El sol estaba saliendo cuando el avión de Ann inició el descenso hacia el aeropuerto internacional de Ferinegy. Aturdida a causa de haber estado tanto tiempo encogida, miró por la ventanilla a fin de echar la primera ojeada a Hungría. A su derecha, lejos en la distancia, pudo vislumbrar el Danubio serpenteando en medio de Budapest. Más allá, el contorno de unas montañas: los cerros de Buda, según el folleto «Bienvenido a Hungría» que había encontrado en el bolsillo del asiento delantero. Aparte de esto, el paisaje que se extendía bajo ella en la pálida luz del alba, podía haber pasado por las afueras de muchas ciudades del Oeste Medio norteamericano a las que se había acercado desde el aire. Tendría que esperar hasta llegar a tierra para obtener una vista real de Budapest.
Mientras esperaba cerca de la puerta del avión a que saliese más gente que había delante de ella, respiró profunda y ávidamente el aire fresco. Su rostro agradeció aquel viento fuerte y refrescante. Según su reloj, todavía con el horario de Chicago, era casi medianoche. Allí estaban a punto de dar las seis de la mañana del miércoles. No era de extrañar que se sintiese cansada y extraña.
Haciendo esfuerzos para no bostezar, bajó la estrecha escalerilla y pensó en un baño, un sueñecito, café caliente y un paseo vigorizante. El juez Silver y Jack llegarían en vuelos posteriores. Se había olvidado de preguntar si se hospedarían en el mismo hotel que ella. Alguien se pondría en contacto con ella para ponerla al corriente de los planes. Entretanto, estaba sola y era anónima.
—¿Ann Talbot? —la llamó un joven de unos treinta años, que estaba al pie de la escalerilla.
Ella miró a su alrededor, asombrada ante el hecho de que uno de los extraños que descendían del avión la hubiese reconocido.
—¿Sí? —preguntó con cautela.
—Venga con nosotros, por favor —dijo el hombre, que hablaba un inglés claro pero con acento. Mientras le cogía la bolsa de mano, se presentó—. Andras Nagy, de la agencia «Magyar Turista». Ofrecemos servicios especiales. Bienvenida a Hungría.
Recordando las calamitosas advertencias de su padre, titubeó. ¿Servicios especiales? ¿Era esto un eufemismo por ser secuestrado por los comunistas? Tal vez iban a utilizarla para hacer algún tipo de chantaje, o estaban planeando drogaría para negociarla por su padre. ¡Basta ya!, se riñó para sus adentros. ¡Y era ella la que hablaba de paranoia! No tardaría en ver espías y agentes secretos acechándola en cada esquina.
Probablemente se trataba de algo intergubernamental. El Departamento de Justicia debía de haberse dirigido a la agencia apropiada, para que el guía tuviese una descripción de ella. No debía de haber sido difícil reconocerla. ¿Cuántas otras mujeres bien vestidas de treinta y pico de años habían bajado del avión con aspecto de turistas atolondradas?
Confiando más en sus instintos que en el eco de las amenazadoras admoniciones de Mike, sonrió tímidamente a Andras Nagy y lo siguió, bastante contenta de tener a alguien que la ayudase a pasar por la aduana y por los inspectores de inmigración. Con su ayuda, todo el proceso, incluida la recogida de su equipaje, fue sobre ruedas y en menos de media hora estaba instalada en el asiento posterior de una limusina (no tan lujosa como la de Harry, pero igualmente cómoda), camino de Budapest.
—¿Había estado usted antes en Hungría? —preguntó Andras, que estaba sentado delante, junto al conductor.
—No.
Miró por la ventanilla el paisaje que pasaba ante ella. La ciudad, que estaba empezando a despertarse, la sorprendió por ser limpia, moderna y cosmopolita, todo lo contrario de lo que ella había imaginado.
—Un hermoso país —presumió Andras, volviéndose para mirarla. Tenía una sonrisa dulce y el rostro abierto y cordial del hombre que disfruta ganándose la vida mostrando su país—. Le gustara. Tiene una gran suite en el hotel. Hemos comprobado que todo estuviese en orden —le aseguró.
—¿Trabaja usted para el Gobierno?
Él se rió y le dio un codazo al conductor, que compartió con él el chiste.
—No, se lo he dicho antes, agencia «Magyar Turista». A nadie le gusta trabajar para el Gobierno. No tiene dinero. Mañana a las ocho, iremos a Fokorhas, el hospital —dijo, cambiando bruscamente de tema.
