Capítulo IV

El cementerio de Holy Cross estaba situado justo fuera de los límites de la ciudad, un paseo bastante agradable desde las iglesias del West Side cuyos miembros fallecidos descansaban allí para siempre. Se extendía a lo largo de varios acres dispuestos de forma esmerada y elegante. En su mayoría se componía de tumbas sencillas y sin pretensiones, si bien de vez en cuando un ángel o una estatua de la Virgen María rompían la uniformidad de las filas. Aquí los grupos étnicos que habían permanecido separados en vida se juntaban en la muerte: Los nombres de las lápidas representaban a todos los Estados desposeídos del este de Europa: Hungría, Polonia, Rumania, Albania, Lituania, Ucrania.

Ann y Karchy conocían el camino que debían recorrer en Holy Cross como muchos de los sacerdotes que allí oficiaban. Desde que eran pequeños habían acudido con Mike a visitar la tumba de Ilona cuatro o cinco veces al año: el día de su cumpleaños, en el aniversario de su muerte, en Pascua, en Navidad y el Día de la Madre. A Ilona le habían gustado las flores, por lo que siempre le llevaban un gran ramo, que Mike tardaba mucho tiempo en escoger.

Un Día de la Madre, cuando Ann tenía quince años y empezaba a hacer valer sus derechos, le había dicho a su padre que no estaba de humor para arruinarse el domingo yendo a visitar la tumba de alguien a quien ni siquiera había conocido. Mike le dio inmediatamente una bofetada tan fuerte que ella estuvo a punto de caerse al suelo; resultaba difícil decir quién se sorprendió más ante su reacción. Ella se había encerrado en la habitación y llorado hasta tener los ojos hinchados. Al final, Mike y Karchy se habían ido sin ella, pero poca fue la satisfacción de su victoria. Si bien Ilona era difícil de encontrar en la muerte, era una presencia en la vida cotidiana de Ann y aquellos pocos minutos de silenciosa comunicación alimentaban su vínculo.

Ahora que Mike estaba retirado, había adquirido la costumbre de ir a Holy Cross más o menos cada semana, para asegurarse de que la hierba estaba cortada y la parcela bien atendida. En ocasiones, Ann lo hostigaba diciéndole que iba demasiado a menudo, que se estaba explayando demasiado en el pasado. Pero parecía que estas visitas le gustaban y, además, ella había aprendido a los quince años la lección de que algunos asuntos son sacrosantos.

Por ello, cuando él sugirió, mientras salían del Federal Building, que fuesen al cementerio, ella dijo que sí, por supuesto. Lo comprendía perfectamente. En momentos de crisis, algunas personas buscan consuelo en la Iglesia; su padre necesitaba estar con Ilona.

Él apenas dijo una palabra durante el camino, salvo para recordarle que debía pararse en la floristería, donde, como de costumbre, pasó largo rato escogiendo el ramo más fresco y abigarrado. Ann estaba contenta de este silencio. El problema que ocupaba las mentes de ambos parecía demasiado candente para ser abordado inmediatamente.

Ella caminó a uno o dos pasos detrás de su padre mientras éste subía penosamente la colina en dirección a la tumba de Ilona. Se preguntó cuándo se había vuelto tan lento su paso. Siempre había visto a su padre como un hombre alto y fuerte, pero de pronto le pareció más bajo, más compacto.

Él colocó con mimo las flores en el suelo e inclinó la cabeza, como para rezar. Ann se estremeció y se frotó las manos en busca de calor. El sol era ya fuerte sobre sus cabezas, pero el terreno bajo sus pies estaba helado de la ligera nieve caída la noche anterior. Aunque llevaba un vestido de lana, no se había vestido para estar al aire libre. El impermeable y los zapatos de tacón alto apenas la protegían contra el frío.

Finalmente, después de varios largos minutos, él se volvió hacia ella y dijo:

—La primera vez que besaste a un chico, que un chico te tocó, yo no sabía qué decir. Vinimos aquí. Es más fácil hablar aquí. Tu mamá me ayudó. ¿Qué sé yo cómo educar a una chica? —Sonrió tristemente para sí mismo—. ¿Te acuerdas, tontina?

—Me acuerdo —dijo Ann, asintiendo con la cabeza.

Había cometido el error de contárselo a Karchy y a éste le había faltado tiempo para correr a explicárselo a su padre. Había estado semanas sin hablarle.

Su padre parecía perdido en sus pensamientos. Estaba empezando a soplar un viento racheado, pero Ann no se atrevió a sacarle de su ensueño.

