Capítulo VII

«Había un granjero que tenía un perro, había un granjero que…», cantaba Mike en voz alta y muy desafinada. Junto a él, sentado en el asiento delantero de su destartalado «Chevrolet», Mikey golpeó con la mano el salpicadero y dio un salto para terminar la estrofa.

Abuelo y nieto, ambos con unas deportivas gorras de los Bears muy caladas sobre sus frentes, se sonreían con la naturalidad de dos antiguos camaradas de armas. Por muchas dificultades que pudiesen presentarse en el futuro, de momento, mientras recorrían la autopista Eisenhower, estaban tan despreocupados como dos colegiales haciendo novillos y en plena juerga.

Mikey sonrió a Mike de oreja a oreja. Le gustaba ir al antiguo barrio de su madre y curiosear en la casa de su abuelo. Por favor, había rogado. ¿Puedo ir contigo? Quiero ver a George y, además, puedes necesitar que te protejan. ¿Protegerme de quién?, había dicho Mike con un bufido y una sonrisa que significaba: Date prisa, sube al coche.

El sol vespertino brillaba en el cielo azul invernal, limpio de nubes, dando una ilusión de calor que se desvanecía apenas uno ponía un pie fuera. Pero en el interior del «Chevrolet» con la calefacción encendida, se estaba caliente y al abrigo. Sin embargo, al doblar la esquina de su casa, Mike descubrió que había algunas personas que habían decidido permanecer al aire libre en aquel frío día invernal.

Un reducido grupo de piquetes se había reunido frente a su casa, y al acercarse, vio que llevaban unas pancartas. A través de las ventanillas cerradas del coche, oyó su sorda cantinela: «¡Laszlo es un asesino! ¡Asesino! ¡Nazi! ¡Que vuelva a Hungría!».

* * *

Mike empezó a avanzar a paso de tortuga y miró por encima de Mikey, cuyos ojos estaban redondos como platillos.

—Será mejor que lo olvidemos —sugirió—. Volvamos a casa.

Mikey apretó los puños sobre su regazo, con odio hacia el asqueroso grupo que marchaba arriba y abajo de la acera, insultando a su abuelo. Los piquetes no lo asustaban. Sólo tenía ganas de darles puñetazos e insultarlos, para que así comprendiesen que les convenía más marcharse de West Side, donde no tenían nada que hacer.

—No tengo miedo, abuelo —dijo, resuelto, mientras tiraba de la gorra de los Bears.

—Yo tampoco —se avino Mike, queriendo dar un buen ejemplo a aquel valiente soldadito que era su nieto.

Sin embargo, un buen oficial debía saber proteger a sus tropas y no podía permitirse el lujo de correr riesgo alguno estando Mikey en el coche. Por ello, en lugar de aparcar enfrente de la casa como habría hecho normalmente, miró a derecha e izquierda para luego hacer un rápido giro en forma de U en medio de la calle y doblar la esquina para aparcar en la callejuela que había detrás de la casa.

Había otro coche esperando. Mientras se detenía, Mike reconoció a George, que les hizo un gesto con la mano y se apresuró a reunirse con ellos.

—Tengo que entrar a hurtadillas en mi propia casa, como un ladrón —gruñó Mike, a la vez que tomaba la precaución de cerrar las puertas del coche.

—Es la gente blanca como usted quien echa a perder los barrios dignos e integrados —bromeó George, y añadió con un guiño—: Hola, Mikey.

—Hola, George —contestó Mikey, con una sonrisa, contento de ver a George a quien conocía de toda la vida.

Ella le había regalado su primer oso de peluche y le había enseñado a hacer pompas de jabón. Era una de las personas que prefería porque, a diferencia de la mayoría de los adultos, no se daba aires de superioridad o lo hacía sentir estúpido.

—Está bien, gitana —dijo Mike, con una sonrisa—. Te cachondeas de un pobre hombre. Todo el mundo se cachondea de este pobre hombre. Las gitanas también.