Una gran y abigarrada valla publicitaria llamó su atención: un cartel que ocupaba toda una pared anunciaba el Ballet Nacional Húngaro. En Chicago era la una de la madrugada. ¿Qué estaría haciendo su padre? ¿Habría ya cenado? Quizás él y la señora Kish se estaban dando calor el uno al otro.
—¿Habla usted húngaro? —quiso saber Andras.
—No muy bien —contestó ella, encubriendo la verdad a fin de que él siguiese dirigiéndose a ella en inglés.
—Aquí lo mejorará —dijo él con malicia.
* * *
El hotel «Gellert», en la parte Buda, al oeste del Danubio, resultó ser un antiguo, lujoso y saludable balneario que ofrecía baños medicinales de aguas naturales de fuentes termales. Como Andras había prometido, le habían reservado una gran suite de dos habitaciones. Estaba limpia, era cómoda y estaba elegantemente decorada con finos muebles Art Nouveau de finales de siglo.
Lo mejor de todo era que tenía una vista espléndida de la ciudad: Las ventanas de la salita daban al Danubio, cruzado por el puente Libertad, uno de los muchos construidos en el siglo pasado para unir Buda con su hermana Pest, al otro lado del río. A través de las ventanas del dormitorio, podía ver la cumbre del monte Gellert, coronado por el monumento, de imponente altura, erigido en honor de los esfuerzos del ejército ruso por liberar a Hungría de los nazis.
Revivida por una ducha, tomó el sobre de George y estudió la fotografía de Tibor Zoldan, un tipo bien afeitado de aspecto afable que parecía todo menos un sospechoso en un caso de chantaje. George había escrito la dirección de la hermana de Zoldan en Budapest en grandes y negras letras, destinadas obviamente a llamar la atención de Ann. Miró la nota, tras lo cual la arrojó sobre la mesa como si fuese algo demasiado caliente para ser cogido.
A pesar del desfase horario, se sentía completamente despejada. Habría sido una lástima perder las pocas horas libres que tenía durmiendo. Andras le había dicho que llamase a su oficina cuando quisiera dar una vuelta por la ciudad, a pie o en coche. De pronto se sintió animada y deseosa de caminar, tal vez río abajo, o tal vez daría un paseo por el Norte, hacia el castillo Hill.
Estaba estudiando el mapa de la ciudad cuando fue sorprendida por una llamada a la puerta. ¿Volvía Andras para repetirle si le permitía llevarla a dar una vuelta? Sin embargo, no fue Andras quien la saludó con una cálida y simpática sonrisa, sino un hombre de edad avanzada y pelo blanco vestido con traje y corbata, que llevaba un paquete primorosamente envuelto.
—¿Madame Laszlo? —dijo, inclinándose ligeramente desde la cintura.
—Sí, soy Ann Talbot.
—¿Le gustan los choklats, madame Laszlo? —preguntó, dando a la palabra su pronunciación húngara. Y le entregó el paquete.
—Gracias —dijo ella, aceptando cautelosa el regalo. A la vez que se odiaba por ser suspicaz, dijo—: ¿Es usted del hotel?
El hombre sonrió.
—No, madame. Sólo soy un hombre, un hombre húngaro. Muchos aquí en Budapest, hombres, mujeres húngaros, no quieren que su padre sea juzgado. Hombre inocente…, ¿para qué? Juicio es malo para los húngaros. Viejas heridas, a los húngaros no les gusta esto, no son… bárbaros. El mundo lo verá. ¿Para qué? El Gobierno aquí no comprende esto.
Ella lo miró más atentamente, en un intento de recordar su rostro.
—¿Cómo se llama? —preguntó.
—Eso no tiene importancia, madame. Pruebe los choklats, madame. Los encontrará… muy dulces —le dijo, poniendo un énfasis peculiar en la última palabra—. Páselo bien, madame.
Se inclinó de nuevo, la viva imagen de la cortesía y el encanto del Viejo Mundo, y se alejó.
—¡Espere! ¿Quién es usted? —lo llamó, queriendo saber más sobre aquellos hombres y mujeres húngaros que creían que su padre era inocente. ¿Y cómo la habían localizado en el «Gellert»?
Pero el anciano ya había desaparecido por la esquina al final del pasillo.
Volvió a entrar en la habitación y se apresuró a desenvolver lo que resultó ser una lata con bisagras y tapadera de vivos colores, con la imagen llamativa y viva de una pareja de cíngaros que se cogían de la mano. Abrió la caja y encontró dos hojas de papel, dobladas por la mitad. En una de las hojas, alguien había escrito su nombre: Anna Laszlo. Una vez las hubo puesto en orden, vio al instante que se trataba de unas fotocopias de documentos legales.
