Capítulo V

El lema de George era: «Espera lo peor, y nunca te sentirás decepcionado». Generalmente, Ann no estaba de acuerdo con esta forma negativa de pensar. Pero aquella tarde comprendió la sabiduría de la filosofía de su amiga. Habiendo esperado lo peor después de un día desastroso, se sorprendió agradablemente cuando la tarde dio un giro favorable.

Su padre y Mikey decidieron hacerse cargo de la cena. Así fue informada cuando los encontró en la cocina, conspirando en susurros sobre un bol de palomitas de maíz. Ella no haría más que molestar, así que le sugerían amablemente que desapareciese mientras ellos creaban su obra maestra gastrónoma húngara.

Ann sabía que al final tendría que pagar, cuando le dejasen un fregadero lleno de cacerolas y sartenes para fregar. Pero ambos parecían tan contentos y decididos, que no fue capaz de poner fin a su entusiasmo. Además, la perspectiva de un par de horas de paz y tranquilidad era demasiado tentadora para resistirse a ella. Así que se dirigió a su habitación, llamó al despacho para comprobar que no estaba amenazando ninguna crisis y se metió en la bañera para un largo y relajante baño.

La cena fue deliciosa: pollo al páprika, hecho a la perfección, meloso y de un marrón dorado, y las patatas preferidas de Mike, cortadas a dados, empapadas de páprika y ajo y rehogadas con cebollas. Después de la muerte de Ilona, Mike había aprendido a cocinar de las vecinas, que le enseñaron a hacer los platos básicos que más le gustaban de la cocina húngara.

A lo largo de los años había ampliado su repertorio, aprendiendo con Ann cuando ésta fue lo bastante mayor como para permitírsele el uso de la cocina. Últimamente, rara vez se preocupaba de hacer el esfuerzo, pero cuando estaba de humor, podía incluso preparar una comida digna de ser esperada.

Cuando la llamaron para cenar, la mesa del comedor ya estaba puesta y Mikey de pie junto a su silla, radiante de entusiasmo. Ann abrió una botella de vino para beber con la cena y sirvió a Mikey medio vaso, lo que se le permitía siempre en las fiestas familiares. Por alguna razón, aquella noche parecía reunir las condiciones de una velada especial que, aunque no estaba segura de lo que estaban celebrando, sabía que recordaría durante mucho tiempo. Espíritu de familia, quizá. Solidaridad familiar. Su mutuo amor. La confianza de su padre en su habilidad para exculparlo. La fe de ella en la inocencia de él.

Los tres se achisparon ligeramente, y el padre empezó a hablar de los viejos tiempos, cuando Ann y Karchy eran pequeños. Ann estaba reclinada en la silla y observaba cómo Mike escuchaba con los ojos abiertos de par en par y la atención fija. Parecía que nunca se cansaba de escuchar aquellas historias familiares, sobre todo cuando se bromeaba acerca de su madre.

—Más, abuelo, cuenta más —le iba incitando Mikey.

Éste lograba sacar a la luz otra anécdota de cómo Karchy se burlaba de su hermana. Después de todo lo que su padre había soportado aquel día, era agradable verlo animado. Mikey conseguía que sacase lo mejor que había en él. Se sintió bendecida por ese momento; bendecida por tener aquel padre y aquel hijo.

Como postre comieron helado de chocolate. Luego llegó el momento para Ann de emprenderla con los platos y para Mikey de hacer sus deberes, finalmente. Mike se quedó todavía un poco, como solía hacer cuando iba a cenar. Se instaló delante de la televisión en la salita, después de prometer a Mikey que iría a decirle buenas noches y darle un beso. Como de costumbre, se quedó medio dormido en el sofá, pero se despertó para dirigirse arrastrando los pies al dormitorio del chico una vez Ann hubo apagado la luz.

—¿Duermes? —dijo, en un susurro.

Mikey hizo sitio para que su abuelo se sentase en la cama y se incorporó para apoyarse sobre un codo.

—No.

—¿Has rezado?

—Claro —mintió Mikey.

