Capítulo II

Los pasillos del Palacio de Justicia Municipal de Daley Center estaban siempre llenos de la mezcla habitual de chulos y ajadas prostitutas; de traficantes de droga bien vestidos que podían haber pasado por comerciantes de Merc de visita; de garantes de fianzas y polis de rostro desabrido; de ayudantes del fiscal del distrito y de abogados defensores. Ann había estado recorriendo estos pasillos casi desde el momento en que obtuvo el título en la facultad de derecho, y conocía bien sus entresijos.

No era para ella la calma serena y ordenada de los bufetes que ofrecían sus servicios a empresas o a decorosos clientes acaudalados cuyos bienes debían ser atendidos. A ella le atrajo la agitación del derecho penal: el tira y afloja del contrainterrogatorio, el trabajo de ganarse la confianza del jurado, el repaso instantáneo de la ley a fin de encontrar el punto débil del oponente. Había dedicado su tiempo a la oficina de la defensa pública, un aprendizaje riguroso que había borrado cualquier vestigio de timidez que hubiese podido ocultar. Había adquirido allí la fama de ser una abogada compasiva y eficaz que podía pensar rápidamente y lograr que el jurado viese las cosas a su manera.

Todo el mundo sabía, sin embargo, que la oficina de la defensa pública era sólo un lugar de paso. Era un campo de entrenamiento donde los abogados podían hacer gala de sus cualidades hasta que eran abordados por uno de los bufetes que representaban a los clientes difíciles de defender, aquéllos que requerían una habilidad extra especial. Por consiguiente Ann no se sorprendió cuando Mack Jones, con quien a menudo había hecho fintas en el pasillo de la sala del tribunal, la invitó a cenar, pidió una botella de vino caro y procedió, entre la ensalada y el postre, a explorar la posibilidad de que fuese a trabajar con él.

Ann siempre había admirado la forma en que Mack libraba sus batallas en el tribunal. Había descubierto en el transcurso de la cena que también le gustaba su franqueza.

—Escucha —dijo él, de forma terminante—. Hace bastante tiempo que te vengo observando en el tribunal. Tienes entusiasmo y ambición, una mente ágil, y una lengua aguda. Y eres capaz de ver la otra parte, aun cuando no quieras admitirlo. Puedo decirlo por la mirada que he visto en tus ojos. Creo que eres una abogada condenadamente buena, y ello es el noventa y cinco por ciento de la razón por la cual quiero contratarte.

Hizo una pausa para tomar un sorbo de vino, luego continuó:

—Pero te aseguro que el hecho de que tu nombre de soltera sea Laszlo no perjudica. O que hables un poco de húngaro. Yo soy negro, y ya tengo un socio judío. Me atrae bastante la idea de cerrar el círculo con una mujer de tu gran talento que además puede contribuir al voto étnico. ¿Te ofende?

Ella meditó con cuidado la pregunta, luego movió la cabeza, no. Mack Jones era un abogado demasiado entregado para contratar a alguien a quien no respetase profesionalmente. Su instinto le había dicho que formarían un buen equipo.

Cinco años después se convirtió en socia, y el bufete Jones, Lehman & Talbot tenía más trabajo del que podía abarcar. Algunos clientes le gustaban más que otros. Quienes más le molestaban eran los traficantes de droga: bastardos listillos que se vestían como inversionistas yuppies y llevaban miles de dólares en sus maletines de cuero de Mark Cross. Cuando se detenía demasiado a pensar en ellos, vendiendo drogas que acababan en manos de chicos como Mikey, casi llegaba a odiarse por abogar por su versión de la historia. Lo que le permitía seguir delante era la creencia, compartida con sus socios de que todo el mundo tenía derecho a una representación justa.

Incluso un hijo de puta como Doug Griffin, que había sido pescado por un par de agentes de narcóticos por traficar con cocaína. Si Ann estaba segura de algo era que Doug era un don nadie. Pero actuaba como si fuese un pez gordo, y le había estado lanzando miradas seductoras desde el momento en que Sandy Lehman había hecho las presentaciones unos momentos antes de dirigirse a la vista de su fianza.

A Griffin se le habían subido los humos a la cabeza y había acabado pisando mierda, razón por la cual todo el equipo —los tres socios, más su investigadora privada, Georgine Wheeler— se había reunido en el Palacio de Justicia aquella mañana. Pero Griffin no era todavía consciente de que sus próximos años de vida dependían de alguna maniobra legal completamente fantástica. Desde su punto de vista carente de instrucción, su caso era clarísimo. Ya había hablado con Sandy y ahora estaba repitiendo su historia para el gobierno de Mack y Ann.

—Empezó a tomar el Miranda, pero entonces el otro agente, el que lleva coleta, dijo: «Pégale», y el primero no llegó a terminar el Miranda.

—¡Bingo! —Exclamó Sandy.

