Capítulo XII

Lo primero que Ann advirtió con respecto a Geza Vamos fue que no podía dejar de parpadear mientras examinaba nerviosamente la sala del tribunal. Lo segundo que observó fue que su mirada lograba descansar en cualquier persona menos en su padre, el cual miraba inexpresivo al hombre, igual que había hecho con los dos testigos anteriores. Si lo había visto antes en su vida, de cierto no daba señales de ello.

Claro que Vamos no tenía un rostro particularmente memorable. Era un hombre delgado, ligeramente encorvado, de unos sesenta y cinco años de edad, con mejillas hundidas y una nariz con aspecto de habérsela roto una o dos veces. Lo más notable eran mis manos: Tenía unos dedos delgados y largos que paseaba por el cabello o por la frente cuando hablaba.

Jack recordó para sus adentros que debía ir con cuidado con Vamos; el hombre era inquieto como un gato asustado.

—Señor Vamos —empezó en un tono lento y comedido—, ¿dónde estaba usted entre diciembre de 1944 y enero de 1945?

—En Budapesht, trabajos forzados —contestó Vamos, en un inglés chapurreado.

—¿Dónde trabajaba usted, señor Vamos? —preguntó Jack, estableciendo rápidamente los hechos.

—En muelle del Duna, río Danubio, en Centro de Interrogatorios de Lanchid.

—¿Cuál era allí su cometido?

—Limpiar —contestó Vamos, y sus dedos se rascaron la barba de tres días.

—¿Qué era el Centro de Interrogatorios de Lanchid?

—Dos edificios, almacén; terreno daba a río.

Jack hizo una pequeña pausa, a fin de que la imagen penetrase en la mente de los oyentes. Dos edificios, almacén; terreno daba a río. Un sitio tan modesto y vulgar, situado a orillas del Danubio, bajo el puente de las cadenas uno de los sitios de Budapest más destacados y famosos del siglo XIX.

—¿Para qué se usaba?

—Para que los Nyilas interrogasen a los judíos —contestó Vamos, pasando al húngaro.

—¿Nyilas es la Cruz Flechada? —interrumpió la intérprete.

Vamos asintió con la cabeza.

—Sí. Una Sección Especial.

—¿Conoció usted en la Sección Especial a un hombre conocido allí como Mishka? —prosiguió Jack.

—Claro —dijo Vamos, a la vez que se daba un manotazo en la rodilla—. Todo el mundo conocer Mishka. Todo el mundo asustado. Mishka el peor allí.

—¿Y eso por qué?

—Mishka disfrutar —dijo el hombre, con una mueca.

—¿Qué es lo que vio usted hacer a Mishka en el centro de interrogatorios con lo que usted observó que él disfrutaba? —preguntó Jack, formulando la pregunta con sumo cuidado.

—Mishka gustar matar judíos —dijo Vamos, hablando en un tono monótono—. Pero a Mishka gustar más matar gitanos que judíos. Mishka decir a todo el mundo: «Gitano ven aquí, dame eso». Tenía… ¿cómo lo dicen ustedes? —Frustrado por no tener soltura en inglés, Vamos movió la cabeza y volvió al húngaro—. Odiaba muchísimos a los gitanos. Decía, «Eh, gitano», incluso a los judíos.

Ann oyó un agudo silbido de sorpresa procedente de George y sintió, más que vio, a ésta mirar brevemente a Mike, que seguía con un rostro impenetrable. Le dio un brinco el corazón: sabía lo que debía de estar pensando George. Eh, gitana, solía decir Mike afectuosamente, rodeando a George con los brazos. Eh, gitana, ¿eres mi amiguita, verdad?

¿Y qué? Era sólo una palabra muy usada de cariño, se dijo, como referirse a los músicos húngaros como a bandas gitanas. Una coincidencia. Nada más. Se obligó a prestar de nuevo atención a Vamos, que estaba contestando a la última pregunta de Jack, no escuchada por Ann.

—Mishka gustar juego —estaba diciendo en voz baja—. Dentro, preguntar: «¿Tienen oro, diamantes?». Judíos no decir nada. Mishka llevar fuera, jugar juego.

—¿En qué consistía este «juego»? —preguntó Jack, dibujando comillas en el aire para poner énfasis a la ironía de la palabra, Vamos aspiró aire y cerró los ojos, mientras recordaba cómo él y sus compañeros de trabajo solían escabullirse para encontrar algo que limpiar en los más recónditos rincones, lejos de donde Mishka jugaba sus juegos. Siempre los acechaba el mismo temor: ¿Y si Mishka se cansaba de gitanos y judíos y los escogía a ellos para jugar?

—Él poner bayoneta en suelo. Decir a gitano: «Tú ponerte en el suelo, hacer ejercicio». —Explicó Vamos, a la vez que jugaba con su barbilla dándose tirones.

—¿Qué quiere decir?

—Cuerpo sobre bayoneta, brazos y piernas en suelo, arriba y abajo —dijo Vamos, y suspiró profundamente ante el recuerdo.

A Ann le latía tan de prisa el corazón que pensó que iba a desmayarse. Lo que Vamos estaba describiendo… ¡NO! Apartó la imagen y respiró profundamente varias veces, a fin de calmarse. Una coincidencia, eso era todo. Mucha gente hacía…

—¿Flexiones? —dijo Jack, en un tono de incredulidad, haciéndose eco de la palabra que estaba retumbando en la cabeza de Ann.

