La lógica le decía que sería preferible dejar la visita a la casa de empeños para el día siguiente. Pero Ann no podía esperar. Tenía que saber lo que Tibor Zoldan le había dado al prestamista sin duda a cambio de mucho menos dinero de lo que valía el objeto. Desde Budapest no había llamado a nadie para comunicar que volvía a casa. Por consiguiente, cuando el avión aterrizó en Chicago, nadie la esperaba y a nadie tuvo que dar explicaciones.
Cuando por fin consiguió sacar el equipaje y salir ella misma del caos de la terminal internacional de llegadas, eran las cinco y media. ¡Qué lástima no tener a un Andras esperándola para facilitarle las cosas en esta parte del mundo! Como no sabía a qué hora cerraban las casas de empeños, confió en que ésta estuviese abierta hasta tarde. La suerte estaba de su parte, y no tuvo que esperar mucho para conseguir un taxi. El recorrido hasta West Side en medio del tráfico de la hora punta, fue un rato de puro nerviosismo.
Pero cuando el taxi se detuvo en la dirección que ella le había dado, lanzó un suspiro de alivio. Las luces estaban encendidas dentro de la tienda, enfrente de la cual colgaban tres grandes esferas metálicas, el símbolo medieval de los prestamistas. Por diez dólares de más, convenció al taxista para que la esperase; y ella bajó del taxi, ansiosa por resolver el misterio.
Al entrar en la tienda, se vio a sí misma en el espejo de cuerpo entero que había en una de las paredes. Estaba ojerosa y pálida a causa del agotamiento. Parecía como si no hubiese dormido desde hacía días, lo cual no estaba muy lejos de la verdad.
En otras circunstancias, habría sentido curiosidad por los tesoros escondidos que podían encontrarse allí entre toda aquella suciedad y desorden. Pero aquella noche su curiosidad era exclusivamente para lo que podría obtener con el resguardo de Zoldan.
El propietario la oyó entrar y salió arrastrando los pies de la trastienda, para ver quién iba a perturbar su cena consistente en una pizza regada con un trago de whisky. No se molestó en ocultar su sorpresa. Las mujeres blancas y guapas no solían frecuentar su lugar. Además, ésta tenía dinero. Lo podía decir por las joyas que llevaba. Pero cuando ella le entregó el resguardo, lo miró dubitativamente.
—Cielo santo, señora. Ha tardado usted mucho en volver —gruñó, mientras se rascaba el pecho.
Ann sonrió forzadamente e intentó sofocar su impaciencia mientras el hombre desaparecía en la trastienda durante un tiempo que le pareció eterno. Cuando volvió a aparecer, iba moviendo la cabeza.
—188,90 dólares —anunció, con un gesto de disgusto, como si temiese que ella considerase que el precio era demasiado elevado.
Colocó sobre el mostrador una caja de madera vistosamente labrada. En su tapa había dos figuras de cerámica, un hombre y una mujer, ambos vestidos con los trajes típicos húngaros, listos para bailar. La caja parecía muy antigua y mucho más valiosa de lo que el prestamista le había dado a Zoldan por ella.
Ann sacó rápidamente el billetero en busca del dinero y pagó al hombre antes de que él leyese su mente y decidiese aumentar el precio. Ella cogió la caja y ya estaba a medio camino de la puerta cuando el prestamista súbitamente se dio cuenta de que tenía un cliente rentable.
—Eh, oiga —la llamó—. Tengo unos anillos de diamantes preciosos.
* * *
—¿Dónde vamos ahora, señora? —quiso saber el taxista.
Ella le dio la dirección de Wilmette y esperó con gran impaciencia hasta que hubieron entrado en la autopista Eisenhower Allí tenía por fin luz suficiente para mirar convenientemente la caja de Zoldan.
