Capítulo III

Las tres cosas de las que Michael Laszlo estaba más orgulloso eran sus hijos, su pasaporte norteamericano y la casa que él e Ilona habían comprado en 1955, el mismo año del nacimiento de Ann. A ésta le gustaba escuchar a su padre cuando contaba cómo habían ido al despacho del abogado y firmado los documentos que lo habían convertido en propietario. «Imagínate, Anni —solía decir—, habíamos llegado hacía sólo tres años antes, con apenas un centavo en el bolsillo. Ya ves… ¡en América todo es posible!».

La casa, de dos pisos y ladrillos rojos, era pequeña; acogedora, era como la había descrito el agente inmobiliario. Durante mucho tiempo, hasta que Mike había construido otra habitación en la parir posterior, los niños habían compartido dormitorio. Sólo había un baño, por supuesto, por lo que conseguir que todos se lavasen y saliesen a tiempo por la mañana era algo normalmente bastante peliagudo. Pero el resto de las modestas casas de la manzana arbolada también estaban bien cuidadas, y la mayoría pertenecía a otros inmigrantes recién llegados cuyos hijos tenían aproximadamente la misma edad que Karchy y Ann.

En invierno, cuando soplaban los vientos fríos procedentes del lago y parecía que eran más los días en que nevaba que al contrario, las familias se reunían en el interior de las casas. Pero cuando llegaba el verano, con su regalo de la luz del día que duraba hasta bien pasadas las nueve, todos se agrupaban fuera. Los niños pasaban todo momento libre, cuando podían evadirse de las tareas que sus padres solían imponerles, en los jardincillos o en las aceras, para rescatar lo que habían dejado el octubre anterior cuando el tiempo frío había puesto punto final a sus largas horas de juegos al aire libre.

Se dividían en grupos según las edades: Los chicos mayores jugaban a béisbol en medio de la calle, dejando pasar de mala gana a los coches que cruzaban de vez en cuando. Aclamándolos desde los laterales, estaban sus actuales o futuras novias, que se hacían la manicura con esmero y se reían tontamente comentando qué muchacho besaba bien y cuál intentaba llegar hasta el final.

Los niños pequeños, cuando no estaban columpiándose o deslizándose por el tobogán del patio de la escuela, situada al final de la calle, organizaban interminables juegos de piratas, corre-corre que-te-pillo o escondite que los mantenían persiguiéndose mutuamente hasta que sus madres los llamaban para cenar o irse a la cama. Y los padres regaban el césped y arrancaban las malas hierbas, mientras los vigilaban a todos en silencio.

No porque hubiese algo que temer en aquel vecindario seguro en extremo, donde todos los rostros eran familiares y las puertas nunca se cerraban con llave. Eran como una familia numerosa Rezaban en la misma iglesia, compraban en las mismas tres o cuatro tiendas, acudían al mismo médico cuando estaban enfermos al mismo abogado cuando tenían problemas, cosa poco frecuente Después del trabajo, una vez fregados los platos de la cena y cuando el crepúsculo empezaba a caer, sacaban heladas botellas de cerveza o gaseosa y se acomodaban para intercambiar chismes o insultos amistosos arriba y abajo de la calle. Las mujeres presumían de sus hijos y sacudían la cabeza ante el asombroso aumento del precio del pollo o del cerdo, mientras sus maridos discutían sobre política y si los clubes ganarían aquel año.

Un año, cuando eran ya mayores y ganaban dinero, Karchy y Ann reunieron dinero y compraron a Mike una hamaca para colocarla entre los árboles del patio posterior. Mike no dejaba de colgar la hamaca cada verano, pero a decir verdad jamás la utilizó Por último Ann se dio cuenta de que era más feliz sentado en los escalones de cemento frente a la casa, mientras observaba su dominio: su diminuto pero inmaculado césped y sus bien cuidados parterres de flores.

Le gustaba jactarse de que tenía la hierba más verde de la manzana, así como las flores más bonitas; que nadie tenía tomates o pepinos tan dulces y gustosos como los que plantaba cada primavera en el huerto situado detrás de la casa. Cuando sus hijos le tomaban el pelo acerca de su pulgar verde, Mike solía recordarles que allí en Hungría había sido granjero. Que el amor por la tierra estaba también en la sangre de ellos, aunque no tuviesen el buen juicio de apercibirse de ello.

Por supuesto, los tiempos habían cambiado y ahora estaba lleno de niños cuyos nombres no conocía, a cuyos padres nunca había visitado. Algunos de estos niños eran negros, pero ello no molestaba a Mike en absoluto; sus familias eran temerosas de Dios, gente que asistía a la iglesia, pintaba sus casas, cortaba la hierba y apreciaba el valor de un dólar, al igual que él. No le importaba el color de sus vecinos. Seguía gustándole sentarse fuera cuando el tiempo era bueno, enterarse de lo que pasaba, vigilar que los niños que jugaban a la pelota o saltaban a la cuerda no se precipitasen a la calzada.

