Capítulo XI

El escenario en la sala del tribunal el segundo día del juicio era bastante similar, a excepción de la presencia de Karchy junto a Mike en la mesa de la defensa. Jack lo vio e inmediatamente lo reconoció por las fotografías que había visto de los Laszlo; también observó cómo se agitaba incómodo dentro de su traje. Así que había sacado a la familia en pleno, en consideración al juez Silver. Faltaba el nieto. Probablemente tenían al chico en reserva, por si se sentían lo bastante desesperados para una chiquillada.

Jack sonrió satisfecho cuando el alguacil anunció que se abría la sesión y el juez tomó asiento. Aquella mañana había sido magnífica y había tenido una buena sorpresa; y no veía el momento de hacérselo saber a la abogada de la defensa.

No tuvo que esperar mucho rato. Al juez Silver le gustaba entrar enseguida en materia.

—Puede usted llamar a su siguiente testigo, señor Burke —dijo él.

Jack se puso de pie.

—¿Podemos vernos en su despacho, señoría?

El juez pareció momentáneamente sorprendido, luego asintió con la cabeza.

—De acuerdo.

Mike tiró de la manga de Ann.

—¿Qué está pasando, Anni? —murmuró, nerviosamente.

—No lo sé —le dijo ella, intentando ocultar su preocupación. Con un gesto, le indicó a Karchy y a George que tranquilizasen; a continuación se apresuró a seguir a Jack y al juez Silver a las oficinas de este último situadas detrás de la sala del tribunal.

—Tengo buenas noticias, señoría —anunció Jack apenas se hubieron sentado—. El Gobierno húngaro ha proporcionado el original del carnet de la Sección Especial a los peritos del Departamento de Justicia de Washington.

Lanzó una mirada a Ann. Para su satisfacción, ella parecía estar tan asombrada como él había esperado.

—Muy bien, tal vez esto lo aclare todo —observó el juez Silver—. ¿Tiene usted alguna objeción con esto, señora Talbot?

—No, Señoría —empezó ella, furiosa de que este giro de los acontecimientos la hubiese cogido con las manos vacías. Qué bien le iba a Burke… demasiado bien. Y qué bien para él que Silver lo hubiese aceptado sin dificultad. Bien, pues vamos a aclararlo. Estas «buenas noticias» olían a podrido como pescado de la semana anterior, y ella no iba a pretender que no le molestaba el hedor—. Sí, Señoría, tengo una objeción —indicó ella, volviéndose para dirigirse directamente a Jack—. Por lo que he sabido de uno de sus testigos, se han traído algo en la maleta desde Budapest. ¿Quién está llevando el caso, usted o ellos?

—Qué cosas tiene —dijo él con desprecio y disfrutando de su evidente angustia. La trampa estaba puesta y él no veía el momento de activarla—. Hace meses que trabajamos con las embajadas para conseguir el carnet original. Ha estado tan preocupada por la fotocopia que ahora debería saltar de alegría.

¡Hecho! Él se reclinó en el asiento y se puso a observar los esfuerzos de ella para salir del apuro. Eran infructuosos y ella lo sabía.

—Primero haré que lo examine su experto en documentos forenses —decidió el juez—. ¿Bastará una semana?

Ella se rindió elegantemente. No tenía otra opción.

—Gracias, Señoría.

El juez miró a Jack.

—No tengo ninguna opción —dijo Jack alegremente, con la sensación de que acababa de desquitarse del Sangre de Toro. Y esto era sólo el principio del final del caso de Ann.

Volvieron a la sala del tribunal y continuaron donde lo habían dejado.

—Llamamos a Istvan Boday, Señoría —anunció Jack.

Boday era un anciano de aspecto frágil susceptible de caer ante la mínima ráfaga de viento. Llevaba un traje dos tallas mayor; podía haber sido prestado, o tal vez le había sentado bien en otro tiempo, mucho tiempo atrás, cuando era más joven y más gordo Inclinado sobre su bastón se detenía para descansar cada dos o tres pasos mientras recorría arrastrando los pies el pasillo, sin mirar ni a la izquierda ni a la derecha.

Ann observó la mirada de su padre cuando Boday pasó por delante de la mesa de la defensa. No pudo detectar ni siquiera un destello de reconocimiento en la expresión de Mike.

Por fin Boday llegó a la tribuna de los testigos y el alguacil se adelantó.

—¿Jura usted ante Dios decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad? —recitó este último, mientras sostenía una Biblia para que Boday prestase el juramento.

—Sí, lo juro —replicó Boday con una voz apenas audible y colocando una mano temblorosa sobre la Biblia.

El juez Silver se inclinó hacia delante y preguntó:

—Señor Boday, ¿habla usted inglés?

—Un poco.

—Si usted prefiere hablar húngaro, podemos utilizar los auriculares —ofreció el juez amablemente.

—Intentaré inglés —dijo Boday, moviendo la cabeza.

Jack se acercó bastante a la barra de los testigos a fin de que Boday no tuviese dificultad para oírlo. Había llegado a admirar a aquel hombre en el corto tiempo que habían pasado juntos repasando el testimonio de Boday. Aunque era físicamente frágil y débil, tenía una fuerza interior forjada en los fuegos del infierno.

Jack había estado esperando aquel momento durante más de la mitad de su vida.

—¿Dónde reside usted, señor Boday? —dijo Jack, sonriendo de forma alentadora.

Budapesht, Hungría —replicó Boday, dando al nombre de la capital su pronunciación húngara.

Jack entró rápidamente en el meollo del testimonio.

—¿Dónde vivía usted en diciembre de 1944, señor Boday?