En su cara inferior, descubrió un pequeño botón metálico, que cuando se apretaba dejaba libres las figuritas, que empezaban a bailar sobre la superficie de la caja al ritmo de una alegre czanlti ¡Era una caja de música! Los bailarines continuaron su pas de deux incluso después de haber abierto la tapa, que dejó al descubierto un compartimento vacío, forrado de terciopelo púrpura. Después de su afanosa búsqueda del objeto de Tibor Zoldan, la pista acababa allí. Podía mandar la caja de música a su hermana y no volver a pensar en ello nunca más.
Pero entonces sus dedos encontraron otro diminuto botón que dejó al descubierto un cajoncito poco profundo ingeniosamente escondido. Metió los dedos y sacó una fotografía rota en los cantos a causa del tiempo, pero en la oscuridad no podía distinguir a ninguna de las personas de la fotografía.
—¿Podría usted encender la luz? —le pidió al conductor.
—Oh, señora —gruñó él—, ya es bastante difícil conducir…
Pero por otros diez dólares estuvo encantado de hacerle aquel favor.
Ella necesitó unos instantes para que sus ojos se adaptasen… para reconocer a su padre, sonriendo y vestido con el uniforme de la Sección Especial. Tenía un rifle en una mano, con él apuntaba a la cabeza de otro hombre. Este otro hombre rodeaba con sus brazos a una mujer y a un niño pequeño; y los tres estaban atados |juntos con varios metros de alambre.
En el cajoncito había otras fotografías, todas de su padre, sonriendo y apuntando con su rifle a distintas personas en varias posturas macabras. En la última fotografía de la serie, rodeaba con su brazo el hombro de una muchacha presa de pánico. Estaba desnuda y miraba con ojos vidriosos a la cámara.
El taxista, que llevaba en la profesión veinticinco años, había visto muchas cosas extrañas en el asiento posterior de su vehículo. Pero jamás había escuchado nada como aquel débil y penetrante gemido procedente de la boca de su pasajera. Cuando la observó a través del espejo retrovisor, ella estaba desplomada hacia delante, con los brazos alrededor del pecho, balanceándose hacia atrás y hacia delante como si estuviese enferma.
—¿Está usted bien, señora? —preguntó él, alarmado por los sonidos que emitía.
Pero, gracias a Dios ya habían llegado a casa.
* * *
Tenía que verlo. Tenía que oír de su boca la respuesta a la pregunta que martilleaba su cerebro: ¿Por qué? Tenía las llaves del coche en el bolso. Ni siquiera se tomó la molestia de entrar en casa para dejar la maleta; se metió en el coche y se dirigió a Berwyn, sin pensar, intentando no sentir nada. Cuando se detuvo ante la puerta de la casa de su padre, sólo había una luz encendida, la del dormitorio. Ann apagó el motor e hizo un esfuerzo para reunir el valor suficiente para bajar del coche.
De pronto, como si Mike hubiese intuido su presencia, éste miró por la ventana y le hizo un gesto con la mano a guisa de saludo. Luego desapareció tan de prisa como había aparecido. Ella no estaba preparada para enfrentarse a él…, todavía no. Primero tenía que poner en orden las ideas, pensar en lo que iba a hacer. Temblando a causa del pánico y el agotamiento, puso el coche en marcha y se alejó a toda prisa de la entrada. Ya estaba a media manzana cuando Mike abrió la puerta para ver cómo las luces traseras del vehículo desaparecían de su vista.
* * *
Su propia casa estaba oscura y silenciosa, salvo por el teléfono que sonaba y que ella había oído incluso antes de poner un pie dentro. Sonaba de forma insistente, exigiendo ser contestado, pero ella tomó el auricular y lo dejó descolgado.
Más tarde, mucho más tarde, se despertó de su trance para encontrarse en la sala de estar, sentada en medio de la oscuridad. Se dirigió medio atontada a la cocina, cogió el teléfono y marcó torpemente el número de David. Contestó su hijo después de la primera señal.
—¿Mikey? —balbuceó, haciendo un esfuerzo terrible para que sus labios formasen la palabra—. Te quiero. Acabo de llegar. Nos veremos mañana. —Fue todo lo que consiguió decir—. Te quiero —volvió a decir. Y colgó.