—Después de la guerra, estuvimos en un campo de refugiados —dijo él por fin, con una voz tan baja que ella tuvo que esforzarse para oír—. Austria. Conocí a tu mamá allí. Tuvimos a Karchy. Era horrible. Sucio. No había comida. Iban a los campos, los oficiales comunistas húngaros de Budapest, buscaban anticomunistas. Si sabían que tú eras anticomunista, ponían tu nombre en la lista. Te mandaban otra vez a Hungría, decían que tú eras criminal de guerra, te colgaban de un árbol. Lo llamaban repatriación.

Ella ya sabía la mayor parte de lo que le estaba contando. Había ido atando cabos de trocitos y fragmentos de conversaciones, sobre todo entre su padre y los amigos de éste. Y había utilizado su imaginación para rellenar los huecos.

—Conseguimos salir, marcharnos. En el campo, no había comida. Todos sabían que América aceptaba labradores. Si decías ser labrador venías de prisa a América. Yo dije que era labrador. Vinimos rápido.

—¿No eras labrador? —dijo ella, y un hormigueo de miedo recorrió su nuca.

—Sí, fui labrador —dijo él, y se encogió de hombros—. Cuando era niño.

—¿Qué eras? —preguntó ella, con una voz llena de agitación.

Mike la miró con unos ojos que imploraban comprensión.

—Era policía. Gendarme. Csendor.

Ella contuvo la respiración, sin poder hablar.

—No me mires así, Anna —dijo Mike. Su tono estaba entre una orden y una súplica.

Él se inclinó y empezó a jugar con las flores, arreglándolas y volviéndolas a arreglar mientras hablaba:

—Yo no hice nada malo. Los nazis estaban locos… Nazis húngaros. Cruz Flechada… Tomaron el poder, yo era gendarme. Les dije, quiero ser secretario en las oficinas, no hacer daño a nadie. No tenía nada contra los judíos y gitanos. Eso hice. Trabajé en la oficina y tocaba música. No hice daño a nadie.

Ella quería creerlo, más que cualquier cosa que hubiese deseado jamás. Su explicación tenía sentido. Su desesperación había sido conseguir una vida decente para su familia. Tenía una mujer y un bebé que se morían de hambre. En América había mucho para comer y estaba lleno de oportunidades para hacer dinero si uno estaba dispuesto a trabajar duro. Y su padre estaba dispuesto.

Pero no había nadie en la puerta de la Tierra Prometida esperándolo con los brazos abiertos. Por consiguiente, había contado una mentira. Había borrado su pasado, que le habría impedido abandonar Europa, posiblemente para siempre, y se había creado una personalidad como labrador. Ella podía comprenderlo. ¿No habría ella hecho lo mismo en circunstancias similares?

—Anni —dijo Mike, a la vez que alargaba la mano para agarrarse a ella como si de una cuerda salvavidas se tratase—. Has visto el documento legal, lo que dicen que he hecho. ¿Crees que yo he hecho eso, pequeña?

—No —susurró ella, después de haber buscado la verdad a tientas y haberla encontrado. Se echó en los brazos de él y lo abrazó fuertemente—. No, papá, no lo creo.

* * *

Ann no podía dejar que su padre se fuese solo a casa, después de lo que había ocurrido durante el día. Pero él detestaba que lo mimasen y cuando ella le mostraba una atención o preocupación excesivas, se convertía en un oso malhumorado. Así, poniendo a su hijo como excusa, presionó a Mike para que cenasen temprano en casa de ella. A causa de todas las ansiosas conversaciones entre Ann y Karchy, Mikey imaginaba que estaba sucediendo algo, aunque no sabía exactamente de qué se trataba. Ann le dijo a su padre que el chico se sentiría mucho mejor si veía con sus propios ojos que el abuelo estaba bien y seguía siendo el de siempre.

Mike no pudo rechazar semejante petición. Además, había estado demasiado preocupado los dos últimos días para ir de compras, y de pronto se sintió hambriento.

—¿Pollo con páprika? —Preguntó, lleno de esperanza—. ¿Con krumpli?

Ann le habría dado caviar y champaña si era eso lo que él hubiese querido. Lo que fuera necesario para levantarle el ánimo.

La casa de ella, situada en el barrio de Wilmette frente al lago, jamás había dado una sensación más cálida y acogedora como aquella tarde. Le había gustado el lugar desde el primer momento en que ella y David atravesaron la puerta de entrada, acompañados de dos corredores de fincas parlanchines que no tuvieron el buen juicio de mantener la boca cerrada y dejar que la casa se vendiese por sí misma. Tenía todo aquello que Ann había estado buscando: habitaciones amplias, mucho sol, una cocina grande con espacio suficiente para que toda la familia pudiese comer y cocinar junta, y un generoso jardín posterior donde podrían instalar un columpio y un parterre de arena para Mikey.