La visita de la ciudad debería esperar.
* * *
Todos los pasillos de los hospitales, fuese en América o en Hungría, tenían el mismo olor opresivo a medicina mezclada con enfermedad y muerte. Mientras seguía a Andras a través de las salas brillantemente iluminadas de Fokorhas, Ann dio gracias a Dios de que su padre estuviese todavía sano y decidió vigilar más su dieta, El médico de la sala de urgencias le había dicho que su presión sanguínea estaba alta y que el juicio estaba produciendo tensión en su organismo. Tan pronto llegase a casa, insistiría para que se hiciese un chequeo completo, para que no acabase gravemente enfermo en la cama de un hospital, como Pal Horwath, el nuevo testigo del Gobierno.
Era evidente que ya nada se podía hacer para salvar a Horwath, un hombre de rostro afligido, ojos hundidos y una boca marcada por el dolor. Ni siquiera levantó la vista cuando ella entró en la sala, donde la esperaban el juez Silver y Jack, junto con un intérprete y un operador de vídeo.
—Buenos días —le dijo al juez, e intercambió con Jack un saludo silencioso.
—Buenos días —contestó el juez Silver, a la vez que le indicaba que acercase la silla metálica—. ¿Tuvo usted un buen vuelo?
—Sí, gracias.
Habiendo acabado con las formalidades, el juez sólo quería empezar lo antes posible. Estaba claro que su presencia en la sala estaba provocando una gran tensión en el testigo.
—¿Están preparados? —dijo, e indicó al técnico que empezase a grabar.
Después de aclararse la garganta, el juez Silver declaró para el acta:
—Los Estados Unidos de América contra Michael J. Laszlo, caso número 260-224. Estamos en el hospital «Fokorhas» de Budapest, Hungría, con el testigo del Gobierno Pal Horwath. Señor Horwath, ¿está usted preparado para empezar?
Pero antes de que Jack pudiese hacer otra cosa que abrir la boca, Ann dijo:
—Señoría, solicito que no se lleva a cabo el testimonio de este testigo. No es un testigo digno de confianza.
Jack la miró incrédulo y el juez Silver la contempló por encima de sus lentes bifocales.
—¿En base a qué pone usted en duda su credibilidad? —preguntó, y estaba claro como el cristal que era preferible para ella que el motivo fuese irrefutable.
Sin embargo, Ann sabía que estaba pisando terreno firme, y dijo:
—¿Puedo dirigirme al testigo, Señoría?
—Protesto, Señoría —declaró Jack, furioso—. Es mi testigo.
El juez Silver levantó una mano indicándole que guardase silencio.
—Puede usted dirigirse al testigo en cuanto a su credibilidad, no con referencia a los hechos de su testimonio —permitió a Ann.
Horwath, que no entendía una sola palabra de inglés, apenas parecía seguir el intercambio entre sus visitantes. Ahora, mientras Ann pronunciaba su nombre y empezaba a interrogarlo en inglés, ella la miraba sin comprender.
—Señor Horwath, ¿hizo usted, el 15 de abril de 1952, una declaración jurada para la Policía de Seguridad húngara afirmando que un hombre llamado Michael Szanidi era el hombre conocido como Mishka, que supuestamente cometió crímenes de guerra en el Centro de Interrogatorios de Lanchid?
El intérprete tradujo la pregunta para Horwath, que tosió secamente y dijo unas pocas palabras en húngaro.
—No, no hice esta declaración —dijo el intérprete.
—Señor Horwath —continuó Ann, con el rostro desprovisto de expresión—, ¿hizo usted, el 18 de noviembre de 1973, otra declaración jurada para la Policía de Seguridad húngara, afirmando que un hombre llamado Michael Bato era el hombre conocido como Mishka que supuestamente cometió crímenes de guerra en el Centro de Interrogatorios de Lanchid?
De nuevo esperaron tensamente que el intérprete terminase. En esta ocasión, Pal hizo un esfuerzo para incorporarse, gimió de dolor y seguidamente contestó con voz áspera.
—¡No sé de qué está usted hablando! —declaró el intérprete, haciéndose eco de la angustiada denegación de Horwath.
Ann sintió piedad por el pobre hombre. Había establecido el punto; no era necesario presionarlo más.