El teléfono volvió a sonar inmediatamente. Ann dio un respingo como si acabase de oír el silbido de una serpiente de cascabel. ¿Papá? Tendría que hablar con él un día u otro; al día siguiente, o ahora. ¿Acaso no le había él dicho siempre que no dejase para mañana lo que podía hacer hoy?
—¿Diga? —dijo con una voz que le salió desafinada y ronca.
Él le dijo que estaba preocupado. Había llamado y llamado sin recibir contestación, luego había estado comunicando largo rato, y él había pensado que…
—Debe de haberse quedado descolgado, papá.
Se sentía como un autómata, desprovista de sensibilidad, una muerta viviente.
Él le dijo que daba la sensación de que no se encontraba muy bien. ¿Estaba enferma? ¿Y por qué se había marchado sin entrar?
Ella logró esbozar una débil excusa.
Es que estoy muy cansada…, y pensaba que estabas durmiendo. No, no te he visto.
Pero él estaba excitado. Tenía que celebrarlo. ¿No se había enterado allí en Budapest? El juez Silver…
—Sí, lo he leído en el periódico, papá —dijo ella—. Pero ya le lo he dicho, estoy agotada.
Sí, duerme, le dijo él. Se había ganado un sueño largo y reparador. Además, mañana había una fiesta en casa de Harry y podrían celebrarlo juntos.
—Te veré allí —murmuró ella, apenas consciente de lo que estaba diciendo—. Sí, papá, yo…, yo también te quiero.
Se quedó dormida al instante, hecha un ovillo contra el respaldo del sofá, como un feto en el útero de su madre.
* * *
Eran más de las doce del mediodía cuando Ann se despertó, entumecida y con dolor en más músculos de los que pensaba que tenía. Le dolía el cuerpo, le dolían los ojos, le dolía el corazón, y se suponía que debía estar en casa de Harry a la una. Reaccionó sin saber muy bien cómo. —¿Por qué tenía la impresión de estarse vistiendo para un funeral?—, y prácticamente se empujó para salir de casa. Iba únicamente porque Mikey estaría allí. Deseaba verlo, a él y a nadie más.
A la distancia mínima de la mansión que les había permitido Harry, se habían agrupado unos reporteros. Harry y su padre estaban en medio de ellos, sin lugar a dudas hablando largo y tendido sobre su tremenda victoria. Al verlos, Ann sintió náuseas. No había comido desde el avión, a excepción de una taza de café que le quemaba el estómago como un cráter.
—¡Eh! ¡Lo has conseguido! ¡Los has jodido! —exclamó Karchy, que había aparecido detrás de ella. La rodeó con los brazos y no se le ocurrió otra cosa que auparla en el aire como un saco de patatas—. ¡Jesús, Annie, les has cortado los cojones! ¡Te quiero! ¡Te quiero! ¡Mierda, te quiero!
Ella fingió una sonrisa y preguntó:
—¿Dónde está Mikey?
—¿Dónde está Mikey? —bramó él, con fingida indignación—. ¿Es todo lo que se te ocurre decir? Está dentro, saldrá en seguida.
—¡Ven, papá te está esperando! —añadió, a la vez que la cogía del brazo y la arrastraba hacia el grupo congregado en el jardín. Pero ella se desasió y se encaminó hacia la casa.
—¡Mikey está bien! —exclamó Karchy, perplejo ante la falta de entusiasmo de su hermana.
De hecho, justo cuando ella llegaba al porche, salía Mikey, saltando y gritando:
—¡Mamá! ¡Mamá!
Y cayó inmediatamente en sus brazos.
—Te he echado de menos. Te he echado de menos —dijo ella, con vehemencia.
Mikey estaba rebosante de alegría.
—¿No es genial lo del abuelo? ¡Te lo había dicho! Él no hizo nada; ¡la gente mentía! ¿Y sabes una cosa, mamá? —exclamó, cambiando bruscamente de tema—. ¡El abuelo Talbot me ha regalado un poney! Tienes que verlo. ¡Ven, voy a enseñártelo!
