Capítulo Primero

A través de las ventanas abiertas de la iglesia, atrayendo a los rezagados, se desparramaba el vívido crescendo de los violines y los seductores aromas del Festival húngaro de Santa Elisabeth. El festival, que tenía lugar cada año en la sala de recreo de la planta baja, era uno de los momentos memorables del otoño para la considerable comunidad húngara de Chicago. Reunía no solamente a los legitimistas del sector que todavía se presentaban a misa los domingos, sino también a la joven generación y a los antiguos feligreses que habían desertado de la clase obrera del West Side para formar parte de barrios más selectos de Chicago.

El acontecimiento era para ellos una oportunidad para volver a casa y ponerse al corriente sobre parientes y viejos amigos, para charlar sobre quién se iba a casar, quién esperaba un hijo, quién estaba engañando a su marido o esposa. Y para todos, jóvenes y viejos, era una oportunidad para deleitarse con los exquisitos manjares húngaros, que hacían engordar deliciosamente y especialmente preparados para la ocasión por la flor y nata de los cocineros y pasteleros del lugar. Era una noche para olvidar las dietas. Las damas competían de buena fe pero con intensidad. Uno no podía comprar a un vendedor e ignorar al siguiente.

Los puestos de comida que se alineaban a lo largo de las paredes estaban adornados con serpentinas verdes y blancas, los colores nacionales de Hungría. Pero hubiesen podido estar cubiertos de gris oliva y habrían seguido atrayendo a los clientes, porque los platos eran irresistibles: salami picante kolbasz; la pogacsa parecida a los molletes, rellena de carne y queso; crujientes lonchas de szalona; la palcsinta ligera como la pluma, llena de chocolate, melocotón o ciruelas lekvar y espolvoreada con azúcar de pastelería.

A fin de añadir color y dar ambiente a la sala, el comité organizador había colgado unos enormes carteles blancos y negros granulados de lugares famosos de Budapest: el castillo Hill, el edificio del Parlamento, las ruinas de Aquincum, la Ciudadela. Y en el mismísimo lugar de honor había una fotografía del monumento del siglo XIX a la prosperidad húngara, el Puente en Budapest, con sus enormes y majestuosas vigas de acero curvándose mayestáticamente sobre el Danubio y los fieros leones de piedra tallada guardando las bases a cada lado del río.

La primera ola de clientes había cogido sus platos y encontrado asiento a las mesas situadas junto a las paredes. Entre bocado y bocado, golpeaban el suelo con los pies al ritmo del exuberante sonido de los Magiares, una orquesta semiprofesional considerada por casi todo el mundo como la mejor en su estilo en toda el área de Chicago.

Los Magiares formaban una familia: dos hermanos, un primo y un sobrino, todos ellos vestidos con luminosos trajes de brocado que se suponía debían conjurar imágenes de gitanos y carnavales del viejo país. Afortunadamente la música de los Magiares era más auténtica que sus trajes, porque a toda aquella gente le gustaba el baile. Cuando los Magiares atacaron los primeros compases de una czarda, los presentes aplaudieron y patearon como muestra de aprobación.

—Vamos, papá, están tocando nuestra canción —gritó Ann Talbot, cogiendo a su padre por el brazo y sacándolo del círculo de amigos donde se encontraba.

—Eh, busca a alguien más joven —protestó Mike Laszlo. Pero sonrió contento y dejó que su hija lo llevase a la pista.

Formaban una bonita pareja: Mike rondando los setenta, pero todavía en buen estado físico y fornido por todos los duros años que había pasado en la fábrica de acero de Gary; Ann, que parecía más joven de sus treinta y tres años, iba vestida para la ocasión con un vestido rojo y blanco, delicadamente bordado, que su madre se había llevado con ella de Hungría. Hasta un observador casual veía el parecido familiar. Ambos eran de piel clara, y Ann había heredado la ancha frente de Mike, sus ojos castaño claro, unos rasgos hermosos y el gesto determinado de su boca.

También había heredado su amor por el baile, aunque ella era tan garbosa como él desgarbado. Ahora, mientras hacían los intrincados pasos populares que habían bailado juntos en tantos otros festivales y celebraciones, era evidente su mutuo regocijo. Para Mike, su hija era la muchacha más guapa y maravillosa de la sala, y no le importaba hacer saber al mundo que la adoraba. Cuando el ritmo de la música se hizo más lento, estrechó a su hija en un apretado y largo abrazo, y sonrió.

