Otra noche trastornada por sueños que despertaban más preguntas de las que ella podía contestar. Ann se despertó antes de que sonase el despertador, exhausta y con los ojos pesados; encendió la televisión para conocer el estado del tiempo. El mundo fuera de las ventanas era oscuro y desalentador. Las previsiones no eran mucho más esperanzadoras. Frío y viento. Posibilidad de ráfagas de nieve. En conjunto un día inhóspito y poco acogedor, un día para acurrucarse en la cama con un buen libro, una taza de café y una caja de bombones.
Eh, ¿de dónde salían esas fantasías?, se preguntó mientras se metía debajo del bienvenido consuelo de una ducha caliente. Tal vez habría debido reflexionar más detenidamente sobre el hecho de cambiar de lugar de operaciones. En teoría, había parecido una gran idea aceptar la oferta de espacio de Harry Talbot. Aquella mañana, enfrentada a la realidad, se dio cuenta de lo mucho que iba a echar de menos el calor y la familiaridad de su despacho sin mencionar la ayuda de sus colegas.
Sin embargo, como Harry le había indicado astutamente, «Jones, Lehman & Talbot» dependían de lo que la gente se decía una a la otra y por consiguiente debía tener mucho cuidado con su reputación. «Talbot & Talbot», siendo uno de los bufetes más prestigiosos de Chicago, estaba protegido por su tamaño y categoría. Posiblemente a Ann no le gustaba su rama de la ley o las personas que representaba, pero podía contar con la ayuda —algunos habrían dicho ambición— de Harry Talbot para habérselas con cualquier adversario. Y, dado que en este caso era contra el Gobierno de los Estados Unidos, podía considerarse afortunada de tenerlo a su lado.
No obstante, el hecho de instalarse en su terreno no la llenaba de júbilo. Por ello no fue hasta primera hora de la tarde cuando finalmente se dirigió al piso diecinueve del edificio situado en La Salle Street donde estaba ubicado «Talbot & Talbot».
En «Talbot & Talbot» no se había escatimado para crear un ambiente que rezumaba poder y dinero. El objetivo era impresionar al posible cliente, y Harry Talbot había dado carta blanca a su decorador. David se había jactado ante Ann sobre el precio del material gráfico que colgaba en las zonas comunes y en las salas de conferencias. Los muebles, en su mayoría antigüedades inglesas o francesas, equivalían a una pequeña fortuna. El efecto global era el de un club masculino privado muy exclusivo, donde los miembros hablan en sordina sobre asuntos de la mayor importancia mientras los camareros se ajetrean discretamente apartados a la espera de sus órdenes.
La recepcionista iba elegantemente vestida, con perlas y un vestido azul de seda, y le dijo a Ann que podía pasar con un acento de la clase alta de Inglaterra. Ann sacudió la cabeza divertida mientras admiraba los cuadros del pasillo que conducía a los despachos de Harry Talbot, situados en una de las esquinas de la planta. ¿Habían importado a aquella mujer especialmente para este trabajo, o la había suministrado el interiorista, junto con la gruesa moqueta y el oneroso papel de la pared?
Seguía sin comprender cómo David había optado por trabajar en semejante entorno. ¿Cómo podía vivir consigo mismo, defendiendo a grandes compañías en lugar de a gente real, con problemas reales? Después de haberlo meditado, opinaba que había que pagar un precio muy alto por aquel nivel de lujo, pero lejos de sentirse ahogado por todo aquel boato, David afirmaba que se sentía perfectamente bien.
La mejor pregunta era: ¿Por qué se preocupaba? Sus buenos amigos le habían puesto de manifiesto que asomándose al pasado sólo conseguían no moverse hacia delante. Déjalo en paz, se dijo de forma apremiante. Ya no era asunto suyo preocuparse al respecto.
Ann supuso que era un buen consejo. Más fácil de dar que de seguir. Porque la pregunta seguía estando vigente: ¿Cómo se había convertido David en una persona diferente de la que había sido? A menos que siempre hubiese sido aquella persona y ella no lo hubiese visto. Pero surgió la misma pregunta: ¿Por qué se preocupaba?
Porque fue mi marido, pensó con un fatigoso suspiro. Porque quiero que la gente sea lo que parece que es. Porque no me gusta dejar los puzzles a medias.
El objeto de sus meditaciones estaba en aquel momento delante del bien surtido bar privado de su padre, mezclando una coctelera de martinis. Si bien normalmente era un hombre de vino y cerveza, cuando David bebía con Harry mostraba su solidaridad optando por martinis, la bebida preferida de Harry.
Oyó el suspiro de Ann incluso antes de que ésta apareciese por la puerta. Era un sonido que reconocía con facilidad, por haberlo escuchado a menudo durante su vida de matrimonio, especialmente al final, cuando parecía que ella tenía un interminable surtido de razones para exasperarse con él.
Sin embargo, recordó para sus adentros que aquello era su territorio. Él era del equipo de la casa, ella la visita. Por una vez no iba a hacerlo sentir como si hubiese cruzado las líneas enemigas. De hecho, le divertía bastante la ironía de la situación: La señorita Más-Santa-que-Tú yendo a rezar al templo de los infieles.
Y todo a causa de Mishka, que no había ocultado su opinión de que su hija hubiese podido hacer algo mejor que casarse con un Talbot. Curioso cómo las cosas daban la vuelta.
¿Sentía amargura? Suponía que sí —en cualquier caso, un poco. Su ex mujer era guapa, inteligente y sexy, y todavía soñaba a veces que hacía el amor con ella. Pero una parte de él la odiaba por no aceptar al hombre en el que se había convertido, el hombre que le gustaba ser. Otras personas —muchas otras personas— lo tenían en alta estima, tanto personal como profesionalmente. Sólo Ann parecía incapaz de hacer las paces con la dirección que había tomado su vida.