En realidad ya no rezaba más —sólo cuando cruzaba los dedos y expresaba un deseo, si realmente deseaba algo. Pero su madre le había explicado que aunque ella y su padre no eran creyentes, él debía rezar regularmente a Dios; el abuelo lo hacía. Por consiguiente, si Mikey quería contar lo que mamá llamaba una «mentira piadosa» a fin de no preocupar al abuelo, a ella le parecía bien.

—Está bien —dijo Mike—. Yo siempre rezo. Rezo y hago flexiones. Tal vez hace bien, tal vez no. Pero uno debe entrar, correr, intentarlo todo.

Mickey sonrió en la oscuridad. Le gustaba cuando el abuelo le hablaba así de hombre a hombre y le daba consejos, como si fuese un entrenador de un equipo de fútbol americano. Como los Chicago Bears. ¡Bien!

—¿Has hecho flexiones?

—No.

—Vamos, vamos —dijo Mike, mientras apartaba las sábanas de Mikey—. A hacer flexiones.

—¿Ahora?

—Sí, sí, vamos, ahora —dijo Mike, a la vez que se remangaba las mangas de la camisa—. Cuerpo sano, mente sana.

Mientras saltaba de la cama, Mikey se reía. Las flexiones eran el ejercicio favorito del abuelo. Le había enseñado a hacerlas millones de veces. Y cada vez decía lo mismo: Cuerpo sano, mente sana. Pero era duro hacer las flexiones. Había que concentrarse para no mover las manos y doblar los brazos de la forma adecuada. Mikey pensaba que podía mantener un cuerpo sano jugando a béisbol y a fútbol americano.

—Pon los pies planos, como hago yo —le apremiaba Mike, mientras comprobaba la postura de Mikey.

Éste estiró el cuello e imitó a Mike lo mejor que pudo. Su madre siempre le decía a tío Karchy que el abuelo ya no era tan joven. Pero para ser un tío viejo, era verdaderamente fuerte. Mikey deseaba que su abuelo se cansase y dejase de hacer flexiones, a fin de parar él también. Claro que era divertido hacer ejercicio con el abuelo, pero era más divertido acurrucarse junto a él en la cama y hacer bromas.

El dormitorio estaba oscuro, sólo brillaba la luz procedente del pasillo. De pie, justo fuera, Ann oyó cómo su padre contaba los ejercicios, marcando el ritmo para él y para Mikey. La sombra de la puerta entreabierta caía sobre sus rostros, oscureciendo sus rasgos. Pero podía vislumbrar los delgados y cortos brazos y piernas de Mikey, luchando para estar a la altura del cuerpo más musculoso y resistente de su abuelo.

Mientras sonreía ante la escena, se preguntó si debería entrar y decir que ya estaba bien, que era hora de irse a la cama. No, que se quedasen juntos unos minutos más. Les haría bien a ambos.

—¡Más de prisa, más de prisa, bien! Mikey se hace grande, se hace fuerte. ¡Más de prisa! —decía su padre.

Sacudió la cabeza y se dirigió a su dormitorio. Aquel hombre era un verdadero sargento de instrucción. Ella se había librado de la calistenia, probablemente porque era una niña. ¿Cuándo había él dejado de intentar que Karchy hiciese ejercicio?

Mikey cayó derrumbado en el suelo al llegar al número diez, pero Mike continuó hasta veinticinco. Sonrió triunfalmente a su admirado nieto.

—¡Cielos, qué fuerte eres, abuelo! —dijo Mikey, maravillado.

—Pierdo fuerzas de día en día —dijo Mike, jadeando para recobrar el aliento.

Mikey lanzó una risotada ante el chiste.

—¡No, no es verdad! —protestó. ¡Su abuelo no!

Mike fingió un gemido mientras se acercaba a él.

—Oye —dijo, todavía con la respiración entrecortada—, ¿me hablas de la televisión?

—Bueno, de acuerdo —dijo Mikey, y se encogió de hombros, como si no le importase mucho.