* * *

Sin embargo, aquel día, todos los niños estaban en el colegio y la calle estaba desierta. Un gélido viento invernal hacía que los transeúntes se agarrasen a sus sombreros o bufandas mientras se apresuraban a llegar a su destino. Había unas gruesas nubes pasando rápidamente por encima, llevando la segura promesa de nieve Pero con una temperatura que se mantenía en un grado centígrado, al pronóstico del tiempo había predicho sólo un fuerte aguacero antes del anochecer. No obstante, cualquiera con un poco de sentido común permanecía en el interior aquella mañana gris de finales de enero.

Thelma Holmes, que había comprado la casa Zawicki, dedicaba el día a la limpieza y la colada. Mientras abría la puerta para recoger el correo, estaba diciendo que haría estofado de buey para cena. Algo fuerte y consistente. Tal vez podría llevarle un plato al señor Laszlo. Se preguntó si estaría en casa y miró al otro lado de la calle, asombrándose de ver a alguien acurrucado en la escalera del porche. En realidad parecía el señor Laszlo, sentado en el frío sin llevar siquiera un jersey.

Se preguntó qué demonio habría poseído a aquel hombre. ¿Debía cruzar la calle y preguntarle si estaba bien? Sería de buena vecina hacerlo, pero algo en la forma en que estaba sentado, como un animal herido replegado en sí mismo para protegerse de mayor daño, la detuvo.

Se encaminó de vuelta a casa, mientras sacudía la cabeza. Era un buen hombre y no tenía nada que hacer allí sentado a medio vestir como si fuese mediados de julio. Lanzó una última mirada por encima del hombro y se sintió aliviada al ver que un coche doblaba la esquina al final de la manzana. Era el sucio «Volvo» de la hija del señor Laszlo, a la que él llamaba Anni.

Bien, pensó. Su hija vería el problema, si existía alguno. A continuación, con la conciencia tranquila, Thelma entró en la casa dispuesta a cocinar el estofado.

* * *

Ann había recorrido aquel camino desde la ciudad hasta su antiguo barrio tantos cientos de veces que casi habría podido conducir con los ojos vendados. Y así, hizo el viaje como con un piloto automático, conduciendo, dentro de unos límites de seguridad y legalidad, lo más rápidamente posible, y echando pestes en voz alta contra todo semáforo rojo o stop que se encontró en el camino.

Su padre no había dicho mucho: sólo lo suficiente para que ella comprendiese que nadie estaba muerto o en el hospital. Su voz, normalmente fuerte y bronca, se había reducido a un murmullo apenas audible, pero el mensaje había llegado sin embargo alto y claro. Necesitaba verla lo antes posible.

Pasada la escuela elemental donde había aprendido a leer y escribir, giró a la izquierda. El edificio de ladrillos rojos tenía un aspecto dejado y cansado comparado con el colegio de Mikey, más nuevo y mejor equipado. Pero todavía tenía recuerdos de la señorita Fisher, su profesora en el primer curso; de haber ganado el certamen de ortografía tres años seguidos; de haber interpretado el papel principal en la representación de Carousel en el sexto curso; del patio donde había saltado a la comba más veces de las que podía contar.

Lo mejor de todo, podía recordar aquella cálida y oscura noche de verano cuando tenía trece años y Bobby Mazrik le había hecho dar vueltas en el tiovivo hasta acabar aturdida, para luego arrastrarla a la sombra y besarla —en los labios— durante tanto rato que pensó se iba a desmayar. Ahora Bobby estaba casado, era padre de tres niños, y vendía barcos cerca de Rainboy Beach. Estaba calvo y se había vuelto tan callado que apenas se le podía sacar una frase, y sin embargo Ann todavía se estremecía cuando pensaba en aquel momento muchos años atrás.

Algunos de sus amigos, los niños con los que había crecido, miraban con desprecio el antiguo barrio. Habían persuadido a sus padres para que vendiesen y se mudasen a otros barrios, más limpios y seguros. Si bien ella había hecho lo mismo, porque quería que Mikey fuese al mejor colegio posible, seguía gustándole ir al barrio de su casa.

Allí estaban sus raíces, su infancia. Sus muñecas y juguetes estaban guardados en un baúl en el sótano. Todos los premios que había ganado en el Instituto estaban expuestos con orgullo en su dormitorio, y los vestidos que se había puesto para recibir los diplomas de plástico. Las habitaciones tenían los mismos muebles de cuando ella tenía doce años, y en las paredes estaban los mismos cuadros —fotografías de ella y Karchy, grabados baratos de paisajes que a su padre le recordaban Hungría—. Jamás habría pensado en intentar sacar a su padre de allí. Habría sido una pérdida de energía. A él le gustaba su casa como si la hubiese construido él mismo, con sus propias manos, desde los cimientos.

