lleno de malicia y alegría que se podía casi pensar que aquella foto había sido incluida por error entre las otras.

Ann apartó a duras penas la mirada de la fotografía. Leyó la inscripción: Shmulik Bernshtayn, once años. Muerto el 4 de febrero de 1944.

Sentenciado a muerte incluso antes de haber tenido la oportunidad de explorar el mundo más allá de las alambradas del campo de concentración. ¿Y por qué? Porque Hitler y sus exaltados partidarios habían necesitado un chivo expiatorio para llevar el peso de su locura. Habían encontrado seis millones de chivos expiatorios entre los judíos, incluyendo a Shmulik Bernshtayn, en virtud de haber nacido judío, en el país equivocado, en la década equivocada.

Once años. Exactamente la misma edad que Mikey.

* * *

Una luminosa mancha de sol sobre su almohada y el aroma seductor del café y tostadas sacaron a Ann de su sueño a la mañana siguiente. Permaneció tumbada un momento, orientándose, para luego recordar que era sábado. Ello explicaba el apagado murmullo que le llegaba de la cocina. Su padre y Mikey debían de haberse levantado temprano para hacer el desayuno antes de que Mikey se fuese con David.

Mientras iba tomando conciencia, miró al radio-despertador situado sobre la mesilla de noche. ¡Las diez! Ello hizo que saltase de la cama sin titubear. ¿Cómo podía haber dormido hasta tan tarde? ¿Por qué nadie había llamado a su puerta? Hacía horas que debía de haber estado levantada. Ya casi se había ido medio día y David llegaría de un momento a otro a buscar a Mikey.

Se puso una bata, se echó agua sobre la cara, se pasó los dedos por el pelo y corrió a ver a Mikey antes de que se marchase. Apenas habían tenido ocasión para hablar desde la otra noche y aquella mañana daba la impresión de que era especialmente importante darle un abrazo y un beso de despedida. El recuerdo de aquel otro niño muerto había turbado su sueño y atormentado sus sueños. Para ahuyentar la depresión que la había acompañado a casa desde el despacho, necesitaba el contacto físico con su hijo.

Poco faltó para que no pudiese verlo. Mikey ya se había puesto el anorak y se disponía a encaminarse hacia la puerta cuando Ann entró corriendo en la cocina.

—Adiós, abuelo —dijo, sin advertir la presencia de su madre.

Mike, con uno de los delantales de Ann, estaba recogiendo los platos sucios, manchados de almíbar y mermelada. Como era habitual cuando Mike se hacía cargo de la cocina, los mostradores estaban cubiertos de boles utilizados para las mezclas y restos de ingredientes, y el fregadero rebosaba de platos sucios.

—Ten cuidado, ¿de acuerdo? Diviértete —le dijo el abuelo al chico. Le subió la cremallera del anorak y le dio un abrazo, luego le hizo girarse en dirección de Ann.

—Adiós, mamá —murmuró Mike, sumisamente, deseoso de escaparse antes de que ella empezase a hacerle preguntas sobre los deberes y los exámenes.

Ella ya no tenía nunca tiempo para preguntarle sobre las cosas importantes, como las pruebas de baloncesto. Sólo quería saber cosas del colegio. ¡Jo!

Afortunadamente, el abuelo estaba en su casa cuando Mikey había llegado corriendo con la noticia de que había sido escogido para formar parte del equipo. Ahora no veía el momento de contárselo a su padre y al abuelo Harry. En cuanto a mamá…, mejor olvidarlo. Todavía no le había pedido perdón por haberlo pegado.

Ann lo dejó llegar hasta la puerta de entrada, donde le recordó con voz tranquila:

—No me has dado un beso.

Pero aparentemente aquel día iba a tener que pasarse sin él, pues Mikey no dio señal de haberla oído. Sólo tenía ojos para el «Mercedes» de Harry, aparcado junto al bordillo, con Teddy esperando pacientemente para ayudarlo a subir a la parte posterior.

Ella suspiró mientras miraba cómo el coche se alejaba. Le había sugerido una y otra vez a David que utilizase su coche, no la limusina, para sus salidas de fin de semana con Mikey. Era sólo una de las muchas cosas relacionadas con la educación de su hijo sobre las que estaban en desacuerdo.