Durante un instante Mike no lo captó. Se esforzó por ver el rostro de su nieto en la oscuridad, en un intento de obtener una pista de lo que pensaba y sentía realmente.

—No hablan de mí —dijo, despacio, buscando las palabras adecuadas—. Se equivocan. No soy yo. Yo no hice nada malo. No maté a nadie. No se refieren a tu abuelo.

Mikey tiró nerviosamente de un trozo de piel que tenía suelta en el labio superior.

—Lo sé, abuelo —asintió sin levantar la vista, deseando que el abuelo cambiase de tema. No quería hablar sobre ese estúpido asunto nazi. Claro que era un error. Tenía el mejor abuelo del mundo y nadie tenía que decirle que era inocente. Él ya lo sabía.

Pareció que su abuelo hubiese leído sus pensamientos, porque lo siguiente que dijo, fue:

—Ahora, demonios, todavía no sabes nada. Voy a probarlo. Voy a probarlo. Entonces sabrás.

Ahora había captado la atención del chico. Mikey lo miraba con los ojos y la boca abiertos, con la misma mirada que tenía cuando se concentraba mucho en uno de sus videojuegos.

—Si alguien te dice algo sobre tu abuelo —prosiguió Mike—, le dices: Mierda, anda que te follen…

—¿Puedo decir esto? ¿Esa palabra que empieza por F?

Mikey apenas daba crédito a sus oídos. Su madre detestaba que dijese tacos y aquella palabra con F era el más prohibido de los tacos. Pero ahora el abuelo le estaba dando permiso para utilizarla.

—Sí —dijo Mikey, y añadió, bajando el tono de voz—: Pero no se lo digas a mamá. Secreto, ¿de acuerdo?

Mikey consideró la pregunta seriamente. No había secreto, por muy pequeño que fuese, que pudiese ocultar a su madre. ¿Pero, acaso no era casi lo mismo que contarle al abuelo una mentira piadosa con respecto a las oraciones? Era guardar silencio sobre algo a fin de no preocupar a una persona que uno quería de verdad. Se estaba convirtiendo en un experto en la materia. A veces su padre decía cosas acerca de su madre que Mikey no repetía cuando volvía a casa porque ello no haría más que ponerla furiosa.

Por consiguiente decidió que de acuerdo, podía tener aquel secreto con el abuelo, y asintió con la cabeza a modo de acuerdo.

Mike sonrió y levantó una mano con los cinco dedos estirados para dar un ligero manotazo con su palma callosa a la mucho más pequeña mano de Mikey. Se estaba volviendo un muchacho mayor. También inteligente, como su madre.

Mikey bostezó y parpadeó, pues de repente sintió los ojos muy pesados, como si fuesen a caer en cualquier momento. Casi dormido, apoyó la cabeza contra el hombro de su abuelo y la dejó caer un momento. Luego, como un cachorro despertado por un sobresalto, se despejó.

—Abuelo. Te quiero —murmuró, medio dormido, y se incorporó para recibir un abrazo.

Ann había estado intentando leer. Pero aquella conversación, que no había podido dejar de escuchar, la distraía. Mikey se parecía tanto a ella. Siempre necesitaba tiempo para darle vueltas en su cabeza a un asunto antes de decir sí. Su padre le había dicho que su madre era igual, que se había tomado su tiempo para aceptar su propuesta de matrimonio. Cuando Mike pasó por delante de su dormitorio, Ann lo llamó en voz baja.

—¿Papá?

Él se detuvo en la puerta y le dijo buenas noches con un gesto de la mano.

—Me haré cargo de tu defensa, papá —dijo ella.

—Está bien, pequeña.

—Sólo «está bien», ¿eso es todo?

—Sí, está bien —repitió él. ¿Qué otra cosa había que decir?

Ann se incorporó y estudió el cansado y abatido rostro de él. ¿Comprendía lo que les esperaba? Ella pensó que no. Le causaba pavor, ¿pero qué otra salida tenían? ¿Quién mejor que alguien de su propia sangre podía protegerlo en el tribunal, conseguir que se le permitiese permanecer en los Estados Unidos, donde le correspondía? Él tendría que librar una batalla a vida o muerte, contra unos fanáticos cuyas razones para odiarlo ni siquiera eran personales, lo cual los hacía todavía más peligrosos.