—Sí, sí —dijo Vamos, a la vez que meneaba la cabeza como una muñeca de trapo—. A Mishka gustar flexiones. Él también hacer flexiones. Sin bayoneta.

El lápiz resbaló de su mano, ahora mojada de sudor. George le lanzó una rápida e interrogadora mirada. Mike, junto a ella, no movió un músculo. Ella se sujetó al canto de la mesa, en busca de algún apoyo. ¡NO! ¡NO! ¡NO!, gritaba una voz interior, que deseaba silenciar el maldito y vacilante flujo de palabras de Vamos.

—Así que él les hacía hacer flexiones sobre la bayoneta —resumió Jack, a la vez que percibía en la sala una corriente de conmoción y de sentido de ultraje.

—Sí, sí. Hasta caer. Luego nosotros tirar al Duna. Limpiar. Yo limpiar —intervino Vamos, y las palabras inglesas salían desordenadas en su deseo de que el público comprendiese exactamente cómo había sucedido.

Suspiros y gemidos ahogados recorrieron a los presentes, de entre los cuales, más de uno habían perdido familiares a manos de los nazis o eran supervivientes de los campos de exterminio. Sabían mejor que nadie lo acertada que era la descripción del propio relato de Vamos.

Sandy Lehman hundió la cabeza entre las manos. No era un asiduo asistente a la sinagoga y sólo acudía a los servicios en Yom Kippur y Rosh Hashanah, y siempre se agitaba nervioso ante los sermones de los rabinos sobre preservar y mantener sagrado el recuerdo del Holocausto. Luego, no tenía que hacer un gran esfuerzo para alejar de sí aquellas homilías altisonantes. Sin embargo lo que estaba oyendo ahora —lo que había estado oyendo todo el día— lo ponía enfermo de dolor. De repente, experimentó una insólita emoción: Se sintió distinto porque era judío. Era un sentimiento que no le gustaba mucho.

Karchy, hundido en su asiento junto a Mike, eructó discretamente, emitiendo un fuerte olor a ajo. Estaba inquieto y —aunque no lo habría admitido delante de su hermana— estaba harto de escuchar aquellas historias de horror.

Sólo creía a medias a aquellas personas: ¿Cómo podían recordar con tanta claridad las palabras exactas que alguien dijo tanto tiempo atrás? La memoria de su padre era a veces defectuosa últimamente, y tenía un carácter mucho más fuerte que este Vamos o los otros dos anteriores. ¿A quién le importaba que el hombre llamado Mishka hiciese flexiones? Él hacía flexiones. Su padre hacía flexiones. Hasta el pequeño Mikey había empezado a hacer flexiones.

Karchy alargó el brazo por encima de la silla de su padre y tiró de la manga de Ann. Pero ella lo ignoró y él desistió para volver a la historia de Vamos.

—¿Tuvo usted ocasión de hablar con Mishka? —le estaba preguntando Jack.

Vamos sintió repugnancia ante la sola idea.

—No poder hablar —dijo—. Nosotros hablar, Mishka disparar con pistola. No poder mirar, cómo puedo decir… —Buscó las palabras y las encontró en húngaro—. No se nos permitía mirarlo a los ojos. Cuando nos tropezábamos con él, bajábamos la vista.

Jack asintió con la cabeza y avanzó un par de pasos.

—Señor Vamos, ¿hubo escasez de municiones mientras usted estuvo en el centro de interrogatorios?

—Sí.

—¿Qué efecto tuvo esta escasez en el centro?

—Gran problema —dijo Vamos; y luego se puso a chuparse nerviosamente los labios—. Ellos no poder disparar. No tener balas. Jugaban juego con bayoneta —prosiguió, a la vez que acompañaba sus palabras con un gesto de sus largos dedos, en un intento de explicar el juego—. Ellos coger alambre, atar a la gente junta, disparar a una, tirar a todos al Duna.

—¿Vio usted alguna vez hacer esto al hombre conocido como Mishka? —preguntó Jack, mientras se acercaba a la mesa de la defensa, lo suficiente para ver la mirada dolorosa en el rostro de Ann.

—Sí. Muchas veces.

—¿Cuántas veces, señor Vamos?

Vamos, que había estado siguiendo a Jack con la mirada mientras éste se paseaba por la parte frontal de la sala, se encogió de miedo cuando súbitamente descubrió a Mike Laszlo en su campo de visión. Apartó rápidamente la vista y balbuceó su respuesta:

—Ve… Veinte, treinta… Río rojo. Hielo en lado de río rojo. Cuerpos… ¿cómo dicen ustedes…? Cadáveres en lado río azul, Duna azul. Danubio azul —dijo, estremeciéndose al recordar cómo de vez en cuando los cuerpos eran arrastrados hasta el muelle.

Jack dio unos pasos hacia un lado a fin de no obstruir ni al juez ni al testigo la vista de la pantalla, que ya parecía un objeto fijo en la sala del tribunal.

—Señor Vamos —dijo, haciendo una pausa deliberada para aumentar la ya considerable tensión de la sala—. Señor Vamos, ¿es éste el hombre que conoció usted como Mishka en el Centro de Interrogatorios de Lanchid?

Por cuarta vez, apareció en la pantalla la foto de Mike en el carnet de la Sección Especial.

