Dado que Ann se había criado en West Side, la casa de Harry Talbot estaba a años luz de lo que jamás ella había conocido. Para empezar, sería más apropiado describirla como una mansión inglesa de estilo Tudor: tres pisos y veinticinco habitaciones decoradas con antigüedades dignas de museo y pinturas originales. Muchas de las piezas habían pertenecido a los padres de Harry: Hacía tiempo que los Talbot eran acaudalados y la familia creía que el dinero invertido en cuadros y muebles de calidad era dinero bien gastado. Había un equipo de seis personas para llevar la casa; entre ellos, Teddy, el chófer, una cocinera, un mayordomo y un ama de llaves que había sido contratada para supervisar el resto de los sirvientes después de la muerte de la esposa de Harry, a quien Ann no había llegado a conocer. El ama de llaves era eficiente en extremo, y estaba la altura del increíblemente alto nivel de vida de Harry. A Harry le gustaba decir que su casa era su castillo, y quería que allí todo fuese sobre ruedas, lisa y llanamente como él llevaba su bufete.
Las primeras visitas de Ann a Kenilworth habían supuesto unas pruebas espantosas. Las comidas en el ceremonioso comedor estaban especialmente llenas de tensión y peligros potenciales; un esfuerzo constante para recordar que debía poner la servilleta de hilo en el regazo y el tenedor que tenía que utilizar con cada plato.
Los había iniciado cuando Mike y Karchy fueron invitados a cenar para celebrar compromiso de David.
Los había iniciado durante horas en las sutilezas de la etiqueta social hasta que ellos se rebelaron, acusándola de estarse volviendo demasiado refinada y engreída y diciéndole que ello no le iba a hacer ningún bien. Como era de esperar, Karchy se había presentado sin corbata y Mike había derramado vino tinto sobre el mantel de damasco color marfil. Milagrosamente, Harry y Mike encontraron un interés común en su anticomunismo, Karchy ganó puntos por haber servido en Vietnam, y la velada transcurrió sin mayores desastres.
Desde entonces, Ann había pasado suficiente tiempo en la mansión como para que la opulencia apenas la afectase, y se podía confiar en que su padre y su hermano se defendiesen bien cuando las dos familias se reunían allí. Desde su divorcio, ello sucedía raramente: por regla general, sólo para el cumpleaños de Mikey, que ese año cayó el domingo después del «viernes negro», como Karchy llamada a aquel angustioso y largo día en el tribunal.
Estaban todos reunidos en el comedor —Ann, Mike, Karchy, Harry, David y Mikey, el invitado de honor—, cantaban «Cumpleaños Feliz» y esperaban que Mikey soplase las doce velas (más una de buena suerte) que había sobre el pastel de doble capa de chocolate helado que la cocinera había preparado aquella misma mañana. El ojo de Mikey estaba todavía ligeramente hinchado y rojo; pero ello no impedía que el chico sonriese y pareciese feliz como no había sido hacía días. Ann sabía que todo lo que se hablaba sobre el juicio le estaba afectando más de lo que él jamás habría admitido. Pero el pastel, los regalos y toda la atención que se le prestaba habían vuelto a convertirlo en un muchacho libre de preocupaciones, aunque sólo fuese por aquella tarde.
David le dio a su hijo una cariñosa palmada en el hombro y lo instó:
—Formula un deseo, Mikey.
Mientras Mikey cerraba los ojos, su abuelo Harry bromeó:
—Cuando yo cumplí doce años, mi deseo fue la sirvienta.
Pero nadie en la habitación tenía duda alguna sobre el deseo que Mikey estaba formulando en aquel día a los dioses del pastel de cumpleaños: Que el juez diga que el abuelo es inocente.
Después de respirar profundamente, apagó con facilidad todas las velas, para luego sonreír a su familia que reaccionó con un aplauso y risas espontáneas. Tenía ya suficiente edad para comprender que sus padres nunca volverían a casarse, pero cuando estaban así todos juntos, mamá, papá y todos los demás, no podía dejar de alimentar una muy ligera esperanza de que las cosas saliesen como él deseaba. Así había ocurrido en una película llamada The Parent Trap, que había visto en la televisión. ¿Por qué no sería posible en la vida real?
Una de las camareras (a Mikey siempre le había impresionado que el abuelo Harry tuviese gente esperándolo en casa) se adelantó, retiró las velas del pastel y empezó a cortar generosos trozos.
En opinión de Mikey, Alice —la cocinera— hacía el mejor pastel de chocolate y, mientras esperaba su ración, la boca se le hacía agua.
El abuelo Harry tenía otras cosas en la cabeza.
—Bien, jovencito, ¿no querrás perder el tren? —bromeó.
—¿Qué tren, abuelo?
¿Le había preparado el abuelo un viaje sorpresa? ¿Iba a dejar de ir al colegio? ¿Podrían primero comerse el pastel?