No le costaba mucho comprender a su padre. Aunque no hablaba mucho de su vida en Hungría, ella sabía que había sido un granjero que había tenido que escarbar para vivir pobremente de unos pocos acres de tierra. Luego, cuando los comunistas habían tomado el poder después de la guerra, había perdido incluso esto. Había sido desposeído de su tierra, de su sustento y, finalmente, de su país. La casa, si bien modesta, y el trozo de jardín que la rodeaba… eran suyos. Nadie podría jamás quitarle esto a Mike Laszlo.

A veces, cuando su padre tenía un aspecto especialmente cansado y consumido, Ann miraba a regañadientes el momento lejano en que ya no sería capaz de valerse por sí mismo. Le repugnaba la sola idea: poner la casa en venta, pensar en qué hacer con todos los bienes personales que habían reunido a lo largo de los años, para dejar espacio a unos extraños que llevarían sus propios muebles y tradiciones familiares.

Sin embargo, aquel día estaba lejos en el futuro. Por el momento, debía preocuparse del presente. Y, a juzgar por la escena que la recibió cuando se detuvo, tenía mucho de qué preocuparse.

—Papá, ¿estás loco? —gritó, para luego salir del coche y cruzar precipitadamente la acera. Mike no llevaba más que una camiseta de algodón para protegerse de la cruda humedad.

—¡Papá, vas a coger una pulmonía! —lo reprendió—. ¿Qué estás haciendo?

Mike la miró aturdido. Tenía en la mano varios papeles grapados juntos, que ondeaban al viento.

—Dicen que yo… he matado gente —murmuró—. Que… he torturado…

—¿Qué? —Lo que decía no tenía sentido. ¿Habría sufrido un ataque? ¿Por qué se comportaba de forma tan extraña? Con mucha gentileza, dijo ella—: ¿De qué estás hablando, papá? Anda, entremos.

No estaba segura de que él la hubiese oído, porque ni se movió ni habló.

—¿Papá? —repitió, y su voz temblaba ligeramente.

Su mirada le recordó la reacción de Mike cuando ella y David le dijeron que iban a divorciarse: la mirada de alguien que se siente traicionado y no sabe cómo empezar a expresar el dolor y la ira.

¿Pero quién demonios querría traicionar a Mike Laszlo? Aquellas hojas…

—Dámelas —dijo ella.

Él se las entregó en silencio.

«Departamento de Justicia de los Estados Unidos —declaraba el membrete en la cabecera—. Oficina de Investigación Especial». Debajo, en negrita, estaban las palabras:

«ORDEN DE DEPORTACIÓN: Michael J. Laszlo».

Ann echó un vistazo a las líneas, leía pero apenas captaba su significado. Pasó a la siguiente página y luego a la otra. A continuación volvió al principio y empezó de nuevo, esta vez leyendo con más atención, descifrando automáticamente el complicado lenguaje legal que Washington parecía dominar como nadie. Era un documento que amenazaba con destruir la vida de un hombre inocente y los burócratas no podían plasmarlo en un inglés simple y llano.

A pesar de todo, los hechos más importantes le saltaron a la vista. Los Estados Unidos estaban acusando a su padre de crímenes de guerra inimaginablemente horribles, de actos tan atroces que ya no era bienvenido a su país de adopción. Iba a ser despojado de su nacionalidad y enviado a Hungría, para habérselas allí con un Gobierno al que él se oponía amarga y clamorosamente De hecho, estaba siendo sentenciado a muerte.

Por supuesto, todo aquello era un terrible error —uno de aquellos errores con los que, afortunadamente, ella se había encontrado a menudo—. Pero entretanto, el problema más inmediato era hacer entrar a su padre en la casa, donde se estaba caliente. Alargó una mano y él se levantó, obediente como un niño pequeño anhelando ser reconfortado por su madre. Ella nunca lo había visto tan derrotado como en aquellos momentos, mientras entraba en la casa arrastrando los pies como un anciano.

¡Esos bastardos!, pensó ella, a la vez que cerraba la puerta de golpe detrás suyo. Montan un proceso sin preocuparse de comprobar si tienen o no al hombre justo.

Mike se dejó caer pesadamente en su sillón favorito, debajo del crucifijo que Ilona y él habían colgado el día de su llegada a la casa. Uno de los recuerdos más antiguos de Ann: Mike hundido en el sillón, mirando la televisión, mientras ella y Karchy hacían sus deberes en la mesa de la cocina. La tela de los brazos estaba raída y Ann había querido hacerlos tapizar de nuevo con una tela que a él le gustase. Pero Mike había rechazado su oferta con un gesto de la mano y colocado un tartán sobre los trozos rotos. Era un anciano; no necesitaba cosas nuevas y modernas. Era preferible que guardase el dinero para el niño.

Se dirigió a la cocina e hirvió agua para el té, se preparó una taza y reforzó pesadamente la de su padre con miel y limón. Luego volvió a la sala de estar y sonrió mientras le alargaba su taza favorita. El resto del correo yacía desparramado sobre la alfombra donde él debió haberlo dejado caer cuando abrió el sobre del Gobierno.