Ella lo abrazó de nuevo y prometió:
—Iré dentro de un momento.
—Date prisa, mamá —le instó Mikey, a la vez que se dirigía corriendo hacia la parte posterior del jardín—. ¡Es tan bonito!
¿Había sido ella jamás tan feliz como lo era Mikey aquel día? Su abuelo exculpado y, además, un poney. Se dirigió a la ventana del despacho de Harry y contempló a su hijo, que daba saltos entre sus dos abuelos, los cuales estaban alimentando con manzanas al nuevo amigo de Mikey, un hermoso animal negro. Seguía sin poder comprender lo de su padre. ¿Cómo demonios iba su adorado nieto a digerirlo jamás? Ella era su madre, se suponía que debía ser capaz de ayudarlo en las crisis. Pero, para ésta, se sentía vergonzosamente mal equipada.
—¿Anni? —Llegó la voz de Mike procedente de la parte posterior de la casa—. ¿Dónde estás? —Como ella no contestaba, volvió a llamar—: ¿Anni?
No podía seguir escondiéndose de él.
—Estoy aquí, papá —respondió, al tiempo que, por primera vez en su vida, sentía miedo de él.
Oyó sus pesados pasos fuera de la habitación.
—¡Pequeña mía! —exclamó, a la vez que extendía los brazos para abrazarla, pero de repente vio la mirada de su rostro y dijo—: ¿Qué ocurre, Anni?
—Lo sé, papá —le dijo, dándole la espalda.
—¿Qué es lo que sabes, Anni? —preguntó él, atónito ante su comportamiento—. Hemos ganado. El juicio se ha terminado. El juez me ha absuelto.
—Lo sé todo, papá.
Impaciente ante todo aquel teatro, indicó:
—El juicio se ha acabado, Anni. ¿Qué es todo? Hemos ganado. Harry dice que vamos a presentar una demanda.
A ella le asombró y asustó su audaz sangre fría. Se dio la vuelta y se limitó a decir:
—Tibor.
—¿Qué Tibor?
—Tibor Zoldan. Lo mataron —le recordó. ¿Acaso podría él olvidarlo jamás?
—Sí. Un accidente de tráfico. Te lo dije.
—Lo atropelló otro coche cuyo conductor se dio a la fuga.
Ella estaba llevando aquel caso con una atención que jamás había prestado a ningún otro proceso.
Él se encogió de hombros.
—¿Y qué?
Ella fue citando los hechos.
—Alquilaste un coche, papá. La víspera de su muerte. A ciento cincuenta kilómetros. George tiene el comprobante del alquiler.
—Habíamos quedado en el «Círculo Arpad» —se defendió Mike.
A continuación alzó agitando la voz:
—El «Chevrolet» se había roto. Estaba en el taller. Alquilé un coche que devolví cuando el «Chevrolet» estuvo reparado.
Pero ella no lo creía, ni una palabra. Había escuchado tantas mentiras de su boca que se preguntó cómo podía todavía inventárselas.
—Te estaba haciendo chantaje —dijo ella.
—¿Chantaje? Era un amigo del campo…
—He visto la cicatriz, papá.
—¿La cicatriz? ¿Qué cicatriz? Él no tenía ninguna cicatriz —protestó Mike, genuinamente asombrado.
—Sí, tenía una cicatriz, que le atravesaba verticalmente la mejilla izquierda, exactamente como dijeron los testigos —declaró ella, sintiéndose hecha pedazos. Las pocas energías que le quedaban se habían agotado con su inexorable determinación de llevar su mentira hasta el final.
Con el rostro enrojecido por la ira, él apretó los puños.
—¡Tú crees que yo…! ¡No, no, no, Anni! Tú piensas que yo…
—Sí —dijo ella entre dientes—. Tú los mataste a todos. Cuando él se acercó a ella implorando, el rostro de Ann era como de piedra.