—Al demonio con el tren, comamos el pastel —exclamó Karchy, cuyo estómago siempre estaba preparado para ser llenado. Le hizo un guiño a Mikey y éste se lo devolvió agradecido, pues sabía que a veces el abuelo Harry prescindía de lo que querían los demás.
Harry miró a Karchy, a su nieto y luego a los platos que esperaban a ser repartidos; y se descubrió el complot: La camarera había recibido órdenes de llevar una bandeja con el pastel y bebidas a la sala de juego, de forma que Harry no tuviese que retrasar el placer de enseñarle a Mikey su regalo de cumpleaños.
La familia al completo salió al vestíbulo detrás de Harry, que insistió mucho para que Mikey cerrase los ojos y fuese el primero en entrar en la enorme habitación forrada de madera rojiza. A continuación, con un ademán ceremonioso, Harry abrió las puertas y sonrió con orgullo a la vista de su regalo.
Mikey lanzó un grito de alegría al ver el complicado tren eléctrico que había sido montado sobre la mesa de billar en medio de la habitación. Estaban todos los tipos de vagones de ferrocarril, desde locomotoras hasta coches-cama y furgón de cola; vagones que se retorcían sobre puentes y se curvaban bajo túneles; señales luminosas y completas estaciones con andenes donde figuraban nombres de lugares.
—¿De verdad es mío? —preguntó Mikey, respirando sofocadamente y tan pasmado por la belleza de los trenes que olvidó dar las gracias.
La mirada de su rostro era suficiente recompensa para Harry, que junto con el mayordomo se había pasado horas montando laboriosamente aquel decorado antiguo. El resultado final era casi una obra de arte.
—¿Te vas a quedar ahí parado o vas a jugar con él? —preguntó bruscamente Harry, a la vez que sus brazos envolvían a Mikey en un cálido abrazo de cumpleaños.
Mikey se desasió del abrazo y se apoderó del tablero de mandos; el tren cobró vida en medio de un estruendo de silbidos y campanas tintineantes. Mientras los vagones pasaban resoplando y las luces relampagueaban, el resto de los adultos rodeó la mesa lanzando exclamaciones de «ah» y «oh» para mostrar su regocijo.
—Eh, Mishka —gritó Harry por encima del ruido—, ven aquí y ayúdame a enseñar a este nieto nuestro cómo se maneja un tren. Vosotros tenéis mucha experiencia con trenes, ¿verdad? —bromeó.
Mike sonrió bonachonamente y rodeó la mesa para reunirse con ellos.
Mientras la camarera empezaba a pasar con la bandeja de refrescos, Ann y David contemplaban a su hijo, mimado por sus adorados abuelos y tío.
—Qué grande se está haciendo, ¿verdad? —comentó Ann, casi con pesar.
David asintió, para sacar a continuación el tema que estaba en la mente de todos:
—¿Por qué no lo dejas ir al juicio? No deja de pedírmelo.
—No —dijo ella rotundamente, disgustada por no poder liberarse ni una tarde del proceso.
—Sus amigos le hacen comentarios sobre el juicio —argumentó David—. Lo ve en televisión. Quiere saber la verdad, eso es todo.
—Papá ya le ha dicho la verdad —dijo ella, a la vez que cogía un trozo de pastel de la bandeja que pasaba la camarera.
Pero esto no era suficiente para David, que había meditado detenidamente sobre el asunto.
—Quiere saberlo por sí mismo, Ann. No quiere que nadie le cuente lo que pasa. A esto se le llama crecer.
Ella lo miró, confundida por la amargura de su voz.
—Todo el mundo tiene que hacerlo, tarde o temprano.
La salida de David la cogió con la boca llena de pastel. Y antes de que ella pudiese replicarle, él abandonó la habitación.
Sin embargo, no iba a ser tiempo perdido, porque unos minutos después Harry se sentó con un vaso de champaña en uno de los grandes sillones de cuero y sacó el mismo tema.
—Deberías dejarlo ir al juicio, ¿sabes? —le indicó por encima del sonido de los alegres gritos de Mikey que se confundían con el ruido de los trenes—. Él quiere ir.
Ann estaba empezando a sentirse víctima de una conspiración.
—Es demasiado pequeño —replicó, irritada por su injustificada interferencia—. Se podía llenar una biblioteca con lo que Harry no sabía sobre la educación de los hijos.
—¡Un cuerno es pequeño! —dijo Harry, con un bufido. Luego, sabiendo que ella respondería mejor a la razón, suavizó el tono de voz—: No sería en absoluto perjudicial tenerlo allí, sobre todo después del testimonio de aquella mujer.
—No voy a utilizarlo —dijo Ann, horrorizada ante la sugerencia.
—Yo diría más bien que sería dejarle hacer algo que él quiere hacer —explicó Harry, empleando el mismo tipo de lógica que había hecho milagros con muchos de sus clientes.