—Sí —dijo Vamos en voz baja, sin siquiera mirar la pantalla.

—¿Quiere usted mirar la fotografía, señor Vamos? —pidió Jack cortésmente, nada sorprendido por la resistencia del testigo. A juzgar por la forma en que se había comportado el nombre durante su reunión previa, casi había temido que se desmoronase durante el testimonio.

Vamos miraba a todas partes menos a la pantalla, luego repitió:

—Sí.

—Por favor, señor Vamos —volvió a decir Jack, en esta ocasión con mayor insistencia—, ¿puede usted mirar la fotografía?

Vamos sacudió la cabeza, se rascó la mejilla, se tiró del pelo. Finalmente, hizo un esfuerzo para lanzar una rápida mirada a la fotografía, luego apartó inmediatamente la mirada.

—Es él —dijo, temblando a causa del esfuerzo.

Jack le dio las gracias con un gesto de la cabeza y se volvió hacia Ann.

—Su testigo.

Mack Jones, que debía de haber visto a su socia llevar a cabo cientos de contrainterrogatorios, pudo decir inmediatamente que algo no iba bien con Ann. Por regla general se levantaba y se encaminaba hacia la barra de los testigos con tal celeridad que corría el riesgo de tropezar con el abogado contrario. Sin embargo, aquel día, se movió a cámara lenta, por lo que tardó una eternidad en llegar a la parte frontal de la sala. Y en lugar de lanzar inmediatamente la primera pregunta, permaneció en silencio unos segundos, como si estuviese poniendo en orden sus pensamientos.

Mack le dio un codazo a Sandy. ¿Él también lo había advertido? Sandy hizo un gesto afirmativo con la cabeza, confirmando su impresión. No, de hecho, aquello no era en absoluto propio de Ann, la cual, en realidad, estaba debatiéndose en un mar de emociones conflictivas que le habían dejado momentáneamente sin habla.

Por último predominó su experiencia como abogada y le dijo amablemente a Vamos:

—Siento tener que hacerle estas preguntas.

Él sonrió sin gran confianza, dejando al descubierto una hilera de dientes amarillentos y torcidos.

—Señor Vamos, ¿conoce usted a Istvan Boday? —dijo, con más seguridad en sí misma.

Vamos arrugó la frente, lo que hizo que Dinofrio le susurrase a Jack:

—No va por buen camino.

Jack asintió, aún se sentía menos optimista que su colega sobre la dirección que estaba tomando Ann. A pesar suyo, ella se había ganado su respeto: no como ser humano sino como una ágil manipuladora de los procedimientos judiciales.

—Sé que el testigo —le dijo Vamos—. Yo leí en periódico de Budapesht, el testigo.

—¿Lo conoció en Hungría?

—No. No conocer.

—¿Nunca habló con él en Hungría? —insistió Ann.

—Ellos decir nosotros no hablar uno con otro, no vernos —explicó Vamos, mientras se preguntaba para sus adentros si Mishka habría fanfarroneado ante su hija sobre los juegos que jugaba durante la guerra.

Ella alejó de sí todas sus dudas y lo presionó.

—¿Cómo es eso, señor Vamos?

—Ellos no querer nosotros hablar uno con otro del caso. Lo que nosotros decir… limpio —explicó, para encogerse seguidamente de hombros. Era obvio.

—¿Así que usted nunca habló con él en Hungría? —dijo ella, odiándose.

—No. No conocer —insistió él.

—¿No habló con él en el avión que los trajo aquí?

Jack le había dicho que tuviese cuidado con la hija de Mishka, pero Vamos no pudo evitar preguntarse si el señor Burke no se habría equivocado. No debía de ser muy inteligente si él tenía que explicarle todo aquello.

—Hacernos venir en diferentes aviones.

—¿En ningún momento ha hablado con él en el hotel? —continuó Ann.

—Hotel diferente —dijo él, golpeándose de nuevo la rodilla.

—Señor Vamos —empezó ella; cruzó los brazos y lo miró con reproche—. ¿Miente usted a menudo?

Apenas hubieron salido estas palabras de su boca, Jack se puso de pie de un salto, para proclamar:

—¡Protesto, Señoría! Está insultando a…

—Se aprueba —dijo el juez Silver.

—No —se defendió Vamos—. ¡Yo no mentir!

Ella reaccionó de prisa.

—¿Entonces por qué no nos cuenta su reunión de ayer noche con el señor Boday en su hotel?

—¡Su Señoría! —declaró Jack, con cierto malestar—. Este testigo acaba de decir que nunca ha conocido al señor Boday.

Ann ignoró la interrupción y siguió presionando al testigo con ahínco.

—Se vieron la pasada noche en la habitación de su hotel, ¿no es así, señor Vamos?

Vamos bajó la vista al suelo y movió débilmente la cabeza. Lo mismo hizo el juez Silver que, preocupado, dijo:

—Señora Talbot…

Ésta ignoró imprudentemente al juez Silver y siguió hostigando.

—¿No es así?

—¡Está atormentando al testigo, Señoría! —gritó Jack, con la cara roja, ultrajado por el hecho de que el juez no hubiese parado a Ann, que estaba pisoteando sin miramientos a su evidentemente confuso testigo.

Pero antes de que el juez Silver tuviese oportunidad de intervenir, Vamos, con la cabeza caída, reconoció:

—Sí. Él venir a mi habitación.