—En el gueto, Budapesht —dijo Boday, a la vez que fijaba sus azules ojos acuosos en algún punto invisible de la sala—. Nuestra familia… tener que ir a gueto. Era una orden.

—Señor Boday, ¿puede usted describirnos los acontecimientos que tuvieron lugar el 14 de diciembre de 1944? —preguntó Jack amablemente.

Boday asintió con la cabeza, pero cuando abrió la boca, nada salió de ella. Se aclaró la garganta y empezó a hablar muy despacio.

—Era de noche. Siete horas. Todos en una habitación. Mi madre, padre, mi hermano. Mi esposa, Clara. Mi hijo.

—¿Cuántos años tenía su hijo?

—Siete años —dijo Boday, y a continuación cambió de postura en un intento de estar más cómodo—. Llegaron…

—¿Quién llegó, señor Boday?

—En la Sección Especial. Entraron, ametralladora, uniformes. Negros. Todos negros —titubeó un momento, a continuación respiró profundamente y reanudó su historia—. En brazo, ¿cómo decir? Insignia. Cruz. Cruz Flechada.

—¿Tenía usted conocimiento de la Sección Especial? —prosiguió Jack rebuscando en la memoria de Boday de forma tan delicada como si de un retoño de cerebro se tratase.

—Sí. Nosotros ver. En gueto no poder entrar soldados, pero Sección Especial entrar en todas partes.

—¿Cuántos eran, señor Boday?

—Cuatro. Dos líder. Uno tener cicatriz en cara, otro, gran jefe. Mishka.

—¿Su nombre era Mishka? —dijo Jack, alzando el tono de voz. Quería estar seguro de que todos los presentes pudiesen oírlo.

—Sí —dijo Boday, asintiendo con la cabeza—. Lo llamaban Mishka.

—¿Qué significa Mishka en húngaro? —preguntó Jack, a la vez que daba unos pasos hacia la mesa de la defensa.

—Mike. Nombre para Mike.

—¿Qué hicieron, señor Boday?

—Mishka —dijo Boday, cuya voz temblaba ligeramente—, hablar mucho. Dijo: «Vosotros tenéis joyas, diamantes. Todos los judíos tenéis oro. Dádmelo». Mi padre decir: «No tenemos nada».

—¿Qué pasó entonces, señor Boday? —preguntó Jack muy amablemente.

El anciano se estremeció al recordar.

—Mishka… coger a mi mujer, a mi Clara. Dijo: «Abre la boca, cerda». Ella gritó, lloró. Él cogerle la boca, abrirle la boca con mano. Miró dientes. Se rió. Dijo: «Llena de oro».

Una corriente de conmoción recorrió la sala.

—¿Qué quería decir? —puntualizó Jack.

—Ellos llevarse, robar, todo. Joyas, cuadros, muebles, dientes. Todo —añadió Boday a su relato.

—¿Qué pasó entonces?

—Nos sacaron del gueto. Mucho frío. Nieve. Caminamos por la calle. Mi madre cayó. Uno de ellos, no Mishka, la pegó en cabeza con rifle. Seguimos caminando. No volvimos a ver a mamá. Se quedó en la calle.

—¿Dónde los condujeron a ustedes?

—Nos llevaron al Duna, al embarcadero, Danubio. Junto al puente Lanchid. A la orilla. Allí mucha gente. Judíos. Mishka reírse, nosotros caminar. Él dijo: «Todos vosotros os vais a dar un baño El agua fría mata las pulgas».

—¿Qué pasó en la orilla del Danubio, señor Boday?

—Dijeron ponernos muy cerca, uno frente a otro. Tres y dos Mi padre, yo, mi hijo. Mi hermano, mi Clara —replicó Boday, todavía mirando en la distancia, como si estuviese viendo la escena de nuevo representada frente a él—. Nos apretamos. Ellos coger alambre, ellos rodearnos con alambre, dos grupos. Muy apretado. No poder movemos.

El silencio en la sala era absoluto. Nadie se movía o parecía siquiera respirar. Con dedos temblorosos Boday cogió el vaso que tenía delante y bebió unos sorbos de agua, derramando algunas gotas en la barandilla de madera de la tribuna de los testigos.

—Nos empujaron hasta el borde del embarcadero del río. Mishka decir: «Lo siento, no tenemos suficientes balas».

Se interrumpió de nuevo y respiró profundamente. Después de otro trago de agua continuó:

—Él sacar pistola. Ponerse detrás de mi Clara. Decir: «Una para ti, cerda». Disparó. Ponerse detrás de nosotros. Poner pistola en cabeza de mi padre. Disparar. Luego empujarnos al Duna.

Alguien entre el público suspiró ruidosamente. Otros sollozaban y buscaban en sus bolsillos y bolsos pañuelos de papel para ocultar su llanto.

—¿Disparó a su padre en la cabeza y los arrojó a los tres al río?

—Sí —dijo Boday débilmente, volviendo la mirada hacia Jack—. Empujó desde borde. Estábamos atados juntos. No poder movernos. Duna muy frío. Ellos pensar que todos morir.

—¿Cómo consiguió usted sobrevivir, señor Boday?

Boday se encogió de hombros con desaliento.

No lo sé. Me sentí muerto. No poder moverme. Ser arrastrados al muelle. Logré liberar una mano, sacar alambre. Padre muerto Hijo muerto. Yo no ver Clara ni hermano. Ellos también muertos.

—Señor Boday. ¿Es éste el hombre que disparó contra su padre y esposa y los arrojó al río? —preguntó Jack.

Señaló la fotografía de Mike de su carnet de la Sección Especial, que aparecía en la pantalla a la izquierda de Boday.

Boday volvió despacio la cabeza y miró la foto.

—Sí, éste es Mishka —afirmó sin un momento de titubeo.