También el barrio le había parecido adecuado. Los colegios eran excelentes y había otras muchas parejas jóvenes que también estaban formando sus familias, de forma que Mikey (y cualquier otro hijo que pudiese llegar) no tendría que ir lejos para encontrar amigos.

Fueron decorando la casa de forma lenta y cuidadosa a lo largo de los años. Habían comprado muchos de los muebles —la mesa del comedor, redonda y de roble, el biombo de pino, el balancín con respaldo de rejilla del dormitorio— en tiendas de antigüedades por donde habían pasado cuando recorrían la campiña de Michigan.

David estaba menos enamorado de las cosas antiguas que Ann.

Ello porque él estaba rodeado de su historia: hacía más de 150 años que los Talbot vivían en Illinois y en Wisconsin, y su madre estaba enterrada junto a tres generaciones de familiares. Mientras que en el caso de Ann, aparte de algún primo lejano de Nueva York que nunca había conocido, Karchy, su padre y ella constituían toda la rama norteamericana del árbol familiar húngaro de los Laszlo.

Cuando se separaron, David propuso que ella se quedase con la casa y los muebles. Podía permitirse el lujo de ser generoso. Acababa de ser nombrado socio del bufete de su padre y pronto ganaría un cuarto de millón de dólares al año. Ella sospechó si bien se retuvo sabiamente de decirlo, que a él le hacía gracia la idea de empezar de nuevo, desde el principio.

Posteriormente oyó de boca de Mikey que su padre se había mudado a un ático «imponente» con una vista fantástica. Su padre, había informado Mikey excitado, había comprado unos altavoces estéreos de casi dos metros de alto, y su amiga (¡glup!) le estaba ayudando a escoger un montón de cosas más. «¿Fenómeno verdad?», había dicho Mikey, estudiando su cara para asegurarse de que su entusiasmo no la molestaba. Realmente fenómeno le aseguro ella, mientras sacudía mentalmente la cabeza ante la excesiva necesidad de David por crearse su palacio personal del placer en el cielo.

Cada uno a lo suyo, recordó para sus adentros. Entretanto, ella había tenido la suerte maravillosa de quedarse en aquel entorno familiar. Mucho mejor para Mikey, que seguía teniendo la misma casa, los mismos amigos y el mismo colegio. Y, desgraciadamente las mismas rutinas, como jugar con los videojuegos cuando debería estar haciendo los deberes.

Abrió la puerta principal y llamó:

—¿Mikey?

Ninguna respuesta, pero podía oír el sonsonete monótono del indicador del «Nintendo», la última pasión de Mikey. Hubo una época en que solía ayudarla a hacer la cena, jugaba con su colección de coches y aviones de juguete e incluso leía un libro de vez en cuando Ahora, todo lo que ella podía hacer era apartarlo de las diminutas y envaradas figuras animadas que zizagueaban como locas por la pantalla.

—No hace otra cosa que jugar con ese maldito juego —murmuró.

—Es un muchacho. A los muchachos les gusta jugar —dijo Mike.

Su intento de suavizar la situación no hizo otra cosa que enfurecerla más.

Su padre los había educado a ella y a Karchy según unas normas y expectativas estrictas. Había sido un firme defensor de la disciplina antigua, hasta que se convirtió en abuelo. De repente, todas sus creencias habían volado por la ventana, para ser remplazadas por una simple regla: Es un muchacho. A los muchachos les gusta jugar.

No era de extrañar que Mikey idolatrase a su abuelo Mike.

La puerta de la habitación de Mikey estaba entornada. Ann la empujó para abrirla de par en par y se preparó para recordar a Mikey que habían llegado a un acuerdo sobre cuándo y cuánto tiempo le estaba permitido jugar al «Nintendo». Pero se tragó el discurso cuando vio a su ex marido sentado en el suelo junto a su hijo.

Algunos días pensaba que Mikey era sólo un Laszlo. Otros días no podía ver más que a los Talbot en él: los gruesos labios de David que con tanta facilidad hacían morros; sus enormes ojos, de mirada aguda como la de una liebre; el pelo oscuro y liso que siempre caía sobre la frente, por muy a menudo que se cortase; las orejas prominentes, una característica familiar de los Talbot. Aquel día, Mikey parecía un Talbot puro.

—Hola, mamá —murmuró, todavía absorto en el juego. Un segundo después apartó la vista de la pantalla y advirtió la presencia de Mike—: ¡Hola, abuelo! —gritó, mientras se ponía en pie de un salto para abrazarlo.