—¡Si tuviese veinte años, me casaría contigo ahora mismo! —Declaró, y sus ojos brillaron.

Ann le puso los brazos alrededor del cuello y se rió.

—Sería demasiado vieja para ti.

Intentó no hacer una mueca de dolor cuando Mike falló un paso y aterrizó sobre sus pies. Pero su padre captó el gesto.

—Te he pisado —dijo contrito.

—¡Qué va! —mintió ella, con una amplia y poco convincente sonrisa.

Ann Talbot no se habría detenido ni ante el perjurio para evitar que su padre sufriese; él solo los había criado a ella y a su hermano mayor, Karchy, después de la muerte de su madre. Con la ayuda de una vecina a quien pagaba para hacer las limpiezas generales, la colada y darles de cenar cinco noches a la semana, había atendido a sus dos hijos en la enfermedad, los había consolado cuando las pesadillas los despertaban por la noche, los había llevado a la iglesia los domingos, y había vigilado que hiciesen los deberes escolares y que no fuesen con malas compañías.

Les había dado el amor de dos padres. Se había preocupado por ellos cuando fueron al Instituto y empezaron a tener citas y a volver tarde a casa. Los había esperado despierto muchas noches preguntándose si estarían bien. Si estaban en el lugar donde debía estar. Si volverían a casa sanos y salvos. Y había estado presente cuando ambos recibieron sus diplomas del Instituto.

Karchy, que tenía seis años más que Ann, era más un deportista que un estudiante. Habiendo sido concebido y nacido en la pobreza y la miseria de un campo de refugiados austríaco en la posguerra, Karchy era un niño escuálido e inadaptado que, hasta muchos meses después de la llegada de los Laszlo a Chicago en 1952, tuvo el aspecto del enano de la camada. Para cuando llegó al Instituto, había engordado lo suficiente para formar parte del equipo de fútbol. Pero seguía siendo un inadaptado y, aunque hablaba sin rastro de acento, nunca había perdido completamente el aire del viejo país.

Karchy tenía el físico majestuoso de su padre y su personalidad alegre y sin complicaciones. Mike había empujado a su hijo para que se interesase por algo más aparte del deporte, pero Karchy se encogía de hombros y señalaba a su hermana. «Deja que sea Ann quien vaya a las clases. Ella es el cerebro de la familia. Yo tengo la belleza».

De hecho, si bien Karchy era lo bastante guapo como para conseguir la flor y nata de las muchachas del Instituto, Ann era la realmente hermosa; tan hermosa que a veces, cuando Mike la veía a distancia caminando por la calle para reunirse con él después del trabajo, o en el escenario actuando en una representación escolar o cantando en el coro, apenas podía contener las lágrimas de orgullo. ¡Pensar que aquella criatura de rostro delicado, sonrisa de oro y ojos luminosos que brillaban con inteligencia era realmente su pequeña Anni!

Para Mike, era su princesita de las hadas, cuyo rubio cabello ondulado, su sonrisa feliz y su personalidad simpática la habían convertido en la niña bonita del barrio. No podía imaginarse cómo él e Ilona habían dado vida a aquella niña norteamericana cien por cien. Inteligente, por añadidura. Desde el primer curso había obtenido Aes y, cuando estaba haciendo el bachillerato elemental, los profesores le decían a Mike que ya podía ir ahorrando para mandar a su hija a la Universidad.

¿La Universidad? ¿Una Laszlo? Mike se rió en voz alta. Pero sabía que los profesores tenían razón con respecto a Ann. Pues él veía que, si bien era dulce y afable, tenía la misma tenacidad y determinación que el acero que lo había ayudado a él a sobrevivir en el campo de refugiados y a llevar a su familia hasta América.

Cuando se empeñaba en algo, nada la detenía. Y allí estaba, toda una señora abogada.

Cuando la música cobró velocidad, Ann golpeó el suelo con los pies e hizo girar la falda, luego dio una, dos, tres palmadas. Bailaba la czarda desde que era pequeña, y los pasos salían de forma natural. Una de las razones por las cuales cada año mantenía su agenda libre para el festival de Santa Elisabeth, era bailar con su padre y Karchy, sin mencionar la excusa de deleitarse con la comida picante y rica en calorías que por lo general no se permitía.