—No soy cínica hasta ese punto —dijo ella, después de haber movido la cabeza enérgicamente.
—Claro que lo eres —replicó él—. Eres abogada, como yo.
Ella pensó: Espero no ser como tú.
—¿Es verdad que tomaste copas con Klaus Barbie? —preguntó, atolondrada por el champaña.
—No —dijo Harry, y sonrió al comprender y seguir el hilo de los pensamientos de ella—. Nunca estuve con él. Aunque he tomado copas con muchos otros como él.
La imagen de Harry Talbot bebiendo whisky escocés con conocidos nazis la cogió desprevenida, y el shock se reflejó en su rostro.
A Harry, su ingenuidad, más que molestarle, le divirtió.
—¿Qué crees que pasó después de la guerra? —preguntó, para contestar seguidamente su propia pregunta—: Los rusos habían sido nuestros aliados. No estábamos preparados para espiarlos. Los nazis tenían la mejor red de espionaje anticomunista del mundo. Los necesitábamos.
Ella estaba más que conmocionada, estaba horrorizada.
—¿Cómo podías frecuentar… monstruos? —dijo, tropezando con la etiqueta que le habían aplicado recientemente a su padre.
Harry tomó tranquilamente un trozo de pastel, que hizo pasar con un sorbo de champaña.
Ninguno de los hombres que conocí era un monstruo. Eran hombres normales y corrientes como tu padre.
La implicación era clara como el cristal, pero antes de tener la oportunidad de rebatirle, la camarera interrumpió para darle un mensaje.
—La llaman al teléfono, señora Talbot.
Ann le lanzó a Harry una mirada que significaba: Volveré sobre ello más tarde; y fue a coger el teléfono al estudio de Harry. Era la habitación de la casa que menos le gustaba, oscura y aburridamente masculina. Sus recuerdos militares llenaban las estanterías; una vitrina errada situada al otro extremo de la estancia contenía su colección de armas; y de la pared que estaba sobre el escritorio colgaban fotografías dedicadas de Harry con algunos de los políticos más conservadores de Washington.
Pero el estudio ofrecía tranquilidad e intimidad y aquella llamada sin duda era importante. Sólo había dado el teléfono privado de Harry a dos personas. Con un poco de suerte, una u otra tendría buenas noticias para ella.
Estaba tan absorta en su conversación que no advirtió la presencia de Harry hasta que dijo:
—Gracias. —Y colgó el auricular.
Era evidente que él había estado escuchando, pero ella estaba tan perturbada que no le importó.
—Mi experto en documentos dice que el carnet es auténtico —le dijo ella, a la vez que se dejaba caer en un sillón.
—Sí, lo sé —dijo él, y se sentó en la silla de respaldo alto situada detrás del escritorio—. Todavía tengo amigos en Washington que tienen mi sistema antiguo de valores —añadió, en contestación a la mirada interrogadora de ella.
Ella tamborileaba con las uñas en el canto de la mesa, mientras decidía si meterlo en el asunto.
—Estamos perdidos. Es el fin del caso; con aquella mujer en la tribuna de los testigos escupiéndolo…
Escenas teatrales de tribunal —declaró él, con calma—. Tú sabes de estas escenas teatrales. Eres una experta en ellas.
El cumplido le entró a ella por una oreja y le salió por la otra.
—Y ahora este carnet —dijo ella, irritada, a la vez que se frotaba la frente como si un agudo dolor entre los ojos la hubiese asaltado—. No sé cómo refutarlo, Harry.
Harry cogió un abrecartas en forma de espada y tocó con los dedos su punta, que era extremadamente punzante.
—¿Necesitas ayuda, querida? Yo pensaba que tú nunca necesitabas ayuda. Pensaba que eras capaz de llevar solita tus casos.
—Sí, necesito ayuda, Harry —declaró ella, como si estuviese recitando un secreto juramento de iniciación.
Sabía que él estaba saboreando aquel momento, que le estaba tomando el pelo porque estaba seguro de que ella se había pasado a su bando. Bien, si ello significaba que todavía había esperanza para su padre, podía dejar que se llevase aquella pequeña victoria.
—No te preocupes por ello —le dijo él, iluminando su rostro con la misma sonrisa de suficiencia que había esgrimido al presentarle a Mikey los trenes—. Este maldito carnet no significa nada.
Ella se aferró con ansia al salvavidas que él le estaba ofreciendo. Pero su siguiente observación estuvo tan fuera de lugar que pensó que él estaba jugando con ella.
—¿Sabes algo de los arlequines, querida?
* * *
El juicio de los Estados Unidos contra Michael J. Laszlo empezó el tercer día bajo circunstancias similares, salvo que se habían congregado todavía más periodistas y fotógrafos en la sala del tribunal, y que los años de experiencia judicial de Harry Talbot hablan prevalecido. Cuando Ann y Mike bajaron del coche, iban acompañados de Mikey, que miraba asustado y se colgó de sus manos en busca de proximidad familiar cuando los medios de comunicación se acercaron a ellos.