David se levantó despacio y se sacudió los pantalones a rayas con la mano. Se había quitado la chaqueta —una concesión al juego—, pero seguía con el chaleco puesto y la corbata amarilla de crep perfectamente anudada.

—No sabía que ibas a venir —dijo Ann. No le había gustado encontrarlo allí y quería asegurarse de que él lo supiese.

—Me he tomado la tarde libre —dijo él, a la vez que hacía a Mike un gesto con la cabeza—. Hola Mishka. Te hemos visto en la televisión.

Mike no comprendió. Pensó que tal vez David estaba haciendo una broma, algo relacionado con el videojuego. Hacía tiempo que no había aparecido en televisión, desde que lo habían mostrado manifestándose contra los bailarines frente al «Dance and Arts Center».

—Oh, sí, te hemos visto en la televisión, abuelo —se entrometió Mikey.

Todavía confundido, Mike se volvió hacia Ann, igualmente confundida. Pero cuando cayó en la cuenta de lo que estaban hablando, su rostro reflejó tanto dolor y rabia que también Mike, de pronto, comprendió.

—Luego hablaremos. ¡Todo mentiras! —dijo desafiante. Miró a David, como si lo retase a contradecirlo. No queriendo preocupar al chico, dijo—: ¿Quieres hacer palomitas de maíz, Mikey? Con mucha sal. Tu mamá siempre le esconde la sal al abuelo, pero vamos a poner mucha sal, ajo y páprika. ¿De acuerdo, Mikey?

Mikey miró a su madre a hurtadillas para calibrar su reacción. Su madre era extraña. En ocasiones, se ponía realmente nerviosa, en especial cuando se trataba de los deberes y del desorden. Y otras veces, sobre todo cuando estaba el abuelo, lo dejaba divertirse y hacer barbaridades.

Contuvo la respiración, mientras se preguntaba qué camino tomaría esta vez, preocupado de que considerase que debía mostrarse estricta delante de su padre. ¿Iba a tener que implorarle o se limitaría a ser una tía fantástica y diría que sí? Se concentró enviándole un mensaje extrasensorial: Sí. Sí. Sí.

Ann sonrió e hizo un gesto afirmativo en dirección a Mikey, cuyos grandes ojos castaños parecían estarle lanzando el mensaje de que la felicidad de su vida dependía de hacer palomitas de maíz con su abuelo.

—¡Bien! —dijo Mikey, mientras daba puñetazos al aire.

Mike le dio una palmada en el trasero y se rió maliciosamente.

—¡Anda, vamos a buscar la sal!

Una vez solos, Ann y David se esforzaron por mantenerse en un plano neutral. Siempre le parecía extraño que existiese aquel alambre de tensión entre ella y aquel hombre a quien en un momento dado había creído conocer muy bien. Habían compartido tantos momentos maravillosos de amor, afecto, risa y sexo intenso. Horas de conversación estimulante. El nacimiento de su hijo. Ahora parecía casi un extraño. Apenas podía recordar cómo era hacer el amor con él.

Tampoco podía confiar en que él dijese lo adecuado cuando más necesitada estaba ella de apoyo emocional. Como en aquel momento, en que contemplaba el hecho de que Burke y Dinofrio hubiesen considerado oportuno hacer públicas sus ridículas e infundadas acusaciones contra su padre.

No lo estamos acusando de nada. Esto no es un procedimiento criminal, había dicho Burke, así, en lugar de llevar el caso a los tribunales, lo habían llevado a los medios de comunicación. Una inteligente estratagema de relaciones públicas. Los nazis desaparecidos mucho tiempo atrás eran bien acogidos por los reporteros de televisión y por los periodistas. Por una buena razón: Qué desconcertante resultaba descubrir al monstruo en medio de nosotros, con su verdadero carácter camuflado detrás de una máscara de normalidad.

Sin embargo, su padre no era un monstruo. De ello estaba segura.

No obstante, las acusaciones, por muy infundadas que fuesen, le dieron náuseas y le hicieron sentirse sucia. La fotografía de su padre había sido difundida en cientos de miles de hogares de toda el área de Chicago. No importaba que fuese inocente. Habían hecho que pareciese culpable. Y esto es lo que la gente recordaría sobre Michael J. Laszlo, mucho después de que los cargos fuesen retirados y rechazada la orden de deportación.

Estaba empezando a acusar la tensión del día. Deseaba un baño caliente, un vaso de vino blanco y el calor de su cama. Sin embargo, antes de hacer cualquiera de estas cosas, tenía asuntos que atender. Lo primero era David. Se dijo que debía ser amable, pero lo mejor que pudo hacer apenas fue cortés.