Ahora sonreía al ver cómo su hermano mayor atravesaba a grandes pasos la sala para reclamar su turno. Se bromeaba en la familia Laszlo sobre el hecho de que, apenas Ann empezó a caminar, se pegaba a él y lo seguía a todas partes, de forma tan implacable que los amigos de él la habían apodado «la sombra». Ella casi estalló de orgullo cuando él entró a formar parte del equipo de fútbol del instituto, y lo había aplaudido en todos los partidos que había jugado en casa. Aunque durante días había gritado y discutido con él (y su padre) sobre la guerra de Vietnam, cuando Karchy se enroló y fue enviado a Saigón, le había escrito tres veces por semana, sin fallar ni una vez.

También se pegó a él cuando volvió a casa, especialmente durante aquellos primeros meses antes de ponerse de nuevo a trabajar en la fábrica. Sólo quería ver la televisión, con un porro en una mano y una lata de cerveza en la otra.

Nunca había confesado a nadie, mucho menos a su padre, lo preocupada que había estado entonces por Karchy. Su alegre y adaptable hermano parecía poseído por misteriosos y poderosos demonios. Y aunque ella había dejado de creer en Dios, había ido más de un domingo a la iglesia, para rogar que Karchy olvidase lo que había visto en Vietnam, fuese lo que fuese, y volviese a ser él mismo. Pues, por muy diferentes que pudiesen ser sus vidas, Karchy, y su padre también, por supuesto, eran su familia, su escudo contra todo lo que era malo en el mundo. Los adoraba a ambos y dependía de ellos.

El sentimiento era mutuo. Cuando la gente le preguntaba a Karchy por qué todavía no había sentado la cabeza y se había casado, su respuesta habitual era: «Porque todavía no he encontrado una muchacha tan guapa e inteligente como mi hermana pequeña».

Finalmente, tal vez gracias a sus oraciones o, más probablemente, al poder curativo del tiempo, Karchy emergió de su depresión y reaccionó. Había dejado de fumar porros, aunque todavía a veces bebía demasiada cerveza, como demostraba la barriga que colgaba por encima de sus pantalones. A juzgar por sus muy sonrojadas mejillas, aquella noche era una de esas veces.

—Eh, yo quiero bailar con Annie —gritó sobre el ruido, empujando el brazo de Mike.

Su padre sonrió feliz. Comida húngara, música y la compañía de su familia. ¿Qué más podía desear?

—Le he roto el pie —le dijo a Karchy.

—¿Le has roto el pie? —Dijo Karchy, con una fingida mirada de preocupación. Se puso de rodillas y cogió la pierna de Ann, con la intención de examinarla.

—¡Karchy! —Regañó Ann, con la cara roja a causa de la turbación.

Karchy se reía a carcajadas. Le gustaba tomarle el pelo a su hermana pequeña. Aunque ella era una dinamita como abogada criminalista con uno de los mejores historiales judiciales del Condado de Cook, él sabía sacarle su mejor parte.

—¿Qué pasa? ¿Acaso no te he visto el pie antes? —Dijo, todavía riéndose—. He visto también todo lo demás. Soy tu hermano, ¿recuerdas?

—¿Cómo podría olvidarlo? —Dijo Ann, y silbó mientras le hacía ponerse de pie. Lanzó a su padre una mirada que decía: Dile que se comporte.

Mike sacudió la cabeza afectuosamente, disfrutando de las bufonadas de Karchy. Se despidió de sus hijos anunciando:

—Voy a comer un poco de szalona.

Como era de prever, Ann le llamó la atención:

—¡No te conviene, papá!

Como era de prever, Mike hizo caso omiso y se dirigió al puesto de szalona, donde Johnny Szalay estaba cortando lonchas de tocino entreverado como si hubiese nacido con una espátula en la mano. Johnny era un viejo amigo con quien Mike había compartido muchas jarras de cerveza y muchos buenos recuerdos, y de forma natural le concedía el liderazgo. Pero el respeto era un asunto completamente distinto.

—Ay, no sabes hacer la szalona. No le pones bastante grasa —le dijo Mike tomándole el pelo.

Sin embargo, si había algo que Johnny nunca economizaba, era la grasa. Su divisa era cuanta más manteca de cerdo, mejor.

—Anda, Mike, prueba una.