—Señoría, tengo aquí copias de ambos afidávits del señor Horwath identificando a aquellos dos hombres como Mishka —dijo, para luego entregarle al juez las hojas que había encontrado dentro de la caja de bombones y añadir—: ¿Puede el intérprete traducir y leer estas declaraciones para el acta, Señoría?
—¿Puedo verlas, Señoría? —intervino Jack.
Miró ceñudo los dos documentos. Las palabras húngaras no significaban nada para él, pero los sellos de aspecto oficial parecían lo suficientemente auténticos como para sumirle en la desesperación.
—¿Señor Burke?
Jack devolvió los papeles al juez y presintió que su veredicto de culpabilidad se le estaba escapando de las manos.
—¿Puede el intérprete traducir y leer los afidávits para el acta Señoría? —se apresuró a repetir Ann, ansiosa de terminar con Pul Horwath y marcharse.
El juez Silver tenía tantas ganas como ella de acabar con aquel asunto y pasarse algunas horas visitando la ciudad antes de regresar a Chicago. Pasó los documentos al intérprete y se reclinó contra la silla, mientras aquél los empezaba a leer ante la cámara de vídeo.
Mientras se oía la voz monótona del hombre, Ann miró a Horwath, que había cerrado los ojos y vuelto la cabeza, como si todas aquellas diligencias le aburriesen.
—… No albergo la menor duda sobre que el hombre que vi implicado en aquellas actividades era Michael Bato. Firmado, 18 de noviembre de 1973, Pal Horwath —concluyó el intérprete.
Hubo un momento de silencio, sólo roto por la ronca tos de Horwath. A continuación, el juez Silver preguntó, también para el acta:
—Señor Burke, ¿tenía usted conocimiento de estos afidávits?
—¡No, Señoría! —exclamó Jack, indignado y molesto ante la suposición implícita de que si hubiese estado enterado los habría suprimido.
—¿Cómo encontró usted a este testigo? —dijo el juez.
—Se dirigió a las autoridades húngaras hace una semana. Las autoridades húngaras nos lo notificaron. Identificó a Michael Laszlo entre una serie de fotografías.
Entonces Ann expresó la pregunta que estaba turbando al juez Silver:
—Si yo he podido encontrar las copias de estas declaraciones, Señoría, ¿por qué no ha podido hacerlo el Gobierno?
—¡No tenemos acceso a los archivos de seguridad húngaros! —le lanzó Jack.
—¿Quiere decir que yo he podido conseguirlos y ustedes no? Están cooperando con ustedes, no conmigo —le recordó, con júbilo. Seguidamente se volvió al juez Silver, y dijo—: Señoría, las autoridades húngaras debían de haber tenido conocimiento de estos afidávits anteriores. Estaban en sus archivos.
Luego, recordando la saliva deslizándose por la mejilla de su padre, no pudo resistir la tentación de hundir más profundamente el cuchillo en la herida de Jack.
—Ellos sabían que le estaban proporcionando un testigo que no es digno de crédito. Le han utilizado.
—¡Esto es absurdo, Señoría! —dijo Jack, furioso—. Las autoridades húngaras no han investigado a este hombre. Él acudió a ellas. Ellas se han limitado a ofrecérnoslo. Aquí no hay conspiración alguna. En este país, la mayoría de los informes ni siquiera está informatizada.
Horwath se agitó ante su furia y los apuntó con un dedo tembloroso, mientras balbuceaba algunas palabras en húngaro.
—¿Qué dice? —preguntó el juez Silver al intérprete, que tradujo sin pérdida de tiempo:
—No albergo la menor duda de que es Laszlo.
El juez ya se había encontrado anteriormente con este tipo de testigos: almas atormentadas que identificaban de forma inequívoca a múltiples supuestos responsables del mismo crimen. Los psicólogos forenses habían conjeturado que se trataba de una necesidad de llamar la atención testimoniando públicamente contra hombres y mujeres inocentes. El hecho de que su momento de gloria pudiese desembocar en condenas injustas no parecía turbar sus conciencias.
—Su moción de excluir el testimonio del señor Horwath es aceptada —informó a Ann—. En cuanto a usted, señor Burke, nos ha traído hasta aquí en busca de la gallina de los huevos de oro a costa de grandes gastos para el Gobierno. No puedo aprobar su conducta, ni como juez ni como contribuyente.
—Señoría, por favor…
—Por favor, déjeme terminar, señor Burke —lo amonestó severamente el juez Silver—. Hasta el momento no he visto pruebas concluyentes de que el señor Laszlo cometiese aquellos atroces crímenes.