—¿Ha hecho los deberes? —preguntó.

David puso una cara agria.

—Dale un respiro, ¿quieres, Ann?

Tocada, ella contestó bruscamente:

—Tú ya le das suficientes respiros.

Era cierto. David jugaba al clásico papá de dedicación parcial, indulgente en exceso. Alimentaba a Mikey con las peores porquerías, lo llevaba a ver dos y tres películas en un fin de semana, le compraba el último juego de «Nintendo» tan pronto como aparecía en las tiendas.

David cogió su chaqueta.

—Creo que es preferible que me marche. —Sonrió con afectación al pasar delante de ella—. ¡Eh! —Dijo—, no sabía que me había casado con la familia del doctor Mengele.

Con esta frase, consiguió arrancar las últimas finas hebras de afecto y buena voluntad que lo habían unido a él.

—Está bien, lo siento —se retractó, lamentando su falta de buen gusto—. No quería decirlo.

Ann oyó cómo él se despedía de Mikey y de su padre, y sin embargo no se movió para seguirlo. Después de semejante crueldad superficial, ni siquiera podía imaginar qué podía decirle.

Recorrió con la mirada la habitación de Mikey, que ella y David habían pintado juntos durante un fin de semana mucho tiempo atrás, en otra vida. Recordó que habían colgado una fotografía de una vaca saltando sobre la luna y un póster de Maurice Sendak.

Ahora las paredes estaban cubiertas con pósters de adolescentes: los Chicago Bears, Rambo, Indiana Jones y «Salvemos las ballenas» (contribución de ella). La librería de Mikey era un revoltijo de libros, cintas de vídeo, cajas de zapatos con su colección de cartas de béisbol, una enorme concha que David le había llevado de las Bahamas y lo que quedaba de sus colecciones de dinosaurios y aviones de juguete. Junto al armario se amontonaban camisetas, calcetines sucios y tejanos.

Por regla general el desorden la molestaba. Aquel día le proporcionó consuelo. Allí, entre aquellas cuatro paredes de su casa, había normalidad y realidad. Fuera y más allá estaba la locura. Después de recobrar la calma, corrió tras David y lo alcanzó cuando estaba subiendo al coche.

—No lo hizo —le dijo.

—¿Acaso te lo he preguntado? Es una pregunta que los abogados no formulan jamás, ¿de acuerdo? —dijo él, sin alterarse.

Ann siempre había utilizado a David como una caja de resonancia. Se descubrió explicándole:

—Quiere que me haga cargo de su defensa.

Y, mientras lo decía, se dio cuenta de que las viejas costumbres no mueren nunca.

David movió la cabeza.

—Si fuese mi padre, si se tratase de Harry, yo no me haría cargo de su defensa. ¿Qué pasa si lo hizo?

Por la expresión de ella, él comprendió que no le había satisfecho la respuesta. ¿Qué había de nuevo? Hacía tiempo que sus respuestas habían dejado de ser del gusto de ella. Y él había dejado de sentirse mal porque ya no podía gustarle a ella.

Quiso decir, Madura, Ann. Métete en el mundo real. En cambio, para compensar su poco diplomática observación anterior, dijo:

—Seguirá siendo tu padre. Seguirás queriéndolo. La sangre de familia tira más que la sangre derramada… Esto es el fondo del asunto.

A ella le repugnaron sus presunciones.

—¿Qué te ha pasado, David?

Como de costumbre, el reproche de su voz lo enfureció, le hizo sentir menos de lo que era. En algún momento a lo largo del camino ella se había vuelto puñeteramente magnánima. O quizá siempre había sido así, y él sencillamente había pasado por alto su implacable sentido de la integridad. En cualquier caso, estaba harto y cansado de sus tediosos discursos sobre moralidad.

—Tal vez he madurado —dijo él, en tono áspero.

—¿Ah sí? Esto parece salido más de la boca de Harry que de la tuya.

—Eh, yo no voy a tener a mi padre como cliente. Tú sí, ¿verdad? ¡Está bien!

Como necesitaba decir la última palabra, contestó a su propia pregunta. El sonido de la puerta de su coche, cerrándose de golpe, sonó como un disparo.

Ann se asió los codos en busca de calor y observó cómo el coche cobraba velocidad en medio de la profunda oscuridad de la última hora de la tarde. Gilipollas. Por lo menos él había conseguido una cosa bien clara: Iba a hacerse cargo de la defensa de Mike.

¿Había albergado en algún momento alguna duda al respecto?