Capítulo X

Karchy ya había llegado y se paseaba nervioso por la parte anterior de la sala del tribunal, mirando la zona reservada a los espectadores. Cuánta gente… ¿Por qué le interesaba a tanta gente el proceso de su padre? ¿No tenían nada mejor que hacer con su tiempo que pasarse el día mirándolo y escuchando las argumentaciones de los abogados?

Quizá sólo sentían curiosidad por ver un juicio, como le había ocurrido a él antes de ir a ver cómo Annie defendía un caso. Este tribunal era mucho mayor y más impresionante que aquél donde había estado él. Construir todo aquel acero y cristal debía de haber costado mucho dinero. Tal vez parte del acero procedía de su fábrica.

Pasó la mano por la brillante superficie de la madera de la mesa que había delante de él y pensó: Alguien cuida, y bien, estos muebles mantienen el lugar brillante y con buen aspecto. Así tenía que ser. Era la sala del tribunal del Gobierno de los Estados Unidos. Propiedad del Gobierno de los Estados Unidos. En la pared de delante había una bandera norteamericana, cerca de donde se sentaba el juez. El juez Silver. Un buen juez, y justo, según palabras de Annie, aunque fuese judío.

Karchy vio entrar a su familia y la saludó con la mano para llamar su atención. Ann le lanzó una mirada y pensó que habría tenido que darle instrucciones sobre la forma de vestir. Como de costumbre, Karchy iba vestido informalmente: tejanos, zapatos deportivos y cazadora. ¿Por qué no se le había ocurrido ponerse corbata? ¿Y era necesario que tuviese aquel aspecto tan desaliñado, como si acabase de saltar de la cama?

Mientras él se apresuraba a reunirse con ellos a la mesa de la defensa, ella suspiró exasperada. Pero se mordió la lengua a fin de no hacer ninguna observación sobre su ropa. Últimamente Karchy había estado lanzando insinuaciones sobre que se sentía dejado de lado, que papá estaría sentado junto a ella y todo eso. Por ello, no supo si él estaba o no bromeando cuando dijo:

—Oye, papá, ¿puedo sentarme aquí?

Luego guiñó un ojo para mostrar que sólo estaba bromeando, intentando que Mike se relajase.

—¡Papá! —dijo Ann en un susurro, mientras le daba a Mike un codazo en las costillas—. Papá, dale un abrazo a Karchy.

—¿Para qué demonios? —preguntó él.

Ann retiró un invisible trozo de hilo de su chaqueta y esbozó una sonrisa fingida.

—Dale un abrazo, papá. Sonríe.

¿No lo comprendía? Para las cámaras. Para toda la gente que estaba mirando a Mike Laszlo con su familia y juzgando todos y cada uno de sus movimientos.

Por fin Mike lo captó. Envolvió a Karchy en un sincero y gran abrazo e iluminó su rostro con una sonrisa merecedora del Academy Award por la actuación más convincente.

Miró a Ann, que le dedicó un ligero gesto de aprobación y murmuró:

—Habla con George, papá.

Karchy miraba a su hermana. ¿Qué se había creído, tratar a su padre como a un mono de circo que tenía que hacer monerías para el público? ¿Qué tendría que hacer después, subirse hasta la punta del asta de la bandera y dar palmadas para que le diesen cacahuetes? El tono de voz de Ann hizo que se lo pensase dos veces antes de discutir con ella. Pero no podía comprender por qué su padre no se atrevía a hablar, en lugar de encogerse de hombros, indefenso.

—Hay mucha gente aquí, gitana —dijo Mike finalmente.

Esta frase sonó estúpida, incluso para Ann, pero George ya había jugado a menudo a este juego en la sala del tribunal. Tranquilizar al acusado. Hacer que pareciese como si no tuviese ninguna preocupación en el mundo porque era el Señor Inocente en persona. Como era el caso de Mike, por lo menos hasta donde ella sabía. Y no solía equivocarse. Por ello, sonrió y dijo:

—Escucha esto, Mike, ¿crees que los Bears tienen alguna oportunidad este año?

—Demonios, no —replicó Mike tristemente, acalorándose con su tema favorito.

Ann, entretanto, había mandado a Karchy a su asiento, detrás, y estaba ahora echando una rápida ojeada a la sala. Tanto Harry como David estaban allí; debían de haber llegado temprano pues estaban delante de todo. Mack y Sandy estaban un par de filas detrás de ellos. Se preguntó quién estaría llevando el negocio, pero agradeció que ambos hubiesen dejado sus agendas en blanco para estar con ella aquel día. No reconoció a nadie más —salvo, por supuesto, en la mesa de la acusación justo al otro lado del pasillo, a Joe Dinofrio y, junto a él, a Jack Burke, con cara de circunstancias.

Estaba a punto de cruzar el pasillo para hablar con Dinofrio cuando el alguacil apareció en la parte frontal de la sala y declaró:

—Los Estados Unidos de América contra Michael J. Laszlo, preside el honorable Samuel T. Silver.