—No sé nada de esto… —dijo él; tomó un largo sorbo de té y se aclaró la garganta—. Trabajo en la fábrica, he educado hijos, éste es mi país. Ahora dicen… Anni, quieren quitarme la nacionalidad. No pueden hacerlo. Estoy aquí hace treinta y seis años, yo… —Su voz se fue desvaneciendo.

—Deben de haberse equivocado con otro Michael J. Laszlo —dijo ella, después de haber terminado de estudiar la lista de cargos contra él. Dejó los documentos a un lado y cogió su taza de té—. Hay muchos Michael J. Laszlo en el mundo, papá.

No era suficiente.

—¿Cómo pueden equivocarse? —preguntó él.

Ann había visto antes docenas de veces cosas como ésta. El Gobierno se entusiasmaba tanto con el valor de su caso que pasaba por alto ciertas inconsistencias clave que hacían que sus acusaciones resultasen mentira. O presentaba testigos cuyo testimonio clamaba coacción. O pruebas reunidas de una forma descuidada.

¿Acaso no era precisamente por esta razón que creía con todas sus fuerzas que todo el mundo tenía derecho a una defensa justa?

Cierto que de vez en cuando uno tropezaba con alguna que otra serpiente, como el traficante de droga de aquella mañana. Pero si no existiesen los bufetes de abogados como el suyo, o si ella escogiese a los clientes por el color de su collar o el tamaño de sus cuentas bancarias, sólo los ricos y poderosos tendrían su oportunidad en el tribunal. Lo que significaría que un hombre decente y encantador como su padre podría perder todo aquello por lo que había trabajado a causa de una chapuza de trabajo administrativo.

Ann se inclinó hacia delante y tocó el brazo de su padre afectuosamente.

—Ese otro Michael Laszlo debió de mentir cuando pidió la nacionalidad. Está acusado de crímenes de guerra…

—¡Yo era labrador! —gritó Mike. Saltó del sillón y empezó a golpearse la palma de la mano con el puño de la otra—. ¿Qué sé de crímenes de guerra? No hice nada así. Yo no soy así.

—Papá, no se refiere a ti —recordó ella, preocupada por su corazón, pues tenía la cara roja como la remolacha y respiraba de forma entrecortada.

Ann sabía lo que él debía de estar pensando. Le había oído a menudo machacar sobre los sucios comunistas, con toda su palabrería el paraíso de los obreros. Un paraíso —se burlaba—. Con un espía de la KGB detrás de cada puerta, a la espera de escuchar una mala palabra para poder enviar de por vida a un campo de trabajo en Siberia. Comunismo significa nada de comida. Nada de tierra. Nada de libertad. Nada de nada.

Ann se puso de pie, tomó las manos de él en las suyas y miró aquellos ojos castaños que tenían el mismo matiz que los suyos. ¿Había jamás amado más a su padre? ¿Qué no había hecho por ella todos aquellos años? Nunca podría pagarle todo el amor y el calor que le había dado. Si bien era un hombre brusco y tosco, rara vez había mostrado a ella y a Karchy otra cosa que no fuese su parte más tierna.

—Se han equivocado. Lo aclararemos —le aseguró, mientras le rogaba en silencio que confiase en ella—. No te preocupes.

* * *

La orden de deportación requería que Mike se presentase en el Federal Building para una vista el lunes siguiente, pero Ann no quería arruinarle el fin de semana con aquella espada de Damocles sobre su cabeza. Así, a fuerza de considerables enchufes y de pedir favores, consiguió adelantar la citación para el viernes. De esta forma sólo debería soportar dos días de tensión que él logró pasar con un mínimo de maldiciones y gritos.

Estaba alternativamente enfadado y taciturno. A ella le preocupaba más lo segundo. No era habitual que su padre se encerrara en tristes meditaciones; incluso Mikey apenas lograba hacerlo sonreír. Por mucho que le prometió que desenmarañaría todo el asunto en cinco minutos, él no parecía estar convencido de que su nombre fuese a quedar limpio. Por último Karchy tuvo que decirle que lo dejase en paz con su mal humor. Dijo que también él se sentiría de mala leche si alguien saliese diciendo que era un nazi.

Un nazi. Hasta que Karchy mencionó la palabra en voz alta, de hecho Ann no había considerado las profundas implicaciones de los cargos contra Michael J. Laszlo, fuese quien fuese. Karchy tenía toda la razón. No tenía sentido intentar convencer a su padre de que saliese de su negro estado de ánimo. Se animaría rápidamente tan pronto como la vista estuviese detrás de él y se hubiese restaurado su fe en la justicia norteamericana.

Tenía que confiar en Karchy para comprender. Aunque ella era la única con educación universitaria —sin mencionar que era la hija supuestamente más sensible—, Karchy la sorprendía a menudo con su aguda intuición, especialmente en lo referente a su padre. Tal vez ello era a causa de lo que él y su padre habían pasado juntos en Europa. Mientras que ella sólo podía imaginar las privaciones y la pobreza de su vida cotidiana en el campo de refugiados, Karchy había pasado por ello.