Jack hizo un último y desesperado intento.
—Mintió en el formulario de inmigración, Señoría. Lo ha admitido. Lo estamos acusando de esto.
—Por favor. No siga insultando la capacidad de los demás. Usted sabe que tiene que demostrar algo más que el hecho de que él mintió al decir que no había estado con los gendarmes —dijo el juez con desdén.
Ann vio una oportunidad y la cogió hábilmente al vuelo.
—Señoría —instó—, solicito la absolución de mi padre.
—Señoría —protestó Jack, débilmente—, la credibilidad de este testigo no justifica la absolución de los cargos.
—Seré yo quien decida esto, señor Burke —declaró el juez Silver, en un tono que no daba lugar a otro argumento. Habiéndosele agotado la paciencia para con el fiscal del Gobierno, cogió el abrigo y le dijo a Ann—: Su moción será estudiada, señora Talbot. Le deseo un buen viaje de regreso.
Y se marchó. Ann lanzó un rápido y silencioso suspiro de alivio y se levantó para irse. Junto a ella, Jack estaba todavía hundido en la silla, sumido en su derrota. Ella notó cómo él la estaba observando y, cuando se volvió para marcharse, se permitió esbozar una ligerísima sonrisa. A continuación salió de la sala apresuradamente a fin de alejarse lo antes posible de Pal Horwath.
Había recorrido la mitad del pasillo cuando Jack la alcanzó.
—Jamás podrá volverlo a mirar de la misma forma. Lo sabe, ¿verdad?
La mirada de su rostro le dijo a él que había dado en el blanco y esto le proporcionó algún consuelo.
—¡Maldito sea! —le espetó ella.
—Siempre pensará en aquella muchacha —le provocó él—. La pistola en su boca, los cigarrillos…
—¡No! —gritó ella, rompiendo el silencio del hospital.
Una enfermera asomó la cabeza por la puerta de una habitación y le impuso silencio severamente.
Jack bajó el tono de voz, pero continuó con sus pullas.
—Sí, pensará en ella. Sé que así será.
—No se detiene ante nada, ¿verdad? ¿Quiere perseguirlo, quiere castigarlo? ¡Él no hizo nada! —dijo ella, furiosa, arremetiendo contra él como había estado deseando hacer a lo largo de todo el juicio.
—¿Cree que me preocupa castigar a su anciano padre? No es así. ¿Sabe lo que realmente me importa, Ann? Me importa recordar, me preocupa la memoria. Es demasiado tarde para cambiar lo que sucedió, pero no es tarde para recordarlo. No es demasiado tarde para salvar el recuerdo, para que jamás vuelva a suceder.
Esta idea le dio fuerzas durante su búsqueda de Michael Laszlo.
Cuando sentía que no podía seguir adelante, que no podía leer una sola página más de los testimonios, que no podía entrevistar a otro posible testigo, pensaba en su trabajo como en un monumento viviente a las víctimas de Hitler: las víctimas de Mishka.
Sus apasionadas palabras debieron de haber hecho mella en ella. Advirtió por su expresión que por fin lo oía…, mejor aún, lo escuchaba.
—¿Y qué me dice de su hijo? —preguntó.
—¿Qué tiene que ver mi hijo con esto? —replicó ella, a la vez que se preguntaba por qué le estaba prestando atención.
—¡Todo! ¿En qué clase de país quiere que viva su hijo? ¿Quiere que viva en un país que acepta a las personas más horribles del mundo sólo porque a ellas no les gustan nuestros enemigos? ¿Quiere que viva una mentira? ¿Es esto lo que quiere de él?
La gente que pasaba junto a ellos en el vestíbulo, los miraba con curiosidad. Algunas personas los tomaban por unos enamorados y esperaban que su riña acabase bien. Parecían demasiado enamorados y eran una pareja demasiado guapa como para perder el tiempo en peleas.
Fue oír lo de Mikey lo que finalmente la sacó de sus casillas. Enfadada consigo misma por escucharlo, dijo, furiosa:
—Creo que ha perdido el caso, usted sabe que ha perdido el caso. Está enfadado y desesperado por salvar algo de orgullo de todo esto. Su desesperación es tal que está incluso dispuesto a utilizar a mi hijo como argumento. El proceso se ha acabado, Jack. Ya no necesita seguir con sus argumentos.
—No está convencida de lo que dice. ¿Pretende decirme que no alberga ninguna duda con respecto a su padre?
—No, ninguna —dijo ella, sin un momento de vacilación.
Él no podía aceptarlo. Si así pensaba, se estaba mintiendo a sí misma.