Ann respiró profundamente. A pesar de los muchos juicios que tenía en su historial, siempre experimentaba el mismo ligero parpadeo de tensión cuando el alguacil anunciaba que se abría la sesión. Al igual que un estudiante aterrorizado momentos antes de un importante examen, de pronto le asaltaban las dudas: ¿Iba lo suficientemente bien preparada? ¿Era bastante bueno su discurso de apertura? ¿Tenía todos los hechos en orden? ¿No se había olvidado nada?

El pánico desaparecía invariablemente apenas el juez o la jueza daba comienzo a sus observaciones de apertura. En una ocasión le había preguntado a Mack si él había experimentado alguna vez aquellos ataques de ansiedad. Él le aseguró que no debía preocuparse. Lo superaría. Pero todavía no lo había conseguido y aquel día la ansiedad estaba agravada por la palpable tensión de su padre cuando el juez Silver hizo su aparición en la sala.

Hombre solemne y de pelo gris, del juez Silver emanaba sin lugar a dudas una autoridad judicial. Aunque había sido elegido para el Tribunal Federal por una administración republicana, Silver tenía muchos amigos íntimos entre los líderes del partido demócrata. Más importante todavía, tenía fama de no dejar entrar la política en el tribunal y en general era considerado duro pero imparcial. Ann se preguntó si también cuando procesaba a nazis.

El juez tomó asiento y advirtió la cantidad de gente que estaba de pie.

—No permitiré salidas de tono, alborotos o interrupciones —declaró en un tono que establecía su control sobre los reunidos en la sala. Se hizo un silencio inmediato entre la multitud—. Si alguien tiene problemas con los audífonos, rogamos se dirija al alguacil —añadió, y una vez liquidado este asunto, habló para los fiscales—: Pueden dar comienzo a su discurso de apertura.

Jack había dormido mal después de la desagradable escena con Ann Talbot en el restaurante. Finalmente, a las cinco de la madrugada se había rendido al insomnio y se había levantado cansado de la cama para repasar sus notas y repetir las observaciones. Ahora estaba fluyendo la adrenalina y una oleada de energía lo atravesó como un rayo.

¡Después de todas aquellas semanas y meses de minuciosa y dolorosa investigación que habían llevado a aquel día de ajuste de cuentas! Nunca había dejado de analizar qué es lo que había encendido su pasión para desenmascarar a Michael Laszlo. Tal vez la abogada de la parte contraria había adivinado, correctamente, que estaba haciendo penitencia por haberse dado por vencido en el caso de la Caja de Pensiones. ¿Pero a quién le importaban los motivos si la causa era indudablemente justa?

Ahora estaba a punto de empezar el acto final y él estaba deseando levantar el telón para poner en evidencia la horrible farsa de Laszlo como ciudadano honrado y padre entregado. Lástima por su hija, pero ella habría debido reflexionar antes de enfrentarse a él. Cuando papá Laszlo le estaba limpiando la nariz y leyéndole cuentos de hadas, él ya estaba armando jaleo con los gamberros del barrio. Podía enseñarle un par de cosas sobre jugar sucio.

La primera medida era ignorarla, fingir que ni siquiera estaba en aquella sala. No se dignó ni mirarla cuando se acercó al tribunal y se puso de lado para poder dirigirse tanto al juez como a los espectadores. Apretó las manos detrás de la espalda en una postura que había copiado del conocido ministro, y dijo:

—Gracias, Señoría, —y empezó a hablar lenta y firmemente—. Este caso es muy simple. Los hechos demostrarán que Michael J. Laszlo mintió al pedir la nacionalidad norteamericana y que le fue concedida la ciudadanía bajo falsos supuestos. Por consiguiente, le debe ser retirada esta ciudadanía.

Cuando se lanzó al meollo de su argumento, Jack percibió que la audiencia en la silenciosa sala estaba pendiente de sus palabras.

—Michael J. Laszlo mintió para ocultar el hecho de que, en los últimos meses de 1944 y en los primeros meses de 1945, fue miembro de un escuadrón de la muerte húngaro creado por la SS, la Cruz Flechada, llamado Sección Especial, una unidad de los gendarmes húngaros. Cometió crímenes tan atroces que la mente apenas alcanza a imaginárselos.

Dio un par de pasos hacia la mesa de la defensa y señaló a Mike, que tenía una cara rígida y pétrea como una estatua.

—No estamos hablando aquí de una maldad trivial, de un anónimo burócrata sentado en una oficina dando órdenes, o de un gendarme ejecutando órdenes. Estamos hablando de un hombre que ha cometido estos atroces crímenes con sus propias manos Estamos hablando de la maldad encarnada.

Jack inclinó la cabeza un momento, como conmocionado por la contemplación de aquel horror, luego dio fin a su declaración.

—Gracias, Señoría.

Sabía, sin necesidad de que se lo dijesen, que acababa de ofrecer uno de los argumentos más sobresalientes de su carrera, nacido de la creencia, absoluta e inquebrantable, de la justicia de su causa. El silencio que lo siguió hasta la mesa de la acusación era tan elocuente como una clamorosa ovación.

—Señora Talbot —invitó el juez Silver.

Ann apretó la mano de Mike debajo de la mesa; y George, sentada a su izquierda, levantó discretamente el pulgar para animarla al triunfo. Sus anteriores dudas se desvanecieron apenas se puso en pie y se zambulló en las frías y turbias profundidades del caso.