Aunque él sólo tenía tres años cuando los Laszlo abandonaron finalmente el campo, él insistía siempre que tenía recuerdos de aquellos días. «Cuando sólo éramos los tres», le decía tomándole el pelo hasta hacerla llorar. Siendo una niña pequeña, le torturaba el hecho de que la familia hubiese existido sin ella durante un tiempo. Todavía peor era saber que Karchy podía recordar a su madre cantando y contándole cuentos populares sobre brujas y duendes que vivían en el campo húngaro. Por el contrario, los recuerdos de Ann sobre su madre eran de segunda mano, destilados de fotografías y de las historias que le habían contado su padre o su hermano.

Así, tal vez Karchy compartía un vínculo especial con Mike, o quizás había salido a Ilona, que había sido, según todas las opiniones, un ser humano inusualmente afable y compasivo. Ann había llegado a una edad en la vida en que podía permitirle esto a Karchy. Porque, tenía que enfrentarse a ello, todo el mundo decía siempre que ella era la hija de su padre: llena de energía, extrovertida, ambiciosa, una verdadera emprendedora.

Por otra parte, el conformista Karchy se contentaba (o así decía él) con trabajar en la fábrica, salir con sus amigos, jugar a bolos, a béisbol y, en algún rato perdido, ir al cine. Prefería dejar la vía rápida a su hermana. De vez en cuando, como en aquellos momentos, creía necesario recordarle que debía frenar y pararse un instante para considerar un lado humano y emocional del asunto. Si Karchy era una indicación, su madre debió ser una dama notable.

Pero su padre era un ser realmente especial. Ann se sintió agradecida por haber escogido una profesión que la equipaba muy bien para librarlo de aquel horrible caso de error de identidad. Sentado junto a ella en una de las salas de espera de la planta treinta y siete del Federal Building, parecía incómodo e intranquilo. En parte era el traje. Ella le había dicho que se lo pusiese a fin de dar una buena impresión a los abogados del Gobierno, pero parecía recién salido del barco.

La chaqueta le caía bien diez años antes, pero en aquellos mementos el botón de en medio libraba una batalla perdida con su cintura. La camisa parecía demasiado estrecha alrededor del cuello y ella se preguntaba cómo podía respirar. En cuanto a los pantalones… Ann se dijo que tal vez habría debido insistir para que se comprase otro par. Pero sabía que su padre nunca habría querido hacer una cosa así.

Sencillamente, era un hombre que jamás parecería cómodo dentro de un traje. Rara vez se lo ponía, ni siquiera para ir a la iglesia.

—Estás bien, papá —mintió, a la vez que le quitaba un hilo del hombro. Aquel día tenía el aspecto de un anciano gris y cansado. Imaginó que no habría dormido bien… ¿Cómo habría podido? Su propio y amado Gobierno lo llamaba criminal y amenazaba con echarlo del país. Su país.

Le había indicado que debía estar callado y dejar que ella llevase el peso de la conversación.

—Papá, yo hablo su lenguaje —le había dicho, y él había prometido mantener la boca cerrada. Ella sólo confiaba en que pudiese mantener la promesa.

—¿Señora Talbot?

La recepcionista del mostrador de la entrada asomó la cabeza por la puerta de la sala de espera y les indicó con un gesto que le siguiesen, a través de una pasillo largo y enmoquetado. Aunque Ann no había estado allí antes, el ambiente le resultaba familiar. Pensó: Deberían colgar un letrero en la puerta: ¡Cuidado! ¡Abogados en acción!

Pasaron delante de una serie de escritorios donde unas mujeres jóvenes y no tan jóvenes golpeaban sumisamente las teclas de sus ordenadores. Muchas de las amigas de Ann del Instituto se habían empleado como secretarias después de la graduación. Y, a no ser por la firme creencia de su padre, de que con su gran inteligencia sólo podía prepararse para lo mejor, habría podido fácilmente reunirse con ellas.

Detrás de cada escritorio, estaban los despachos de los abogados, con las puertas cerradas o entornadas. Ella no tenía que mirar dentro para saber que la mayoría estaba ocupada por hombres vestidos con trajes de tres piezas. El sistema judicial federal estaba todavía anclado en el pasado, y sólo un grupo de mujeres abogadas había conseguido abrir una brecha en sus defensas. Aquellos puestos del Gobierno Federal eran considerados destinos pingües, excelentes escalones para compañías de categoría superior con sueldos de alto nivel. Los abogados que se encontraban detrás de las puertas eran agudos, agresivos y, bastante a menudo, más que un poco engreídos. Al fin y al cabo, tenían el poder de Washington y del pueblo norteamericano de su parte.

¿Y qué? Era una abogada de primera y un contrincante a su altura siempre despertaba en ella a la tigresa. Claro que el caso de su padre no llegaría tan lejos. Lo miró por el rabillo del ojo mientras la recepcionista les indicaba una habitación al final de la sala. Su rostro estaba impasible, pero cuando ella le apretó la mano, notó que tenía la palma empapada de sudor.