—Dígame sólo una cosa, Ann —instó—. ¿Cómo va a poder vivir con él? ¿Será capaz de dejar que su hijo viva con él?
A ella le recordó un perro rabioso que había visto en una ocasión, con los ojos desorbitados y sacando espuma por la boca, impulsado por algún impulso enfermizo a atacar a toda costa.
—No tengo tiempo ni ganas de discutir estas cosas con usted —dijo fríamente, y se dirigió a grandes pasos hacia la salida. Jack la siguió, manteniendo su paso.
—Éste es el viejo país del que ha estado oyendo hablar toda su vida, ¿verdad? Debe de sentirse como en casa.
—Yo me siento en casa en Chicago —dijo ella, sin mirarlo.
—¡Hábleme de eso, Ann! —exclamó, con furia—. La guerra se había terminado. Nosotros estábamos en Alemania. Los rusos estaban cruzando las fronteras húngaras. Todo se había terminado. Pero los húngaros seguían matando a sus judíos, dándole a su jodido y romántico Danubio un tono especial de azul.
¿Por qué? ¿Por qué está haciendo esto?, quería ella preguntarle. ¿Por qué no nos puede dejar en paz a mí y a mi padre?
—¡No todos los húngaros! —exclamó ella—. Algunos húngaros. Mi padre no.
Frustrado por su rechazo a dar crédito a las evidentes pruebas contra Mishka, él agarró su brazo y dijo en voz muy baja:
—¿Por qué no baja a la orilla del río? Verifíquelo usted misma. Mírese en el agua. Tal vez pueda ver su propio reflejo.
* * *
Enfrente del hospital estaba aparcada la limusina, con Andras, a la espera de llevar a madame allí donde quisiera. Agotada por la confrontación con Jack, Ann se hundió en el asiento posterior y se puso a mirar por la ventana, a ciegas, sin ver nada del paisaje de la ciudad que pasaba ante ella.
—¿Volvemos al hotel? —preguntó Andras, mientras el conductor conducía la limusina a través del cuello de botella que se había formado en las proximidades de uno de los puentes.
—Sí —dijo ella, mientras miraba cómo el Danubio fluía velozmente bajo ellos, con el brillante sol invernal centelleando sobre el agua. Suspiró tan ruidosamente que el conductor la oyó y miró a través del espejo para asegurarse de que madame estaba bien.
—¿Le gusta el choklat, madame Laszlo? —preguntó el conductor, pronunciando la palabra con el mismo acento que el hombre canoso que le había llevado los afidávits. Con la mirada puesta en la calzada delante de él, alargó una mano sobre su hombro y le entregó una caja similar a la que le había dado el hombre del pelo blanco. Sus ojos se encontraron en el espejo y el conductor sonrió.
¿Más documentos extraviados largo tiempo atrás?, se preguntó Ann cínicamente. Abrió la tapa y fue sorprendida por el alegre tilín de una czarda. Una caja de música. Ella contempló las hileras de bombones de aspecto delicioso, que anidaban en unas barquitas de papel de aluminio dorado.
—¿Le gustan los choklats, verdad, madame Laszlo? —dijo el conductor.
—Sí —repuso petrificada por el significado de aquel regalo. ¿Pura coincidencia? Su lógica le dijo que era imposible—. ¿Qué puente es éste? —preguntó de pronto.
—Lanchid —le dijo Andras mientras la limusina bajaba por el puente para introducirse en la parte Buda del río—. En su idioma, el puente de las Cadenas.
—¿Puede usted parar, por favor? Me gustaría caminar un poco.
—Naturalmente —dijo Andras, contento de complacerle.
Ella le dijo que prefería pasear sola. Por consiguiente, mientras él y el conductor esperaban en el coche, ella atravesó el pequeño prado para dirigirse a la orilla del río, a unos doscientos metros de distancia. El prado estaba cubierto por una nieve ligera y polvorienta, bajo la cual intentaba abrirse camino la oscura hierba invernal. Aquí y allí había finos trozos de hielo, que se fundían en el cálido sol y llenaban de barro sus zapatos.
El muelle estaba embarrado y, cuando ella llegó a su altura, deseó haber pensado en ponerse las botas. Delante de ella, fluía el Danubio, en su camino desde Alemania para desembocar en el mar Negro. Recordó haber aprendido en clase de Geografía que el Danubio era el río más importante del centro de Europa, lo bastante poderoso para dividir a los habitantes de Budapest, le había contado su profesor en broma.