Mike iba a sacar la cartera cuando cambió de opinión al distinguir a su nieto de once años solo al borde de la pista. Mikey iba vestido con su habitual camiseta y sus pantalones con rodilleras. Pero sobre la camiseta llevaba un chaleco húngaro bordado, y sus largos y delgados brazos colgaban a sus lados como si no supiese qué hacer con ellos.

—¡Anda, Mikey, vamos a bailar! —Gritó Mike a su tocayo, pero Mikey retrocedió y el terror le hizo abrir los ojos de par en par.

—¡No sé bailar, abuelo! —Protestó en voz alta.

—¡Venga, venga, vamos a bailar! —Insistió Mike. Cogió el brazo de Mikey y lo arrastró hasta el centro de la pista de baile. Allí señaló a Ann y Karchy, que giraban al ritmo de los frenéticos compases de la czarda, y golpeó el suelo con los pies al ritmo de la música.

Mikey sonreía tontamente y miraba a su alrededor, para comprobar que nadie lo estaba mirando. El abuelo Mike era tan diferente de su otro abuelo. En ocasiones Mikey se preguntaba qué pensaban los dos hombres uno del otro y de qué hablaban cuando estaban juntos. Claro que ahora, después del divorcio, ya casi nunca se veían. Mikey se preguntaba a veces si ello les alegraba o no.

—Vamos, haz como yo te digo. —Urgía Mike, haciendo la demostración mientras hablaba—. Mueve los pies, mueve las caderas, mueve el culo…

—¡Abuelo! —Lo interrumpió Mikey, con el rostro colorado como una remolacha a causa de la turbación. Miraba al suelo, deseando poder ser instantáneamente transportado desde aquella sala a su dormitorio, para poder así jugar con su nuevo juego «Nintendo» sin que nadie le molestase. Le había dicho a su madre un millón de veces que no quería ir más a los festivales húngaros, porque él era norteamericano, como su padre y su abuelo Harry.

Sí, decía ella pacientemente. Claro que eres norteamericano. Y yo también, y tío Karchy, y el abuelo Mike, aunque hable con acento. Quiero que estés orgulloso de tu lado norteamericano y de tu herencia húngara. ¿Comprendes?

Sí, contestaba él asintiendo con la cabeza. La mayoría de las veces le daba la razón porque no quería que se enfadase con él. Estaba bien ser húngaro, especialmente en lo tocante a la comida, y el abuelo Mike era el más grande. Pero detestaba cuando empezaban a hablar en húngaro. «Lenguaje munchkin», lo llamaban los chicos de la escuela. Tío Karchy le había enseñado algunos tacos en húngaro, y eso era estupendo, pero la mayoría de las veces no comprendía lo que se estaba diciendo. Y por supuesto no era capaz de bailar esos bailes por muchas veces que el abuelo le hubiese enseñado los pasos. ¿Al abuelo no le importaba lo ridículo que parecía?

Mike imaginó que no, porque el abuelo se tomaba a sí mismo a risa y decía:

—¡Tienes que moverte!

La forma como sacudía las caderas le recordaba a Mikey una danzarina del vientre egipcia que había visto en la televisión. Se preguntó si su abuelo estaría intentando imitarla. Mikey sonrió. Cuanto más pensaba en su abuelo como una gorda danzarina del vientre vestida con velos, más le gustaba el chiste. Una ligera risa surgió a la superficie. Mikey intentó contenerla, pero ya se escapaba otra risa que se convirtió en una carcajada en toda regla, y así, al cabo de unos instantes, se reía con grandes sacudidas y las lágrimas bajaban por sus mejillas.

—¡Eso, eso es! —Gritaba Mike, golpeando el suelo con los pies y dando palmadas mientras los músicos atacaban al crescendo frenético y final.

Mikey se unió al aplauso general. Tenía que admitir que el abuelo era un tío estupendo.

* * *

Ann sufría de vez en cuando de accesos de culpabilidad por el hecho de no darle a su hijo una preparación religiosa. Pero desde el momento que ella sólo iba al a iglesia una o dos veces al año, habría sido hipócrita por su parte insistir para que Mikey asistiese a la escuela dominical. Muchos años antes, durante su embarazo, ella y su ex marido habían mantenido largas y serias discusiones sobre la forma de educar a su hijo todavía por nacer. Ella era una católica no practicante. David un metodista con la misma falta de entusiasmo. Ambos consideraban que la ética y los valores morales contaban mucho más que la religiosidad.