—¡Por los clavos de Cristo! —murmuró Jack, dejándose caer en la silla.

Dinofrio lo miró sorprendido y Jack se encogió de hombros. Como que había un infierno que él no sabía qué era todo aquello. Pero habla una cosa que ahora tenía clara como el agua: Ann Talbot no se detendría ante nada para dejar limpio el nombre de su padre.

La sala del tribunal se había convertido en un zumbido de susurros de asombro e incluso el propio juez Silver, normalmente imperturbable, parecía haberse quedado perplejo ante la confesión de Vamos. Pero como la barahúnda aumentaba, recobró rápidamente su aplomo y golpeó el martillo en demanda de silencio. Ann se paseaba arriba y abajo, a la espera de seguir interrogando a Vamos, que, avergonzado, tenía todavía la cabeza agachada, como si esperase ser castigado por su mentira.

Cuando el silencio reinó de nuevo en la sala, Silver indicó a Ann mediante un gesto que continuase. Esto lo hacía por su padre, se recordó ella, mientras se volvía hacia el desventurado Vamos.

—¿Entonces, cuando hace un momento nos decía que jamás había hablado con él, nos estaba mintiendo? —declaró, despiadadamente.

—Sí. Yo mentir —admitió él, sin atreverse a mirarla a los ojos.

—¿Miente usted a menudo, señor Vamos?

Jack cerró los ojos y gruñó débilmente; e incluso Harry movió la cabeza consternado ante su tono mordaz.

Vamos necesitó toda la energía que le quedaba para levantar la cabeza y mirar directamente a Ann. Mientras intentaba que ella comprendiese que a veces uno tenía que decir la verdad como la veía, para proteger a alguien que no merecía daño, sus ojos estaban llenos de temor. Con una voz que rogaba comprensión, dijo:

—Boday venir a mi habitación. Quería saber de su esposa, y hermano. Nunca supo lo que sucedió a esposa y hermano. Preguntar si…

—¿Hablaron usted y Boday sobre sus respectivas historias, señor Vamos? ¿Compararon sus notas?

Lo que él pudiese contestar no tenía importancia. Aquello era suficiente para plantar la sospecha en la mente del juez.

—Boday me preguntó si yo recordar —explicó Vamos, con vehemencia—. Enseñarme fotografía esposa.

Ann había realizado el trabajo que se había impuesto.

—No más preguntas, Señoría —dijo, con calma.

Al verla regresar a su lugar junto a Mishka, Vamos sintió gusto de bilis en su boca. No podía soportar la carga de su error.

—Por favor —rogó al juez—. ¿Cómo pueden hacer esto? Yo venir aquí, yo decir la verdad.

—Puede usted bajar —dijo el juez Silver, con firmeza.

Lo sentía por el hombre, pero ya habían tenido bastantes dramas aquel día. No quería más escenas en la sala del tribunal. Vamos le lanzó una mirada suplicante y dio la impresión de estar a punto de protestar. Pero el hábito de la obediencia estaba demasiado arraigado en él. No se discutía con la autoridad, ni en Hungría ni en los Estados Unidos.

Bajó dando traspiés de la tribuna de los testigos y empezó a encaminarse hacia la parte posterior de la sala. De pronto, como si una antigua herida le hubiese dolido de nuevo, se paró junto a la mesa de la defensa para encontrarse cara a cara con el hombre que había identificado como Mishka. Los ojos de ambos se cerraron por un instante. A continuación, Vamos, temblando como un ciervo acorralado, se apresuró a bajar la vista y permaneció inmóvil, demasiado asustado para moverse.

—Siga, señor Vamos —lo animó amablemente el juez Silver—. Nadie va a hacerle daño aquí, señor Vamos.

Durante los pocos momentos que tardó Vamos en sobreponer se, Ann temió por él; cómo temblaba. Una parte de ella quería decir en voz alta: ¿Está usted bien, señor Vamos? Lo siento, señor Vamos, yo sé que en realidad no es usted un mentiroso. Sin embargo estaba todavía más asustada por el hecho de que aquella parálisis temporal era claramente el resultado de estar tan cerca de su padre. Aquello no era una actuación fingida; casi podía percibir la corriente de tensión entre ellos.

Finalmente, ante el gran alivio de ella, Vamos hizo un gesto de asentimiento dirigido al juez y, apartando la mirada, siguió su camino y abandonó la sala. Cuando la puerta se hubo cerrado detrás de él, el juez Silver carraspeó y anunció:

—Dado lo avanzado de la hora, se suspende la sesión hasta mañana por la mañana.

Pero, para su sorpresa y fastidio, Jack levantó una mano en señal de discrepancia.

—Señoría —anunció—, tenemos otro testigo.

Ann se apresuró a examinar la lista de los testigos.

—Yo no veo ningún otro testigo, Señoría —declaró, furiosa por haber sido cogida por sorpresa.

—Acaba de llegar de Hungría y quisiera regresar lo antes posible —explicó Jack, lo que sólo consiguió enfurecerla más.

—Señoría, tengo que protestar —insistió ella—. En mi expediente no se menciona a ningún otro testigo.

—Localizamos a la testigo ayer. Tomó el primer avión que salía de Budapest —explicó Jack, argumentando de forma tan suave que molestó a Ann y convenció al juez.

—Puede usted llamar a su testigo, señor Burke —declaró, a la vez que se arreglaba la toga.