A pesar de todo, estaba de acuerdo con la decisión de su padre de que ella usase los recursos de «Talbot & Talbot», aunque sólo fuese por consideración a Mikey. Maldita cosa si su propio hijo era calificado de nieto de un nazi. El chico no merecía esta etiqueta e incumbía a los Talbot estar detrás de Ann para que ésta pudiese conseguir que su padre fuese absuelto. Porque, fuese o no culpable Mishka —y David habría apostado dinero a que no lo era—, si alguien podía ganar esta batalla, esta persona era Ann.
Estuvo a punto de decírselo cuando ella apareció en la puerta, con un aspecto cansado y ceñudo como él jamás le había visto. Pero el foco de rabia entre ellos era todavía demasiado profundo y fuerte, y él había aprendido de la amarga experiencia la necesidad de protegerse de su lengua mordaz… Por ello, cuando ella le lanzó un fortuito: «Hola, David», él se limitó a agitar una botella de ginebra en su dirección.
—Iba a llamarte —dijo él, mientras ella se dejaba caer pesadamente en el sofá de Harry—. Este fin de semana hay una exhibición de láser en el museo. He pensado que podría llevar a Mikey. ¿Tenéis algún plan?
—¿Para el fin de semana? —Dijo ella, que apenas podía pensaren el día siguiente—. No, está bien —concedió; sabiendo que Mikey estaría encantado de pasar un rato inesperado con su padre.
David agitó enérgicamente los martinis una última vez.
—¿Quieres un silverbullet?
Aun sabiendo que todavía le quedaban muchas horas de trabajo por delante, hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Rara vez bebía martinis; su peculiar encanto siempre se le había escapado. Pero años antes, cuando había empezado a frecuentar la casa de los Talbot, se había obligado a tolerarlos. Los martinis era lo que servía tradicionalmente el padre de David antes de la cena —a menos que existiese un motivo de celebración, en cuyo caso abría una botella de champaña.
Pensando que se adaptaría mejor si seguía sus costumbres, aprendió a sorber aquella mezcla seca y ligeramente amarga sin fruncir los labios. El gusto era acerbo e inflexible, muy parecido a Harry Talbot, por todos sus buenos y exquisitos modales y su afabilidad.
En una ocasión, David había descrito a su padre como el tipo de hombre que podía sonreír y estrechar la mano de uno, para luego apuñalarlo por la espalda cuando aquél bajaba la guardia. Era cierto que Harry siempre se había mostrado cortés con Ann, pero ésta siempre tenía un ojo alerta por si sacaba el cuchillo.
Harry tenía una presencia que intimidaba, y su mente, semejante a una trampa de acero, y sus palabras mordaces le habían valido la fama de ser un abogado que luchaba para ganar. Aunque pudiese parecer sorprendente, se llevaba bastante bien con el padre de ella. A lo largo de los años habían establecido una fácil camaradería que había sobrevivido a su divorcio. Ann nunca había comprendido qué era lo que encontraban en común para hablar, aparte de Mikey; y cuando los veía juntos siempre le hacían pensar en la extraña pareja del campesino y el aristócrata. Mike, tan desaliñado y curtido; Harry, la verdadera imagen de la gracia y la elegancia en el vestir, con sus trajes de Savile Row hechos a medida.
Ahora, cuando él apareció en la puerta, le recordó como siempre a un personaje de una novela de Louis Auchincloss, el venerable socio más antiguo del bufete. Aunque ya se acercaba a los setenta y cinco años, Harry no mostraba el mínimo interés por retirarse o siquiera moderar el ritmo de trabajo. Seguía siendo alto e iba siempre muy erguido; sólo su cabello completamente blanco hacía alusión a su verdadera edad.
—Hola, Harry —dijo ella, a la vez que se ponía de pie y le ofrecía una mejilla para que la besase.
Le llegó una ráfaga del olor de la colonia de Harry.
—¿Por fin hemos conseguido que te unas a nosotros? —Dijo Harry con suficiencia, mientras saludaba a su hijo con un gesto de la cabeza—. Después de todos estos años con tus melindres étnicos para trabajar aquí…, aquí estás.
Se acercó resueltamente al bar y miró con desprecio la bebida de David.
—¿Cómo puedes hacer un martini decente sin vermut dulce? —Le preguntó a su hijo—. Es cierto que a veces la manzana cae lejos del árbol.
Mientras Harry montaba el gran número de mezclar la coctelera de martinis, David dirigió unos ojos en blanco hacia Ann. Era una vieja discusión entre padre e hijo, y normalmente Ann habría replicado con algún gesto apropiadamente compasivo. Pero aquella tarde no tenía la paciencia para jugar a aquel juego.
—Ya nos han asignado juez: Sam Silver —anunció ella, ansiosa por oír la reacción de Harry. Por muy en desacuerdo que estuviese con su filosofía personal o profesional, valoraba el tino legal de Harry, sobre todo en lo tocante a la política de los tribunales. Después de cincuenta años ejerciendo el derecho en Chicago, podía citar de carretilla los nombres y prejuicios de los jueces locales como un niño enumerando las clasificaciones del béisbol.
Sin embargo, lo que tenía que decir en aquellos momentos no era esperanzador.
—Habrías tenido muchas más probabilidades con un jurado —declaró—. Habrías podido echar todo el teatro a tu bola negra en el tribunal. Y la idea de una hija defendiendo a su padre habría conmovido a más de uno. A Sam Silver no le va a conmover, puedes estar segura.
—¿Sam Silver? ¿Me estás tomando el pelo? —intervino inoportunamente David.
Ann lo ignoró y volvió su atención a Harry.
—Sólo sé de él que es un hombre justo.