—Su Señoría, aquí no se trata de si mi padre mintió cuando solicitó la nacionalidad norteamericana. Esto fue una cortina de humo. Sí —declaró con firmeza—, mi padre mintió.

Un coro de asombrados gritos sofocados siguió a su afirmación. A continuación estalló un estruendo en la sala y las siguientes palabras de Ann se perdieron en el coro de silbidos y exclamaciones. Karchy dio un respingo, y protestó en voz alta. ¿Estaba loca? ¿Qué se creía, llamar a su padre mentiroso? ¿Qué demonios…? Sólo el brazo moderador de Harry evitó que saltase de su asiento.

Algunos reporteros corrieron hacia las salidas, mientras el juez Silver miraba por encima de sus gafas bifocales y golpeaba su martillo. El orden quedó restaurado en sólo unos segundos y Ann pudo seguir con el hilo de su argumento.

—Mi padre mintió —anunció, hablando despacio para dar énfasis a cada una de las palabras—, porque no quería ser repatriado por el Gobierno comunista, que ejecutaba o enviaba a quienes se oponían a él a los campos de trabajo de Siberia. Mi padre jamás ha dejado de oponerse a los comunistas. Sí, fue gendarme. —Hizo una pausa, como si desafiase al público a reaccionar de nuevo—. Pero no perteneció a la Sección Especial. Trabajó de oficinista. Solicitó este destino poniendo en peligro su vida porque no podía tolerar las brutalidades que cometían sus compañeros gendarmes y de las que él era testigo. Mi padre no es más que un hombre inocente, injustamente acusado.

Una ligera sonrisa iluminó su rostro cuando se volvió hacia Mike, animando a todos los presentes a verlo como ella lo veía.

—Hace casi cuarenta años que vive en los Estados Unidos, es un ciudadano modelo que ha educado a dos hijos sin ayuda alguna y ha trabajado en la fábrica de acero. Es un hombre que está siendo castigado por poderes, por un Gobierno comunista a causa de un acto que cometió contra los representantes de este Gobierno hace cinco años. Vean este acto.

Había dispuesto previamente que se llevase un magnetoscopio a la sala. Ahora, ante su señal, se apagaron casi todas las luces y empezó a verse la cinta del vídeo, que Ann fue explicando.

—En una actuación que tuvo lugar aquí del Ballet Nacional Húngaro, un grupo financiado y organizado por el Gobierno comunista húngaro, mi padre arrojó a los bailarines cuatro bolsas de excrementos humanos. Se paró la representación. Se canceló la gira. Mi padre fue detenido: finalmente le fueron retirados los cargos.

Protegido por la oscuridad, Mike sonrió satisfecho ante la vista de sí mismo cinco años más joven y con unos kilos de menos. Él y sus amigos habían hecho un buen trabajo aquel día. Jamás se había arrepentido de ello, ni por un momento, ni siquiera cuando la Policía los metió en la cárcel por alterar la paz. Sus hijos no pararon de recriminarle después de haberlo liberado. Pero a él no le importó. Hizo lo que tenía que hacer y al cuerno con ello.

Había otras personas en la sala que ya conocían el incidente. Algunos de los espectadores, que habían participado en él, sonrieron con una satisfacción llena de suficiencia. Mack hizo un gesto de aprobación con la cabeza: Bien por la muchacha; plantar en la mente del juez Silver la imagen de Mike como un luchador audaz contra los comunistas.

—Su acción provocó un furor internacional —continuó Ann—. El Gobierno comunista húngaro presentó una protesta oficial ante el Ministerio de Asuntos Exteriores quejándose tanto de su acción como de que se hubiesen retirado las acusaciones. Su acto fue una protesta contra la política represiva del Gobierno comunista húngaro, política que desembocó en 15 000 personas muertas durante la revolución húngara de 1956. Desde entonces, mi padre ha sido un firme activista anticomunista.

La cinta terminaba con una instantánea de Mike entre un grupo de manifestantes enfrente del Consulado de Hungría, en el aniversario de aquel día de noviembre de 1956 cuando las tropas rusas entraron en Budapest. Su aspecto, mientras sostenía una pancarta que proclamaba «Hungría para los húngaros», era grave y decidido.

Ann parpadeó mientras sus ojos se adaptaban a la luz. Luego se volvió hacia el juez Silver y declaró, muy despacio:

—Mi padre no es un hombre malo. Mi padre es un hombre bueno, el tipo de hombre que está dispuesto a arriesgarse para luchar contra la injusticia. Yo lo sé. Y antes de que termine este juicio, también se lo demostraré a ustedes.

Un cuerno vas a demostrar, pensó Jack, a la vez que deseaba haber tenido conocimiento de la cinta de vídeo con anterioridad.

—Gracias, Señoría —concluyó Ann, y volvió a tomar asiento.

El juez miró a Jack.

—Puede usted llamar a su primer testigo, señor Burke.

Jack consultó su hoja, aunque no era realmente necesario porque hacía tiempo que había memorizado los nombres. Decidió que al demonio con la maldita cinta. Ann Talbot no tenía ninguna oportunidad ante la escena que estaba a punto de montar.