Los tres se rieron mientras recorrían la corta distancia hasta la casa. Sus botas crujían sonoramente en la nieve dura y helada que había caído la noche anterior. Aparte de esto, el único sonido eran las voces apenas perceptibles de los piquetes, llevadas por el viento Mike hurgó torpemente en la cerradura de la puerta posterior. Luego siguió a George y a Mikey al interior y se inclinó para atarse los chanclos. Cuando levantó la cabeza, Mikey estaba de pie frente a la ventana de la sala de estar, apartando unos centímetros la cortina para ver mejor a los manifestantes.

—¡Mikey! —gritó, más bruscamente de lo que había sido su intención—. No te acerques a la ventana.

—No tengo miedo, abuelo —replicó Mikey, absorto en su fantasía de pegar unos cuantos puñetazos y tal vez ensangrentar algunas narices.

Los manifestantes debían de haber estado al acecho de alguna señal de vida, porque el ligero movimiento en la ventana llamó inmediatamente su atención. Al punto, blandieron sus pancartas e intensificaron sus gritos de «¡Asesino! ¡Asesino! ¡Nazi! ¡Asesino!».

Mikey entornó los ojos para leer los eslóganes. Pudo discernir alguno de ellos: «¡Criminal de guerra vuelve a casa!», «¡Nazi! ¡Criminal!», «¡Seis millones de muertos!». No pudo descifrar el resto.

«¿Muertos seis millones de qué?», se preguntó. Quizá su madre lo sabría. Debía preguntarle cuando volviese a casa del trabajo.

Por haber visto películas antiguas, sabía que los nazis eran unos hombres vestidos con uniforme, que causaban miedo, sacaban sus armas cada dos por tres y, en un fuerte acento alemán, decían:

«¡Heil Hitler!». Por supuesto su abuelo no era un nazi. Aquella gente que estaba fuera en la acera debía de ser estúpida. Ni siquiera eran capaces de ver la diferencia entre un acento alemán y uno húngaro.

George se había ido a la cocina a fin de hervir agua para hacer café. Ahora apareció en la sala de estar con una bandeja de galletas y pastas que había comprado en la cercana panadería húngara.

Mike sonrió agradecido. Eran las galletas favoritas de Mikey.

—Voy darte el material que querías… —empezó.

De repente, un CRAC explosivo producido por una enorme piedra que pasó estrepitosamente por la ventana. Una lluvia de cristales rotos le cayó encima.

—¡Hijos de puta! —gritó Mike. Apartó a Mikey de la ventana y lo empujó hasta la esquina, fuera de la línea de la trayectoria—. ¿Estás bien? —preguntó.

Mikey miraba con la boca abierta la piedra, que no le había dado en la cabeza por algunos centímetros. Parpadeó reprimiendo las lágrimas y asintió con la cabeza para que su abuelo se enterara de que él no era un bebé miedoso. ¿Iba la piedra dirigida a él o al abuelo? En cualquier caso, aquello era la guerra; como en los libros que había leído sobre el salvaje Oeste. Los indios atacaban y los cowboys tenían que defenderse a sí mismos y sus casas.

Mike estaba en la misma longitud de onda. Con una severa mirada a Mikey que decía: «No le muevas», corrió al armario situado en el recibidor y sacó el viejo bate de béisbol de Karchy. Lo agarró fuertemente con las dos manos, lo blandió sobre su cabeza y lanzó una triste sonrisa en dirección de Mikey y George.

George rodeaba con sus brazos a Mikey, que estaba temblando como un animal asustado. No era de extrañar: ¿qué sabía él de manifestaciones, piedras arrojadas y policías llevándose a la gente a rastras?

—Mantenga la calma —advirtió George a Mike.

Éste titubeó un momento, para luego acercarse a la ventana y mirar a los manifestantes. Su actitud había cambiado. Ahora, en lugar de desfilar tranquilamente arriba y abajo de la acera, se habían apiñado, hacían mucho ruido y parecían impacientes. Instaban a Mike a que saliese para hablar con ellos.

—¿Hablar? —murmuró él—. Les voy a enseñar cómo hablo yo. Les voy a hablar con un bate de béisbol sobre sus estúpidas cabezas.

Sostuvo el bate frente a él, balanceándolo despacio y sopesándolo. Casi estaba experimentando el placer de romper algunas cabezas… Sería defensa propia. Ellos habían arrojado la primera piedra. No hacía más que proteger su casa y su familia.