Harry miró a Ann especulativamente. Hacían falta agallas para hacer lo que ella estaba haciendo, y admiraba su lealtad. Pero Ann estaba hecha de una materia fuerte. Era una buena chica y una abogada estupenda.
Asimismo, podría ser atractiva, si hiciese algo con su pelo, se maquillase y se comprase ropa decente. Antes era más guapa y más superficial. Desde el divorcio había perdido atractivo y se había vuelto más seria.
—Por supuesto, Sam es justo —concedió Harry; tomó un trago de su bebida No hay nadie mejor en el tribunal federal.
Ann miraba sin ver la caja de música que tenía delante de ella, una de las preferidas de Harry de entre las de su colección. Tenía grabados unos vistosos y antiguos motivos americanos y su superficie estaba adornada con caballos de carreras haciendo cabriolas. Finalmente, levantó la cabeza y dijo:
—No me preocupa que sea judío. Me preocupa que sea justo.
—Claro. A mí me preocupa que sea justo. Y en este caso me preocupa que sea judío —replicó Harry con calma, a la vez que se maravillaba de la ingenuidad de ella.
—Sin duda será doblemente objetivo. Tendrá que serlo —intervino David.
Harry ignoró a su hijo y se dirigió a Ann.
—¿Crees que puedes declarar que hubo objetivismo y conseguir que su veredicto sea anulado? Tal vez. Pero es peligroso.
Ella parpadeó sorprendida.
—No se me había ocurrido —admitió. Tampoco era su estilo de ejercer el derecho. Ella pretendía ganar el caso con méritos, no con trucos legales.
—No tienes nada que hacer, ¿lo sabes, verdad? —preguntó Harry, para luego acercarse y poner una mano sobre el hombro de ella—. ¿Sabes realmente lo que es Holocausto? Es la vaca sagrada del mundo. Esta gente, los supervivientes del Holocausto, tiene una aureola alrededor de su cabeza. Son santos seculares, esto es lo que son. No te iría mal consultar con la madre Teresa.
Él sabía que eran unas palabras crueles, pero ella necesitaba una gran dosis de realidad. Era evidente que no hacían mella en ella, eran fantasías y cuentos sobre el poder de la verdad y la justicia. Pero la verdad podía ser interpretada —o malinterpretada— de cantidad de maneras. Por desgracia, era una lección que no se podía aprender en la Facultad de Derecho. A veces había que aprenderla a las malas. Y en ocasiones, si uno era lo bastante inteligente como para mantener los oídos y los ojos abiertos, se descubría sin recibir un puntapié en el culo.
Ann seguía mirando resueltamente la caja de música, y sus labios apretados le dijeron a él que no le había gustado mucho su discurso. Sin duda estaba enfadada por su franqueza. La gente no apreciaba la franqueza porque le tenía miedo. Quería que sus circunstancias pareciesen y sonasen hermosas: como las cajas de música. Pero aquellos caballitos, a pesar de su elaborado detalle, no harían otra cosa que correr en círculo. Y cuando apretaba el botón para conectar la música, como hizo en aquel momento, el sonido era cascado, no era verdadero.
—¿Cómo está mi nieto?
—Bien —dijo ella, escuetamente.
Mientras, pensaba que hubiese sido preferible no acudir a Harry con su problema. El caso de su padre no tenía nada que ver con el Holocausto o con supervivientes. Tenía que ver con fallos burocráticos y confusión de identidad —y con la larga mano de un gobierno extranjero que intentaba arruinar la vida de un ex ciudadano.
—¿Bien? Esto es lo único que siempre dices de él. ¿Se manosea? ¿Has encontrado fotografías pornográficas en su cartera? —dijo Harry, y lanzó una risita.
—¿Fotografías pornográficas? Mikey tiene once años. No le miro la cartera —replicó ella.
—Bien, pues mira —le sugirió Harry, encogiéndose de hombros en su abrigo. Se dirigió hacia la puerta, dando al pasar una palmada en el hombro de David—. Por cierto —dijo de forma despreocupada—. ¿Mishka no hizo todo aquello, verdad?
Desapareció antes de que ella tuviese la oportunidad de abrir la boca.
* * *
Dos grandes cajas de cartón llenas de carpetas de papel de Manila la esperaban en el despacho casi vacío que iba a ser durante un tiempo su cuartel general en «Talbot & Talbot». Aparentemente, alguna secretaria deseosa de ayudar había emprendido la tarea de desempaquetar las cajas, para luego dejarlo a medio camino, sin duda intimidada por el trabajo que suponía. También le habían dejado un montón de cuadernos de notas, de hojas legales amarillas, dos paquetes de bolígrafos y un cubilete con lápices afilados. Un teléfono, una lámpara y una enorme papelera completaban la decoración.
El ocupante anterior —probablemente un joven abogado que sin duda había visto la puesta del sol a través de la ventana más veces de las que él o ella pudiese calcular—, había dejado detrás un par de pósters y, en la parte posterior de la puerta, una diana de dardos. Ann no pudo a menos preguntarse si no habría bendecido el lugar de honor una fotografía de Harry Talbot. Era famoso por tratar a sus subordinados como infantes de Marina de cabeza rapada del grupo limpiabotas. Los hombres y las mujeres que se habían convertido en socios de «Talbot & Talbot» se habían ganado sus galones con el sudor de su frente. Las vibraciones de la habitación hablaban de muchas horas extra y de muchas angustias mentales.
Una verdadera montaña de documentos gubernamentales se apilaba sobre el escritorio, a la espera del detenido examen de Ann. Acercó la silla y miró una pila de carpetas, marcadas con: Gobierno de los Estados Unidos — Oficina de Investigaciones Especiales. Otra carpeta decía: Departamento de Justicia de los Estados Unidos contra Michael J. Laszlo.