James Hathanson era el tipo de testigo que a los abogados les gustaba llamar a declarar, especialmente en un juicio con jurado, porque sus ademanes cálidos y cultos inspiraban de inmediato confianza en los oyentes. Hombre de rostro agradable, de unos sesenta y pico de años, Nathanson había prestado declaración en innumerables juicios y no era fácil confundirlo. Jack había decidido llamarlo a él en primer lugar, a fin de establecer inmediatamente la credibilidad del Gobierno.

Una vez hubo prestado juramento, Jack le sugirió que explicase el trabajo que realizaba al tribunal.

—Trabajo en el Departamento de Justicia de los Estados Unidos —contestó Nathan, mirando al juez—. En el Departamento de Inmigración y Naturalización, en el laboratorio de documentos forenses de Bethesda, Maryland. Me ocupo de examinar y peritar documentos.

—¿Aproximadamente cuántos documentos dudosos ha examinado usted, haciendo el correspondiente informe, señor Nathanson? —preguntó Jack, empezando a hacerle las preguntas de su cuidadosamente ensayado testimonio.

—Más de cien mil.

—Señoría —lo interrumpió Jack—, en este punto presento a James Nathanson como un testigo experto en el campo de documentos cuestionados.

—Puede prestar declaración en calidad de experto —aprobó el juez Silver.

Para entonces había sido desplegada una pantalla enfrente de la vacía tribuna del jurado y volvieron a apagarse las luces. Apareció en la pantalla una diapositiva de dos carnets separados. En cada carnet había una fotografía de la cara de un hombre, debajo del cuello aparecía una fecha y una firma. Las fotos eran notablemente similares —y notablemente familiares para cualquiera que conociese a Mike Laszlo.

—¿Qué fecha lleva el carnet de la Sección Especial? —preguntó Jack, utilizando un puntero de madera para indicar el carnet de la izquierda.

—Uno de noviembre de 1944 —contestó Nathanson, ajeno a los murmullos de asombro que recorrieron la sala.

Jack señaló el segundo carnet de la pantalla.

—¿Qué fecha lleva el carnet de inmigración expedido después de la llegada a los Estados Unidos, el llamado carnet verde?

—Doce de febrero de 1952.

—¿Cuál es su conclusión con respecto a los dos documentos? —preguntó Jack, para luego apartarse de la pantalla a fin de no obstruir el campo de visión del juez.

—Mi conclusión es que las fotografías son del mismo hombre, y las firmas son del mismo hombre: Michael J. Laszlo.

Mike exhaló ruidosamente y murmuró algo entre dientes, pero Ann, concentrada en el testimonio de Nathanson, no lo oyó. Le indicó mediante un gesto que guardase silencio. Hasta allí, habría podido escribir el guión de Burke, pero necesitaba estar alerta en caso de que saliese con alguna sorpresa.

—¿Ha examinado usted la autenticidad de la prueba número uno de la acusación, el carnet de la Sección Especial? —continuó Jack.

Ann se puso de pie de un salto. Esto era precisamente lo que había estado esperando.

—¡Protesta, señoría! La prueba número uno de la acusación no es un carnet de la Sección Especial.

El juez levantó escépticamente una ceja. La abogada de la defensa estaba hilando muy fino, y ambos lo sabían. Pero también era cierto que técnicamente tenía razón y él no podía denegar la objeción en base a que ella era demasiado puntillosa con la elección que Burke hacía de las palabras. De acuerdo, asintió con la cabeza.

—Se acepta.

Jack, sin embargo, había preparado a Nathanson para esta contingencia.

—He llevado a cabo un minucioso examen de la fotocopia que se me ha suministrado a fin de determinar si había tenido lugar algún tipo de alteración —explicó, tranquila y comedidamente como era su costumbre.

—¿Qué método ha utilizado?

—He estudiado el documento bajo un microscopio estereoscópico de baja intensidad para determinar el tono de fondo. Además, he realizado un estudio fotográfico usando diferentes filtros, diferentes tipos de película, diferentes condiciones de luz, en busca de alteraciones.

—¿Y a qué conclusión ha llegado?

—No existe alteración de ningún tipo. El documento es auténtico.

Auténtico.

La experta conclusión de Nathanson resonó como un eco en la repleta sala.

Jack dio las gracias a su testigo con una sonrisa de aprobación Mientras volvía a su sitio, se dirigió directamente a Ann por primera vez desde que habían entrado en la sala del tribunal.

—Su testigo.

—Señor Nathanson —empezó Ann, a la vez que se encaminaba a la barra de los testigos—, cuando dice usted que ha hecho un estudio fotográfico… quiere decir que ha hecho un estudio fotográfico de una fotocopia, ¿no es así?

—Sí —admitió él.

Ella estaba ahora sobre terreno seguro, y lo conducía por un sendero complicado y tortuoso que requería una mente rápida y lógica para seguirla.

—¿El hecho de que la prueba número uno de la acusación sea una fotocopia de un documento, y no el propio documento, supone algún inconveniente para usted?

—No me sentí limitado por la fotocopia —dijo él, después de mover la cabeza negativamente.

—¿Habría tenido más confianza en sus conclusiones si hubiese trabajado con el propio carnet, en lugar de hacerlo con una fotocopia? —preguntó ella.