—Voy a tener que saberlo todo sobre ti, papá. Tengo que saber todo lo que ellos puedan saber —explicó ella—. Quiero que te quedes con nosotros una temporada. Podremos trabajar mejor aquí.

Mike la miró burlonamente.

—Yo tengo mi casa.

Ella sacudió la cabeza y se apartó el pelo que le caía sobre los ojos.

—Tendremos mucho trabajo, papá. No va a ser fácil.

Él sonrió cansado, y de repente dio la impresión de ser tan frágil y vulnerable que Ann comprendió que sus papeles se habían invertido. Ella se había convertido en el padre protector, él en el niño asustado. Se apresuró a saltar de la cama y se acercó a él para rodearlo con sus brazos, abrazarlo y darle consuelo.

—Todo irá bien, papá —prometió ella, estrechándolo fuertemente contra sí.

—No, Anni —dijo él, mirando tristemente hacia el futuro—. He vivido demasiado. Ya nada puede ir bien.

* * *

Los días siguientes fueron una locura. El teléfono de la casa de Ann no dejó de sonar. Parecía como si la mitad de los periodistas de la gran área metropolitana de Chicago estuviese cubriendo la historia, sin mencionar las emisoras de radio y televisión. Y todos necesitaban «sólo unos minutos de su tiempo, señora Talbot, para hacerle un par de preguntas sobre su padre».

Pero cuando empezó a recibir llamadas de chiflados y odiosos mensajes obscenos, decidió que al demonio y desconectó el contestador automático. No hacía falta que Mikey oyese aquella basura. En cuanto a eso, ella tampoco. Lo que necesitaba era paz y tranquilidad para preparar el juicio pero la paz y la tranquilidad, apenas los medios de comunicación se enteraron de que ella era la Talbot del nombre del bufete, también empezaron a escasear en el trabajo.

Los reporteros la acechaban como tiburones olfateando sangre recientemente derramada, con sus blocs de notas y micrófonos en ristre. Su escueto «no hay comentarios» no servía para desanimarlos. Aparentemente presumían que si se mostraban bastante persistentes ella cambiaría de opinión y contestaría a sus preguntas.

¡Menudo si iba a ceder!, pensaba ella mientras hacía girar el coche para meterse en el aparcamiento situado junto al edificio de su despacho en Dearborn Street. Había aprendido mucho tiempo atrás en la oficina de la defensa pública que los periodistas eran un hatajo de glotones, difíciles de saciar. Ya podía ofrecerles bocados escogidos, ello no haría más que aumentar su apetito. Era preferible guardar silencio y esperar que perdiesen interés.

Echó un vistazo a través del espejo retrovisor al puesto de observación de un par de corresponsales locales de un tabloide nacional que había estado al acecho delante de su oficina. No parecía haber nadie escondido en los arbustos. Quizás habían acabado por desistir.

Cogió su maletín, bajó del coche, cerró la puerta y se encaminó con paso rápido hacia el edificio. De pronto, un silbido chillón y estridente traspasó el aire. Ann siguió caminando sin siquiera lanzar una mirada en dirección al silbido.

—¡Qué bombón! —gritó su admirador.

La Prensa estaba cayendo cada día más bajo. ¡Vete al cuerno!, le lanzó en silencio.

—¡Eh, presumida! —Llamó una voz familiar—. ¿Ni siquiera hablas con tu propio hermano?

Ann se rió de su paranoia, se volvió y sonrió a Karchy. Debía de estar en baja forma para no haber reconocido la clara llamada de tenorio de su hermano.

—¿Qué estás haciendo aquí? —Preguntó ella, a la vez que le daba un abrazo y un beso—. ¿Por qué no entras?

—Porque no voy vestido para entrar, por eso —dijo él, y señaló su anorak, su mono mugriento y sus botas de trabajo; a continuación le tendió una hoja de papel—. He conseguido la lista de nombres que querías de la fábrica.