Sin experiencia y locamente enamorados, estaban seguros de poder superar sus diferencias. Compartían muchos intereses, siendo uno de los más importantes la profesión, pues ambos eran abogados. Para David, el Derecho era una tradición familiar. Su padre era el socio fundador de uno de los bufetes más prestigiosos de Chicago. Él, sin embargo, no quería ejercer el Derecho mercantil. Al igual que Ann, dirigió sus pasos a la oficina de Derecho público, donde podía adquirir una sólida experiencia judicial y hacer buen uso de su idealismo.

Desde el momento que se conocieron, en el primer curso de la Facultad de Derecho, empezaron a pasar muchas horas juntos, tomando café y discutiendo sobre teorías legales. Primero habían sido amigos y compañeros de estudio, luego amantes. Cuando decidieron casarse, ni el padre de David, ni Mike rebosaron de alegría ante la unión, lo cual los determinó todavía más a demostrar a sus padres que estaban equivocados.

Ann estaba segura de que para Harry Talbot su certificado de nacimiento de Chicago no abrogaba en absoluto su etnia. Pero a pesar de su actitud estirada de protestante blanco anglosajón, contaba con una vena poco convencional, y ella sospechaba que disfrutaba bastante diciéndole a la gente que tenía una nuera húngara. Estaba sinceramente encariñado con ella, y ésta con él.

Al final, los padres habían llegado a una tregua frágil para aquellas escasas y poco frecuentes ocasiones en que las familias se veían obligadas a encontrarse. Cuando verdaderamente empezaron a coincidir fue, por supuesto, después del nacimiento de Mikey. Era el único nieto por ambas partes y, hay que decir en su honor, ni Mike ni Harry querían perderse ninguna etapa de su crecimiento. Aunque resultase extraño, a veces Harry le recordaba a su propio padre.

Aunque por diferentes razones, ambos eran intensamente patriotas, devotos creyentes del sueño americano. Y mucho más importante en lo tocante a Ann, cada uno a su manera era un abuelo estupendo y entregado. Así se cruzaron las fronteras culturales: El Día de Acción de Gracias se celebraba al estilo norteamericano en casa de Harry; la cena de Nochebuena tenía lugar en la de Mike.

Habían tomado juntos su última comida festiva tres años antes cuando el matrimonio de Ann y David se deshizo hasta el punto de que no podían seguirse engañando en la creencia de que todavía quedaba algo por salvar. Hoy, divorciados desde hacía dos años y siguiendo supuestamente hacia delante con sus vidas separadas, todavía eran amigos. Una especie de amigos. De vez en cuando uno de ellos daba un resbalón y dejaba escapar un gancho punzante e hiriente, un recuerdo agudo y patético de aquellos golpes que laceraban verbalmente y que tan a menudo se infligían mutuamente durante los meses decadentes de su matrimonio.

Ann suponía que ello significaba que todavía les quedaba algún buen sentimiento el uno para el otro. Desgraciadamente sólo podían dejar salir estos sentimientos de esta forma. Por otra parte, tal vez se lanzaban estos tiros al azar porque jamás se habían enfrentado a la profundidad de su decepción provocada por su fracaso mutuo.

En opinión de todos, habían empezado como una gran pareja: atractivos, inteligentes, divertidos, obviamente destinados a tener éxito. ¿Entonces qué es lo que habían hecho mal? Era la pregunta que todavía atormentaba a Ann en medio de la noche cuando no podía dormir. No porque ello fuese a cambiar las cosas a esas alturas, sino porque Ann odiaba dejar cabos sin atar. Y la Referencia Talbot contra Talbot, todavía estaba en su archivo de casos no resueltos. Era como si se hubiesen persuadido para acorralarse sin posibilidad de escapatoria, aunque para explicar la razón habrían tenido que presionarla duramente.

No encajaba ninguna de las explicaciones fáciles: falta de sexo, dinero, y otro amor. No, los Talbot habían llegado a aquel punto por algo mucho más complicado e intangible, algo que tenía que ver con valores divergentes y sensibilidades. Lo que era importante para ella se había vuelto cada vez más insignificante para él. Ella por su parte había empezado a rechazar lo que él admiraba. Pero en lugar de respetar sus diferencias, como habían sido capaces de hacer en el pasado, la antipatía mutua a causa de ellas se había activado. De forma que las últimas peleas, terribles y violentas, no tenían nada que ver con la parte de la ciudad de la que procedían, o con la religión en la que habían sido educados, o con el hecho de ser protestante blanco anglosajón o húngara.