Harry miró por la ventana de la sala del tribunal, y vio cómo los tres sorteaban valientemente a los manifestantes, pro y contra, cuyo fervor parecía haber aumentado a lo largo de la semana. Cuando desaparecieron por la puerta del palacio de justicia, él se dirigió despacio hacia su asiento en la primera fila, sonriendo satisfecho. Gracias a sus buenos enchufes de alto nivel, el día prometía ser a la vez movido y entretenido.
Jack no se alegró tanto de ver al joven hijo de Ann sentado junto a su abuelo en la mesa de la defensa. Habría debido saber que ella caería tan bajo; los principios no eran su fuerte. Probablemente estaba desesperada después del golpe que había recibido el viernes anterior y había decidido que por qué no llevarse al niño al tribunal para mostrarlo como un mono amaestrado. Lo sentía por el chico, que tenía los ojos desorbitados de perplejidad ante toda aquella gente que había ido a ver cómo encarcelaban a su abuelo de por vida.
También lamentaba el desesperado intento de la defensa. Por ello, Jack sonrió afectadamente cuando el juez Silver anunció:
—Puede usted llamar a su primer testigo, señora Talbot.
Ann se puso de pie y se tocó la cruz de su madre que aquel día había decidido ponerse, a pesar de ser un simbolismo. Algo absurdo, quizá, pero no más que llevar a Mikey con ella, y no cuando estaba muy lejos de haber ganado la pelea.
—Llamamos a Vladimir Kostov, Señoría —declaró.
Jack se puso de pie de un salto.
—En mi lista no figura este testigo, Señoría.
—¿Podemos acercarnos al estrado, Señoría? —solicitó Ann, deseosa de recordarle a su adversario que él había hecho lo mismo con ella la semana anterior. Sin embargo, prevaleció el sentido común y, por el contrario, informó cortésmente al juez Silver—: El señor Kostov es un testigo que se mostraba poco dispuesto a declarar. Ayer noche le hicimos llegar una citación en base a una información recibida hace dos días.
—¿Quién demonios es Vladimir Kostov? —espetó Jack.
Sin duda él había pasado un fin de semana harto mejor que ella pero, ah, la venganza era dulce.
—Es un desertor de la KGB —reveló—. Es asesor de la CIA. Está bajo protección federal.
—¡No me lo creo! —saltó Jack, tan alterado como ella había esperado—. ¿Hacen comparecer a un asesor de la CIA en una causa presentada por el Gobierno? ¿Cómo demonios lo han encontrado? ¿Qué tiene que ver con este proceso?
—Ello se verá durante su testimonio, Señoría —dijo Ann, dirigiéndose al juez, y tuvo el placer de observar cómo Jack levantaba las manos en señal de disgusto.
Después de haber dado su autorización a la acusación el último día, el juez Silver no podía hacer más que aceptarlo.
—Puede usted llamar a su testigo —indicó a la abogada de la defensa.
—Llamamos a Vladimir Kostov —declaró el alguacil.
E hizo subir a la tribuna de los testigos a un hombre de mediana edad, rostro enjuto y ojos fríos y duros. Kostov iba impecablemente vestido con un traje caro de corte francés y, mientras recorría el pasillo, fue dejando detrás de sí un rastro de colonia de primera marca.
—¿Jura usted ante Dios decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad? —recitó el alguacil.
—Lo juro —declaró Kostov con un inglés con fuerte acento ruso.
—Señor Kostov, ¿cuándo desertó usted a los Estados Unidos? —preguntó Ann, intentando pensar en Kostov como en un aliado, y no como en el enemigo ruso contra quien su padre siempre había despotricado.
—Hace dos años —contestó él, mientras pensaba lo encantadora que era aquella abogada.
—¿Y dónde vivía usted anteriormente?
—En Moscú.
—¿Y a qué se dedicaba usted allí?
—Era teniente coronel, de la sección de contraespionaje de la KGB —dijo él, con orgullo.
Ann advirtió cómo él se jactaba y lo agradeció para sus adentros, consciente de que su arrogancia daría más fuerza a su argumento.
—¿Tuvo usted ocasión de conocer la Operación Arlequín mientras estuvo en la KGB? —preguntó ella, abriendo la primera grieta en el caso del Gobierno.
—Sí —admitió Kostov—. La conocía.
—¿Qué era la Operación Arlequín, señor Kostov?
Durante la época en que estuvo informando a la CIA sobre todas sus actividades le habían hecho la misma pregunta cientos de veces.
—Era un programa destinado a destruir personas que vivían en Occidente y que eran consideradas enemigas del socialismo mediante documentos falsificados —recitó, maquinalmente.
—¡Por los clavos de Cristo! —maldijo Jack entre dientes, dirigiéndose a Dinofrio.
Otras personas de la sala reaccionaron con igual sorpresa.