Resuelta a sacudirse la tristeza, se dirigió a la cocina para servirse una taza de café. Luego fue al encuentro de Mike en la sala de estar, donde él estaba mirando desconsoladamente la pantalla de televisión sin encender.

—¿Qué demonios voy a hacer ahora? —preguntó él, como un niño que está mohíno porque su mejor amigo se ha marchado de la ciudad—. Los sábados, Mikey y yo miramos los dibujos animados. Pues yo voy a mirar de todas formas los dibujos animados —dijo, y apretó el botón de puesta en marcha del mando a distancia y recorrió los canales hasta que encontró lo que estaba buscando: Correcaminos.

Ella se sentó en el brazo del sofá y empezó a beber despacio el café, mientras saboreaba aquel momento de tranquilidad.

—No sabía que hacías apuestas —dijo.

Mike siguió mirando Correcaminos que, haciendo honor a su nombre, corría de un lado al otro de la pantalla. Un momento después, miró a Ann y sonrió tímidamente.

—Pero no se lo digas a Karchy.

Ella se rió, le gustaba la idea de ser su cómplice.

—Este fin de semana vamos a trabajar un poco.

—Yo no quiero trabajar —dijo él, gruñó—. Yo quiero ver los dibujos animados.

Ella pensó exasperada que a veces se comportaba como un niño malcriado. Jolín, por supuesto que preferiría tumbarse con los pies en alto y relajarse en lugar de pasarse el día haciéndole preguntas. Poniéndose de mal humor, se preguntó si él pensaba que estaba invirtiendo todo aquel tiempo ridículo por el bien de ella. Era su nacionalidad sin hacer mención de su pellejo, lo que estaban intentando salvar.

Pero arremeter contra él no iba a solucionar nada, además, ¿no había recibido suficientes injurias últimamente? De pronto se avergonzó de sí misma por no ser más paciente y comprensiva, respiró profundamente y contó hasta diez. Funcionó. Al instante se sintió más calmada.

—¿Dónde he metido mi magnetófono? —se preguntó en voz alta, y fue en busca de su maletín.

Mike expresó su irritación con un gruñido y subió el volumen, en la esperanza de que Ann captase la insinuación y lo dejase en paz.

—Oye, papá —dijo ella desde el pasillo—, ¿quién es Tibor Zoldan?

Mike hizo una mueca y estaba hundido en las profundidades del sofá cuando Ann volvió a entrar en la sala.

—Zoldan era un amigo del campo de refugiados —dijo él por fin—. Luego volvió al país. Y desde allí vino aquí. Le di algún dinero, para que empezase. Después murió, en un accidente de coche. Y no volví a ver el dinero.

Así que aquel dinero no había sido destinado para pagar deudas de juego. Ella se sintió sorprendida y emocionada por la revelación. Su padre se había pasado la vida ahorrando y negándose muchas cosas. Sin embargo, en un acto de amistad, había prestado dinero a un hombre, y para su padre dos mil dólares era mucho dinero. Luego el hombre se murió y él no recuperó su dinero, pero jamás dijo una sola palabra sobre esta pérdida.

¿Se lo había confiado a Karchy? Probablemente no, pues Karchy habría ido a contarle la historia. Razón suficiente para que su padre se lo hubiese guardado para él. Los tres tenían la costumbre de dar por sentada la intimidad mutua. Y los duros golpes le habían enseñado a ella a guardar sus secretos. Era evidente que su padre hacía lo mismo.

Bien, a trabajar.

Colocó el magnetófono sobre la mesa de café, justo enfrente de su padre.

—¿Estás preparado?

—Anni, no quiero hacer esto, Anni —rogó él—. Me he pasado la vida intentando olvidar lo que vi. ¿Ahora tengo que recordar?

—Tenemos que hacerlo, papá —dijo ella, mientras maniobraba con el aparato a fin de evitar encontrarse con los ojos de él.

Lo sentía en el alma por él, pero excusarlo en aquellos momentos habría sido una compasión fuera de lugar. El fiscal del Gobierno no dudaría en formular incluso las preguntas más personales. Ella no podría adelantarse a ellas si no conocía todas las respuestas.

¿Pero por dónde empezar? Decidió que lo mejor era entrar de lleno. Sacarse primero de encima lo peor.

—¿Qué me dices de la señora Kish? —le espetó.