Ella echó un vistazo a la lista de personas que habían dicho que estaban dispuestas a declarar que su padre era una buena persona. La mayoría de ellas lo había conocido justo después de su llegada a Chicago. Algunas tal vez lo habían conocido incluso en Hungría. Su testimonio tenía que servir para algo… Así lo esperaba Ann.

Karchy se sintió decepcionado ante su reacción. Había agarrado por el cuello a un montón de viejos amigos de Mike, y todos habían prometido hacer lo que estuviese en su mano. ¿Y ahora resultaba que ella parecía no estar segura de que ello fuese a servir para algo?

—¿Lo vas a sacar de esto, verdad, Annie? —preguntó, nervioso—. No es él.

—Sí, claro —dijo ella, con un gesto de asentimiento de la cabeza y preguntándose si debía compartir sus temores con Karchy.

—Más te vale. Si fuese una bronca de bar y él me necesitase, les rompería los huevos. Ha dejado la piel en esa jodida fábrica… durante treinta años. No lo ha hecho para él, Annie.

—Lo sé —le recordó Ann, exasperada.

A veces Karchy podía ser un matón.

—Lo sabes, ¿eh? —Luego se ablandó—. Sé que lo sabes.

Miró el reloj. Dentro de tres cuartos de hora empezaba su turno y si no se marchaba llegaría tarde. Pero toda aquella horrible presión lo estaba volviendo medio loco. Deseaba ser él, no Annie, quien tuviese que enfrentarse a puñetazos con la otra parte. ¡Eran unos cretinos y unos cobardes que no sabían nada! Probablemente, en los pantalones, en lugar de pelotas, tenían agujeros.

Annie lo hacía bien, pero era una chica, dulce y educada.

Y aquella lucha requería palabras de hombres.

—¿Sabes cómo se rompen los huevos, Annie? Esto es lo que quiero saber —dijo, y para ilustrarlo, se cogió la entrepierna.

Ann hizo una mueca y se metió las manos en los bolsillos del abrigo. Hacía un frío penetrante, no era el tipo de tiempo como para estar de pie al aire libre. Quería estar en su despacho, con los dedos rodeando una taza de café caliente, lejos de Karchy y de aquella conversación ridícula.

—¿Por qué eres siempre tan… vulgar?

—¿Conoces alguna forma de romper huevos sin ser vulgar? Sería preferible que te volvieses vulgar, Annie. Sería mejor que fueses realmente vulgar —dijo él, y sonrió tristemente.

De repente Ann, se dio cuenta de que sus consejos eran más de lo que podía soportar en una mañana. De acuerdo, lo que él quería decir estaba bien, pero le estaba haciendo sentir como si todo aquel lío fuese culpa de ella. Que tal vez no había hecho lo suficiente para que fuesen retirados los cargos. Un minuto más y empezarían a pelearse, de nuevo como cuando eran niños, y sin duda ello no iba a ayudar a su padre. Pero él debía comprender que no era el único en la familia Laszlo que tenía experiencia de la vida.

Se puso de puntillas, le dio un rápido beso en la mejilla y, antes de que él pudiese decir otra palabra, se dirigió hacia el despacho. Pobre Karchy. Sabía que su rabia contra ella era fruto de su propio sentimiento de frustración e impotencia. Sin embargo, sus críticas hacían daño. Era su hermano mayor, y seguía pudiendo herirla más que cualquier otra persona.

Ya era bastante malo tener que habérselas con el Gobierno y con todos los anónimos traficantes de odio. ¿Pero también con Karchy?

* * *

Incluso después de dos tazas de café, Ann seguía sin poderse concentrar lo suficiente para hacer cualquier trabajo serio. No podía dejar de mirar por la ventana, deseando fervientemente poder ponerle la mano encima al verdadero Michael J. Laszlo, fuese quien fuese. Entonces habría un par de huevos que merecerían ser rebanados: por los crímenes que el Gobierno decía había cometido en Hungría y por el daño que había infligido en la vida de su padre.