—¿Cómo se llevaba a efecto? —continuó Ann, ignorando la conmoción provocada.
—Había un departamento especial en Moscú donde trabajaban científicos de la Unión Soviética y de otros países socialistas. Su misión consistía en idear sistemas para falsificar documentos de forma que ningún tipo de análisis pudiese revelar su falsedad.
—¿Cuántos científicos formaban parte de este programa?
—Treinta y seis.
Un selecto grupo de hombres de élite, los mejores con los que había tenido jamás el privilegio de trabajar.
La voz de Ann era fría y sosegada, a pesar de que, desde el mismo momento en que Harry le había descrito la operación clandestina, se había sentido fascinada por la astucia de la misma.
—¿Inventaban formas de falsificar documentos cuya falsedad no pudiese revelar ningún tipo de análisis?
—Sí —dijo Kostov, a la vez que se preguntaba si estaría casada.
—¿Se falsificaban documentos que la KGB utilizaba contra determinadas personas?
—Sí. Según mi conocimiento personal, fueron usados contra un locutor de la televisión de Alemania del Este.
—¿Qué tipo de documento se falsificó en el caso del hombre de Alemania del Este? —preguntó ella, haciendo esfuerzos para reprimir su excitación.
—Un carnet del Einsatzkommando. Éste exterminaba judíos y gitanos. Los tribunales alemanes aceptaron al carnet como auténtico —le dijo él—. Y qué gran día había sido para los responsables de Arlequín.
—¿Qué le pasó a aquel hombre, señor Kostov?
—Se suicidó —contestó Kostov; y su respuesta tuvo el mismo nivel de emoción que hubiese podido usar para informar que se iba a la tienda de ultramarinos a la vuelta de la esquina. Un hombre se había dado muerte, pero la operación había sido un éxito. El fin justificaba los medios.
—Señor Kostov, ¿compartía la KGB sus conocimientos técnicos en documentos falsos con las agencias de seguridad de otros países comunistas?
—Sí.
Le gustaban especialmente sus piernas, pero el crucifijo lo desanimaba. Le habían dicho que era la hija de Laszlo. ¿Se había vuelto religiosa a raíz de enterarse de los crímenes de su padre?
—¿Lo compartían con los húngaros? —preguntó Ann, disponiéndolo para la respuesta clave.
—Sí —dijo él, a la vez que se quitaba un hilo de la solapa—. Los húngaros mostraban un gran interés por Arlequín.
Ann no pudo menos que aplaudir su actuación.
—No más preguntas. Su testigo —le dijo a Jack.
Estalló tal conmoción en la sala durante unos minutos que Jack ni siquiera hizo el gesto de levantarse. El juez Silver golpeó una, dos, tres veces su martillo, y la sala finalmente se calmó. Recorrió la zona de los espectadores con la mirada, enviándoles el mensaje de que en la sala del tribunal no se toleraba ese tipo de comportamiento.
Jack se puso por fin en pie, sosteniendo todavía en la mano el lápiz con el cual había estado tomando notas de forma frenética durante el testimonio de Kostov.
—A la vista de este nuevo testimonio, Señoría, ¿podemos suspender la sesión hasta mañana por la mañana? —solicitó.
Ann sonrió indulgentemente.
—No tengo objeción, Señoría.
* * *
Mikey se sentía desilusionado. Su primer día de juicio y el juez los mandaba a todos a casa temprano. Como mínimo, había esperado perderse todo el día de colegio. Pero no tendría esa suerte. Rogó e hizo carantoñas para ir a casa del abuelo, pero Ann se mostró inexorable. Podía ir a comer con ella, el abuelo y Karchy, pero luego, al colegio. Karchy lo acompañaría… Y nada de hacer novillos, les advirtió a ambos.
Para ella suponía volver al despacho. Entró en las oficinas de «Talbot & Talbot» balanceando su maletín, para ser recibida por un coro de secretarias que blandían puñados de hojas rosas «En su ausencia».
—Ha llamado el New York Times. «Sixty Minutes» quiere hablar con usted. Ha llamado George… —leyó la recepcionista de su hoja de llamadas recibidas.
—Ha telefoneado el juez Silver —interrumpió Angela, su secretaria personal—. Quiere verla de inmediato.
—¿Cómo? ¿Ahora? —exclamó Ann, y su júbilo se desvaneció de golpe.
—Ha dicho que de inmediato —le dijo Ángela.
Ann agarró las hojas de mensajes y dio media vuelta para dirigirse a la puerta de nuevo, sintiéndose ansiosa en extremo. Cuanto antes se enterase de lo que el juez tenía en mente, antes podría volver a respirar.
* * *
Jack ya estaba en el despacho del juez y parecía tan contento de sí mismo que a Ann le dio mala espina. Se quitó el abrigo y lo saludó con un ligero gesto de la cabeza. Él apenas acusó recibo de su saludo.