Ann frunció el ceño preocupada cuando Jack dijo:

—Llamamos a Eva Kalman, Su Señoría.

Ann siguió con la vista a Eva Kalman en su avanzar por el pasillo observó que, si bien aparentaba la misma edad de los testigos anteriores, ella estaba muy segura de sí misma y llevaba un traje liso gris perla que ponía de relieve su buena figura. Su pelo era rubio y de corte elegante, llevaba el rostro cuidadosamente maquillado y las uñas cuidadas y pintadas de un color rosa pálido. Ann se preguntó quién sería aquella testigo sorpresa que la acusación había sacado del sombrero como un mago hacía con el conejo.

Mike se estaba haciendo la misma pregunta.

—¿Quién es, Anna? —susurró, mientras la mujer prestaba juramento y se colocaba los auriculares para la traducción.

—No lo sé —contestó ella, más preocupada de lo que quería admitirle.

Lanzó una mirada interrogadora a George, que contestó, con un encogimiento de hombros, que estaba tan asombrada como ellos. Pero fuese cual fuese el misterio, Ann tendría que contrainterrogar a Eva Kalman, por lo que, mientras Jack se acercaba a la testigo, Ann se apresuró a coger el lápiz y prepararse para tomar notas.

—Señora Kalman —empezó—, ¿a qué se dedica usted?

—Soy psiquiatra especializada en traumas provocados por violación —dijo ella, que hablaba en un húngaro culto y de clase alta.

—¿Es usted miembro del partido comunista de Hungría? —preguntó, a la vez que miraba brevemente a Ann.

—No —contestó la señora Kalman, con la más ligera de las sonrisas.

—¿Hay alguien en su familia que sea miembro del partido comunista?

—No.

—¿Ha hablado usted con alguno de los otros testigos de este proceso? —continuó; estaba claro que había aprendido la lección.

—Su investigador fue a verme ayer por la mañana —le recordó ella—. He llegado hoy. No he hablado con nadie.

—Señora Kalman, ¿puede usted describirnos los acontecimientos que empezaron el dieciséis de diciembre de 1944? —se apresuró a preguntar Jack.

La señora Kalman cruzó las manos sobre su regazo y se aclaró la garganta. Empezó a hablar en un tono bajo y coloquial que daba todo el crédito al contenido de su historia.

—Yo volvía a casa de la lección de piano. Era por la tarde, a primera hora. Un coche se detuvo en la calle. Dentro había dos hombres. Llevaban uniformes de la Cruz Flechada. Me pidieron que me identificase. Yo me había dejado el bolso en la lección de piano y no llevaba documentos.

Miró al público, como si quisiera estar segura de que le estaban prestando atención. Luego continuó:

—Uno de los hombres, que tenía una larga cicatriz en la parte izquierda de la cara, dijo: «Mira qué guapa es esta cerda, Mishka». Dijeron que yo era judía. Yo les dije que era católica romana.

Jack hizo un grave gesto de asentimiento con la cabeza y preguntó:

—¿Cuántos años tenía usted cuando le sucedió esto?

—Tenía diecisiete años.

Ann intentó imaginarse a la señora Kalman siendo una muchacha guapa y risueña de diecisiete años, con la cabeza demasiado llena de muchachos, música y baile para acordarse de los documentos. Probablemente hacía frío aquella tarde de diciembre y ella no veía el momento de llegar a casa, donde hacía calor, se estaba cómodo y ardía un fuego en la chimenea. Sus padres debían de esperarla para la cena, servida por una camarera en un comedor iluminado por una araña; sin duda debía de haber una camarera y quizá también una cocinera. Después, habría ido directamente a hacer los deberes o tal vez antes habría estado practicando un poco de piano. ¿Qué debió de pasar por su cabeza cuando el coche se detuvo junto a ella en el crepúsculo y ella vio los uniformes de la Cruz Flechada? ¿Habría comprendido, con diecisiete años, lo que significaba que los hombre la llamasen judía? ¿O habría presumido ingenuamente que estaba protegida por su religión y su inocencia?

—Por favor, continúe, señora Kalman —estaba diciendo Jack. La señora Kalman estuvo tocándose el pelo de la nuca mientras decía:

—Me dijeron que estaba detenida y me metieron en el coche. Atravesaron el puente, el Lanchid, y giraron a la altura de los edificios del muelle. Durante el recorrido en coche, en realidad, estuvieron bastante amables. Me preguntaron sobre mis clases de piano. Me metieron en el edificio… en una habitación pequeña.

Titubeó, apretó los labios y respiró profundamente. Por un momento, Jack temió que hubiese cambiado de opinión y decidido no prestar declaración. Daba la sensación de estar buscando dentro de sí misma la fuerza para seguir adelante. Una vena de su cuello empezó a latir a gran velocidad, dando fe del esfuerzo que le estaba costando. Finalmente, empezó de nuevo.

—En la habitación sólo había un colchón en el suelo.

Otra larga pausa. En la sala no se oía ni una mosca.

—Me dijeron que me pusiese contra la pared —dijo ella, y su calma se iba desmoronando por momentos—. Me dijeron que me quitase la ropa. Yo empecé a llorar… Les dije que era virgen. Ellos rieron. Mishka dijo: «Vamos a enseñarte a tocarnos como tocas el piano».