Se preguntó por dónde empezar, abrumada por el gran volumen de material. Se debía haber trabajado mucho y duro para recoger y compilar todos aquellos datos. Por desgracia, la suma total había conducido a los investigadores del Gobierno en una dirección equivocada. Ahora, gracias a su estupidez, ella tenía por delante el trabajo de escudriñar todas aquellas historias de horror, todas las cuales representaban a su padre en el papel principal. ¿Y para eso pagaba ella una cantidad nada insignificante de impuestos cada mes de abril?
La pálida luz de última hora de la tarde se iba desvaneciendo de prisa y ella encendió la lámpara situada sobre el escritorio. Se dijo que ya era hora de que se pusiese en acción. De encontrar las pistas que habían llevado al Gobierno a conclusiones erróneas, para luego seguir su trayectoria hasta llevarlos al hombre que realmente era culpable de perpetrar aquellos crímenes.
Con un bolígrafo en la mano, abrió la primera carpeta y empezó a leer el caso contra Michael J. Laszlo. Al llegar a la tercera página, sintiéndose ligeramente mareada, se reclinó contra la silla y respiró profundamente varias veces antes de proseguir. Se volvió y miró por la ventana, sin ver ni la penumbra gris, ni las luces de las ventanas del otro lado de la calle.
El afidávit inicial, el recibido por su padre, había utilizado frases como «crímenes contra la Humanidad» y «desmedidos actos de violencia y sadismo». Por muy feas que fuesen aquellas palabras, eran conceptos abstractos que ella había alejado de sí, segura de que no tenían nada que ver con su padre o con cualquiera que ella conociese.
Ahora estaba descubriendo lo que se quería decir realmente con aquellas frases. Los cuadernos estaban llenos de declaraciones juradas de víctimas o testigos oculares que no economizaban sus descripciones de brutalidad, como ella jamás había imaginado. ¿Por qué no la habían avisado? ¿Por qué nadie le había dicho que tuviese cuidado, que era una cosa muy fuerte aquélla con la que iba a enfrentarse?
Se obligó a seguir leyendo los cuadernos, a seguir tomando notas. Para papá, se dijo.
Harry había llamado «supervivientes del Holocausto» a los hombres y mujeres que habían ofrecido aquellos testimonios que desgarraban el alma. ¿Pero qué sabía ella en realidad del Holocausto, más allá de lo que había aprendido en el colegio sobre Hitler y su plan para exterminar a los judíos? Los nazis eran una aberración terrible y enfermiza; el genocidio y los campos de concentración demasiados horribles para ser contemplados y era preferible dejarlos lejos de la memoria.
Salvo que estos supervivientes no podían olvidar. Incluso ahora, después de más de cuarenta y cinco años, declaraban para poner de manifiesto con horribles detalles todas las humillaciones grotescas, todos los actos sádicos y asesinos. Al leer sus declaraciones, Ann sintió como si estuviese asomada al borde, contemplando la boca del infierno. Porque, de cierto, los incidentes que describían no podían haber tenido lugar en el mundo que ella conocía. Era sencillo, la gente no trataba a los demás con aquella flagrante falta de humanidad. Sólo los monstruos eran capaces de cometer semejantes actos.
Su padre no era un monstruo. Era un hombre encantador y afable. Lo peor que se podía decir de él era que tenía un genio que de vez en cuando le sacaba de sus casillas, y en ocasiones podía ser crudo y todo menos diplomático. Sin embargo, lo mismo podía aplicarse a Harry Talbot, pero eso no los convertía a ninguno de los dos en colaboradores nazis, que saludaban «Heil Hitler» y torturaban a los judíos.
No obstante, las voces de aquellos ancianos y ancianas eran demasiado convincentes para ignorarlas. Perdiendo la noción del tiempo y del lugar, se sumergió en sus recuerdos. Y emergió mucho después, sufriendo y llorando por su dolor. Era lógico que después de tantos años siguiesen sedientos de retribución. Un demonio como aquél no podía quedar sin castigo.
Sin embargo a nadie le servía que se castigase al hombre que no era. Esto sólo empeora las cosas, escribió en letras mayúsculas. El hombre inocente se convierte en la víctima de las víctimas.
Estaba empezando a tomar forma la estructura de la defensa de su padre.
Mientras tomaba un sorbo de café templado, pasó a la página siguiente y vio lo que parecía ser la fotocopia de una especie de tarjeta de identidad. La fotografía de la tarjeta estaba borrosa, poco nítida, pero a pesar de ello pudo discernir el rostro de un hombre que miraba resueltamente al ojo de la cámara.
Examinó la página con más atención, descifrando despacio las palabras húngaras, diciéndolas en voz alta para asegurarse de que las leía correctamente. A continuación acercó todavía más la mirada y el caso se estrelló a su alrededor.
* * *
La hora de ocio estaba en su apogeo en el «Pewter Mug», el pub cordial y de servicio mínimo escogido por los abogados y los financieros de la ciudad, Ayudantes del fiscal del distrito, defensores públicos y atildados socios de bufetes, formaban grupos de dos o tres junto a comerciantes e inversionistas ante el buffet libre, sirviéndose ellos mismos albondiguillas suecas y alas de pollo picantes que, en caso necesario, podían pasar por la cena.
Las especialidades de la casa eran jarras de cerveza helada y peligrosas margaritas, y el bar situado frente a la sala, donde sólo se podía estar de pie, hacía su agosto. La mayoría de los asientos situados en compartimientos similares a los de un tren también había sido tomada, pero Ann logro encontrar un sitio un sitio yendo por detrás. Se dejó caer agradecida en el rincón oscuro y pidió un vaso de vino.