Entraron en lo que, evidentemente, era una sala de reunión, si bien faltaba la acostumbrada mesa de sólida construcción y perfecto pulido. Sin embargo, de lo que no carecía la habitación era de un asombroso panorama a través de los ventanales que abarcaban toda la pared, de lado a lado y desde el suelo hasta el techo. La ciudad de Chicago se diseminaba entre ellos como un juego de mesa. Al Este, el sol centelleaba sobre el lago Michigan, que se extendía hasta donde podía alcanzar la vista de Ann. Pero sólo dedicó un instante al panorama antes de alargar la mano al hombre que estaba de pie esperándolos.

—Soy Ann Talbot —se presentó.

—Yo Joe Dinofrio. Hola.

Su forma de dar la mano era agradable y firme, y tenía un aire afable y seguro de sí mismo. Ann imaginó que tendría aproximadamente su edad y que estaba preparándose para ejercer el derecho privado. Quizá creía poder salir en medio de un resplandor de gloria llamado los EE. UU contra Michael J. Laszlo.

—Y mi padre —dijo ella, imitando su tono bajo de voz.

—Mike Laszlo —se presentó Mike. Alargó el brazo para estrecharle la mano y captó un momento de vacilación en Dinofrio.

Ann también lo vio y respiró profunda y furiosamente para calmarse. El corazón le dolía por el insulto a su padre. Sin embargo, estaba decidida a mantener las emociones a raya. Si ella no daba ejemplo, ¿cómo podría esperar que su padre lo hiciese?

Dinofrio estaba sorprendido por la conexión familiar entre Laszlo y aquella atractiva mujer que estaba muy lejos de la imagen que él tenía del conjunto de inmigrantes húngaros. Pero se limitó a decir:

—¿Está usted aquí como abogada del señor Laszlo, señora Talbot?

Ann movió la cabeza.

—No. He pensado que podríamos aclarar este asunto…

Justo en aquel momento se reunió con ellos otro hombre, algo mayor que Dinofrio y que llevaba una gruesa carpeta debajo del brazo. Su aspecto era del tipo que, bajo otras circunstancias, a Ann le habría parecido atractivo: cabello oscuro despeinado, agudos ojos marrones que miraban desde detrás de unas gafas con montura de concha, una figura delgada que irradiaba nerviosa energía. Era menos elegante que Dinofrio. Ann advirtió que la corbata de cachemira no pegaba con las rayas de su traje.

—Les presento a Jack Burke. Es de la oficina de Investigaciones Especiales. Yo ayudaré a Jack a llevar el caso —dijo Dinofrio—. La señora Talbot, el señor Laszlo.

Burke miró primero a uno, luego al otro. Algo en sus ojos advirtió a Ann que éste era el tipo del que había que tener cuidado. Había visto aquella expresión con anterioridad: la mirada de un hombre que está sediento de probar su caso y ganarlo, con intención de jugar sucio si era necesario.

Dado que había sido la víctima de semejantes batallas alguna que otra vez, Ann había reflexionado sobre lo que animaba a este tipo de personas. Había llegado a la conclusión de que aquella sed de justicia estaba a menudo alimentada por unas emociones más oscuras que las nobles ideas agrupadas en la sala del Tribunal. Se preguntó qué motivaba a Burke.

Mike, de nuevo, alargó la mano, pero Burke se limitó a mirarlo, sin siquiera preocuparse por pretender ser educado.

—Escuchen —dijo Ann, intentando con todas sus fuerzas enmascarar su furia ante el desaire—. Se trata de un error. Se han equivocado de Michael J. Laszlo.

—Y un cuerno —replicó Burke, de modo terminante.

Ann percibió que Mike se estaba irritando. Puso una mano moderadora en su brazo y preguntó:

—¿Cómo ha dicho?

—No nos hemos equivocado de hombre —dijo él, pronunciando despacio cada palabra, como si estuviese hablando con una persona sorda.

Jack Burke se había preguntado a menudo cómo reaccionaría cuando por fin conociese a Michael Laszlo, cuya historia personal se había vuelto para entonces tan familiar como la suya propia. Durante más de un año, se había ido relacionando cada vez más íntimamente con aquel hombre. Se había pasado innumerables horas estudiando larga y detenidamente montones de documentos: docenas de fotografías, amarillentos documentos de Estado engalanados con el sello oficial nazi, testimonios laboriosamente traducidos al inglés. Su testimonio colectivo era tan desgarrador que algunos días pensaba que se volvería loco si leía una sola palabra más. Había adelgazado porque a menudo sentía tanto asco que no podía comer. Con frecuencia se despertaba por la noche sobresaltado por nítidas pesadillas pobladas por las víctimas de Laszlo que gritaban: ¡Debes ayudarnos! ¡Encuéntralo!

Si bien había intentado mantener la objetividad del investigador, había sin embargo alimentado sentimientos con respecto a Laszlo. ¿Cómo podía haber sido de otra forma, dado el peso acumulado de las pruebas contra él? Llamarlo un sádico de sangre fría era una descripción insuficiente. Todo indicaba que Laszlo había estado desprovisto de misericordia o remordimientos.