—¿Alberga usted alguna duda de que sea el mismo hombre, señor Boday? —lo instó Jack, mientras rezaba para que Boday repitiese al contestación que había dado en su declaración jurada.

El anciano se irguió en la silla y habló con absoluta seguridad.

—Lo veo hace cuarenta y cuatro años, cada noche que cierro Los ojos. Es Mishka.

Jack le dio las gracias con una inclinación de la cabeza. Un trabajo bien hecho.

—No hay más preguntas, Señoría. Su testigo.

Ann se levantó despacio para dar comienzo al contrainterrogatorio. Aunque ya había leído el testimonio de Boday, tres o cuatro veces había sido doloroso en extremo oírselo contar en persona. Y había motivo pura ello, se dijo para sus adentros, mientras se acercaba a la barra de los testigos. Era una historia horripilante, y ella no tenía intención de sembrar dudas sobre su autenticidad. Por otra parte, no podía permitir que Boday se marchase sin poner en duda su memoria con respecto al hombre que había matado a su familia.

La mano de Mike, cuando ella se la apretó para darle ánimos, estaba fría y húmeda de sudor. Asimismo, perlas de sudor punteaban su frente. Ella había intentado advertirlo sobre lo que iba a escuchar en el tribunal. Había intentado que leyese alguna de las historias, incluida la de Boday. Y esto era sólo el principio.

Cuando llegó a la altura de la barra de los testigos, casi se le rompió el corazón. Boday era tan viejo y frágil, como una rara figura de porcelana que debía ser tratada con el mayor de los cuidados. Según su propio relato, ya había pasado por las más atroces de las torturas. ¿Cómo podía aumentar este dolor? ¿En qué tipo de persona la convertía?

Jugó nerviosamente con su anillo de ópalo, su piedra natalicia, que había empezado a ponerse de nuevo después del divorcio. Otro regalo de su padre —y de Karchy— cuando fue la segunda de su clase en el Instituto. Lo había elegido su padre. Estaba muy orgulloso de ella.

¿Qué clase de persona era? Del tipo que haría cualquier cosa que estuviese en su mano para salvar la vida de su padre.

Este pensamiento la impulsó a enfrentarse a Istvan Boday.

—¿Quiere usted hacer una pequeña pausa antes de que empecemos, señor Boday? —ofreció amablemente, más por ella que por él.

Él movió la cabeza, no, y la escudriñó como si estuviese intentando encontrar en su rostro un parecido con el hombre a quien le habían pedido que identificase en la fotografía de la Sección Especial.

—Señor Boday —empezó ella, sin dejar de dar vueltas al anillo—, ¿cómo ha identificado a mi padre como al hombre que hizo todo aquello a su familia?

—Fueron a verme hace seis meses, enseñarme fotografía —contestó él, de forma terminante, a la vez que intentaba que no se notase el desprecio que sentía por la hija de su verdugo.

Ella hizo un esfuerzo para ahogar su excitación.

—¿Le llevaron su fotografía y usted dijo que era el hombre?

Jack comprendió inmediatamente adónde quería llegar ella y se puso de pie de un salto.

—¡Protesto, Señoría! El testigo no se ha expresado bien —afirmó, decidido a que Ann no se saliese con la suya.

—¡Está instruyendo al testigo, Señoría! —replicó Ann, igualmente resuelta a ganar aquel punto.

—Señor Burke, su protesta queda denegada —anunció el juez Silver—. Pero quiero pedirle, señora Talbot, que en el futuro formule sus preguntas con más cuidado. Por favor, continúe, señor Boday.

—Me enseñaron muchas fotografías, de mucha gente —dijo Boday, malhumorado, molesto por el odioso intercambio entre los dos abogados.

—¿Quién le enseñó las fotografías, señor Boday? —preguntó Ann, escogiendo minuciosamente las palabras.

—Fueron cuatro —contestó él, e hizo una pausa para recordar—. Señor Burke, hombre de embajada americana, hombre de Ministerio del Interior húngaro, e intérprete.

—¿Qué le dijeron? —dijo ella, en voz baja.

Boday frunció los labios pensativamente, mientras recordaba cómo los hombres habían entrado en tropel en su diminuto apartamento de una habitación para hablar con él. Ni siquiera había sitio para que todos estuviesen sentados.

—Señor Burke, decir él investigar criminal de guerra. Encontrar en las Naciones Unidas mi declaración jurada de lo que pasó. Dijo pensar tenían hombre.

—¿Y entonces le enseñaron algunas fotografías?

—Sí —dijo Boday, asintiendo con la cabeza. Así era exactamente como había sucedido.

—¿Cuántas fotografías había, señor Boday? —quiso saber Ann.

—Muchas —replicó él, a la vez que se preguntaba qué importancia tenía aquello, por qué ella se preocupaba por la cantidad. Lo que era importante eran los hechos… Su padre era un asesino. Aquel hombre… sentado justo frente a él. Incluso sin mirarlo, Boday tenía la impresión de que Mishka lo observaba como si fuese un fantasma que había ido a turbar sus sueños. Y así era… pues habiendo asesinado a su familia, Mishka también lo había despojado a él de la vida. Todos aquellos años había llevado una existencia gris, llena de oscuros recuerdos de lo que podía haber sido. De no haber sido por aquel hombre…

—¿Señor Boday? —repitió Ann—. ¿Cuántas? ¿Diez, veinte, cien?

Irritado por su insistencia, él le lanzó números.

—Doce… quince.

—¿Cuántas? ¿Doce o quince? —persistió ella.

—¡Protesto, Señoría! —replicó Jack—. Está acosando al testigo.

El juez Silver no necesitó pensarlo dos veces para contestar:

—Se aprueba —declaró, y miró preocupado al testigo.