De su garganta salió un sonido que estaba entre un suspiro y un gemido, y miró a Jack con unos ojos húmedos y afligidos. A continuación, dijo:

—Mishka sacó un revólver y… me lo metió en la boca. El otro me quitó la ropa. Encendió un cigarrillo… Puso el cigarrillo en mi…

La señora Kalman volvió la cabeza y miró por la ventana. Caían unos finos copos de nieve, apenas visibles a la débil luz del crepúsculo. Como si sus cabezas estuviesen conectadas por un hilo, Ann siguió automáticamente su mirada y se preguntó si el mundo parecía diferente después de aquella experiencia.

—Se turnaron —prosiguió la señora Kalman, en voz baja y controlada—. Me desmayé. Otros…, otros hombres entraron en la habitación… se marchaban… y volvían. Perdí la noción del tiempo. Me quemaron. Alguien me hizo una fotografía… El resplandor de la cámara debió de despertarme.

Empezó a llorar y las lágrimas caían por sus mejillas formando hilillos veteados de máscara de ojos negra. Muchos presentes lloraban con ella, George incluida, que sorbía por la nariz y se frotaba los ojos con un pañuelo de papel, y Ann, que había dejado de tomar notas hacía rato. Karchy movía la cabeza de un lado a otro y se frotaba el puño contra la palma de la otra mano, y Mike tenía lágrimas en los ojos.

—Luego, no sé cuánto tiempo después, de nuevo Mishka: «Cerda —dijo—: Has aprendido a actuar muy bien». Y volvió a empezar. La saliva de todos…, el semen…, la sangre…, me convirtieron en un retrete.

El público hacía esfuerzos para oír las palabras titubeantes; el juez Silver miró a Jack, preguntándole tácitamente si quería hacer una pausa. Jack movió la cabeza, no. Era preferible seguir y dejar que acabase lo antes posible. No comprendía de dónde sacaba ella el valor. Mientras la escuchaba, él sentía náuseas y las rodillas flojas. Era una mujer fuerte. Una mujer ejemplar.

Pronunció las siguientes palabras en un sollozo.

—Mishka dijo: «Estás cansada, cerda. Necesitas ejercicio». El otro estaba allí. Se reía. Me levantaron. Me llevaron fuera. Hacía frío…, hacía mucho frío. En el suelo, sobre la nieve, había una bayoneta.

Jack introdujo un vaso de agua en las temblorosas manos; ella lo agradeció con un signo de la cabeza, tomó unos sorbos y luchó para recuperar el aliento. Más tranquila, continuó:

—Me dijeron que apoyase las manos y los pies en el suelo, sobre la bayoneta. Me dijeron que me moviese. Los oía reírse. Mishka dijo: «Cuerpo sano, mente sana». La bayoneta estaba en mi estómago. Conseguí levantarme una vez, luego me caí… sobre la bayoneta. —Después de hacer una pausa para enjugarse las lágrimas, concluyó—: No recuerdo nada más. Me dijeron que me habían encontrado en la orilla del río.

—Señora Kalman, ¿es éste el hombre conocido por usted como Mishka? —preguntó Jack, muy despacio.

—Sí —contestó ella, y su angustiado suspiro penetró en el silencio de la sala—. Éste es el hombre.

Mientras se preguntaba si por fin ella habría desenmascarado a su padre, Jack se volvió hacia Ann, que miraba fijamente al suelo.

—Su testigo —dijo, secamente.

Ann tenía la sensación de que la lengua se le había pegado al paladar. Apenas podía tragar la saliva, mucho menos ponerse de pie y dar comienzo al contrainterrogatorio. Despacio, muy despacio, como si tuviese pesos sujetos a sus miembros, se puso en pie Sólo era consciente del afligido y húmedo rostro de la señora Kalman, de la fatigosa respiración de su padre, de la sangre que bombardeaba sus oídos. Para ella, no existía nada más en aquellos momentos.

—No hay preguntas —dijo, ahogando las palabras.

La asombrada incredulidad de Jack fue compartida por el juez Silver y el resto de los presentes. Jack fue el primero en sobreponerse.

—La acusación ha terminado —dijo rápidamente, antes de que ella cambiase de opinión.

En la sala se formó un tremendo alboroto: Los reporteros se apresuraron a correr hacia las puertas; los partidarios de Mike abucheaban y gritaban sus protestas; sus enemigos, conscientes de la fragilidad de la señora Kalman, estallaron en un apagado aplauso. Algunos de los presentes —Harry, Sandy y Mack, entre otros— empezaron a abrirse camino a través del torbellino, ansiosos por reunirse con sus amigos.

Entonces, por encima del tumulto y de la confusión, una voz angustiada resonó en la sala.

—¡No! —Era Mike quien gritaba—. ¡Yo no lo hice! ¡No soy yo!

Blandiendo el puño como un profeta indigno, se puso en pie llorando, hombro con hombro con Ann, que parecía ajena a su dolor.

—¡Yo no hice aquello! —gimoteó, a la vez que se arrastraba como un oso hacia la barra de los testigos.

Al verlo acercarse llorando, la señora Kalman se echó hacia atrás.

—¡Yo no le hice esas cosas! ¡No soy una bestia! ¡Soy padre! ¡Fui marido! ¡Yo quería a mi mujer…! ¡Yo no pude hacer esas cosas!

Se detuvo a aproximadamente un metro de ella y extendió una mano suplicante.