Al igual que un sabueso resuelto a atrapar a su presa, Jack había rastreado la pista de Laszlo desde Budapest a Chicago. Y había descubierto con perplejidad que el asesino nazi se había transformado en un ciudadano modelo: un padre ejemplar, un feligrés asiduo, bien considerado en el trabajo. La única mancha en su historial era que había sido detenido por manifestarse contra los bailarines del Ballet Nacional Húngaro.

En la Facultad de Derecho había aprendido a hacerse la pregunta adecuada a fin de llegar a un conocimiento perspicaz de la ley. Solo en su diminuto despacho de Washington, le había atormentado una pregunta abrumadora, que sin duda ni el propio Laszlo podía contestar: ¿Por qué? ¿Por qué había decidido humillar y brutalizar sistemáticamente a otros seres humanos? Y había otra pregunta, no menos importante: ¿Cómo había vivido consigo mismo y con su conciencia todos aquellos años?

Y allí estaba Laszlo, con un aspecto mucho más viejo y más ajado que el hombre de las fotografías. Sin embargo, Jack hubiese podido reconocerlo en medio de una muchedumbre. Había pasado tantas horas estudiando aquellos rasgos: los ojos con gruesos párpados, las mejillas con carrillos, la frente alta y amplia. La mujer —la hija de Laszlo, pobrecilla— había heredado la frente de su padre y unas mejillas con fuertes huesos. ¿Había heredado también la capacidad para brutalizar? ¿O, como con ciertos defectos estas características saltaban una generación?

La presión de Mike había ido ascendiendo como un volcán a punto de estallar.

—¡Yo no he hecho nada de eso! ¡No soy yo! Yo era buen ciudadano en el viejo país. Yo era labrador. Yo soy un ciudadano. Yo soy un buen americano.

—¡Si usted es un buen norteamericano, señor Laszlo, entonces este país está metido en la mierda hasta el cuello! —replicó Jack.

Ann estaba empezando a tener la sensación de estar ante un pelotón de linchamiento. Aquellos dos imbéciles ya habían juzgado y condenado a su padre. Ahora sólo estaban buscando un árbol suficientemente alto para colgarlo. ¡Bien, adelante! ¿Desde cuándo los Estados Unidos de América eran un Estado policíaco?

—¿Qué demonios es esto? —Dijo, fulminándolos con la mirada—. ¡Ustedes no pueden hablarle de esta forma! ¡Tiene sus derechos! ¡No permitiré que nadie le hable de esta forma!

—¡Yo sé por qué me hacen esto! —bramó Mike, dando a Jack un empujón en el pecho.

—Por favor, papá —dijo Ann, mientras intentaba apartarlo de Burke.

Él la miró un momento sin comprender. Luego retrocedió y rezongó:

—Los comunistas me hacen esto, Anni. Vuelven a por mí…

—¿Por lo que pasó con los bailarines? —dijo Jack, bufando con desprecio.

—Iré a la Televisión, hablaré a los periódicos…

—Esto es lo que esperaba que dijese —dijo Jack, haciendo un gesto desdeñoso con la mano.

—¡No me interesa lo que usted esperaba! —Exclamó Ann, dando un paso hacia delante para colocarse entre Burke y su padre—. Están ustedes acusando a un hombre de algo que habría hecho…

—Que supuestamente habría hecho —interrumpió Dinofrio, en voz baja.

—Tampoco necesito ninguna puntualización legal de usted —dijo ella, y lo miró un instante para dirigirse luego a Burke—: Hace treinta y seis años que está aquí. ¿Por qué no ha sido acusado antes?

—No lo estamos acusando de nada. Esto no es un procedimiento criminal —dijo Jack, con impaciencia. ¿Y se suponía que aquella mujer era abogada? Aparentemente interpretaba mal la finalidad del afidávit.

—¡Él no ha hecho nada! —Declaró Ann, alzando una voz llena de indignación—. ¿Quieren puntualizaciones legales? Les daré una: ¡En este país, es inocente hasta que se pruebe lo contrario!

Jack cogió su expediente y lo blandió ante ella.

—Los informes de los testigos han estado encerrados en el sótano de las Naciones Unidas hasta el año pasado. ¡Por esto no lo acusamos antes!

—A usted le ha ido muy bien —dijo ella, fríamente.

—No. A él le ha ido muy bien.

Ella fue consciente de que aquel intercambio no llevaba a ninguna parte. Fuesen las que fuesen sus enfermizas razones, Burke estaba dispuesto a verter sangre. Y era evidente que Dinofrio estaba contento de cabalgar junto a él para la caza y el festín del cadáver. Había oído hablar de este tipo de situaciones, donde unos perseguidores celosos en extremo tuercen las reglas para montar sus casos. Se podían manipular documentos, distorsionar testimonios. Una amenaza vagamente velada, una sutil intimidación, un total soborno no tan sutil, todos ellos caminos clásicos para proporcionar la «parte culpable» del sacrificio, que podía convertir en culpable de un crimen a quien jamás lo había cometido.