Pero Boday era más fuerte de lo que parecía, y había ido preparado para lo peor.

—No recuerdo —informó resueltamente a Ann.

—No lo recuerda —repitió ella, para luego cruzar los brazos y sumirse aparentemente en profundas reflexiones. A continuación preguntó—: Señor Boday, ¿cómo le exhibieron las fotografías?

Él ladeó la cabeza, confundido ante aquella palabra desconocida para él.

—¿Exhibieron? No comprendo.

—Cómo se las enseñaron, señor Boday —explicó Ann.

Por un momento le había recordado a su padre, cuyo dominio del idioma era imprevisible. ¿Cuántas miles de veces había tenido que traducirle palabras y expresiones?

—Ellos poner sobre la mesa —le dijo Boday.

—Y de estas doce o quince fotografías sobre la mesa, ¿dónde estaba la fotografía de mi padre?

—No recuerdo exactamente.

Lo que recordaba era que habían extendido las fotografías sobre la mesa, a la que sólo podían sentarse dos personas. La bombilla que había encima se había fundido aquella mañana, y alguien —¿el intérprete?— había acercado la lámpara del rincón.

Ellos permanecieron inmóviles detrás de él, mirando por encima de sus hombros, y, cuando él señaló inmediatamente la fotografía de Mishka, insistieron que no debía precipitarse. Le dijeron que se tomase tiempo, para estar seguro. Estaba seguro. Jamás podría olvidar aquel rostro. ¿Pero dónde estaba la fotografía del padre de ella entre todas las fotografías? Vaya pregunta. Decidió que debía de estar loca, como su padre.

—¿Tampoco recuerda esto? —insistió Ann, no carente de amabilidad—. Dígame, ¿estaba entre las otras? ¿Estaba separada? ¿Estaba encima? —añadió, y su tono sugería que estaba intentando ser lo más colaboradora posible.

—No, entre las demás. Una de muchas —dijo él, desdeñosamente.

—¿Eran todas las fotografías del mismo tamaño, señor Boday?

—Sí.

—¿Tenían los hombres de las fotografías que le enseñaron la misma edad? —preguntó, y por el rabillo del ojo, miró a Harry, que irradiaba aprobación.

—Sí —contestó él—. Todos jóvenes… como Mishka.

Jack sonrió. Laszlo le había arrancado el corazón, pero estaba claro que no había matado el espíritu de aquel tipo. Bien. No se podía pedir más a un testigo.

Ann se acercó a la barra de los testigos, lo suficiente para ver el brillo de odio en los ojos del hombre.

—¿Cuánto tardó usted en reconocer la fotografía, señor Boday?

Él se encogió de hombros. Suponía que podría recordarlo si hacía un gran esfuerzo, pero era una pregunta estúpida, no merecía que gastase energía.

—Ha dicho usted que ha soñado con él todas las noches durante cuarenta y cuatro años. Ha dicho usted que no podría olvidar —lo presionó Ann—. Entonces, dígame cuánto tardó.

Hija de un asesino, pensó él. Hubo un tiempo en que él y Clara habían soñado que su hijo fuese abogado. Difícil, si no imposible, para un judío en Hungría. Hasta que los nazis habían subido al poder. Los nazis y Mishka habían imposibilitado que su hijo llegase a ser nunca nada, aparte de un recuerdo doloroso y querido.

—No recuerdo exactamente —contestó, articulando cada palabra como si estuviese hablando con una persona sorda.

—¿Tampoco recuerda usted esto? —repitió Ann, con un tono de voz lleno de incredulidad—. ¿Puede usted decírnoslo aproximadamente, señor Boday?

—Unos cinco segundos —dijo él, en un tono áspero, y apretó tan fuerte el bastón con los puños que los nudillos se le pusieron blancos.

Ella tuvo la sensación de haber caído en una emboscada. Los espectadores también lo presintieron. Contestaron con apagados aplausos o abucheos, según el lado en el que se encontraban. El juez Silver golpeó su martillo, llamando al orden, y el murmullo se desvaneció. No ocurrió lo mismo con la rabia de Ann —tanto consigo misma como con Boday—, lo que hizo que contraatacase rápidamente, de forma irreflexiva.

—¿Es usted miembro del partido comunista húngaro, señor Boday? —preguntó, segura de haber dado con el talón de Aquiles.

Jack no dudó un momento en ponerse de pie.

—¡Protesto, Señoría! ¡Irrelevante e insustancial!

—¡Afecta a su credibilidad como testigo objetivo! —replicó Ann, con vehemencia—. Señoría…

Boday no esperó que el juez decidiese quién tenía razón. Había hecho un largo viaje desde Hungría y las dos últimas noches pasadas en el hotel no había dormido bien. La cama era demasiado dura, en la habitación hacía demasiado calor, de las calles de la ciudad llegaba un ruido espantoso de bocinas estridentes y sirenas.

Era un hombre viejo y ya estaba harto de que aquella joven, que hablaba con tanta dulzura que uno casi olvidaba la daga de su mano, lo estuviese hostigando. Aunque fingía no saberlo, ella sabía que su padre era un bastardo asesino nazi, que no se merecía otra cosa que ser puesto contra el paredón y ser fusilado. En aquellos momentos sólo quería estar muy lejos de ella, de Mishka y todas aquellas preguntas estúpidas, como que si era miembro del partido.

—No —dijo, con una voz llena de desdén—. No gustarme comunistas. Ellos saben a mí no gustan. ¿Qué me pueden hacer? Soy viejo, no tengo familia. Nadie puede hacerme más daño.

Se miraron el uno al otro como si estuviesen solos en la sala. Por la mente de Ann empezó a vislumbrarse una idea, pero desapareció antes de tomar forma. Quería preguntarle otra cosa… Pero no pasaría, por ello se limitó a decir:

—No hay más preguntas.