Mientras Mike vigilaba a los manifestantes, George lo observaba a él. No le gustaba lo que veía. Un timbre de alarma, que le advertía que habría problemas, sonaba en su cabeza. Mike debería mostrarse más juicioso, en lugar de blandir el bate enfrente de la ventana. Era así como empezaban los disturbios. Aquella gente que estaba fuera sólo quería armar jaleo. No quería hacer daño a nadie.

Había llegado el momento de pedir refuerzos. Ann debía enterarse de que fuera de la casa de su padre la cosa se estaba poniendo como en O. K. Corral. Asimismo también sería conveniente llamar a la Policía, sólo por si se producía algún enfrentamiento.

—¿Dónde está el teléfono? —preguntó.

—En la cocina —gruñó Mikey, sin apartar la mirada de los manifestantes.

George le indicó mediante un gesto que la acompañase, pero él negó resueltamente con la cabeza. Ni hablar. Si iba a haber acción, él quería estar en medio. Avanzó a gatas hasta situarse cerca de su abuelo, con la sensación de no estar a salvo más que a su lado.

En los once años de su vida, nada tan excitante le había sucedido jamás. No veía el momento de que llegase el día siguiente para contárselo a los compañeros del colegio. «Y entonces mi abuelo les dio caña. Estuvo fenómeno». Quizás hasta saldrían sus fotografías en los periódicos o en la televisión. Volvió a mirar, en la esperanza de localizar a algún cámara.

Parecía como si el grupo de manifestantes se hubiese agrandado y se estuviese acercando Inexorablemente. Quienes habían permanecido allí toda la tarde tenían frío y estaban cansados. A los más militantes de entre ellos les empezaba a desagradar seguir el plan original de manifestarse pacíficamente. Laszlo, el asesino nazi, estaba allí, a menos de treinta metros de distancia, atrincherado y calentito en su casa. ¡Al cuerno la demostración pacífica! ¿Por qué no enfrentarse a él para ver cómo se avergonzaba intentando negar la evidencia?

Alguien creyó haber visto un resplandor de metal a través de la ventana. Al instante empezó a circular un rumor entre el grupo: Tiene un arma. ¡Un par de armas! Ese tipo es un experto tirador. Disparó personalmente contra miles de judíos. ¡Los abatió a tiros a sangre fría! Enseñémosle a ese bastardo que no puede amenazarnos. ¡Va a pagar por sus crímenes!

El sol estaba empezando a ponerse, proyectando largas y siniestras sombras en el jardincillo anterior. Los vecinos que regresaban del trabajo lanzaban miradas preocupadas a los manifestantes y se apresuraban a entrar en sus casas. La mayoría de las personas que vivía en aquella manzana sentía compasión por Mike, pero nadie quería problemas; y la muchedumbre tenía un aspecto hostil e ingobernable.

Los más osados de entre los manifestantes se habían atrevido a invadir el jardín de Mike, acercándose tanto que éste podía ver sus rasgos. Unos rostros anónimos, convertidos ahora en máscaras de odio y rencor, lo miraban airados en la cada vez más tenue luz. La mayoría era joven, chicos de edad universitaria. Algunos levantaban los puños e indicaban mediante gestos a los que estaban detrás: ¡Adelante! Pero nadie parecía dispuesto a aceptar el desafío. Mike seguía aferrado al bate y los maldecía amargamente entre dientes.

De pronto, procedente de la parte posterior de la casa, llegó un ruido sordo seguido, por un estrépito ensordecedor de metal contra metal.

—¡Oh, mierda! —exclamó George. Corrió hacia la ventana de la cocina, con Mike y Mikey a sólo unos pasos detrás de ella.

—Abuelo… —dijo Mikey, mientras miraba con una fascinación horrorizada a la furibunda muchedumbre que descargaba su frustración destrozando el buen y viejo «Chevrolet» de Mike.

Algunos de los manifestantes golpeaban las ventanillas del coche con las pancartas de madera, y gritaban triunfantes cuando conseguían hacer añicos las ventanillas o los parabrisas. Otros habían llegado ocupados con martillos y gatos, que dejaban caer con desenfreno sobre el techo y los lados del vehículo. Otros, hacían el trabajo con piedras que habían encontrado en la calle para dejar constancia de su presencia.