Mack y Sandy intercambiaron miradas de complicidad. Un viejo truco de Ann: Hacer una pregunta para subrayar muchas veces un argumento, no porque esperase realmente que el testigo admitiese que sí, que habría preferido trabajar con el original en lugar de hacerlo con la fotocopia.

—Tengo tanta confianza en mis conclusiones sin el documento para autentificar el propio documento. ¿Es posible considerar la textura del propio documento?

El público se estaba impacientando. Habían llegado esperando explosiones de cólera y grandes dramas, pero no un tedioso interrogatorio sobre la validez de documentos originales contra fotocopias.

—La fotocopia, examinada microscópicamente, mostraría cualquier alteración en el papel —afirmó Nathanson.

—¿Puede usted dar fe de la autenticidad del propio papel, del propio documento, sólo con una fotocopia? —preguntó ella, mientras miraba al juez por el rabillo del ojo.

Nathanson titubeó por primera vez desde que había subido a la tribuna de los testigos.

—Indirectamente, sí.

—Indirectamente —repitió ella, dando la impresión de que volvía a estar segura de sí misma—. Usando el equipo estereoscópico.

Ella se precipitó sobre la puerta que él le había abierto.

—Pero la única forma de autentificarlo directamente es tener el propio documento.

—Sí —dijo él de mala gana.

—Señor Nathanson las conclusiones a las que ha llegado usted hoy no son concluyentes, ¿verdad? —le espetó Ann, apenas disfrazando el triunfo en su voz.

—No sé a qué se refiere usted —dijo Nathanson, y lanzó una mirada de disculpa a Jack y Dinofrio, ambos con aspecto de estar muy molestos.

—Una huella digital, por ejemplo se equipara con otra huella digital… ¿Las conclusiones a las que ha llegado como resultado de sus pruebas no están en el mismo nivel que las huellas digitales?

—En mi opinión, sí lo están —dijo él, finalmente desconcertado.

—En su opinión —repitió ella dando un énfasis poco grato.

Sandy se dio una palmada en la rodilla entusiasmado. La chica había hecho sus deberes, y muy bien. Escudriñó entre los espectadores, en un intento de ver la reacción de Harry Talbot ante la actuación de Ann, pero había demasiadas cabezas entre ellos. No tenía importancia, Annie Roble había cargado y abrillantado sus armas.

—Sí —exclamó él, muy molesto por haber sido superado por aquella joven.

Cuando ella regresó a la mesa de la defensa, él respiró con un suspiro de alivio casi audible. Tenía ganas de acabar con esto para volver al hotel y comer.

Sin embargo, su alivio era prematuro. Ella pareció haber recordado otra pregunta, porque se volvió de repente y le preguntó:

—¿Señor Nathanson, es usted judío?

George se rió para sus adentros ante aquella audacia. El resto de los espectadores, Mike incluido, no podía contener su perplejidad ante semejante pregunta, descarada y fuera de lugar. Ni siquiera la actitud severa del juez Silver pudo evitar el brote de excitación que reinaba en la sala.

David puso los ojos en blanco ante la egregia falta de buen gusto de Ann. Su padre por otra parte sonreía admirado mientras consideraba cuánto le costaría conseguirla para su equipo. Al ritmo que llevaba, cuando hubiese acabado con el juicio ella podría poner su precio. Y lo valdría.

Jack ya se había puesto de pie.

—¡Protesto, señoría! ¡La religión del señor Nathanson no es relevante en este caso! —protestó.

—Tiene que ver con la objetividad del testigo, señoría —replicó Ann a la misma velocidad—. ¡Acaba de decir que estaba dando su opinión!

—Nos ha proporcionado conclusiones basadas en treinta años de experiencia en el Departamento de Justicia, dirigiéndolo durante diez años y teniendo que examinar miles de documen —contestó Jack con vehemencia, ultrajado por su antisemitismo ligeramente encubierto. Estaba asombrado de que ella hubiese podido caer tan bajo. Pero el juez Silver más que nadie comprendería que no eran más que racionalizaciones patéticas.

Ante su asombro, el juez contestó en favor de Ann.

—Denegada. Puede usted contestar la pregunta —indicó al testigo.

—Soy cuáquero, pero soy judío por parte de mi padre —admitió Nathanson a regañadientes, como si compartiese la opinión de Jack de que aquella información era irrelevante.

—No hay más preguntas, señoría —dijo Ann, con un brillo de triunfo en su mirada.

—Suspendemos la sesión hasta mañana por la mañana —anunció el juez con un fuerte golpe de martillo. Con la toga arrastrando detrás de él, desapareció rápidamente por la puerta lateral que daba a sus despachos privados.

Apenas hubo desaparecido, los reporteros se precipitaron hacia la puerta y corrieron para llamar a sus periódicos o emisoras. Los otros espectadores, menos propensos a marcharse con prisas, intercambiaban comentarios e impresiones mientras se reunían con sus conocidos. Los más curiosos estiraban el cuello para echar una ojeada a la abogada defensora con su padre. Quienes conocían a la familia o estaban familiarizados con el proceso reconocieron a Karchy que se precipitaba hacia la mesa de la defensa.