—Siéntese, señora Talbot —dijo el juez Silver, a la vez que la indicaba un sofá donde se amontonaban libros y revistas de jurisprudencia.
Ann apartó algunas revistas para hacerse sitio y se sentó cautelosamente. Intentando parecer tranquila, esperó con impaciencia a que el juez explicase aquel requerimiento urgente.
—Parece —empezó el juez—, que el Gobierno ha localizado un testigo que supuestamente sirvió con su cliente en los gendarmes y según afirma puede identificarlo como miembro de la Sección Especial.
Ann fulminó a Jack con la mirada.
—¿Lo han localizado ahora? Muy oportuno para usted —dijo, con sarcasmo, olvidando convenientemente que aquella misma mañana ella había utilizado la mismísima táctica.
El juez Silver frunció el ceño ante su salida de tono y prosiguió:
—Está en Budapest. Está fatalmente enfermo y no puede viajar. Escucharemos su testimonio en Budapest, a expensas del Gobierno. Los gastos de su cliente también serán cubiertos, si él decide venir con nosotros.
Ella tardó unos segundos en asimilar las palabras y luego pensó: ¿Budapest? ¿Quieren que vaya a Hungría? La idea era a la vez intrigante y perturbadora. La inquina de su padre para con el régimen comunista, especialmente después de 1956, había influido profundamente en sus sentimientos hacia aquel país —hasta el punto de que cuando ella y David estuvieron seis semanas en Europa en verano, ella había rechazado su sugerencia de visitar el lugar donde había nacido Mike.
La Hungría que ella conocía era más un estado de ánimo que una entidad geográfica. Estaba poblada por la gente con la que había crecido en Berwyn, por los hombres que bebían cerveza con su padre después de una jornada en la fábrica y que le pellizcaban sus mejillas en la iglesia los domingos; por rollizas mujeres con aspecto de matronas que parecían vivir dentro de sus delantales y que se comportaban con ella como gallinas cluecas, incluso después de haberse convertido ella misma en madre. Hungría, eran unas cenas deliciosamente sustanciosas en el Rendezvous y bailar hasta quedarse sin aliento en el festival de santa Elisabeth; música cíngara y odiosas discusiones sobre el fracaso de la sublevación de posters de los majestuosos puentes que se elevaban sobre el Danubio.
Ahora el juez Silver le estaba pidiendo —no, diciéndole— que se enfrentase a la Hungría que existía fuera de los recuerdos de Mike Laszlo y más allá de los límites de West Side. Normalmente, habría saboreado la oportunidad de un viaje con los gastos pagados, aunque hubiese sido por motivos profesionales. Por regla general, se podían tomar las declaraciones, examinar los documentos y tener todavía tiempo libre para explorar interesantes museos y fisgonear en las tiendas. Pero Hungría era un país que uno evitaba… no era un lugar para andar visitando monumentos como un turista despreocupado que manda a casa postales con el mensaje: Me gustaría que estuvieses aquí.
Sin embargo, no parecía que tuviese elección y, por lo menos, hablaba el idioma. En cuanto a si su padre la acompañaría…, esto era algo que debía decidir él y sólo él. Le dio la noticia aquella misma tarde, unas horas después, mientras tomaban café y galletas de semillas de amapola en la cocina.
—¿Tengo que ir a Hungría? —dijo él, a la vez que la miraba incrédulo, dejando una galleta colgando sobre la taza, a la espera de ser remojada. Podía haber estado hablando de un viaje a la Luna.
—No. Sólo si tú quieres —se apresuró ella a tranquilizarlo—. Yo tengo que ir.
Mike dejó caer con fuerza el puño sobre la mesa, tan fuerte que el café se derramó de la taza.
—No paran las mentiras —dijo él, furiosamente—. Tenemos al tipo de la KGB, que dice que el carnet es falso, y de pronto ellos se sacan un testigo de la manga. —Cruzó los brazos y se puso a mirar hacia la pared del fondo, parecía más asustado que preocupado—. Yo no voy. Me matarían. Es una trampa. Pondrían algo en la comida, o un accidente.
—Esto es paranoia, papá —le dijo ella, mientras se preguntaba si Harry sería de la misma opinión.
—¿Paranoia? —tronó él—. ¿No han inventado todo esto? ¡No es paranoia! No voy, Anni. Tú ten cuidado, pequeña. No puedo ganar sin ti. Sé que los comunistas también lo saben —añadió lúgubremente.
Si debía conservar su sano juicio y hacer bien el trabajo, no podía dejarse contagiar por los temores de él. Ella era una ciudadana norteamericana, que hacía un viaje profesional por cuenta del Gobierno. Más protegido no se podía estar. Nadie iba a meterse con ella.
—No te preocupes, papá —dijo, mientras cogía otra galleta.