—Abuelo, ¿qué están haciendo? —dijo Mikey en un susurro, y su voz era un asustado sollozo.

—¿Lo tiene asegurado? —preguntó George.

Mike asintió en silencio, asqueado por aquella destrucción gratuita.

—Entonces va a sacar algo de dinero —dijo ella secamente, con su humorismo peculiar.

Mike tenía la sensación de estar viendo una película que trataba de unos adultos que habían enloquecido y perdido el control y empezaban a hacer cosas que normalmente eran inaceptables. Si hubiese sido una película, probablemente habría disfrutado viendo cómo aquella gente destrozaba el coche, como si fuese un viejo pedazo de chatarra sin dueño.

Sin embargo, el «Chevrolet» tenía un dueño, que era su abuelo. Y Mikey había dado más paseos en aquel coche de lo que era capaz de recordar. De hecho, sin duda era más justo decir que había pasado los mejores momentos de su vida en el asiento delantero del «Chevrolet». Por consiguiente, mientras aquéllos —hooligans, los había llamado el abuelo— seguían haciendo pedazos el «Chevrolet», era como si estuviesen haciendo pedazos sus propios brazos y piernas.

Mientras los veía destrozar salvajemente una pieza muy importante y especial de su infancia, Mikey sintió que un fuego mortífero ardía en su alma. Ansiaba con todo su ser repartir golpes a diestro y siniestro entre aquellas personas espantosas, hacerles daño con la virulencia con la cual ellas estaban lastimándolo a él y, lo que era peor, a su abuelo. No le hacía falta levantar la mirada hacia el rostro de su abuelo para sentir su sufrimiento. En aquel momento estaban tan conectados como dos gemelos siameses compartiendo un solo corazón.

En su confusión, buscó a tientas en su vocabulario mental a fin de encontrar las palabras adecuadas susceptibles de aportar un poco de consuelo a su abuelo. Pero nada en su corta vida, ni siquiera el dolor por el divorcio de sus padres, lo había preparado para una ocasión semejante. Por ello permaneció allí de pie, haciendo esfuerzos para no dejar salir unas lágrimas que eran una pequeña pero potente bomba de relojería a la espera de explotar.

Todo lo que faltaba era la cerilla para encender la mecha, y ello llegó un segundo después con el sonido inconfundible de nuevos cristales rotos de la ventana de la sala de estar. Mikey se encogió de miedo. Luego, como si quisiera compensar el haber mostrado temor, giró en redondo y corrió hacia la puerta principal.

—¡Mikey! —gritó Mike, y se apresuró a seguirlo.

Pero Mikey tenía la juventud a su favor. Había dado la vuelta a la llave y abierto la puerta antes de que Mike tuviese la oportunidad de detenerlo.

—¡Dejadlo tranquilo! —gritó Mikey.

La adrenalina le bombeaba litros de valor a través de las venas. De pronto ya no estaba ni mínimamente asustado. Era David, enfrentándose a Goliat, armado sólo con su honda. Era Daniel en la guarida del león. Habría podido matar al dragón, habría podido conquistar sin ayuda un ejército entero, todo ello porque sabía que su causa era buena y justa.

—¡Dejadlo tranquilo! ¡No hizo nada! ¡Dejadlo tranquilo! —siguió gritando, y su voz aguda atravesó el aire de primera hora de la tarde, postrando al gentío hasta el silencio.

Los manifestantes estiraron el cuello para ver mejor al muchacho, que estaba de pie como un centinela leal en el porche de Mike Laszlo, defendiendo el honor del anciano. Era inevitable que su convicción impresionase, que su intención, desgraciadamente equivocada, conmoviese. Algunos de los manifestantes dejaron caer las bolas de nieve que tenían preparadas para lanzar contra las ventanas. El chico les había arrebatado la diversión de su improvisado ejercicio de puntería.

De hecho, a partir de ese momento, posiblemente la manifestación habría podido empezar a dispersarse. Era casi oscuro, e incluso los más duros de entre los manifestantes sentían él azote del viento contra sus mejillas. Habían cumplido su misión. A partir de ahí, Laszlo comprendería que era un hombre marcado, de la misma forma que él antaño había acosado y marcado a sus víctimas. Podía irse a casa, a calentarse y cenar. Sacar al nazi de sus mentes… Por lo menos hasta el día siguiente.