Se levantó suspirando nerviosa y se puso a pasear por el despacho; se detuvo para mirar de forma ausente sus diplomas que, enmarcados y con cristal, colgaban de la pared. Universidad de Michigan, Licenciada en Filosofía y Letras, Universidad de Chicago, Doctora en Derecho. Universidades duras. Impresionantes credenciales. Había trabajado condenadamente duro para ganarse aquellos títulos detrás de su nombre.

No era fácil encontrar húngaros de la primera generación en la Facultad de Derecho de Chicago. ¿Cuántos obreros de una fábrica podían permitirse el lujo de enviar a sus hijos a una universidad privada? Cierto, ella había contribuido tanto como había podido con los ahorros fruto de su trabajo durante los veranos y después de las clases, pero aun así su educación le había costado mucho dinero a su padre. Y él no se había quejado ni una sola vez.

Nunca se le había ocurrido preguntarse por qué había hecho economías por voluntad propia, cuando hubiese podido sin problema intentar casarla con uno de los chicos del barrio o dejar que se las compusiese sola si lo que ella quería era ir a la Universidad. La mayoría de los padres de sus amigas había hecho precisamente esto. Pero su padre le había proporcionado generosamente todas las posibilidades para que demostrase que podía ser lo que quisiera en la vida. Esta generosidad hablaba por sí sola del carácter de un hombre. Sólo esperaba ser capaz de hablar en su nombre de la misma forma elocuente.

Le dolía la nuca, como ocurría siempre que no encontraba tiempo para dejarse caer por el gimnasio. Con toda aquella presión que experimentaba al tener que acabar con los casos pendientes para poder así concentrarse en el de su padre, no se había permitido el lujo de ir a correr o hacer un par de piscinas. Pero lo que explicaba su tensión de aquella mañana era algo más que la falta de ejercicio.

Se había pasado una buena parte de la noche anterior despierta, con los ojos abiertos en la oscuridad de su cuarto, intentando establecer su línea de conducta para las siguientes semanas. En primer y primordial lugar, por supuesto, estaba organizar la mejor defensa posible para su padre. Pero había asimismo otras consideraciones. Sus socios, por ejemplo. Tanto Mack como Sandy se habían ofrecido a ayudar en lo que pudiesen.

¿Pero era justo involucrarlos a ellos y a la sociedad en lo que de hecho era un problema familiar suyo? Pensó que no. Un bufete tan pequeño como el suyo no podía enfrentarse al falso estigma de «simpatizante nazi».

Cuando entró en el despacho de Mack antes de comer y así se lo dijo a sus socios, éstos sacudieron la cabeza incrédulos.

—No lo acepto. Éste es tu bufete. Ésta es nuestra sociedad. Somos socios —le recordó Sandy.

—No quiero que perdáis clientes porque yo esté trabajando aquí, en este caso —dijo Ann, volviendo a explicárselo detalladamente. Anda, Sandy, deja que te haga este favor, ¿de acuerdo?

Sandy la miraba fijamente como si ella hubiese empezado a hablar en otro idioma.

—¡No! ¿Dónde demonios vas a trabajar?

—Puedo hacerlo en el despacho de mi ex suegro —dijo ella. Todavía no se lo había preguntado, pero estaba casi segura de que aceptaría. Harry era lo suficientemente perverso como para encontrar placer en decir que sí a semejante petición.

Sandy puso los ojos en blanco, incrédulo, y se volvió hacia Mack, que se limitó a encogerse de hombros, como diciendo: A mí no me mires.

—Me encanta —dijo Sandy a voz en grito—. Harry Talbot, el honorable Harry Talbot. Estuvo en la OSS durante la guerra, supongo que lo sabes. Luego la OSS se convirtió en la CIA, y montaron su primera red de espionaje de Europa poniendo a un puñado de tipos de la Gestapo en nómina. Se dice que Harry solía tomarse el bourbon con Klaus Barbie.

Ann fulminó a Sandy con la mirada. Era un gran tipo, pero tenía la irritante costumbre de erigirse en experto de temas sobre los que no sabía una puñetera cosa. ¿Quién se creía que era, para hablarle a ella sobre el padre de David?