Éste era un hombre atractivo de unos cuarenta y cinco años, y aquella mañana iba vestido como de costumbre con uno de sus trajes de tres piezas hechos a medida que llevaba siempre que tenía que comparecer en el tribunal. Ann jamás había conocido a nadie tan obsesionado con su aspecto como Sandy. Le gustaba comer, pero rara vez se levantaba de la mesa sin anunciar que tenía previsto adelgazar seis kilos, a partir del día siguiente. En una ocasión le había incluso confiado que cada mes se gastaba una cantidad nada despreciable de dinero en una loción que se suponía debía evitar que se quedase todavía con menos cantidad de pelo oscuro y rizado.

Había proporcionado a Ann un hombro fornido donde llorar cuando ésta atravesaba el momento más triste de su divorcio, pero él había acabado en su cama después de haber estado en el despacho hasta tarde, lo que quería de él era amistad, no sexo. Por otra parte, resultaba ser un abogado fantástico con un conocimiento admirable de los códigos del derecho penal.

Sin embargo, aquel día Ann pensó que estaba siendo optimista en exceso. ¿Desde cuándo creían que la bofia de Chicago decía siempre la verdad con respecto a si había seguido o no el procedimiento adecuado? Si un traficante de droga declaraba que no le habían leído sus derechos, ¿a quién iba a creer el jurado? ¿Al hombre vestido de azul o al tipo acusado de vender cocaína y Dios sabe qué otra cosa?

—No se lo tragarán —dijo, haciendo de abogado del diablo, una táctica que a menudo producía efectos positivos. Mack o Sandy replicaban a su reto con un argumento de mayor peso en nombre de su cliente.

Mack se sentía más realista.

—Les retorciste la nariz, gritaron. El jurado lo oirá —dijo, sucintamente.

Por supuesto, mucho dependía de los testimonios, la coartada y la confirmación, que era donde intervenía Georgine. Universalmente conocida como George, era una mujer negra cálida y extrovertida que prefería los estampados africanos y los turbantes a los trajes de chaqueta, y que no tenía manías a la hora de lanzar su peso si consideraba que así lo requerían las circunstancias.

George era diez años más joven que Mack, y se habían conocido cuando ella era una niña con proyecto de mujer y él era uno de los chicos mayores que mantenía a los muchachos malos a raya. Tan pronto como acabó el instituto, ella había llamado a su puerta en busca de un trabajo y llevaba trabajando con él desde entonces. Mack le preguntó en una ocasión cómo había conseguido ser tan buena en lo que hacía. «Soy simplemente una pura curiosa por naturaleza», había contestado ella.

Pero George era mucho más que una investigadora privada. Repartía apoyo moral o los ponía como un trapo, cuando así lo estimaba conveniente; los hacía reír en los momentos difíciles; cuando estaban enfermos les llevaba sopa de pollo casera condimentada con ajos tiernos. La compañía no podía prescindir de ella.

Ella ya había hecho su trabajo con respecto a Doug Griffin.

—Dos testigos —informó—. Uno es dudoso, el otro es oro puro. Ann sintió que renacía la esperanza en ella.

—Ensuciaremos al dudoso, sacaremos partido del fiable —dijo.

Ésta era la parte divertida, reunir los elementos con los cuales trabajar, imaginar la estrategia. Sandy le decía a menudo que habría sido una estupenda jugadora de póquer, por la forma en que le gustaba preparar sus cartas sin enseñar la mano hasta que no era absolutamente necesario. Y siempre con un rostro impasible.

Griffin pescó al vuelo una pizca de su entusiasmo.

—¿Cómo lo vas a hacer exactamente? —Quiso saber.

Ann ignoró la pregunta de Griffin. Para su relación profesional era preferible que éste comprendiese por su indiferencia que el hacho de defender su causa en el tribunal no le autorizaba a entablar conversación con ella. Le diría lo que necesitaba saber de él. Y punto. Al principio de su carrera había aprendido el arte sutil de representar a acusados que le producían náuseas. Dándole la espalda, le preguntó a George:

—¿Qué pasa con la Banda E que tenemos para mañana?

—No quieren pactar —dijo George, moviendo la cabeza.

—Pactarán —dijo Ann, sonriendo ligeramente. Consultó el reloj. Si la vista para la fianza empezaba puntual, podría estar de vuelta en el despacho a las diez y cuarto, leer el expediente de la Banda E y preparar las notas para la reunión del día siguiente. Después tenía que empezar con un caso de discriminación de vivienda que había llegado a última hora de la tarde del día anterior.

Su nuevo cliente, Robin Mueller, era propietario de una tienda de animales domésticos en Sheridan Road, y abastecía sobre todo a las jóvenes y ricas parejas del vecindario. Demasiado ocupadas o todavía poco dispuestas a tener hijos, proyectaban su amor en sus perros y gatos con pedigrí, y gastaban mucho dinero en el «Animal Emporium».

Ahora, Robin y la mujer con la que vivía querían comprar un piso de dos habitaciones en una comunidad de propietarios a dos manzanas de la tienda. Ella había negociado con los vendedores, acordándose un precio que estaba dispuesta a pagar al contado. El problema surgió cuando la junta de la comunidad de propietarios rechazó su solicitud. No se molestaron en dar explicaciones, pero Robin estaba segura de que se imaginaban que ella era lesbiana.