—Haremos una pausa de una hora para comer —anunció el juez Silver. Había sido un testimonio largo y difícil para todos los involucrados. Lo que necesitaba ahora era comer algo y una hora a solas con un concierto de Mozart como música de fondo.

Sin embargo, había como mínimo una persona en la sala contenta con el resultado de la mañana. Con gran satisfacción, Jack contemplaba la escena de una obviamente preocupada Ann intentando tranquilizar a sus desalentados padre y hermano.

—Ésta ha dado un buen resbalón —le dijo a Dinofrio, y se adelantó para ayudar a Boday a salir de la sala.

* * *

—Georgine Wheeler, por favor —dijo Ann, con el auricular en una mano y un lápiz en la otra. Sentada en la esquina de la mesa, golpeaba impaciente el suelo con el pie mientras la persona al otro lado de la línea iba en busca de George. Mientras esperaba, escribió unas rápidas y casi indescifrables notas para sí misma, preguntas para George, preguntas para papá, instrucciones para la canguro de Mikey sobre la cena.

La taza de café que se había llevado se enfriaba delante de ella y el aire estaba lleno de olor a ajo —encurtido de ajo y salami picante al ajo—, la idea de Karchy sobre una comida bien equilibrada y fortalecedora. Era el único de los tres que tenía apetito aquella tarde. Ella estaba demasiado tensa para pensar en comida y Mike yacía derrumbado en la silla, mirando al vacío.

Pero Karchy, fiel a su filosofía, «Hay que comer, a pesar de todo», estaba devorando su salami con pan de centeno con gran gusto.

—Es un buen salami —anunció, a nadie en particular—. Eh, papá —dijo, mientras levantaba un paquete envuelto en papel encerado—, ¿quieres un bocadillo de salami? Yo me tomo otro.

Mike miró sombríamente a su hijo, sacudió la cabeza y volvió a retirarse detrás del muro de silencio.

—Hola, Mishka —dijo Harry, entrando en la habitación y extendiendo la mano—. ¿Cómo lo llevas?

—Bien, Harry —dijo Mike, que había intentado sonreír pero se había estremecido ante el «Mishka». Hacía años que Harry utilizaba esta versión de su nombre, pero de repente le hirió los oídos.

Ann saludó a Harry con un gesto de la mano, pero su cabeza estaba en otra parte. Aquella mañana le había dejado un mal sabor de boca y el testigo de la tarde probablemente ofrecería el mismo tipo de testimonio desgarrador. ¿Cómo iban a ganar con aquellas historias? ¿Hasta dónde podría escuchar el juez Silver sin resolverse contra su padre?

—Venga, George —murmuró con urgencia en el auricular, arrepentida de no haber quedado previamente con ella. ¿Dónde estaba con la información que Ann necesitaba? No podría soportar otra sesión como la que acababa de pasar.

A través de la línea llegó una voz apagada que hablaba con alguien.

—¡Georgine Wheeler! —dijo Ann, en un tono brusco, a fin de llamar la atención de la persona que estaba hablando. ¿No había nadie allí?

Karchy se había contagiado de la tensión de Ann y ahora estaba empezando a dejar escapar su amargura por lo que se había visto obligado a escuchar.

—No comprendo qué demonios está pasando aquí —se lamentó a Harry en voz alta—. ¡Quiero decir, Jesús, preparan a un viejo de ideas anticuadas, lo sacan de su casa de retiro, y él cuenta toda esa mierda…! ¡Por los clavos de Cristo! A ese tipo ni siquiera le darían el permiso de conducir en este país. ¡No, mierda, ni siquiera le darían un maldito permiso de conducir!

Sintiéndose mejor después de haber dado su opinión, recordó los buenos modales y dijo:

—Eh, Harry, ¿quieres un bocadillo de salami?

—¿Estás de broma? —dijo Harry, y las patricias ventanas de su nariz lo fulminaron. Karchy debería saber que comer aquello era envenenarse. El salami era para gente demasiado ignorante o arrogante para comprender que el colesterol era mortal. Harry atribuía su longevidad y su salud a una dieta sana y sin grasas, un tema sobre el que podía extenderse durante horas.

Sin embargo, la educación de Karchy podía esperar un momento más oportuno. Había asuntos mucho más apremiantes que tratar en aquellos momentos: en primerísimo lugar, el evidente desaliento de Mike.

—El problema es que —opinó con fuerza, lanzándose en otro de sus temas favoritos—, esos patanes de Washington están ahora completamente llenos de mierda, ávidos de cristal y no paran de construir «Hiltons»… ¡Esto jamás habría llegado a los tribunales en los años cincuenta!

Mike asintió con la cabeza de forma automática, y dejó a Harry preguntándose si había oído una sola palabra de lo que acababa de decir. De cierto no era propio de Mishka estar ahí inmóvil y silencioso como un muñeco, en lugar de replicar con uno de sus maravillosos comentarios antiliberales (en el peor de los casos, como partidario de la American Civil Liberties Union). ¿Pero quién podía culparlo cuando acababa de ser sometido a aquella dura prueba?

Pero Ann no se sentía tan retraída. Tenía una espina clavada en el corazón y así se lo quería hacer saber. Cubrió el auricular con una mano y le espetó:

—¿Cómo pudiste decirle aquello a Mikey?

—¿Qué le he dicho? —preguntó Harry, cogido por sorpresa.

—Sobre el Holocausto —dijo ella.

—No sé de qué estás hablando —replicó Harry, todo inocencia—. Mikey y yo no hablamos de política.