Estaban a punto de romper filas —los que estaban más cerca de la calzada ya se habían vuelto para marcharse—, cuando volvió a abrirse la puerta. En esta ocasión surgió el propio monstruo, con un bate de béisbol en la mano. La amenaza implícita de un arma, en lugar de asustar a los manifestantes, les revolvió la sangre e infundió nuevo vigor a sus sentidos.

¡Nada de irse a casa! Mike fue saludado con un rugido frenético. Él rodeó de forma protectora a Mikey con su brazo y levantó el bate hacia el cielo, como si desafiase a los manifestantes a que avanzasen un paso más.

Más provocación, demasiado tentadora para ser ignorada por los fanáticos de grupo, que gritaron su indignación y lanzaron una lluvia de piedras directamente contra Mike. Se apuntó mal el aluvión —algunas de las piedras llegaron cerca del porche—, pero Mike no estaba para hacer distinciones entre precisión e intento. Estaba harto de aquellos gusanos que habían invadido su propiedad privada y gritaban amenazando a su nieto.

—¡Fuera de aquí! —chilló—. ¡Marcharos de aquí, maldita sea!

Para su desgracia, le contestaron con otra lluvia de piedras y guijarros, que aterrizaron cerca de donde se encontraban; algunos pasaron volando por encima de Mikey, que buscó el cobijo de los brazos de su abuelo y empezó a llorar. Súbitamente se sintió harto de ser el soldadito valiente. Tenía frío y estaba asustado. Sólo quería que los manifestantes desapareciesen y dejasen a su abuelo tranquilo. Pero sobre todo, quería estar con su madre.

Como por arte de magia, en respuesta a los ruegos de Mikey, el «Volvo» de Ann se detuvo delante de la casa. No tardó ni un instante en salir del coche y correr hacia la casa, aguijoneada por la patética escena del porche: Su padre blandiendo un bate de béisbol sobre la cabeza, como Moisés con las tablas de los Diez Mandamientos; Mikey, sin chaqueta y sollozando aferrado a su abuelo.

Sin preocuparse por los pies que pudiese pisar, Ann se abrió camino a través del gentío, mientras gritaba:

—¡Mikey, Mikey! ¡Estoy aquí, amor, no te preocupes!

Momentos después estaba de rodillas, abrazándolo fuertemente y mezclando sus lágrimas con las suyas. Había estado angustiadísima desde que había recibido el mensaje de George: Hay unos manifestantes delante de la casa de tu padre. La gente parece furiosa.

Alguien —probablemente algún vecino— debió de haber llamado a la Policía, pues de pronto calle abajo chirriaron unos coches patrulla, con sirenas y luces que giraban. Con megáfonos y las porras preparadas, los policías bajaron rápidamente de los coches y ordenaron a la muchedumbre que se dispersase. Se armó un gran revuelo. Se suponía que aquello era una manifestación pacífica y nadie quería líos con la bofia de Chicago.

Mikey, por encima del hombro de su madre, contemplaba cómo la Policía instaba a los manifestantes a que saliesen del jardín de su abuelo y se alejasen de la casa.

—Tranquilo, Mikey. Ahora ya ha pasado todo —no dejaba de decirle su madre.

Deseaba desesperadamente creerla. Pero cuando levantó la vista hacia la terrible mirada en el rostro de su abuelo, comprendió que su madre se equivocaba. Ni las cosas estaba bien, ni se había acabado, y todo por culpa de aquella horrible y asquerosa gente que no solamente había insultado al abuelo sino también a la familia entera de Mikey.

Sorprendiendo a Ann con su fuerza, de repente se desasió del abrazo y salió disparado hacia el último peldaño de la escalera del porche.

—¡Los odio! ¡Los odio! —gritó—. ¡Judíos! ¡Sucios judíos!

Un segundo después, Ann había llegado a su altura y le pegaba una fuerte bofetada en el rostro. Mikey levantó la vista hacia ella con la mirada salvaje del perro fiero dispuesto a revolverse contra su amo. Volvió a pegarlo con toda la fuerza de su palma, dejando detrás una marca rojo-pálida en su mejilla.