A pesar de lo tarde que era, todavía no podía irse a casa. Con aquel áspero gusto de angustia en la boca y los ojos doloridos por unas lágrimas no vertidas, no era capaz de enfrentarse ni a su padre ni a Mikey. Estaba contemplando taciturnamente el interior de su vaso, absorta en sus pensamientos cuando, de repente, vio que Jack Burke estaba de pie junto a ella.
—¿Puedo invitarla a una copa? —preguntó él, a la espera de ser invitado a sentarse.
—No —dijo ella, cortante, en la esperanza de que desapareciese por donde había llegado.
Jack fingió una sorpresa herida.
—¿Cómo? ¿Ni siquiera: «No, gracias»? ¿Sólo «No»?
—He dicho no —repitió ella, furiosa con él porque no respetaba su intimidad.
—Ya veo. Ha recibido mi paquete —dijo él, a la vez que se sentaba frente a ella y levantaba un dedo para llamar la atención de la camarera—. Yo voy a tomar una copa. Y usted parece necesitar otra.
Aunque hubiese estado muriéndose de sed en el desierto, la última persona de la Tierra de quien hubiese aceptado una copa habría sido Jack Burke. Había admitido clara y llanamente que tenía la intención de destruir a su padre y de arruinar la felicidad y el honor familiares. Y ahora había tenido la maldita caradura de sentarse allí, sonriendo afectadamente, como si esperase que ella le agradeciese el privilegio de su compañía.
Pero dado que él le había impuesto su presencia, pensó que debía sacar partido a la circunstancia. Haciendo acopio de la energía que le quedaba, si le quedaba alguna, con toda la calma de que fue capaz, dijo:
—Se han equivocado de hombre.
Jack levantó una ceja, escéptico.
—¿No le parece que es el perfecto camuflaje? Uno educa a unos niños buenos y completamente norteamericanos, y evita cualquier sombra de sospecha. Usted es su mejor coartada.
Ella estaba a punto de decirle que estaba lleno de mierda cuando apareció la camarera con las bebidas. Ann miró la suya, le hacía mucha falta, pero no quería aceptar ningún favor de Burke.
Él vio su reticencia y experimentó cierta simpatía por ella. Por muchos pecados que hubiese cometido su padre, ella era inocente.
Aquellos expedientes debían de haberla destrozado cuando los leyó. Apostó que no le iría nada mal un hombro fuerte sobre el que llorar.
Bajo otras circunstancias no le hubiera importado ofrecerle el suyo.
Por otra parte, seguía afirmando que su padre era inocente. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que ella dejase de mentirse a sí misma y se enfrentase a la verdad? Decidió darle un empujón en esa dirección y señaló el vaso de ella, instándola:
—Vamos, beba. Uno no descubre cada día que su padre es un monstruo.
Ann comprendió de repente lo mucho que la ira podía inducir a las personas a matar. La estaba insultando. Estaba disfrutando con su dolor. Aquel hombre estaba enfermo. Tal vez por esto se pasaba la vida persiguiendo a otros psicópatas. Buscaba personas afines a él. Ella, sin embargo, no tenía semejante necesidad enfermiza. Echó sobre la mesa el dinero para sus bebidas, cogió abrigo y bolso y se levantó para marcharse.
Jack no tenía intención de dejarla marchar. Quería hablar con ella allí, fuera del tribunal, en terreno neutral. Se había informado sobre ella a través de sus amigos abogados de Chicago, y todos habían coincidido: Era inteligente, honesta y una adversaria formidable. Jack la quería de su parte; quería que ella comprendiese que no podía admitir las mentiras de su padre. Porque con ello se volvería culpable del mismo fraude.
En la esperanza de lograr que se quedase, aunque sólo fuese cinco minutos más, alargó el brazo por encima de la mesa. Ella lo apartó con brusquedad, como si sus dedos estuviesen contaminados con veneno mortal.
—Tal vez la violencia sea cosa de familia —lanzó él.
—¡Váyase a la mierda! —le espetó ella.
—Yo no diría eso —replicó Jack, mientras lamentaba su simpatía previa Siempre quiere estar por encima, ¿verdad?
Llevada al límite del control sobre sí misma, Ann se abalanzó sobre él con la pizca de energía que le había quedado. Pero Burke fue más rápido. La agarró por el brazo y apretó fuertemente.
—Cuando lo vea esta noche, piense en el fraude que hizo con los telegramas ¿Supongo que se acuerda de esta parte? —dijo él con desprecio y los ojos brillantes de odio.
Ann luchó por respirar e hizo un esfuerzo para no desmoronarse. Esto vendría luego, cuando estuviese sola. En aquellos momentos, todo lo que deseaba era alejarse de aquel veneno. Se desprendía de su mano y se apresuró a salir de la sala sin mirar atrás.
La próxima vez que volviesen a encontrarse, en la sala del tribunal, estaría mejor preparada para contraatacar.
* * *
No obstante, apenas estuvo a salvo dentro de su coche, Ann se dejó ir y se puso a llorar. Las lágrimas resbalaron por sus mejillas hasta que notó la sal en sus labios. Lloraba por las víctimas del Holocausto cuyas historias había leído aquel día y nunca olvidaría. Lloró por su padre y por lo que Jack Burke decía sobre él. Asimismo derramó unas pocas lágrimas por ella, porque si bien no era dada a compadecerse de sí misma, aquella noche sentía mucha lástima de sí misma.
Estaba agotada, sola y desesperadamente necesitada de alguien en quien poder confiar, y no se le ocurrió una sola persona con quien poder compartir su carga. Su padre no, por supuesto. Tampoco Karchy, que le habría dicho que había perdido el juicio si siquiera sospechaba que quizá…, sólo quizá…, papá era culpable.
¡No! ¡Imposible! Burke jugaba con ella a los trucos mentales. Como cualquier agudo abogado, se aprovechaba de su vulnerabilidad y agitaba sus barbas ante ella como si fuesen tantos dardos envenenados. Era una vergüenza permitir quedarse indefensa. Tenía que ser más fuerte, más resuelta, si pretendía ganar aquella batalla. Él había demostrado ser un adversario formidable; armado y peligroso.