Ann dirigió una mirada insegura de Harry a su padre. Uno de ellos debía de estar mintiendo, pero…

Su especulación fue interrumpida al irrumpir George en la habitación, resplandeciente de entusiasmo.

—Te he estado buscando —dijo Ann rápidamente, a la vez que la llevaba a un rincón en busca de tranquilidad. La mirada del rostro de George le dijo lo que necesitaba saber, pero quería los fríos y duros hechos, que George llevaba en la mano en forma de una hoja de tamaño legal con nombres y números. Se pusieron muy juntas, para revisar la información y establecer una estrategia.

Harry las miraba, mientras se tocaba los fruncidos labios con un deseo, pensativamente. Había caminos para seguir… personas que podían ser consultadas… Se dijo precavidamente que era preferible esperar. Ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. No entrometerse hasta que se lo pidiesen.

—Adoro el salami —observó Karchy, para luego dar un gran mordisco a su segundo bocadillo—. ¿Te gusta el salami, Harry? —preguntó, rompiendo el hilo de los pensamientos de este último—. Anda, ven, yo no me voy a comer todo esto. ¡Coge!

Con la mirada suficiente del hombre que está a punto de iniciar a un amigo en los placeres de la carne, metió a la fuerza el bocadillo en la mano de Harry. Éste cogió el presente con la punta de los dedos, mostrando el mismo entusiasmo que si acabasen de ponerle entre las manos un ardiente excremento de perro. No resultaba difícil leer la curva de sus labios; parecía estar pensando: Qué gente. Realmente es de otra raza.

* * *

Judit Hollo era una mujer diminuta y encorvada de unos setenta años, e iba vestida de negro de los pies a la cabeza: un vestido negro que le llegaba casi hasta los tobillos, un jersey negro abrochado hasta el cuello, calcetines negros y zapatos con cordones. Hasta la babushka que llevaba atada bajo la barbilla para cubrir su pelo gris era negra.

Cuando Ann la vio, su primer pensamiento fue para Baba Yaga, la bruja que tan a menudo aparecía en los cuentos de hadas eslavos de su infancia. Pero, si bien Baba Yaga era normalmente una criatura temible que se comía a los seres humanos, Judit Hollo no sólo parecía inofensiva, sino que podía ser catalogada como una especie de abuelita entrañable. De hecho, no estaba muy lejos de la abuela de fantasía que Ann se había creado cuando tenía tres o cuatro años, y comprendió por primera vez que no solamente era huérfana de madre, sino también de abuelos.

Mientras la dama se instalaba en la tribuna de los testigos y se ponía los auriculares que le habían proporcionado, sus ojos color marrón uva no dejaron de brillar en el arrugado y envejecido rostro.

El juez Silver, a quien la dama parecía haber conmovido (Ann pensó que tal vez él tampoco había tenido nunca una abuela), sonrió al inclinarse para hablar con ella.

—Le serán traducidas las preguntas, señora, y sus respuestas nos serán traducidas a nosotros —explicó—. ¿Me están traduciendo ahora?

La risa de ella se convirtió en una sonrisa, y asintió con un resto de la cabeza.

—Bien —dijo el juez. Se colocó los audífonos e indicó a Jack que empezase.

—¿Dónde vive, señora Hollo? —preguntó Jack.

—En Budapest, Hungría —contestó ella, con voz alta y trémula.

Señora Hollo —prosiguió Jack, sin perder un segundo—, ¿dónde estaba usted la tarde del 11 de enero de 1945?

—Fui a trabajar. Trabajaba en una tintorería. Aquel día me fui pronto del trabajo porque los bombardeos eran especialmente fuertes. Mi trabajo estaba a sólo medio kilómetro de mi casa, más o menos. Pasé por la plaza Calvino. Muchas casas estaban en llamas. Había humo por todas partes. Sonaban las sirenas de los ataques aéreos. Fue en la plaza Calvino donde los vi.

Sus palabras simples lograban dar un convincente sentido de tiempo y lugar que incluso la traducción transmitía. Ann, que la escuchaba sin ayuda de los audífonos, estaba hipnotizada por el drama de su relato.

—¿A quién vio? —preguntó Jack, que, a pesar de haber oído ya la historia, daba la sensación de estar tan ansioso como los demás oyentes.

—Había tres hombres con uniformes negros —dijo ella, a la vez que levantaba tres dedos hinchados en los nudillos—. Yo sabía que eran de la Sección Especial, la Cruz Flechada. Estaban hablando con una mujer y un niño, de unos diez años, y miraban sus documentos. Gritaban. Yo estaba asustada. Me escondí en un portal.

—¿A que distancia estaba usted de ellos?

—A unos cuatro portales.

—¿Qué pasó entonces, señora Hollo?

—Uno de ellos le dijo a ella —prosiguió la dama, bajando en este punto los ojos como si le diese vergüenza decir las palabras en voz alta—: «Eh, puta gitana, ¿qué estás haciendo aquí?».

—¿Qué dijo la mujer?

—Ella dijo: «No, no soy gitana». La pegaron. Dijeron: «Entonces eres judía». Ella dijo que no. Luego, el que llevaba el peso de la conversación dijo: «¿No eres judía? En ese caso dile a tu hijo que recite el Padrenuestro…».

La señora Hollo señaló el vaso de agua que tenía frente a ella, como pidiendo permiso para beber. Jack asintió, por supuesto, y esperó a que hubiese saciado su sed. La señora Hollo le dio las gracias con una sonrisa. Era un hombre agradable; le hablaba cortésmente y le preguntaba. Le gustaba Jack Burke. Le gustaba que quisiera meter a Mishka en prisión, donde tenía que estar.

—¿Qué pasó después? —preguntó él, con calma.