—Lo que yo he oído es que Harry se tomaba el bourbon con senadores y congresistas… He oído incluso que de vez en cuando tomaba whisky en la Casa Blanca. Nunca he oído nada sobre Klaus Barbie.

—Yo he dicho —le recordó Sandy, con una sonrisa de satisfacción—, que era el honorable Harry Talbot, ¿no es así?

Mack se reclinó en la silla para escuchar cómo ella le replicaba a Sandy. Había pensado desde el primer momento que Ann cometía un error defendiendo a su padre. Pero, contando con que no era asunto suyo, había mantenido la boca cerrada. Ahora comprendió que debía decir lo que pensaba, porque ella parecía susceptible de meterse en un buen lío, y nadie más iba a gritarle que fuese con cuidado.

Le hizo un gesto a Sandy para que se callase, y dijo:

—Hazte un favor a ti misma, Annie. Busca a alguien para defender a tu padre. Contrata a aquel tipo de Cleveland… Llevó el caso de Demjook, o Demjoke, como demonios se llamase ese imbécil.

Ann jugaba nerviosamente con las carpetas que había sobre el escritorio de él, colocándolas en pilas ordenadas.

—Él quiere que lo defienda yo.

—Oh, cielos —dijo él, haciendo un gesto desdeñoso con la mano—. ¿Qué sabes tú sobre lo que sucedió hace cuarenta años en una condenada parte del mundo donde ni siquiera has estado? ¿Qué mierda sabemos todos de nuestros padres? —Preguntó retóricamente, entusiasmándose con el tema—. ¿Has pensado alguna vez en cómo hace el amor? ¿Cuáles son sus fantasías?

—Lo sé —replicó ella. Apreciaba su interés, pero estaba fuera de lugar—. Lo conozco. Me ha criado, Mackie. Mi madre murió cuando yo tenía dos… Ha sido mi madre, mi padre, mi mejor amigo, siempre. Nunca ha habido secretos entre nosotros. Nunca.

Mack vio la mirada de los ojos de Ann y comprendió que podía estar hablando una eternidad y ella seguiría haciendo las cosas a su manera; era así de testaruda. Pero pensó que le debía un segundo intento y le ofreció su sabiduría acumulada, por si servía de algo.

—Nadie lo sabe. Nadie. Tú no sabes nada. Cuanto más los queremos, menos sabemos acerca de sus vidas.

Ella lo miró, consciente de que había algo de verdad en su afirmación pero sin querer escucharla.

—Sigo sin comprender por qué no puedes trabajar aquí —interrumpió Sandy.

Mack comprendió que no había conseguido nada con Ann y, en un intento de suavizar el ambiente, bromeó:

—Tal vez tenga miedo de que alguien se meta en sus asuntos.

—Nadie puede llegar a sus asuntos. Es su condenada educación católica. Es más represiva que el SIDA. —Y Sandy se rió de su propia agudeza, y Mack se unió a él.

—Muy gracioso, Sandy —dijo Ann, y arrugó la nariz asqueada. Apreciaba a sus socios, pero algunos días su humor era más propio de la escuela que el de Mikey.

Estaban todavía riéndose e intercambiando miradas obscenas cuando George asomó la cabeza por la puerta del despacho. Lanzó a los hombres una mirada que decía: Vosotros dos, ni una palabra más o seréis hombres muertos; luego se volvió hacia Ann:

—¿Ya están otra vez con esos chistes de princesas? ¿Vamos a comer o no?

—Vamos inmediatamente, George —dijo Ann, agradeciendo la interrupción.

Empezó a salir del despacho sin dirigir una palabra más a sus colegas, pero Mack la llamó.

—¿Annie?

Ella estuvo a punto de decirle: Por favor, basta de bromas. Pero él ya estaba junto a ella.

—No es divertido, Annie —dijo, amablemente—. Es el gran vagón del Tío Sam, que se abre camino cuesta abajo completamente lleno.