—¡No, no, Anni! Tú eres mi niña, Annie, por favor…
—¡No me toques! —exclamó ella.
A la vez dio un paso hacia atrás.
—No quiero que me toques, papá —dijo ella, y su voz era como el hielo.
Un minuto más y se pondría a llorar. Notaba ya cómo las lágrimas empezaban a surgir. Le dolía la garganta a causa del esfuerzo de mantener el control, y se giró de nuevo para mirar por la ventana. En el jardín de la parte de atrás, Mikey estaba intentando montar el poney, mientras Harry lo observaba.
—¿Cómo pudiste haber hecho… estas cosas, papá, y educarme de la forma que me has educado?
Él permaneció en silencio e inmóvil como una roca.
—Contéstame, papá —imploró ella—. Necesito que me contestes. ¡Contéstame, papá, por favor! ¡Contéstame!
—¿Qué te pasa, Annie? ¿Qué te han hecho allí, Annie? ¿Qué te han hecho los comunistas, Annie? —dijo él con una voz inundada de pena.
Ella lo miró fijamente, perpleja ante lo que él estaba diciendo. Finalmente, después de que el silencio entre ellos hubiese empezado a cobrar vida, murmuró:
—Te quiero, papá, pero no quiero volver a verte nunca más. No quiero que Mikey vuelva a verte.
—¡No! —exclamó él, aterrorizado ante la idea de perder lo que más le importaba en el mundo—. ¡No!
—Para mí estás muerto, papá —dijo ella muy despacio.
Él comprendió que ella hablaba completamente en serio. Con habilidad, con la destreza del hombre que tiene años de experiencia en fingir, empezó a protegerse.
—No puedes hacerme esto —le advirtió.
—Para mí no existes —dijo ella, y necesitó todas sus fuerzas para seguir respirando.
—¡No puedes hacerle esto a tu padre! —gritó él.
—Adiós, papá —dijo ella en un susurro.
—¡No puedes hacerme esto! ¡Es mi nieto! ¡Él es mi chico!
Una rabia furiosa hervía dentro de él y amenazaba con desbordarse, como la ardiente lava fundida de un volcán.
—Tú no tienes nieto —dijo ella, en la esperanza de que él entendiese exactamente cómo iba ella a actuar—. No tienes hija.
Él levantó un poco la mano, como si fuese a pegarla, luego contuvo su furia.
—¿Vas a contarle a Mikey toda esa inmundicia? ¿Vas a envenenarle la mente como te han envenenado a ti? —despotricó él.
—No, mientras tú no me obligues a ello —le contestó ella, dando la sensación de estar más tranquila de lo que en realidad estaba.
Por un momento ella pensó que él iba a ponerse a llorar y esperó que no fuera así, pues sabía que sus lágrimas la harían flaquear. Pero cuando él levantó la mirada hacia ella, estaba sonriendo…, la sonrisa del joven Mishka que había visto en las fotografías.
—¿Crees que te voy a permitir que le digas estas cosas, Ann? Si le dices estas cosas ya no serás mi hija. Si le dices estas cosas serás una extraña. Serás una extraña que intenta hundirme. Voy a defenderme, Ann. Haré todo lo que tenga que hacer para defenderme.
—¿Me estás amenazando, papá? —preguntó ella, libre del temor que había experimentado antes, ahora que había visto su debilidad.
—No, no te estoy amenazando… Annie, mi pequeña. —El rostro de Mike era una mezcla desgarradora de dolor y furia—. Puedes decirle lo que quieras. Puedes contarle lo que quieras. Mikey no te creerá. Todos dirán que estás loca.
Se volvió para marcharse, pero todavía tenía algo que decirle:
—Algo te ha ocurrido. Escucha a tu padre, Ann. Estás cansada. Necesitas descansar, Ann.
Fuera, justo debajo de la ventana donde ella se hallaba, Harry estaba todavía alternando con los medios de difusión que comían de su mano como cachorros con su amo.