Sin duda se sentían a salvo porque la mayor parte de los candidatos rechazados era reacia a remover las cosas. Pero Robin, una mujer de unos treinta y cinco años, guapa y de hablar dulce, estaba muy enfadada y dispuesta a luchar.

—Conozco a algunos miembros de esta junta —le dijo a Ann con lágrimas en los ojos—. No les importa que una tortillera se ocupe de sus preciosos perros y gatos, pero me temo que no soy lo bastante digna como para vivir en el mismo edificio.

¡Bastardos!, pensó Ann, mientras escuchaba. No veía el momento de ponerse en acción. Era precisamente el tipo de caso donde ella y George hincaban los dientes y lo manejaban como si estuviesen llevando a cabo algo digno de consideración.

Sumergida en sus reflexiones, no había advertido que Griffin la estaba examinando con un interés a todas luces creciente. Le gustaba aquella abogada, guapa y con un cuerpo estupendo. Dura como el clavo por fuera, pero apostaba que en la cama era suave como el terciopelo. El tipo de chavala que le iba. Se preguntó si en el escenario habría un marido o un novio; pero sin saber el porqué, decidió que no. Tal vez si jugaba bien sus cartas, podría llegar a haber algo entre ambos.

—Debe de ser usted una mujer muy astuta —dijo con una voz dulce; y con un aire de naturalidad, la rodeó con un brazo.

Ella se apartó bruscamente, como si la hubiese tocado con un hierro candente.

—¡No olvide quién es usted, tío mierda! —Exclamó.

En busca de simpatía masculina, Griffin dirigió la mirada hacia Mack y Sandy. Pero ninguno de ambos quería ser reclutado como aliado. Sandy pretendió estar concentrado en sus notas. Mack volvió conspicuamente la cabeza para saludar a un colega. Griffin captó el mensaje y mantuvo la boca cerrada mientras cubrían el resto de la distancia hasta la sala del tribunal. Ann Talbot no sabía lo que se perdía. Él tenía montones de mujeres que bebían los vientos por él. Además, ¿para qué quería a aquella presumida? Sólo para que hiciese su trabajo como se suponía debía hacer y lo mantuviese alejado de la cárcel.

Ann, por su parte, tenía cosas mucho más importantes en su cabeza que Doug Griffin. Para ella no era más que una mosca fastidiosa a la que espantaría con el dorso de la mano a modo de matamoscas si se cruzaba en su camino. En aquel momento le preocupaba mucho más discutir con George sobre cómo manejar el caso de discriminación. Estaba claro que había una labor de excavación.

Su conversación fue interrumpida por John Szalay, un amigo de su padre que trabajaba como guardia de seguridad en el Palacio de Justicia Municipal, cuando no estaba friendo tocino.

—¡Annie! —Llamó, con frenesí, agitando una mano a fin de llamar su atención.

Ella le devolvió el saludo y siguió caminando. Pero en lugar de dejarla marchar, John la cogió por el brazo y dijo:

—Tu secretaria ha estado buscándote. Llama a tu padre.

Normalmente no era propensa al pánico, pero oyó la urgencia en la voz y se preguntó si sabría más de lo que le estaba diciendo. No le gustaba dejar a sus colegas. Pero era insólito que su padre la buscase en el trabajo. Debía de haber pasado algo terrible.

Mack había escuchado el mensaje de John. Le dio un cariñoso empujón y dijo:

—¡Ve! Te sustituiremos nosotros.

—Bien. Hasta luego —dijo ella por encima de su hombro y corrió en busca del teléfono.

Sus altos tacones golpeaban el suelo de terrazo con un sonido sordo y staccato de preocupación y tensión. Imágenes fragmentadas de posibles catástrofes cruzaban por su cabeza. ¿Mickey? No, no podía ser; habrían llamado del colegio. Tal vez su padre estaba enfermo… un ataque cardíaco… ¿Cuántas veces le había rogado que se cuidase más? O quizás había habido un accidente en la fábrica y Karchy estaba herido.

Mientras registraba el bolso en busca del monedero y sacaba una moneda de veinticinco centavos con dedos temblorosos, fue asaltada por una fuerte premonición de desastre. Durante un momento alocado la mente se le puso en blanco y no pudo recordar el número de teléfono de su padre, el mismo desde que ella era pequeña. Tienes que calmarte, se dijo. Su actividad era ridícula. Se obligó a respirar profundamente, la mente se le aclaró y marcó rápidamente los números. Dios mío, por favor, rezó en silencio, por favor, haz que todo esté bien.

El teléfono sonó una, dos veces. Tecleando nerviosamente con las uñas en el cristal de la cabina telefónica, murmuró al receptor. Por favor, papá, contesta a este maldito teléfono. Un momento después —que pareció una eternidad—, Mike descolgó por fin el teléfono. El sonido de su voz al otro lado de la línea no consiguió tranquilizarla. Y todo lo que él dijo fue:

—¡Ven enseguida, Annie!