—Ella empezó a llorar —contestó la señora Hollo, con visibles lágrimas en sus ojos—. Él le gritaba al chico: «¡Di el Padrenuestro!». Entonces el niño también empezó a llorar.

—¿Qué pasó después? —repitió Jack, y aquella simple pregunta de tres palabras resonó en la sala como el triste tañido de una campana.

La señora Hollo jugueteaba nerviosamente con el nudo de su babushka.

—El que llevaba el peso de la conversación le dijo a la mujer: «Desnúdate». Ella empezó a llorar todavía más. Los otros se reían. Ella no podía hablar. Lloraba desconsoladamente.

La señora Hollo tragó saliva y miró a su alrededor, como si rogase a los espectadores que la creyesen. Éstos no sólo daban la impresión de creerla, sino que además lloraban con ella.

—Él… sacó un revólver —continuó, con voz temblorosa—, y se lo puso en la cabeza. El día anterior había nevado, pero el día era claro y el sol brillaba luminosamente haciendo centellear el metal del revólver. Un día precioso, de haber podido sentirse a salvo para disfrutar de él.

—¿Qué pasó luego? —preguntó Jack, casi en un susurro.

—Le disparó en la cabeza. El chico…, el chico se arrojó sobre ella. Él disparó al muchacho en la cabeza —dijo ella. A continuación lanzó una mirada a la mesa de la defensa e hizo un gesto desafiante con la cabeza—. Uno de ellos dijo: «Vamos, Mishka, vámonos de aquí». Y se fueron.

Jack carraspeó ruidosamente antes de proseguir.

—Señora Hollo, ¿es éste el hombre que les pegó un tiro al niño y a su madre el 11 de enero de 1945?

Señaló la pantalla que mostraba la foto de Mike en el carnet de la Sección Especial. Ella sólo tardó un par de segundos en contestar con un firme asentimiento de cabeza.

—Éste es el hombre —declaró, de forma inequívoca.

—¿Está usted segura? —preguntó Jack, a la vez que se apartaba de la barra de los testigos, como para no ponerse en su campo de visión.

Ella pareció casi insultada por la pregunta.

—Pasó junto a mí cuando se marcharon. Estaba muy cerca, habría podido alargar el brazo y tocarlo —dijo ella, y miró de nuevo a la mesa de la defensa; en esta ocasión, antes de apartar la vista, la mirada se detuvo en Mike durante un par de segundos.

Jack hizo una inclinación de cabeza a modo de gracia para luego dirigirse a Ann:

—Su testigo.

—vamos a ver hasta dónde llegas con esta dama, —se dijo para sus adentros. Veía cómo Laszlo estaba cayendo y cayendo en sus manos; casi podía oír al juez Silver declarando: Culpable.

Ann había escuchado el testimonio de la señora Hollo con toda atención; su historia la había conmovido. Pero de hecho todo ello carecía de importancia para el tipo de interrogatorio al que estaba a punto de dar comienzo; y mientras se acercaba para contrainterrogar a la mujer se sentía increíblemente tranquila.

Apoyó un codo en la barra de los testigos y dijo, como si estuviese hablando con una amiga:

—Señora Hollo, ¿llamó usted por teléfono a Budapest ayer noche?

Atónita, la anciana se volvió hacia Jack en busca de ayuda, pero éste ya estaba de pie para gritar:

—¡Protesto, Señoría! Esto es irrelevante y superfluo. ¡Aquí no se está juzgando a esta mujer!

La señora Hollo asintió enérgicamente con la cabeza cuando Ir llegó la traducción a través de los audífonos.

—Tiene relación con su estado mental, Señoría —se defendió rápidamente Ann.

—¡Su estado mental no tiene nada que ver aquí! —apeló Jack a su vez al juez.

El juez Silver miró a Ann, en un intento de apreciar sus motivos. Su pregunta era de lo más inusual, pero claro, aquella situación era de lo más inusual. Hasta entonces, la señora Talbot le había impresionado por su seriedad y profesionalidad. No lo atacaba como aquellos abogados que hacían perder frívolamente el tiempo al tribunal con vueltas y más vueltas. Decidió que muy bien.

—Voy a permitir la pregunta, pero será mejor que me demuestre cuanto antes en qué se relaciona.

Jack hizo un gran esfuerzo para ocultar su decepción cuando el juez indicó a la señora Hollo que contestase a la pregunta. Ann Talbot era taimada. ¿Qué iba a conseguir de todas formas? ¿Qué demonios importaba a quién llamó la dulce viejecita en Budapest? Lo que les importaba en el tribunal era lo que ella había visto hacía cuarenta y cuatro años.

—Llamé a mi hijo —contestó la señora Hollo.

Todavía no había salido de su asombro ante la facilidad con que había conectado con Attila desde el teléfono de la habitación del hotel. La conexión fue inmediata. ¡Si fuese tan fácil llamar desde Budapest a su hermana en Kaposvar!

—¿A qué se dedica su hijo en Hungría, señora Hollo? —preguntó Ann, con un rostro impenetrable.

Jack volvió a levantarse, furioso de que Ann hubiese llegado tan lejos.

—¡Protesto, Señoría! La vida privada de su hijo no viene al caso.

El juez Silver no compartía su opinión.

—Denegada —declaró en términos claros.

Jack se quedó haciéndose preguntas sobre los jueces judíos que hacían condescendencias para demostrar se objetividad.

Ann suspiró silenciosamente, aliviada de que el juez le diese tanta libertad, y repitió la pregunta:

—¿A qué se dedica su hijo en Hungría, señora Hollo?

Ésta estaba contenta de poder hablar a la joven de su hijo.

—Es subsecretario del ayudante del ministro de Agricultura —dijo con orgullo. Sólo deseaba que todas las madres tuviesen un hijo como el suyo que se ocupase de ellas.