La orilla del río estaba ocupada por varios edificios grisáceos, todos de considerables proporciones. Ella los observó e intentó imaginar un almacén…, un centro de interrogatorios. En las proximidades, bajo el sol, había niños jugando y parejas paseando.
Observó cómo un niño pequeño, no tendría más de siete años, corría atropelladamente hacia el agua, agitando los brazos y gritando a las gaviotas que pasaban volando. Un hombre y una mujer, Ann supuso que serían sus padres, corrieron tras él, disfrutando de su regocijo. Él no quería que lo cogiesen, pero ellos lo alcanzaron entre ambos. Él se desasió y se puso a reír, los tres se rieron, de pie junto al muelle del Danubio, a la sombra del Lanchid.
El niño la ayudó a tomar una decisión. Ann se volvió y se alejó rápidamente del río. Se alejó todo lo que pudo de la limusina antes de volver a cruzar el prado, llegando a la calle a tiempo de ver un taxi en busca de pasajeros. Después de lanzar una rápida mirada hacia la limusina, hizo señas al taxista y subió al vehículo. George había ganado. Le haría una visita a la hermana de Tibor Zoldan.
* * *
Veinte minutos después el taxi la dejó frente a un edificio de apartamentos de aspecto pobre, que era uno de los muchos edificios en mal estado de aquel barrio de clase obrera. Miró a los buzones en el vestíbulo tenuemente iluminadas hasta que encontró el nombre que estaba buscando, Zoldan. El apartamento estaba en el tercer piso, al que se ascendía mediante una escalera embaldosada impregnada de olores a comida que hicieron que Ann sintiese nostalgia de Chicago. Al llegar al rellano del segundo piso, casi cambió de opinión, pero se impuso subir el último tramo. Había llegado demasiado lejos para volver atrás.
Su tímida llamada a la puerta fue contestada casi inmediatamente por una mujer de edad avanzada y rostro afable.
—¿Magda Zoldan?
—¿Sí? —contestó la mujer, en húngaro.
—Vengo de los Estados Unidos —le dijo Ann, también en húngaro—. ¿Habla usted inglés?
La mujer sonrió y se pasó una mano por la falda. Su ropa estaba gastada pero era limpia, y llevaba el pelo cuidadosamente sujeto en la nuca con un lazo.
—Hola. Adiós. ¿Cómo está usted? —contestó ella, mostrando su dominio del idioma.
—Hola —dijo Ann, a la vez que estrechaba la mano de la mujer, A continuación pasó al húngaro—. Yo era amiga de su hermano en los Estados Unidos.
El rostro de Magda se iluminó de entusiasmo.
—¡Oh! ¡Era usted amiga de Tibor! Pase, por favor, pase.
El piso estaba muy necesitado de pintura y la tapicería del sofá estaba raída y manchada. Pero Ann observó que era una mujer que tenía gusto y apreciaba los pequeños detalles decorativos; como un floreado chal de lana que había colocado sobre el respaldo del sofá y el jarrón pintado a mano sobre un tapete de encaje en el centro de la mesa.
—Siéntese, siéntese —insistió hospitalariamente, encantada de estar con alguien que había conocido a Tibor.
—Gracias. No hablo muy bien en húngaro —se disculpó Ann.
—No se preocupe. La entiendo. ¿Quiere usted una taza de té? Puedo hacerle un poco de té —le ofreció Magda con entusiasmo.
Ann movió negativamente la cabeza.
—No, gracias.
Mientras se dirigía allí, había estado pensando en lo que le diría a Magda Zoldan. Ahora dijo:
—Sólo quería conocerla. Tibor me habló mucho de usted.
—Tibor. Tenía tantos deseos de irse a América —dijo la mujer, cuya voz estaba llena de tristeza por su hermano muerto y sus sueños perdidos—. América debe de ser maravilloso, un país estupendo. Él tenía un amigo allí. Vio una fotografía de este amigo en un periódico de aquí. Dijo que su amigo era rico.
—¿Quién era este amigo? —preguntó Ann, con el corazón encogido—. Tal vez lo conozca.
Magda se encogió de hombros. Su hermano era tan reservado.
—No lo sé.
—¿Tenía un amigo que se llamaba Mike Laszlo?
La dama reflexionó un momento para luego decir:
—Nunca he oído este nombre. ¿Y usted cómo se llama?
—Ann Talbot.
Magda la observaba con curiosidad. Una mujer norteamericana que hablaba húngaro y no tenía un nombre húngaro.