La opinión de los eruditos judiciales era que Ann Talbot había ganado fácilmente el primer asalto. Esta idea era confirmada por la triste expresión de Jack Burke que permanecía sentado a su mesa, hablando con su colega. El día que había empezado tan bien para ellos, había terminado con una amarga e inesperada nota. Jack todavía estaba resentido por la última salida de Ann.

—El primer testigo, y su pregunta clave es: ¿Es usted judío?, murmuró a Dinofrio, que se encogió filosóficamente de hombros. A veces se gana, a veces se pierde. Claro, para Dinofrio era fácil estar tranquilo. Él sólo estaba de comparsa.

Entre tanto, al otro lado del pasillo, Ann y Mike sonreían como dos gatos que acababan de zamparse el proverbial plato de leche. A Jack le dolía el estómago a causa de la rabia —o quizás era indigestión de la sustanciosa cena de la noche anterior—. Sea como fuere aquellos húngaros resultaban ser un gran dolor en más de una parte de su anatomía.

* * *

Contrariamente a lo que hubiese podido esperar Jack, Ann no celebró nada después del tribunal. Ciertamente había salido airosa aquella tarde, había tenido un par de rachas de suerte, sobre todo cuando Silver había aceptado la pregunta de la religión, sin embargo mañana sería otro día, con otra ronda de testigos, y eran estos testigos quienes la preocupaban en su camino de regreso a Wilmette.

Nathanson había sido un hueso relativamente fácil de roer. Pero tenía que prestar atención al contrainterrogatorio de las personas que Burke había hecho venir desde Hungría. Eran supervivientes, eran ancianos, y algunos no estaban muy bien de salud. Podía imaginar lo muy conmovedor que sería verlos y escucharlos contar sus experiencias. Si intentaba atacarlos con el mismo cuchillo afilado que había usado con Nathanson, Burke podría ganar el caso en un abrir y cerrar de ojos.

Sumida en las diferentes opciones, Ann era ajena a la conversación que se desarrollaba en el coche. Daba la impresión de que era la única que todavía tenía la mente en el proceso. Mike, que se había aflojado la corbata apenas salieron de la sala del tribunal, estaba sentado junto a Karchy en el asiento posterior, y discutían sobre las elecciones de la fábrica siderúrgica. George, que tenía sus propias y arraigadas opiniones sobre el tema, participaba en la polémica y discutía exaltada. Estaban a sólo tres kilómetros de casa cuando se encendió una lucecita en la cabeza de Ann y se metió en la conversación.

—George —dijo en voz baja, interrumpiendo a su amiga en medio de una frase—, quiero que te enteres dónde se alojan los testigos de Hungría. Quiero saber a quién ven. Quiero saber de qué hablan.

George lanzó un bufido.

—¿Cómo voy a enterarme de todo eso?

Era el mejor investigador privado de la ciudad, pero no era en absoluto un psiquiatra.

—¿Acaso no tienes tus recursos, George? —dijo Ann en tono persuasivo, sin dudar ni por un segundo que George era capaz de llevar a cabo esta misión. Hasta lo podría hacer ella misma, si tuviese tiempo. Pero no lo tenía y George era la experta espía, incluso si de vez en cuando necesitaba ser halagada para realizar tareas particularmente sucias.

—Pero hablarán hón-garo —indicó George, pronunciando mal la palabra deliberadamente; un buen signo. Si George era capaz de bromear con respecto a un trabajo, significaba que ya estaba empezando a pensar en cómo y cuándo encontraría la información.

—Yo entiendo el húngaro —le recordó Ann con una astuta sonrisa.

George tenía todavía cierto recelo. Era un asunto realmente sucio aquél del que estaban hablando. Si se lo hubiese pedido otra persona habría reaccionado antes de que el otro hubiese podido abrir la boca. Pero Ann era de la familia y el futuro de su padre, su vida estaba en juego. Comprendía que realmente no tenía mucha elección.

Una vez resuelta esta cuestión, una maliciosa sonrisa se dibujó en sus labios cuando contempló la parte logística. Dificultad… desafíos… pero en ningún caso imposible. Hasta podía llegar a divertirse.

A Karchy también le divertía la idea de la pobre George intentando descifrar las llamadas telefónicas en húngaro. Su hermana era una chica lista, pensó admirado. Por un momento, durante el juicio, la había mandado al cuerno, pero era evidente que sabía lo que se hacía; estaba bien. Soltó una risita maliciosa al recordar cómo había triturado a Nathanson como si fuese una galleta.

—¿Karchy? —dijo Mike de pronto—. Mañana te pones un traje. Además te sientas a mi lado, como Anni. Los dos sois hijos míos.

—Está en la tintorería, papá —le informó Karchy, sorprendido de que su padre se interesase de pronto por su vestuario.

—Ve a recogerlo, Karchy —intervino Ann, contenta de que Mike hubiese sacado el tema.

Y ahora que lo había mencionado, su padre tenía razón con respecto a que Karchy se sentase con ellos. Pero no, se estremeció, si llevaba aquella horrible cazadora. Había escuchado a Harry felicitar a Mike por tener una hija tan inteligente y con clase. Harry había dicho que decía mucho en favor de él. Daba buena impresión al juez. Pero ella se preguntó qué impresión habría causado Karchy al juez, si el juez sabía que Mike tenía un hijo del que estaba orgulloso.