—¡Por favor, dígaselo! —Le rogó en húngaro—. ¡Yo no hice esas cosas!

Los labios de la señora Kalman se curvaron con desprecio, mientras escudriñaba al anciano lloriqueante.

—Sí —le contestó en húngaro—. Usted es aquella bestia.

Con toda la energía que le quedaba, escupió a Mike, y el salivazo fue a parar justo en la mejilla de él. Por un instante él se quedó demasiado conmocionado para reaccionar. Luego se tocó el rostro con una mano y sus dedos se apartaron llenos de saliva. A continuación cayó desplomado al suelo.

La ya ruidosa sala estalló en un clamor cacofónico y ensordecedor, mientras Karchy se abalanzaba para coger a su padre en los brazos. Gritando que alguien fuese a buscar a un médico, aflojó la corbata de Mike y le tanteó el pulso. Se preguntó dónde demonios estaba Annie. Debería estar allí, agarrada a la mano de su padre. Él los necesitaba a ambos.

Hipnotizada por la visión de su padre en los brazos de Karchy, Ann se quedó petrificada, demasiado abrumada para moverse. Alguien le tocó el hombro —Jack Burke—, que miraba fijamente a Karchy y Mike.

—Gran momento —se burló—. ¿Qué se apuesta a que no le pasa nada?

Ella lo apartó bruscamente, como si fuese una molesta mosca, y miró por encima de su padre hacia la tribuna de los testigos. La señora Kalman la estaba mirando fijamente a los ojos, y sonreía inexorable.

* * *

Mientras se paseaba por la sala de urgencias del hospital, a la espera de que el médico terminase de examinar a su padre, todavía pensaba en la sonrisa de la señora Kalman. Había dejado de fumar hacía cinco años y no había tocado un cigarrillo desde entonces, pero aquella tarde ya había pedido el cuarto y deseó tener un paquete en el bolso. Se alegró de que Karchy hubiese entrado con su padre. No tenía ganas ni de hablar, ni de contestar a sus preguntas.

Sumida en sus pensamientos, ni siquiera advirtió que el médico de su padre había entrado en la habitación hasta que llegó junto a ella.

—Tiene la presión arterial demasiado alta —informó el joven residente—. Tiene una ligera arritmia, que es normal para su edad. No veo nada que suponga un peligro inmediato para su vida. Escuche —hizo una pausa, violento por tener que sacar el tema, pero obligado a explicarse—, sé que ha estado sometido a una gran presión, no sé cuánta más podrá soportar todavía su organismo.

Ann asintió, abatida.

—¿Puedo entrar? —preguntó.

Mike apenas había estado consciente en la ambulancia que lo había conducido al hospital, y ella no había hablado con él desde que había perdido el conocimiento. Necesitaba mirar ahora en los ojos de su padre para ver lo que encontraba allí.

Estaba tumbado medio vestido en una camilla, y su piel todavía era gris y tenía aquella consistencia de cera. Pero por lo menos estaba despierto y escuchaba atentamente a Karchy, que estaba en mitad de una historia sobre uno de los hombres de la fábrica. No queriendo sobresaltarlo, permaneció en la puerta hasta que él la descubrió.

—Quiero hablar con Anni, Karchy —dijo él al instante.

Karchy miró primero a su padre y luego a su hermana, abrió la boca y estuvo a punto de objetar que su sitio estaba allí con ellos. Pero reconoció en el tono de voz de su padre el que utilizaba en su infancia, por lo que murmuró a regañadientes, antes de abandonar la habitación:

—Sí, claro.

Mike tenía un brazo sujeto a un aparato de supervisión y tenía un aspecto tan frágil e indefenso que Ann estuvo a punto de acariciarle la frente, como él solía hacer cuando ella era pequeña. Le habría gustado poderle decir: No te preocupes, papá, todo irá bien. Fue la sonrisa de la señora Kalman lo que la retuvo; esto y su propia incertidumbre.

Él pareció intuir que si debían hacer las paces, le correspondía a él dar el primer paso.

—Sé lo que piensas, Anni —dijo, débilmente—. Dicen cosas…, le puede parecer…

Su voz se desvaneció. Ann todavía guardaba silencio y él supo que tenía que volver a intentarlo, antes de que el abismo entre ellos se hiciese demasiado ancho para atravesarlo.

—Leo en tus ojos, Anni —le dijo—. Vas a contestar a esta pregunta: ¿Mi padre es… aquella bestia?

Finalmente, a ella le dio lástima.

—Papá, yo sé…

—¡No! En tu corazón, Anni —dijo él, pidiendo de ella más de lo que estaba preparada para darle—. Contesta.

Ella intentó sonreír, no lo consiguió y se fue por la tangente.

—Vamos a casa.

—Yo me voy a mi casa. No me importa lo que me pase. Yo tengo mi casa. No me escondo más.

La miró desafiándole a llevarle la contraria.

Ambos sabían que estaba cometiendo un error. Y lo peor era que Ann no pudo hacer el esfuerzo para discutir con él.

* * *

Por las noches, después de dar de cenar y acostar a Mikey, y de haber terminado algún que otro trabajo que se había llevado a casa en el maletín, a Ann le gustaba caminar hasta el muelle que estaba en el extremo del jardín y observar cómo las estrellas se reflejaban en el lago. En verano, antes de que ella y David se separasen, él solía reunirse con ella, por lo menos algunos minutos. Ella colgaba las piernas en el borde y sentía cómo el agua chapoteaba en sus pies desnudos, mientras pensaba en las vueltas de su vida, que la habían llevado a tener una casa frente al lago.