Mudo de estupor (hacía años que su madre no le había pegado, y había sido como mucho un azote en las nalgas), Mikey prorrumpió en lágrimas y se precipitó dentro de la casa. Ann no tenía la energía suficiente para seguirlo. Con las lágrimas rodando libres por sus mejillas, se apoyó pesadamente en la barandilla del porche y se miró la mano, que todavía le hormigueaba a causa del impacto del golpe.

Pensó: Tenía que hacerlo. Estaba histérico. Pero no tenías que pegarle dos veces, indicó una acusadora voz interior. Esto ha sido tu histeria.

Para entonces habían llegado otros coches patrulla. Parecía haber casi tantos agentes uniformados como manifestantes. Las porras levantadas se destacaban contra el cielo. La gente se dispersaba en todas direcciones, en un intento de salvar el pellejo.

De una punta a otra de la calle, las casas estaban iluminadas como fuegos fatuos. Los vecinos se apiñaban en las ventanas o en las puertas abiertas, y se preguntaban qué era todo aquel jaleo. ¿Un incendio? ¿Una disputa familiar? Un robo, tal vez. No, llegó el mensaje, telegrafiado arriba y abajo de la calle por la gente que vivía más cerca de Mike. Son esos malditos y piojosos comunistas, que van a por Laszlo. Pero no os preocupéis. La Policía lo tiene todo bajo control.

Ann miró atónita la confusión que se había producido, principalmente en el jardincillo anterior de su padre. Gracias a Dios era invierno y por lo menos no habían sido pisoteadas sus preciosas flores. Luego, advirtiendo lo absurdo de aquel pensamiento cuando estaba en juego mucho más que unas flores, entró en la casa para ver cómo estaba su padre y hacer las paces con su hijo.

Los manifestantes habían dejado su huella. El suelo de la sala de estar estaba lleno de fragmentos de cristales y el viento introducía en la casa copos de nieve a través de los dos vidrios rotos.

George estaba junto a la ventana, con los brazos cruzados sobre el pecho para darse se calor. ¡Digno de un libro!, pensó. ¡Los blancos volviéndose contra otros blancos! ¡Imagínate!

Pero aquel jaleo era algo más que un interesante fenómeno sociológico. Porque aquellas personas blancas en particular, a quien George apreciaba profundamente, sentían un dolor considerable. En aquel momento, Mikey estaba acurrucado contra la pared más alejada, sacudido por los sollozos. Como ella había presentido que necesitaba a su madre, había desistido de consolarlo. También Mike parecía al borde de las lágrimas. Verlos le desgarraba el corazón, lo mismo con respecto a Ann, que parecía igualmente turbada cuando entró en la habitación.

George saludó a su amiga sacudiendo tristemente la cabeza, cubierta con turbante, y con un abrazo. Jamás había visto a Ann tan pálida y afligida, como si la sangre la hubiese abandonado.

Mike fue el primero que rompió el silencio.

—¿Por qué me hacen esto? —susurró, con voz ronca—. ¡No fui yo! ¡Sabéis que no fui yo!

—¡Ellos no lo saben! —le recordó Ann, alterada por su ingenuidad.

Se acercó a Mikey y le apartó las manos de la cara. Pobre muchacho, parecía un animal apaleado lamiéndose las heridas en un rincón. Lo que él quería —esperaba— de ella eran unos besos de olvido y una disculpa. Tal vez no hubiese debido pegarle. No era así como solía ejercer de madre, y ambos lo sabían.

Pero bajo ninguna circunstancia podía tolerar el veneno que había sido vertido por su boca. Por ello dijo:

—Nunca vuelvas a decir una cosa así, ¿me oyes?

El labio superior de Mikey temblaba de forma tan patética que ella estuvo a punto de ablandarse. Pero él tenía que comprender que insultar no resolvía nada. El odio y los prejuicios sólo engendraban fanatismo. ¿Cómo no había podido transmitírselo? ¿Acaso ella no había aprendido la lección en su propia carne?

Le cogió la mano, sudorosa y mojada de lágrimas, y repitió:

—¿Me has oído?

Mike vio lo que ella estaba haciendo y acudió en su ayuda.