Karchy frunció el ceño. Exactamente como en los viejos tiempos, cuando su padre y Annie arremetían contra él, porque no iba a la escuela, para que dejase de beber… no paraban de regañarlo. Él siempre había estado dividido entre disfrutar de aquel interés y atención y molestarse por la interferencia de su hermana pequeña. Sin embargo, desde el momento que resultaba más fácil decir sí que discutir con ellos, gruñó:

—De acuerdo, iré a recogerlo.

Y se puso a mirar por la ventana la oscuridad que descendía rápidamente.

Unos minutos después habían llegado a casa y ahí estaba Mike encestando en el camino de entrada cubierto de nieve, con el anorak desabrochado ondeando al viento. Ann lo saludó con la mano mientras bajaba del coche, y pensó: ¿Qué tiene de raro esta escena? Luego lo comprendió: A aquella hora, especialmente cuando ella no estaba en casa para supervisar, él estaba profundamente absorto en el vicioso juego de «Nintendo» con uno de sus amigos.

—Hola, abuelo. Hola, mamá —exclamó alegremente, mientras se acercaba corriendo a saludarlos—. Hola, George —añadió—. ¿Te quedas a cenar, tío Karchy?

Ann se inclinó para darle un beso.

—¡Dios mío! —exclamó, inclinándose para ver más de cerca su rostro. El chico tenía el ojo izquierdo magullado e hinchado y estaba empezando a tener todos los colores del arco iris.

—No es nada —se apresuró a decir Mike, dando media vuelta. Su gran preocupación era que el abuelo pudiese pensar que él era un débil o un mariquita porque le habían dado un puñetazo. No había sido una pelea justa, dos contra uno. Pero él había logrado lanzar también un par de puñetazos y uno de los chicos se había marchado con la nariz ensangrentada—. No me duele, de verdad que no me duele —mintió valientemente.

—Ven, que te lo voy a curar —dijo Ann cariñosamente, pudiendo apenas contener las lágrimas.

—Sólo ha sido una pelea, mamá —le aseguró Mickey, siempre sensible a las emociones de su madre. Sólo tenía ganas de olvidar todo aquel asunto—. Oye, abuelo —dijo astutamente—, ¿quieres jugar al «Nintendo»?

Ann veía claramente que su padre no tenía ningún interés en jugar, ni al «Nintendo» ni a otra cosa. Tenía el ceño tan fruncido, a causa del dolor y de una rabia mortal, que ella presintió que sólo quería aplastar y destruir algunas cabezas. Ella sentía lo mismo en su propia piel, porque también ella experimentaba aquella rabia. ¿Cómo se habían atrevido a tocar a su hijo?

Cuando Mike descargó de pronto su furia y golpeó el coche con el puño fue como si estuviese reaccionando por ambos.

—¡Maldita sea! —explotó—. ¡Hijos de puta! ¡Que se pudran en el infierno!

* * *

Cenaron pizza, que comieron rápidamente y en silencio la mayor parte del tiempo. Mike, que normalmente se comía sin problemas tres o cuatro trozos, renunció después de dos y pidió permiso para retirarse a su habitación. A pesar de sus protestas, Ann sabía que le habían hecho daño; tenía el ojo el doble de lo normal y apenas lo podía abrir. Ella sufría por él, pero sabía que él sólo se sentiría peor si ella lo trataba como un niño. Por ello, le dio dos aspirinas, lo instaló en la cama con una bolsa de hielo y prometió volver para charlar al cabo de un rato. Karchy y George se marcharon poco después, y Mike, que no paraba de bostezar, se retiró para leer el periódico húngaro. A solas con los platos, Ann agradeció aquella soledad, tranquilizada por aquella tarea intrascendente de meter los platos en el lavavajillas. Tirar los restos, pasar los platos bajo el grifo e introducirlos, así de simple. No era necesario perder un momento pensando. Se conformaría con que una parte de la vida se redujese a estos rituales fundamentales.

Suspiró mientras ataba la bolsa de basura. Por regla general, Mike era responsable de sacar la basura, pero aquella noche se había ganado la dispensa. Encendió la luz del porche, abrió la puerta posterior y salió, para ser recibida por una ráfaga de helado viento nocturno. Metió la bolsa de basura en el cubo de metal, cerró la tapadera y se apresuró a volver a entrar.

La oscuridad era particularmente inhóspita aquella noche. Cuando era pequeña había sido alimentada con una constante dieta de cuentos populares donde aparecían demonios y brujas que de noche iban en busca de sus víctimas humanas. Entonces no había tenido miedo, pero aquella noche no veía el momento de volver a entrar, para estar a salvo de los espíritus malignos que parecían estar acechando en los arbustos.

Un momento después, una vez echado el cerrojo, se rió de sus temores. De continuar así acabaría viendo fantasmas y llevando una pata de conejo para darle buena suerte. Recordó que, sin embargo, fuera había gente, gente de carne y hueso, no demonios o espíritus, que creía realmente que su padre era malo y debía ser castigado. Mike había recibido el primer golpe. Estaba decidida a que fuese el último que recibiese su familia.

Después de apagar las luces, subió a ver a su hijo. Éste estaba tumbado en la cama con la mirada fija en el vacío y la bolsa de hielo sobre su ojo.