—Nunca me habló de usted. Tampoco mencionó a este otro amigo suyo. No le gustaba escribir ni cartas ni postales. A mí me encantan las postales. Siempre las he coleccionado.
Intercambiaron sonrisas. A Magda le gustaba aquella joven, le habría gustado que se quedase un rato, tomase té y charlase de Tibor con ella.
—¿Qué hacía Tibor allí… en América?
—No gran cosa. —Ann buscó algo, luego decidió ponerlo en la fábrica con su padre—. Él…
Pero Magda ya estaba en otra cosa.
—Después de su muerte, sólo me enviaron sus cámaras y su billetero. En su billetero sólo había un resguardo.
—¿Qué tipo de resguardo?
—Se lo enseñaré —ofreció Magda. Se dirigió a la cómoda y sacó el billetero de Tibor que había salvado junto a otros recuerdos. Le entregó el resguardo a Ann y preguntó—: ¿Qué es esto?
—Es una papeleta de empeño —explicó Ann—. Él les dio algo de valor y le prestaron dinero a cambio.
—¿Qué les dio? —quiso saber Magda, cuyos ojos se iluminaron.
—No lo sé.
Una idea estaba tomando forma en la cabeza de Ann.
—¿Quiere que me lo lleve y le envíe lo que hubiese empeñado?
—Sí —aceptó Magda encantada—. No tengo muchos recuerdos suyos.
—Okay, se lo mandaré —dijo Ann mientras daba vueltas al resguardo en sus manos.
—Oh-kay —dijo Magda sonriendo e imitando el acento de su nueva amiga americana. Qué amigas tan encantadoras tenía Tibor. Ella nunca había sabido si él había sido feliz en América, o si su amigo rico le había prestado dinero. Probablemente no, o no hubiese tenido que canjear aquel objeto precioso, fuese lo que fuese, por la papeleta de empeño—. ¿Me enviará usted una postal de América? —le pidió a Ann melancólicamente.
Ann tenía la sensación de que debía decirle algo más a Magda, por ejemplo algún mensaje de América, pero no se le ocurrió nada. Por ello, sonrió y se levantó para marcharse.
—Le mandaré un montón de postales de América.
Magda se puso en pie despacio, sintiendo un dolor agudo a causa de la artritis. Probablemente mañana volvería a nevar. Cuando la mujer se hubiese marchado prepararía un poco de sopa.
—Gracias —dijo, para luego acompañar a su visita hasta la puerta con gran pesar.
Justo a la derecha de la puerta había una mesita baja decorada con algunas fotografías enmarcadas y otro jarrón de flores. En una de las fotografías aparecía Magda, muy bonita y adolescente, cogida de la mano con un hombre de unos veinte años. Una larga y profunda cicatriz surcaba la mejilla izquierda de este último. Ann miró la cicatriz y fue transportada de pronto a la sala del tribunal, Magda afirmó con la cabeza, como si comprendiese.
—No reconoce a Tibor, ¿verdad? Se hizo la cirugía estética, tres veces. Injertos de piel. Se gastó en ello todos los forint que tenía.
—¿Qué hizo durante la guerra? —preguntó Ann, haciendo un esfuerzo para que no le temblase la voz.
—Estuvo en el ejército, como todos —contestó Magda, que apartó la mirada, incapaz de encontrarse con los ojos de Ann. A continuación se sobrepuso y dijo—: No se olvide de las postales.
Todo estaba empezando a parecer demasiado extraño. Se estaba desorientando allí en Budapest, en aquella ciudad dividida por el Danubio y sus recuerdos de la guerra. No, no olvidaría las postales. Se las mandaría pronto, tan pronto llegase sana y salva a América, donde ella pertenecía.
Sin embargo, al día siguiente, mientras observaba desde la ventanilla del avión cómo Budapest disminuía de tamaño en la distancia, había lágrimas en sus ojos. Podía vislumbrar la gruesa serpiente marrón verdosa que era el Danubio, pero los puentes eran como pequeñas manchas plateadas, tan diminutos que podía muy bien estar imaginándolos.
—¿Quiere usted un Herald Tribune?
Sobresaltada, Ann se volvió y vio a una azafata que le sonreía.
—¿Quiere usted un Herald Tribune? —repitió la azafata que sostenía una pila de periódicos internacionales publicados en París.
Ann aceptó. Desde hacía dos días, no había leído un periódico.
Un enorme titular le saltó a la vista:
EL JUEZ EN EL CASO LASZLO: NO HAY EVIDENCIA DE CULPABILIDAD.