Pero se daba cuenta de que sus palabras no habían tranquilizado a su padre, que sacudió la cabeza y frunció el ceño preocupado. No hacía falta ser un adivino de pensamientos para saber lo que estaba pensando: Haría bien teniendo cuidado con quién hablaba, qué calles recorría. En Hungría, podía suceder cualquier cosa.
* * *
Mikey estaba acurrucado en la cama de Ann y contemplaba cómo ella hacía la maleta con la desconsolada expresión del niño que considera que le están abandonando justo cuando él más necesita a su madre.
—¿Cuánto tiempo estarás fuera? —preguntó por tercera vez des de que ella le había dicho que tenía que marcharse a Hungría al día siguiente.
Ann sacó dos vestidos de lana del armario y los envolvió en un plástico para evitar que se arrugasen.
—No lo sé —dijo ella sonriendo al repetir lo que ya había dicho la última vez que él había hecho la misma pregunta—. Procuraré que no sean muchos días.
Si Mikey actuaba como de costumbre, la echaría desesperadamente de menos hasta que ella hubiese traspasado la puerta, pero luego estaría bien durante todo el tiempo que ella estuviese fuera. Para su hijo, al igual que para ella, la etapa previa era la peor de cualquier situación difícil.
—¿Cómo es que tienes que ir? —quiso saber él; y al sacar el labio inferior y fruncir el ceño, a Ann le recordó a su tío Karchy.
—Forma parte del juicio —explicó ella de nuevo, a la vez que cogía ropa interior y un camisón de franela. ¿Había calefacción central en los hoteles? Sacó un par de calcetines de lana, por si hacía frío en la habitación por la noche—. Debo ir allí para descubrir lo que pasó.
Mikey levantó un puño hasta la altura de su propio rostro y luego golpeó furioso la almohada.
—¡No me importa lo que pasó! —dijo en un bramido—. ¿A quién le importa? Sucedió hace mucho tiempo.
—Lo importante no es cuánto tiempo hace que pasó —dijo ella amablemente, para luego apartar la maleta y sentarse junto a él.
Le pasó un brazo por los hombros y lo estrechó contra sí.
—Lo Importante es que pasó.
—¡No, no tiene importancia!
—Sí, sí tiene importancia —insistió ella con tranquilidad, mientras acariciaba su frente. Fuese lo que fuese lo que sacase él de aquella terrible experiencia, debía comprender que había algunas cosas que uno no podía dejar caer en el olvido.
Con una fuerza sorprendente, él se desasió de su abrazo.
—De todas formas, yo sé que el abuelo no hizo nada. No me importa lo que digan. ¡Lo que pasó… pasado está! —le espetó a la cara, intentando poner orden en su confusión—. ¿Cómo sabemos lo que pasó? —preguntó, y sus ojos imploraban una respuesta a la que pudiese aferrarse—. Nosotros no lo vimos. La gente sólo lo dice. La gente miente.
—La gente también dice la verdad —le recordó ella.
—No quiero que vayas —gimoteó, rodando hasta el otro lado de la cama, tan lejos de ella como le fue posible.
Ella alargó los brazos y lo abrazó tan fuertemente que podía sentir los latidos del corazón del muchacho.
—Volveré tan pronto como me sea posible —le prometió.
* * *
En opinión de Harry, el testigo enfermo tal vez era legítimo, pero era más probable que no lo fuera; no había forma de saberlo hasta que ella estuviese allí. Y ni hablar de que Mishka fuese con ella, había dicho a gritos antes de colgar violentamente el teléfono. ¡Silver debía de haber perdido la razón! Sin duda informó a David sobre el asunto, porque éste llamó a Ann para disculparse por haberse peleado con ella el domingo. Dijo sumisamente que era un hábito demasiado arraigado, que a veces le costaba mucho superar.
Para compensar su comportamiento grosero, se ofreció a acompañarla al aeropuerto por la mañana. Ella le dijo que ya se había puesto de acuerdo con Karchy, ¿pero podía ocuparse de Mikey, para que no se sintiese completamente abandonado por sus padres? David prometió que sería el padre modelo mientras ella estuviese fuera y le deseó un buen viaje.
A medianoche, una vez el pasaporte, el visado y el billete debidamente guardados en el bolso, Ann se metió en la cama pensando qué significaba ser un «padre modelo». ¿Estaba Harry cualificado para este título? A juzgar por lo que había oído de boca de David y lo que ella misma había visto, creía que no. ¿Y su padre? Se quedó dormida antes de tener ocasión de contestar a su propia pregunta.
* * *
O’Hare, considerado desde siempre el aeropuerto de mayor movimiento del mundo, estaba a la altura de su reputación cuando Karchy y Ann llegaron a la zona de salidas. Una constante corriente de coches se detenía y se marchaba, descargando pasajeros y equipaje, mientras los transeúntes sorteaban a los autobuses y taxis que pasaban por el carril de servicio. La Policía del aeropuerto lanzaba miradas penetrantes a los conductores que se atrevían a estar aparcados demasiado rato junto al bordillo. En cuanto a aparcar, había que olvidarlo. Un rápido beso de despedida, y no aparque aquí, señor, muévase.