A Ann, el tono de voz de la mujer le recordó a ella misma cuando anduvo presumiendo de que Mikey había sido elegido vicepresidente de su clase. ¿Sentían todas las madres lo mismo con respecto a sus hijos?

—Hábleme de su hijo. ¿Es oficial comunista?

—¡Esto es una trampa, Señoría! —protestó Jack.

Aquella mujer estaba obsesionada con el comunismo, como lo estaba su padre. O probablemente se imaginaba, sin duda alguna con la ayuda de Mishka, que gritar «¡Comunista!» era una magnífica táctica de diversión.

—Señoría —dijo Ann, a la vez que se cogía recatadamente las manos como una monja—, esta mujer está aquí en base a que es un testigo objetivo. Yo debo tener la libertad de formularle preguntas relativas a sus motivos.

—¿Cómo demonios sabía usted que había llamado a alguien? —le gritó Jack, consciente de pronto de que la señora Hollo había sido espiada.

El juez Silver miró a Jack. ¡Nada de maldiciones en la sala del tribunal! Por otra parte, la acusación acababa de plantear una pregunta muy buena —que él quería resolver a su satisfacción antes de seguir adelante.

—¿Quieren acercarse los dos, por favor? —rogó a los dos abogados, que se pusieron delante de él.

Un verdadero estudio de contrastes. Ann, fría y tranquila junto a Jack, que tenía la cara roja de rabia a causa de la incursión de su adversaria.

—¿Cómo sabía que había llamado a alguien? —le preguntó a Ann el juez Silver severamente.

—No lo sabía. Estaba dando palos de ciego —explicó ella.

Convencido de que ella estaba mintiendo descaradamente, Jack perdió los nervios.

—¿Qué demonios hizo? ¿Espiar su habitación? —preguntó.

Ann se puso rígida.

—Si el señor Burke me está acusando de un acto ilegal, Señoría, debe hacerlo formalmente.

—¡Claro! —explotó Jack—. ¡Y dejar que convierta esto en un circo de tres pistas!

El juez le indicó mediante un gesto que guardase silencio, a continuación se volvió hacia Ann.

—Voy a permitir que continúe su interrogatorio en esta línea, pero no lo permitiré por mucho rato si no llega usted a la conclusión que quiere llegar.

—Que mi protesta conste en acta —anunció Jack, malhumorado.

—Su protesta queda denegada para el acta —le informó el juez Silver; luego lo hizo oficial diciéndoselo al alguacil—: La protesta queda denegada.

Ann volvió junto a la señora Hollo y tomó el hilo donde lo había dejado.

—¿Su hijo es un oficial comunista?

—Es un oficial del Gobierno —corrigió la señora Hollo.

—¿Es miembro del partido comunista? —insistió Ann.

La señora Hollo se encogió de hombros. Así lo suponía.

—Los oficiales del Gobierno son miembros del partido comunista.

—Después de haber identificado la fotografía de mi padre en Budapest, ¿habló de ello con su hijo? —prosiguió Ann.

—Sí.

—¿Qué le dijo él?

—Me dijo que debía decir la verdad sobre lo que había visto.

—¿Y no le dijo que mi padre había sido detenido en una ocasión por desbaratar la gira norteamericana del Ballet Nacional húngaro? —preguntó Ann, con una voz que retumbó en toda la sala.

—¡Protesto! —exclamó Jack, sin preocuparse en esta ocasión de levantarse.

—Denegada —le contestó el juez, sumido en el tira y afloja entre las dos mujeres.

—No me lo dijo —dijo la señora Hollo, con indignación—. Yo no sabía que era el hombre que había identificado hasta que los periódicos de Budapest lo publicaron la semana pasada.

Jack gruñó en voz baja y se reclinó en la silla. Dinofrio, junto a él, parecía igualmente preocupado.

—Ya veo. Pero ahora lo sabe —observó Ann.

—Sí. Pero no tiene nada que ver con mi testimonio —argumentó la señora Hollo, a la vez que blandía, enfadada, un dedo ante la hija de Mishka, como diciendo, qué lástima, qué lástima.

—¿Usted cree? —dijo Ann fríamente—. No hay más preguntas, Señoría.

—Puede usted bajar, señora —le dijo el juez a la señora Hollo, cuyos ojos seguían a Ann en su camino hacia la mesa de la defensa. Abrió la boca como si tuviese algo más que decir, luego cambió de opinión y bajó obedientemente de la tribuna de los testigos.

Cuando el juez miró el reloj, Jack contuvo la respiración. Nada de pausas o recesos ahora, por favor. Su siguiente testigo barrería de las mentes de todos —en particular del juez Silver— las vergonzosas ofuscaciones de Ann Talbot. Sería un placer para él, una vez hubiese terminado el juicio, decirle un par de cosas sobre motivos y sobre tranquilizar la conciencia. Al paso que iba, tendría suerte si Jack no informaba de su comportamiento al Colegio de Abogados de Chicago.

Luego, para su alivio, el juez Silver dijo:

—Puede llamar a su siguiente testigo, señor Burke.

Éste se puso de pie y se apretó la corbata.

—Llamamos a Geza Vamos —anunció Jack.

Su vista tropezó con Mike, que estaba sofocando un bostezo. ¿Le estaba aburriendo al señor toda aquella charla? Al fin y al cabo, era un hombre de acción, no de palabras, aunque nunca había tenido pelos en la lengua cuando se trató de decirles a sus víctimas lo que quería de ellas. Y, si por casualidad lo había olvidado, o todavía no había escuchado suficiente, Geza Vamos estaría encantado de recordarle los buenos y viejos tiempos, cuando Mishka tenía toda la acción que quería.