—Tu madre tiene razón, Mikey —dijo sombríamente—. Esta gente, piensa que yo soy malo. Tiran piedras al hombre que no es, Pero tienen razón al arrojarlas.

Se arrodilló frente al muchacho y prosiguió:

—No son malas personas, Mikey. Es buena gente. ¿Compre des, Mikey?

Ann se preguntó si su padre creía realmente lo que estaba diciendo. Ella misma no estaba segura de estar de acuerdo con sobre que los manifestantes tenían razón al arrojar piedras. ¿Una manifestación pacífica? Sí, con toda certeza podía estar de acuerdo con ello. Había sido una de las primeras personas en aplaudir y defender el derecho de su padre para manifestarse contra la compañía de baile.

Sin embargo, la violencia era un asunto completamente distinto. No podía imaginarse levantando la mano para pegar a otro ser humano… Salvo a Mikey. El sonido de su mano golpeando contra su mejilla resonaba en su mente. Al fin y al cabo, tal vez su forma de pensar no era tan diferente de la que tenía su padre. Quizás él era simplemente menos hipócrita.

Mikey asentía gravemente con la cabeza, mientras su abuelo le daba las explicaciones.

—Cuando nosotros llegamos a este país, todo el mundo nos decía cosas. Advenedizos…, sucios advenedizos. Gente asquerosa. Nosotros no somos asquerosos, Mikey. Los judíos tampoco. Como nosotros.

—Lo siento, abuelo —dijo Mikey, completamente avergonzado por haber reaccionado tan mal. Él no pensaba realmente que los judíos fuesen asquerosos. Ni siquiera sabía por qué había dicho lo que había dicho. Pero sin saber cómo, las palabras habían salido volando de su boca, y entonces era demasiado tarde para reprimirlas. Ahora su madre estaba furiosa con él, y probablemente el abuelo y George pensaban que era un estúpido.

¿Qué pasaría si los manifestantes le contaban al juez que el nieto de Mike Laszlo los había llamado sucios judíos? ¿Qué pasaría si lo utilizaban como una prueba más de que el abuelo era nazi? ¿Había metido al abuelo en más problemas de los que ya tenía?

No se había sentido tan desgraciado desde el día en que sus padres le habían comunicado que iban a separarse: por su culpa, estaba seguro. Si siempre se hubiese portado bien, hubiese hecho los deberes, se hubiese ido a la cama a la hora y ordenado su habitación, quizá no se habrían peleado tanto. Y habrían podido seguir casados. Al final su madre lo había convencido de que el divorcio no tenía nada que ver con él. Pero en esta ocasión, si el abuelo era expulsado de los Estados Unidos, él sería en parte culpable.

Ann vio el gesto airado y revelador en el rostro de su hijo y alargó los brazos para estrecharle en ellos. Pobre niño. Siempre lo delataba la cara.

Satisfecho por la tregua negociada entre madre e hijo, Mike se alejó para reunirse con George junto a la ventana. Unos pocos rezagados empedernidos estaban todavía en su terreno. Estaban rodeados por un cordón de policías que los sacaban de la propiedad de Mike hasta conducirlos a la parte más alejada de la acera. Su canto, apagado pero audible, entraba a través de la ventana rota.

«¡Nazi! ¡Asesino! ¡Nazi! ¡Asesino!».

Mike miró a Ann, que estaba intentando tranquilizar a Mikey mientras le secaba las lágrimas de las rojas mejillas.

—Es mi culpa —dijo él, en voz baja, como pensando en voz alta—. No habría debido traerlo.

Ann sacudió la cabeza. No era su culpa ni la de nadie. Además, todos ellos habían aprendido algunas dolorosas pero importantes cuestiones aquella tarde. Sospechó que iban a aprender muchas más antes de ser confrontados con el pasado.

—Me alegro de que lo hayas traído —le dijo a Mike, a la vez que intentaba esbozar una sonrisa—. En resumidas cuentas, has hecho bien.

Pero Mike no dio señal alguna de haberla oído. Suspiró profundamente y se puso a mirar al vacío, con un rostro impenetrable como una roca. Y fuera, seguía el canto: «¡Nazi! ¡Asesino! ¡Nazi! ¡Asesino!».