—Escuchad, muchachos, Mishka es uno de los tipos más decentes que jamás he conocido —estaba pontificando, y su voz sonaba como si estuviese presentándose para la candidatura de una oficina pública—. Mirad lo que le han hecho. Le han hecho pasar por una prueba de tortura. Dejemos de atacar al caballo nazi muerto. No dejemos que una generación de peces gordos ambiciosos persiga a un hombre inocente como Mike Laszlo. ¡Estamos en una democracia! No estamos en la Inquisición. Concentrémonos en el futuro, no en el pasado. Preocupémonos por nuestros nietos, no por los abuelos.
Ella sí estaba preocupada por el nieto, el cual se reía mientras hacía esfuerzos para subir al poney con la ayuda de la mano de su abuelo Mike. Era una escena distorsionada de un agradable cuadro familiar: Karchy, Mikey, Mike… y agrupadas detrás de Mike las almas colectivas de sus víctimas muertas. Y observándolos desde la lejanía estaba Ann, con lágrimas corriendo por sus mejillas.
* * *
Era agradable ser acaparada por la rutina familiar: ayudar a Mikey con sus deberes, hacerle la cena, meterlo en la cama. Le deseó «Buenas noches, que duermas bien», y lo abrazó fuertemente, luego le dio un gran beso en la frente. Mikey se acurrucó bajo las sábanas casi medio dormido. Entre la celebración del abuelo y el poney estaba totalmente agotado.
Pero no demasiado cansado para, mientras ella salía de puntillas, decir inesperadamente:
—¿Qué te parece si lo llamamos Gitano? Me refiero al poney —le explicó en respuesta a la perplejidad de ella—. ¿Qué te parece si lo llamamos Gitano?
Como ella no supo qué contestarle, se limitó a mover la cabeza, no. Él pareció comprender, porque añadió rápidamente:
—Tal vez debamos pensar en ello un poco más.
—Te quiero —le dijo ella, y se volvió para marcharse.
—¡Mamá! —la llamó él con un último brote de energía—. ¡Puedo ir y montarlo siempre que quiera! ¿No es estupendo?
Ella asintió con la cabeza y salió al pasillo. Pero él la detuvo por tercera vez, para decir:
—Te he echado de menos, mamá —que era lo que había querido decirle desde el primer momento.
—Había recorrido ya la mitad del tramo de escalera, cuando oyó un ruido procedente de la habitación de Mikey y se volvió para comprobar de qué se trataba. A través de la puerta abierta, lo vio en el suelo haciendo flexiones. Su sombra cayó sobre él y éste levantó la mirada, sonriendo maliciosamente.
—Cuerpo sano, mente sana. ¿Verdad, mamá?
Ann se preparó una taza de té y se dirigió a su despacho para escribir la carta más difícil de su vida. Estuvo sentada frente a la máquina de escribir largo rato, pensando la mejor forma de decírselo. Finalmente, las palabras empezaron a fluir de forma tan natural y veloz como las aguas del Danubio.
«Querido Jack Burke —escribió—: Bajé a la orilla del río…».
* * *
Sin duda Jack había informado a los periódicos de la historia tan pronto como recibió su carta. Cuatro días más tarde cuando el repartidor de periódicos entregó la edición vespertina, Ann pudo leer lo que decían los titulares de la portada sobre su padre: Michael Laszlo, criminal de guerra. Debajo: El Departamento de Justicia da a conocer fotos atroces. La foto de Mike apuntando con su pistola a aquella familia también aparecía en portada; en el interior, donde continuaba la historia, había más fotos.
Mikey estaba fuera encestando cuando llegó el periódico. Parecía estar pasándolo muy bien; había estado practicando mucho todo el invierno y su puntería estaba mejorando. Ann terminó de leer el artículo, frunció los labios y suspiró preparándose para lo que iba a hacer a continuación.
—¿Mikey? —llamó a su hijo desde la puerta de atrás.
—¿Sí, mamá? —contestó él, a la vez que fallaba el tiro.
—Ven aquí —dijo ella, y se preparó para desgarrarle el corazón.