—¿Quién?

Ella carraspeó nerviosa, en la esperanza de mantener la compostura y no echarse a reír.

—La señora Kish, papá. Irma.

—¿Irma? —preguntó él, vehementemente. Con las mejillas rojas como una amapola, se inclinó hacia delante y apagó el magnetófono—. ¡Cristo, Anni! ¡Malditos abogados, se enteran de todo! —dijo indignado.

Ann se clavó las uñas en las manos, se mordió la parte interior de las mejillas, pensó en cosas tristes… cualquier cosa que la ayudase a no reír. No tiene gracia, se reprendió. Era comprensible que su padre estuviese mortificado ante la idea de hablarle sobre lo que hacía en la cama. Pero entonces cometió el gran error de lanzar una mirada a Mike, cuya expresión avergonzada era la confirmación que necesitaba sobre la señora Kish, y se echó a reír.

Mike sonrió de mala gana, para hacerle saber que también él era capaz de ver la parte cómica de la situación; luego no pudo resistir su risa contagiosa.

—¿Por qué no te has casado con ella, papá? —quiso saber Ann, cuando ambos se hubieron calmado y recuperado el aliento.

—Después de tu madre, no podía volverme a casar —dijo simplemente.

Ella le dio una palmadita cariñosa con la mano, y su lealtad le infundió un gran amor hacia él; a continuación volvió a poner en marcha el magnetófono.

—¿Y tú, Anni? —preguntó él.

Ella ladeó la cabeza, sin comprender.

—¿Yo, qué, papá?

—¿No has salido con nadie desde que te divorciaste?

Otra vez el magnetófono apagado. Su pregunta directa la cogió desprevenida. No estaba acostumbrada a que él se entrometiese en su vida social. Pero toda la conversación era muy inverosímil. Ella normalmente no le preguntaba por sus mujeres; claro, que jamás se le había ocurrido que él tuviese relaciones sexuales con ninguna.

—Por supuesto que he salido con algunos hombres, papá.

—¿Pero has tenido con ellos una relación como la que yo tengo con la señora Kish?

—No —admitió ella.

—¿Cómo es eso?

—No me has educado así, papá —replicó ella.

Naturalmente, la verdad era mucho más complicada, pero era un terreno en el que no quería entrar con su padre. Su falta de vida sexual era una herida dolorosa.

Había intentado convencerse de que no debía de haber encontrado al hombre adecuado, pues ninguno de ellos le había gustado Pero últimamente había empezado a pensar que tal vez el problema era suyo. Sin duda trabajaba demasiado, y teniendo que atender a Mikey, sin mencionar a Mike y Karchy… Cuando todo aquello hubiese terminado, es posible que se comprase ropa nueva y se hiciese un corte de pelo diferente, más joven.

—Quizás he hecho mal, ¿no? —dijo Mike, bromeando incómodo.

—No —dijo ella, en voz baja—. No, has hecho muy bien, papá.

En aquel instante, ella no deseaba otra cosa que decirle a su padre lo mucho que lo quería. Deseaba poderle decir en voz alta lo mucho que significaba su felicidad para ella. Pero no le resultaba fácil hacer este tipo de declaraciones, sobre todo a su padre; ni siquiera en aquellos momentos en que sentía que el amor de él llegaba hasta ella.

Los pensamientos de Ann retrocedieron hasta su infancia, hasta todos los maravillosos momentos que habían compartido. Su padre nunca la había decepcionado cuando lo había necesitado. La había hecho reír, había contestado a sus preguntas, le había tendido la mano de forma que ella siempre se había sentido segura. Rogó tener la posibilidad de poder pagárselo.

—¿Me vas a hacer esas preguntas? —le recordó él, sonriendo con timidez mientras volvía a poner en marcha el magnetófono.

—Sí —dijo ella. Será mejor que nos pongamos con ello—. Papá, ¿cómo es que te hiciste gendarme?

Mike hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

—Vivíamos en un pueblo. Éramos pobres, muy pobres. Yo no fui a la escuela. Me gustaban los csendor, pagaban bien, llevaban un bonito uniforme, una pluma en el sombrero.

Ann se balanceaba hacia atrás y hacia delante en el sillón, mientras escuchaba con atención. Sonrió para alentarlo. Sí. Sí, esto era exactamente lo que quería oír.