También ella podía ser peligrosa, sobre todo cuando protegía algo suyo. Porque tanto si su padre era culpable como inocente —y en aquel momento no estaba segura de lo que habría votado—, era su padre y su cliente. No estaba dispuesta a que Jack Burke o cualquier otra persona arruinase la vida de él.
O, para el caso, la vida de ella. Mientras aparcaba en la entrada de su casa, se miró el rostro en el espejo retrovisor y lo que le devolvió la imagen fue un desastre. Pero todavía peor del aspecto que tenía, era cómo se sentía: como si le hubiesen dado un puñetazo en las tripas y la hubiesen dejado sin aliento. Y su instinto le dijo que todavía iba a ser peor.
Mientras abría la puerta, le llegaron los familiares sonidos y aromas de la casa como una caliente y acariciadora manta a la que deseó agarrarse para acurrucarse en ella. Pero no podía permitirse este consuelo hasta que hubiese confrontado a su padre con lo que había descubierto lo día.
Necesitaba sus respuestas a algunas de las preguntas que se había estado formulando toda la tarde. Temía lo que tenía por delante, temía la mirada del rostro del rostro de él cuando le preguntase si había hecho aquellas cosas, si se trataba de él. Pero si quería defender adecuadamente, si quería vivir consigo misma, y con su conciencia, no tenía elección.
Fue en busca de Mike y lo encontró con su amigo Pete, ambos tumbados en el suelo de la sala de estar, absortos en el «Nintendo». En los pocos momentos que tardó él en advertir su presencia, ella lo miró, miró a su fiero guerrero del vídeo.
Estaba creciendo tan de prisa que los tejanos que le habían comprado en noviembre ya le quedaban demasiado cortos. En cualquier momento sería un adolescente. ¿En qué se convertiría entonces? ¿Perdería su dulzura y empezaría a enfrentarse a ella porque era el enemigo adulto? Cuando miraba a Mikey no lamentaba en absoluto haber estado casada con David. Si habían podido crear un chico así —tan dulce, tenaz e inteligente—, su unión debió de haber sido justa.
Mikey volvió al mundo real con un gruñido de satisfacción y apartó la mirada de la pantalla. Con unos ojos inocentes abiertos de par en par, lanzó a su madre la más encantadora de sus sonrisas. Ella comprendió inmediatamente su estrategia; su intento de desviar la inevitable bronca porque había roto el acuerdo de no jugar con los videojuegos antes de la cena. Sin embargo, aquella noche ella estaba demasiado preocupada para que le importase.
—¿Dónde está el abuelo? —preguntó.
Mikey examinó a su madre más detenidamente y se dio cuenta de que algo andaba mal. Tenía los ojos rojos e hinchados, y estaba tiznada de negro debajo de aquéllos y en las mejillas. Además su rostro tenía una expresión extraña, como si estuviese a punto de llorar y estuviese haciendo un gran esfuerzo para evitarlo.
—Está en la cocina —dijo él, nervioso.
¿Por qué no lo reñía por el «Nintendo»? Le daba miedo que las cosas no sucediesen como se suponía debían suceder, porque esto fue lo que ocurrió antes de que sus padres se divorciasen.
Habían estado tan ocupados gritándose mutuamente que habían dejado de llamarle la atención para que recogiese sus juguetes o se fuera a la cama a la hora.
—Es mejor que me vaya, Mikey —anunció Pete.
Mikey pensó que su madre invitaría a Pete a cenar, pero ella se limitó a dar media vuelta y encaminarse hacia la cocina. Cómo está el patio, pensó. Si a él se le ocurría olvidarse de despedirse de alguno de sus invitados, ella se ponía furiosa con él por ser mal educado. Y allí estaba ella, marchándose sin haberle dirigido una sola palabra a Pete.
Oh, sí, decidió, y un hormigueo de tensión recorrió sus manos. Estaba claro que estaba a punto de pasar algo malo. Estaba casi seguro de que tenía que ver con las mentiras que la gente contaba sobre el abuelo. Deseó que su madre lo dejase ir a hablar con el juez. Porque habría comparecido ante el tribunal y explicado que tenía el mejor abuelo del mundo entero, ¡y que esos comunistas de Hungría que odiaban al abuelo podían irse al cuerno!
* * *
A Mike le gustaba hacer chuletas de cerdo. Las condimentaba con mucho páprika, sal de ajo, pimienta y cebollas, las asaba en el horno por espacio de una hora, y las rociaba cuando pensaba en ello con el primer vino o cerveza que encontraba. Su receta era simple, deliciosa, y nunca fallaba, a menos que las chuletas se asasen demasiado y se volviesen duras, como había ocurrido aquella noche porque Ann se había retrasado. Ya había apagado dos veces el fuego para el agua de los tallarines e incluso había cortado los pepinos para la ensalada, un trabajo que por regla general hacía Ann. En aquel momento estaba removiendo impacientemente lo que quedaba de la salsa bajo las chuletas.
Mientras cogía más vino para salvar las chuletas, vio a Ann en la puerta. Toda la frustración reprimida de un padre preocupado cayó sobre ella.
—¿Dónde demonios estabas? —explotó—. Se me han quemado las chuletas de cerdo. Mira…
Mike se interrumpió a media frase y miró con curiosidad a su hija, que estaba pálida y parecía enferma, como si hubiese visto un fantasma.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Ann sacudió negativamente la cabeza, pero él la conocía demasiado para creerla. Ella siempre había ocultado sus sentimientos, lo cual le obligaba a él a adivinar cuándo estaba enferma o asustada. Karchy contaba su vida y milagros como una anciana deseosa de hablar sobre sus problemas. Pero Ann se guardaba los problemas para sí, hasta que él tenía que rogarle que le contase lo que sucedía. Entonces todo lo que ella decía era lo que dijo en aquel momento.