Así pues, tenían testigos. Según su padre y sus amigos, cualquiera que quisiese un piso mayor o un trabajo mejor estaría feliz de testificar, especialmente contra un anciano de América cuya vida no significaba nada para ellos. Los comunistas podían encontrar sin problema muchos de estos testigos.

—Ven, papá —dijo, cogiéndolo por el brazo—. Vámonos.

Pero Mike no estaba dispuesto a marcharse como un animal herido. Se apartó y se movió en dirección de Jack Burke.

—¡Todo son tonterías! ¡Lo han montado los comunistas! ¿Y ustedes América, ustedes mi Gobierno los han ayudado a hacerme una cosa así? No he hecho daño a nadie. Trabajo en la fábrica de acero. He sacado adelante a un chico y una chica. Mi chico es soldado americano, luchó en Vietnam. Mi hija, abogada americana. ¡Pero ustedes escuchan a los comunistas!

Jack se obligó a mantener la calma ante la agresión verbal de Laszlo. Después de todos los datos que había absorbido, aquel hombre ya no le sorprendía. Sin duda él sabía un montón de cosas más sobre Laszlo que su hija abogada norteamericana. Esta idea provocó una sonrisa irónica, que apenas disimuló.

—¡Eh, usted! ¿Se está riendo de mí? ¡Hijo de puta! —dijo Mike, y apretó el puño, dispuesto a lanzarlo—. ¿Usted me ha hecho esto?

—¡Papá, no lo hagas! —gritó Ann en húngaro. Reprimió lágrimas de frustración. Aquel tipo de fea confrontación era exactamente lo que había querido evitar—. Vamos, papá —dijo, sujetando el brazo que él tenía levantado.

Sujetándolo firmemente por el codo con una mano, lanzó a los hombres un escueto adiós con un gesto de la cabeza y se encaminó hacia la puerta. Pero aún no habían terminado. Todavía le tenían reservadas otras malas noticias.

—El Gobierno húngaro ya ha pedido la extradición —dijo Dinofrio. A juzgar por la emoción que mostró, podía haber estado hablando del tiempo o diciendo la hora.

Mike se volvió rápidamente.

—¿Qué? ¿Qué significa?

—Significa —contestó Jack, saboreando el momento—, que si le retiran la nacionalidad, será enviado a Hungría para ser juzgado.

—¿Me mandan con los comunistas? ¿Me mandan a la muerte? —El cuerpo de Mike se dobló, como si hubiese recibido un golpe en las tripas. Miró desoladamente a Jack, que le devolvió la mirada, insensible al dolor de Mike. Mishka Laszlo, como había sido conocido en Hungría, carecía notoriamente de piedad. Jack prefirió guardar su compasión para aquellas pobres almas —vivas o muertas— que habían tenido la desgracia de ponerse en el camino de Laszlo.

—¿Es por esto que sé manifestó y se dejó detener hace cinco años? ¿Verdad? —le echó en cara Jack—. Para tener una coartada en caso de que todo esto le cayese algún día encima.

Deseando solamente escapar al veneno de Jack Burke, Ann agarró el brazo de su padre.

—Nadie te quitará tu nacionalidad, papá —dijo, con aspereza.

Mike tropezó al salir de la sala de conferencias, pero Ann lo sujetó antes de que cayese. Él guardó silencio mientras recorrían la oficina. Tan pronto estuvieron solos, a salvo en el ascensor, dijo:

—¿Qué vamos a hacer?

Ann se había estado haciendo la misma pregunta, así como por qué no la creían cuando decía que su padre no era el hombre que ellos buscaban. Le había dicho que no se preocupase, y él había confiado en ella. Era un simple error, le había dicho, que se aclararía fácilmente. Pero ahora comprendía que se había equivocado. Aquellos hombres querían creer que Mike Laszlo era un criminal. No querían escuchar, sólo hablar sobre lo que habían leído acerca de él. ¿No comprendían que los documentos podían ser falseados?

—No lo sé —contestó, mientras seguía estudiando las diferentes opciones—. Te buscaremos en buen abogado. Contrataremos al mejor abogado.

serás mi abogado.

Su confianza en ella la emocionó, pero era una idea horrible.

—Yo no sé nada de naturalización. Encontraremos el mejor abogado de inmigración. Yo soy una abogada criminalista, papá —explicó.

—Dicen que yo soy un criminal. Dicen que yo soy criminal contra la Humanidad, Anni —dijo él, bajando el tono de voz. Movió la cabeza y cruzó los brazos contra su pecho, como diciendo, tú harás muy bien este trabajo para tu padre.

No tuvo que decir una sola palabra para que Ann leyese sus pensamientos: Esos tipos con sus trajes a la moda podían irse al infierno y besarle el culo. Porque con la ayuda de ella, él se iba a quedar allí, en los Estados Unidos de América.