Karchy detestaba las lágrimas y las escenas de despedida sensibleras, por ello se alegró de pasar rápidamente por el ritual de dejar a su hermana en el aeropuerto. Sacó la maleta de Ann coche y metió un paquete de chicles en el bolsillo del abrigo de ésta, para el despegue y el aterrizaje.
—Escucha, no te preocupes por nada, ¿de acuerdo? —le dijo con una sonrisa maliciosa—. Cuidaré de papá. Tal vez vayamos al bar de abajo, a tomar unas copas. Ya he hablado con Mickey. Iremos al centro, a dar una vuelta, a ver un par de espectáculos —añadió; a continuación su rostro se iluminó como si hubiese tenido una inspiración—. Igual me lo llevo a follar, quizá también me llevo a papá a follar. Eh, tal vez hasta yo vaya a follar.
Ann le dio un rápido beso en la mejilla y sonrió mientras cogía su equipaje. Una idea pasó por su cabeza: Ven conmigo, Karchy ¿Cómo se le había ocurrido una cosa así? ¿Un salto atrás, cuando ella era una niña y siempre podía contar con su hermano mayor Karchy para protegerla y librar sus batallas?
Le dio otro beso, en esta ocasión, uno de verdad y dio media vuelta.
—Annie, ¿te has llevado el cuchillo? —preguntó él detrás de ella.
—¿De qué estás hablando, Karchy? —dijo ella, lanzándole una mirada sorprendida por encima del hombro.
El rostro de él se iluminó con una amplia sonrisa y señaló con la mano a su entrepierna, para recordarle: Si él me necesitase, yo cortaría algunos cojones.
Violenta por su vulgaridad (Te convendría ser realmente vulgar, Annie), ella se sonrojó y lo saludó con la mano por encima del hombro.
Pero Karchy tenía que decir la última palabra.
—¡Eh, Annie! —gritó—. ¡Te quiero!
Ella sonrió para sí misma mientras las puertas automáticas se abrían y se apresuraba a meterse en la terminal. Como de costumbre, era una casa de locos. La gente corría frenéticamente para coger sus vuelos, las largas colas para facturar el equipaje parecían hacerse cada vez más largas, unos letreros dirigían a los viajeros por unos interminables pasillos en perpetuo estado de renovación. Siendo una nativa de Chicago acostumbrada a salir y llegar a O’Hare, Ann sabía que todo lo que se podía hacer era estar tranquilo, mantener la calma y confiar en que el avión de uno no despegase a la hora prevista.
Sin embargo, aquel día alguien debía de estar velando por ella, pues facturó el equipaje y obtuvo la tarjeta de embarque en un tiempo récord. En su camino hacia la puerta de embarque, se paró en un quiosco y compró el Trib y el Sun Times, un montón de revistas y una novela inglesa de misterio y crímenes, para distraerse durante las catorce o quince horas de vuelo hasta Budapest. Así preparada, se dirigió hacia la máquina de rayos X situada al otro extremo del vestíbulo.
Había alguien allí para despedirse de ella, George, que llevaba un gran sobre que aparentemente tenía intención de darle a Ann como regalo de despedida. Sin aminorar la marcha, Ann le dijo adiós con un gesto de la mano. Estaba harta de los sobres manila de George y de las presumibles bombas de relojería que hacían tictac en su interior.
Pero George negó a ser ignorada.
—Cógelo. Léelo —le instó, a la vez que se ponía al paso de su amiga.
Ann movió la cabeza y levantó las revistas. Ya tenía suficiente para leer, muchas gracias. A menos que el misterioso testigo de Budapest aportase alguna prueba extraordinaria, el caso de su padre estaba cerrado. George podía dejar de perder el tiempo investigando sobre su pasado.
—Annie —rogó George—, hace mucho tiempo que nos conocemos. Cógelo. Léelo. Por favor.
Segura de que iba a lamentarlo, Ann tomó el sobre de la mano de George. De acuerdo, ¿estaba contenta? A decir verdad, no había nada peor que ser demasiado concienzudo, como George estaba demostrando ser ahora, persistiendo en seguir con sus teorías sobre la conspiración contra Tibor Zoldan.
—La hermana de Tibor Zoldan vive en Budapest —le dijo a Ann—. Ve a verla.
La mirada de los ojos de George decía: Me duele más a mí que a ti.
—Lee esto, Annie. Debes hacerlo. —Mientras Ann introducía el bolso y la bolsa de mano en la cinta transportadora de rayos X, sus palabras salieron con un ímpetu desordenado—: Annie, Mike alquiló un coche el día antes de que Zoldan fuese atropellado.
Ann pasó por la barrera y siguió caminando. Tenía que coger un avión… Tenía que acudir a una cita en Budapest.