—Nada.
A pesar de que no tenía apetito y en consideración a Mikey, se sentó a la mesa para cenar. Incluso logró comer unos bocados; sólo para tranquilizar a su hijo, que no dejó de lanzarle miradas preocupadas durante toda la cena. A veces se olvidaba de lo sensible que era él a sus estados de ánimo. ¿Había ella armonizado tanto con su padre? Quizá con sus enfados, que sólo habían surgido de forma esporádica. Aparte de esto, había dado por sentado que su padre estaba allí para que se contase con él, y cualquier cosa que hubiese podido sentir él —soledad, pesar, desilusión— no había sido de su incumbencia.
Ahora, sin embargo, las partes ocultas y secretas de su alma eran muy de su incumbencia, y la confrontación que los esperaba se cernía sobre ella como una tormenta a la espera de estallar. Entretanto, llevó a cabo todos los rituales de la cena como un autómata. Pasó los tallarines, recordó a Mikey que no debía hablar con la boca llena, fingió escucharlo cuando se puso a hablar rápida y largamente sobre las próximas pruebas de baloncesto del colegio.
Se le desgarraba el corazón viendo lo excitado que estaba al tener de nuevo otro hombre en la casa. Él explicaba a Mike lleno de entusiasmo las posibilidades que tenía de ser escogido para el primer equipo. Pobre chico. Había carecido mucho de esto cuando ella y David se separaron. Lo último que necesitaba era más confusión en su vida. Como madre, se suponía que debía protegerlo de todo dolor. En los últimos tiempos, tenía la sensación de no tener ninguna capacidad para ello. La lógica le decía que ella no era responsable, pero su culpabilidad la llevó a servirle una cucharada más de helado antes de mandarlo a hacer los deberes.
Su melancolía era contagiosa. Mike la evitó el resto de la velada y Mikey ya estaba en la cama medio dormido cuando ella fue a darle el beso de buenas noches. Envidió su capacidad para desconectarse apenas apoyaba la cabeza en la almohada. A pesar de lo cansada que estaba, tenía los nervios demasiado en punta para conciliar el sueño. Así que abrió una botella de vino, cogió un jersey y se tumbó en el sofá del porche acristalado situado en la parte posterior de la casa.
No había resultado barato adaptar el porche para el invierno, pero había sido un dinero bien empleado. Aquella noche, una luna casi llena iluminaba el cielo nocturno. Mientras contemplaba el césped cubierto de nieve y más allá el lago, recordó lo que le gustaba el invierno. En noches como aquélla, uno casi podía olvidarse del frío y del hielo y pensar en cambio en volver a casa con las mejillas sonrosadas y unas manos estremecidas por el frío después de una tarde patinando o deslizándose en trineo, para acurrucarse delante de un fuego abrasador y beber chocolate caliente o sidra caliente con especias.
No es que tuviese ya muchas oportunidades para los deportes de invierno, pero la imagen resultaba acogedora y reconfortante.
El vino, calentando su interior y entumeciendo las asperezas de su confusión, también ayudaba. Lo bebió despacio, saboreando el sabor ligeramente picante en su lengua y prometiéndose que pararía antes de llegar a embriagarse.
—¿Anni?
El voluminoso cuerpo de Mike apareció en las sombras junto a ella. Ann cambió las piernas de sitio a fin dejarle espacio en sofá. Pero él, en lugar de sentarse, se acercó a la ventana, y fingió contemplar el paisaje. Todavía dándole la espalda, dijo en voz baja:
—Mañana me iré a casa.
A ella no le sorprendió esta sugerencia. También ella había considerado esta posibilidad. Pero sacudió la cabeza.
—No puedes. No es prudente.
Mike se encogió de hombros y se volvió hacia ella.
—Sólo a recoger ropa, traerla aquí. Y encontrarme con George, darle lo que quiere.
Oyó cómo su hija contenía la respiración cuando fue a sentarse junto a ella. Estudió su rostro, pero las sombras ocultaban su expresión. Como ella no hablaba, él le recordó:
—Siempre sé cuándo te pasa algo, aunque tú no me lo digas.
—¿Cómo te sentirías si tuviésemos un juez judío? —preguntó ella, con la boca seca a causa del nerviosismo.
Mike se tomó tiempo para contestar.
—¿Crees que es bueno? Extraño, seguro.
—Es muy justo. Es un buen juez.
Él presintió que ella lo estaba poniendo a prueba. Así estábamos. Había sabido que lo haría tarde o temprano, y le perdonó su falta de confianza en él.
—Si así lo crees, está bien.
Ann se levantó y se alejó del sofá. En aquellos momentos necesitaba distanciarse, para hacerle las preguntas fuertes. Ahora le tocó a ella ocultar su rostro, de forma que él no viese lo asustada que estaba ante lo que él pudiese decir.
—¿Por qué nunca hemos tenido amigos judíos?
—¿Dónde íbamos a encontrarlos? —exclamó Mike—. A nuestros amigos, los veíamos en la iglesia en el West Side. Los judíos viven en otra parte. En la fábrica tenía amigos judíos.
Ella consideró su observación, como un geólogo estudiando los estratos de la formación de una roca. Lo que yacía en la superficie decía sólo la mitad de la historia.
—¿Por qué nunca los invitaste a casa? —le preguntó.
—Ellos no me invitaban a mí a su casa —puso él de manifiesto, con una lógica fácil—. Los amigos de la fábrica, los amigos que uno tiene en la fábrica, se ven en el bar después del trabajo, eso es todo.