—¿Cómo va? —preguntó ella, para sentarse después junto a él en la cama.

Él se encogió de hombros.

—Bastante bien —y abordó inmediatamente un tema que le interesaba mucho más.

—¿Puedo ir al juicio? —quiso saber, en un intento de obtener la aprobación de su madre.

Ann le acarició la cabeza. Su bebé.

—Tienes que ir al colegio…

—De todas formas, lo sé todo —interrumpió él, adivinando correctamente que dejar de ir al colegio no era el punto principal—. El abuelo me lo ha contado todo.

Extraño. Mike nunca le había dicho una palabra sobre el Holocausto donde ella sabía, tampoco a Karchy.

—¿Qué te ha contado? —preguntó ella, curiosa por saber lo que él le había dicho a Mikey.

Éste se mordió nerviosamente el labio.

—Es un secreto, entre él y yo.

—¿A mí no me lo puedes contar? —le instó ella, sonriendo para sus adentros. Aquel par compartía más secretos que la CIA.

Él titubeó mientras decidía si podía confiar en su madre. Su abuelo le había hecho jurar que no diría nada, pero aquella mano fría palpitante frente lo convenció.

—Me dijo que todo fue una gran exageración… El Holocausto y todo eso. Que todo es un invento.

Estas palabras, que habían surgido de una forma tan inocente y despreocupada, la dejaron de piedra. Buscó desesperadamente una explicación. Tal vez Mikey no había entendido muy bien a su padre… por el acento. En ocasiones incluso ella tenía dificultad para comprenderlo.

—¿Te dijo esto? —preguntó, en la esperanza de que Mikey no advirtiese el temblor de su voz.

Mikey supo inmediatamente que había cometido un gran error. Se incorporó en la cama y se aferró al brazo de ella.

—¿No dirás nada, verdad?

Parecía tan desamparado que ella estuvo a punto de decirle que no se preocupase, que por supuesto no diría nada. Pero luego decidió que no, que el chico ya había escuchado demasiadas mentiras. No podía agravar el pecado de su padre contándole otra. Por ello guardó silencio, le dio un beso en la cabeza y fue en busca de su padre que ya estaba en su habitación, haciendo sus flexiones. Mientras doblaba los codos y bajaba el pecho hasta el suelo, respiraba pesadamente y contaba en voz alta.

—¿Cómo has podido decirle una cosa así? —le preguntó furiosa, en voz alta y chillona.

Él levantó la mirada hacia ella, luego dejó caer su cuerpo al suelo.

—¿Qué he dicho? —preguntó.

—A Mikey, sobre el Holocausto —dijo ella, escupiendo las palabras.

—Yo no le he dicho nada —replicó él, mientras se levantaba despacio y se frotaba las manos para quitarse el polvo.

Ella tenía los ojos llenos de lágrimas y el corazón le latía tan salvajemente que pensó iba a caerse desmayada.

—¡Papá, no me mientas!

—No te miento. No he dicho nada —dijo él, a la vez que hacía gestos airados con las manos como si estuviese ahuyentando su acusación.

—Sí, me mientes —insistió ella con los dientes apretados—. ¡Él me lo ha dicho!

Se miraron uno al otro, ella, pálida y temblorosa; él, con la cara roja por el esfuerzo de controlar el genio y la lengua.

—¡No ha sido él, mamá! —Llegó la voz de Mikey—. Fue el abuelo Talbot.

Estaba en la puerta, y su ojo izquierdo hinchado era una insignia de valor. Sofocando un sollozo, lanzó una rápida mirada a su abuelo, luego volvió a mirar a su madre para ver si lo había creído. Por favor, le imploraba. No lo estropees todo entre el abuelo y yo.

—Vete a la cama, Mikey —fue todo lo que ella dijo.

—Has dicho que no dirías nada —le reprochó él con los ojos llenos de lágrimas. Y si el abuelo deja de quererme, será casi tan malo como cuando tú y papá os divorciasteis.

Luego se volvió y salió corriendo de la habitación, la viva imagen del niño traicionado y desamparado aferrado a su bolsa de hielo.

—¿Crees que te miento, pequeña? —dijo Mike, con voz ronca de emoción.

Ella no sabía qué pensar. Quería desesperadamente creerlo, quería creer a Mikey. Salvo que, entonces, tendría también que creer que fue Harry quien había proporcionado aquella terrible información a Mikey. ¿Y por qué demonios le había contado a Mikey semejantes historias? A menos que pensase que eran ciertas… lo que era imposible. ¿Cómo podía él pensar así?

De pronto fue inundada por una ola de vergüenza tan densa que pensó iba a ahogarse en ella. ¿Qué tipo de hija horrible era para acusar tan de prisa a su padre, cuando el culpable era su ex suegro? ¿Por qué uno era más creíble que el otro? ¿Un armario lleno de trajes caros? ¿Una limusina? ¿Un nombre que abría instantáneamente todas las puertas? ¿O, sin saberlo, se estaba poniendo de parte del Gobierno?

—¿Crees que te miento, Annie? —repitió Mike, consciente de que el resto de su vida dependía de su respuesta.

—No, papá —dijo ella, acercándose para ser rodeada por los brazos de él—. Lo siento, papá. Lo siento.