En invierno, a David no le entusiasmaba la idea de mirar las estrellas junto al agua, donde el viento soplaba particularmente fuerte. Ella era igualmente feliz envolviendo las estrellas con la mirada y quedándose un rato sola, hasta que las mejillas empezaban a quemarle a causa del frío y comprendía que era hora de volver a casa.

Imaginaba que había desarrollado aquella afinidad con el agua por haberse criado en una ciudad donde uno nunca estaba muy lejos de una playa. El lago la calmaba; siempre le proporcionaba cosas distintas, a veces era como una turbulenta lona bajo la cual podía protegerse y examinar sus más profundos sentimientos. A menudo se alejaba de allí con una sensación de claridad que no conseguía en otras circunstancias.

Sin embargo, aquella noche su estado de ánimo siguió estando oscuro y nublado, como el cielo sobre ella.

Estaba disponiéndose a volver a casa cuando oyó pasos detrás de ella, luego le llegó la voz de George en la oscuridad.

—Hola, querida.

—¿Qué piensas, George? —dijo Ann, después de que su amiga hubiese quitado un poco de nieve polvorienta para sentarse junto a ella.

—¿Sobre qué? —preguntó George retóricamente, a la vez que se apretaba la bufanda alrededor del cuello. Detestaba el frío. No dejaba de amenazar a sus colegas diciéndoles que cualquier día se mudaba al sur—. Pienso —prosiguió, muy lentamente y sacando una fotografía de un sobre que llevaba consigo—, que no soy quién para aconsejar.

En la oscuridad, Ann apenas podía discernir los rasgos de un hombre medio calvo de unos setenta años.

—Tibor Zoldan —le explicó George—. Aquel trágico accidente de tráfico no fue un simple accidente. Fue atropellado en West Side por un conductor que huyó.

Ann no quería escuchar el resto de la historia, pero no sabía qué decirle a George, y ésta tomó su silencio por interés y siguió hablando:

Durante nueve meses, desde que Mike le extendió al tipo aquel talón de dos mil dólares hace tres años, estuvo gastando en efectivo mil dólares más de lo habitual. El mes que Zoldan fue atropellado ya no hubo este exceso.

—No me importa —dijo Ann, mirando fijamente el agua salpicada de hielo—. No me importa lo que pueda parecer. No me importa cómo pueda sonar. Él no es un monstruo, George. Yo soy su hija… Lo sé mejor que nadie. —Se puso en pie y miró de soslayo a George, cuyos ojos reflejaban su propio dolor—. Nunca imaginé que ibas a fallarme —le lanzó a su amiga, a falta de un mejor blanco.

—Nada más lejos de mi intención que fallarte, querida —le aseguró rápidamente George.

Pero Ann, que ya estaba en mitad del muelle, ni siquiera molestó en decirle buenas noches. Estaba enfadada con George y todavía más enfadada consigo misma. No obstante, en un sentido, George le había hecho un favor yéndole a contar la historia de Tibor Zoldan. Allí, en medio de la noche, no iba a encontrar las respuestas. Hasta el lago, con sus corrientes imprevisibles y olas rompientes, podía hacerle creer a uno que las cosas eran distintas de como parecían.

Pero su padre…, su padre era la constante en su vida, y a pesar de las apariencias de los cada vez más numerosos hechos, que le hacían parecer una cosa, ella sabía, mejor que nadie, que él era un hombre bueno y adorable. No podría dormir sin decírselo a la cara.

Miró la hora, vio que ya eran más de las diez. Tardaría por lo menos media hora en llegar a Berwyn. Decidió que no importaba, y se precipitó dentro de la casa para coger las llaves y el monedero. Su padre nunca se iba a la cama antes de medianoche.

Una lúgubre cinta de Dylan, el contrapunto perfecto para sus pensamientos melancólicos, la acompañó todo el recorrido hasta West Side. Cuando se detuvo delante de la casa, estaba llorando silenciosamente. Había una luz encendida en la sala de estar, otra arriba en su dormitorio. Mientras aparcaba y corría por la acera, el corazón no dejó de latirle aceleradamente.

Vio a través de los visillos que la televisión estaba encendida, gracias a Dios, estaba todavía despierto; a menos que se hubiese quedado dormido viendo la televisión, como hacía a menudo. Llamó a la puerta, sin detenerse a pensar que una visita inesperada a aquellas horas podría asustarlo.

Él tardó un par de minutos en dirigirse a la puerta y mirar cautelosamente a través del panel de vidrio. Luego su mirada de sospecha se convirtió en perplejidad y preocupación al reconocer a su hija. Abrió la puerta de un golpe, evidentemente preparado para recibir más malas noticias.

Ann movió la cabeza —no, no te preocupes— y entró rápidamente para protegerse del frío y penetrar en el calor de la casa donde su padre le había enseñado muchas lecciones sobre lo que era importante en la vida. Antes de que él tuviese la oportunidad de hablar, de preguntarle por qué había lágrimas en sus ojos, ella sonrió y lo rodeó con los brazos. Se limitó a decir:

—Te quiero, papá.

¿Cómo podía en ningún momento haber sentido otra cosa?