Sí, tenía sentido. Ella tenía amigos…, otros abogados…, con quien había ido a menudo a comer y a cenar, sin por ello haberlos invitado nunca a casa. Por supuesto, ello no tenía nada que ver con su religión. No habría podido decir si eran judíos, católicos o protestantes.
—En la Universidad, ¿saliste con muchachos judíos? —preguntó Mike.
Ella movió la cabeza.
—No.
—¿Cómo es eso?
—No lo sé —dijo ella, en voz baja.
Mike se inclinó hacia delante.
—¿Te dije yo que no salieses con ningún chico judío?
—No.
—¿Entonces, por qué? Saliste con otros muchos chicos.
Los pensamientos de ella retrocedieron a sus años de universidad, a las muchas noches en que ella y sus compañeras de dormitorio habían permanecido despiertas hasta la madrugada, hablando de chicos, sexo, política, religión. Abarcaban un amplio abanico de creencias teológicas; había incluso una muchacha que se decía budista. ¿Pero y los hombres con los que había salido? No podía recordar a ninguno que fuese judío. ¿Coincidencia? ¿O los había evitado deliberadamente, gracias a algún mensaje implícito de Mike?
—Háblame sobre la Sección Especial, papá —dijo ella.
—¿La Sección Especial?
—Sí, papá —lo apremió ella, sin atreverse a mirarlo a la cara—. En los gendarmes había una Sección Especial.
—Ya —dijo Mike, a la vez que examinaba sus rudas manos de obrero—. Nadie sabía mucho sobre ella. Cuántos eran. Quién estaba dentro. —Se levantó despacio para quedarse de pie a la altura de ella—. Eran asesinos de judíos —explicó—. Al estilo de los comandos de las SS Einsatz. Yo no tuve nada que ver con ellos. Yo trabajaba en la oficina.
—Tienen una fotocopia de un carnet de la Sección Especial, con tu fotografía y tu firma —dijo ella, mirándolo a la cara.
De la garganta de Mike surgió un sonido bajo, semejante a un gruñido.
—¡No es posible! —Y volvió la cabeza, avergonzado de que ella le viese llorar—. Yo no tenía nada que ver con ellos —protestó, con voz ronca. ¿Cómo pueden tener ese carnet? ¡No es posible!
Su angustia era tan auténtica que ella se ablandó.
—No tienen el carnet —dijo, a la vez que le tocaba el brazo—. Tienen una fotocopia.
—¿Una fotocopia?
Ella asintió con la cabeza, mientras escudriñaba su cara en busca de la verdad.
—¿Dónde lo han conseguido? —preguntó Mike, con recelo.
—Se lo ha proporcionado el Gobierno húngaro.
—¿Por qué no les han dado el carnet original? ¿Por qué una fotocopia si tienen el original?
Era precisamente esto lo que hacía que ella se estuviese devanando los sesos en un intento de descifrarlo.
—No lo sé —admitió.
—¡Yo lo sé! —anunció Mike—. ¡Es falso! Han puesto mi fotografía de gendarme y mi firma en un carnet falso. —Y sonrió triunfalmente ante la claridad de su lógica.
Si fuese así de fácil zanjar la cuestión. Sin embargo, los documentos contenían páginas y páginas de condenadas pruebas.
—Tienen testigos, papá, que te han identificado —dijo ella, despacio, mientras se odiaba por tener que decírselo—. Asesinatos… fusilamientos…
—¡Tonterías! Se lo han dicho los comunistas, será mejor que los identifiques. —Y se quedó mirando fijamente a su hija, retándola a contradecirlo.
Sin embargo, cuando lo que ella quería desesperadamente era creerlo, no iba a llamarlo mentiroso. Cansada de jugar al abogado del diablo, preguntó:
—¿No había ningún documento? Tiene que haber algún documento sobre tu asignación como secretario.
—Te dirán que no lo tienen…, que se perdieron con las bombas. Los norteamericanos lanzaron bombas en la guerra. Yo soy norteamericano, y no puedo probar nada porque los norteamericanos lanzaron bombas. ¿Curioso, verdad? —dijo él, con una triste sonrisa.
La única respuesta de ella fue un sollozo medio ahogado.
—Estás preocupada.
—Sí —murmuró ella, cediendo por fin, deseando volver a ser una niña pequeña, para que papá la cogiese en sus brazos y le prometiese que todo iría bien.
—¿Estás preocupada por mí, Anni, o estás preocupada por el proceso? —preguntó cariñosamente, mientras con la palma de la mano le cogía la barbilla.
—Me pone enferma, papá —declaró ella, con una voz cargada de emoción—. Cogían a aquella gente…, mujeres, niños… Los alineaban en la orilla del río…
—Por esto vine a América, Anni.
Hace que me avergüence de ser… húngara, papá —dijo ella, expresando lo que sintiese desde que había abierto las carpetas una horas antes y descubierto que no había que buscar muy lejos para encontrar el infierno de Dante.
—Tú no eres húngara, Anni —dijo él, a la vez que la rodeaba con un brazo—. Tú eres norteamericana, Anni. Somos norteamericanos. Huimos… de todo aquello.
Esto le había dicho todos aquellos años. Pero también le había dicho que la nacionalidad no es algo de lo que uno pueda desprenderse, como de un vestido aborrecido. ¿Acaso no la había educado en la creencia de que en su alma era tanto húngara como norteamericana, cuyos derechos estaban protegidos por la Constitución?
En aquellos momentos, aunque odiándose por ello, no pudo dejar de preguntarse si la dulce y tranquilizadora promesa de democracia no lo había adormecido en la creencia de que el pasado era meramente un mal sueño. ¿Qué oscuros recuerdos y horrores había dejado atrás su familia cuando se fue a América? ¿Pero quería ella realmente que esta pregunta le fuese contestada?