Y así era, quería que Mikey estuviera orgulloso de su herencia húngara, pero no estaba para llevarlo a misa cada domingo mientras leía el periódico y tomaba café.

Fue Karchy quien surgió con un compromiso del agrado de todos. Si Mikey quería ir a la iglesia con el abuelo, era asunto del chico. ¿Pero cómo entonces tendrían la seguridad de poderse reunir después en casa de Mike para el desayuno?

Pues en la familia Laszlo se había establecido —o, mejor dicho, revivido— una tradición. Cuando eran niños siempre se habían reunido los domingos en la cocina para leer las historietas gráficas de los periódicos mientras el padre freía tocino entreverado y huevos. Poco había cambiado desde entonces: la misma casa de ladrillos rojos, la misma cocina con armarios de madera barnizada, la misma mesa de formica, y el papel de la pared que Karchy y Ann habían colocado juntos después del regreso de Karchy del Vietnam. Salvo que ahora Ann se preocupaba por la cantidad de colesterol que comía Mike y cómo ello incidiría en su corazón.

Aquel domingo no fue una excepción.

—No puedes comer esto, papá —lo reprendió ella, mientras miraba cómo él y Karchy freían gruesas lonchas de tocino entreverado en la cocina.

Su advertencia cayó en oídos sordos. Mike guiñó un ojo a su nieto, como diciendo: Ya empieza otra vez. Mikey, a quien le gustaba confabularse con «los hombres» contra su madre, le devolvió el guiño.

—¡No quiero salud, quiero grasa! —dijo Mike, riéndose alegremente, y balanceando una loncha de tocino delante de ella. Una gota de grasa cayó a un lado y aterrizó con una rabiosa crepitación en la llama del elemento. Ann arrugó la nariz con repugnancia, a pesar de que en realidad el tocino olía estupendamente.

—Es comida húngara, Annie —dijo Karchy, tomándole el pelo—. ¿Qué pasa? ¿Ya no te gusta la comida húngara?

Leían el mismo guión, palabra por palabra, semana tras semana. A continuación él o el padre bromearían sobre el hecho de que ella siempre estaba haciendo régimen e intentando estar delgada en lugar de volverse como una de las mujeres gordas húngaras del barrio.

Karchy cogió una gruesa rebanada de pan de centeno para rebañar la grasa del tocino.

—Ahora sólo come esa porquería congelada, papá. Titas delgadas —dijo, pronunciando mal la palabra deliberadamente—. Esta porquería ni siquiera te hace peder. Esto es lo que pasa en los barrios buenos, papá. Ni siquiera se echa pedos.

Ann lanzó a Karchy una fría mirada. Él le había estado tomando el pelo desde la infancia y no veía razón para dejar de hacerlo por el hecho de ser adultos. Le mostraba su amor mediante estas pullas.

—¿Qué? —Dijo, soltando una risilla—. Sólo estoy diciendo la verdad, eso es todo. Cuando eras pequeña solías echarte pedos como una condenada.

Mikey se echó a reír a carcajadas, fuera de sí por el placer de oír a un adulto utilizar la palabra pedo tres veces en el espacio de dos minutos. Los hombros de Ann se sacudían a causa de la risa contenida, hasta que ella también se dejó ir y se unió a la risa general.

—Karchy —dijo, intentando ponerse seria—, si no paras inmediatamente…

—¿Qué? ¿Qué he dicho? —Preguntó, lleno de inocencia herida.

¿Cómo iba ella a enseñar buenas maneras a su hijo con un tío y un abuelo montando el numerito para él?

Mike todavía se estaba riendo cuando introdujo hábil y violentamente el tocino entre rebanadas de pan.

—¿Puedo comer uno, abuelo? —Preguntó Mikey, con ilusión, mirando a su madre por el rabillo del ojo. No porque ella siempre le hubiese prohibido comer bocadillos de tocino. Pero Mikey nunca estaba seguro de cuándo su madre iba a mostrarse realmente estricta o cuándo sólo estaba bromeando.

—Demonios, claro que te lo puedes comer —dijo Mike, empujando la fuente en su dirección—. Un cuerpo sano hace un espíritu sano, ¿estás de acuerdo, Mikey?

—¡Claro, abuelo! —Mikey le dedicó una sonrisa y cogió un enorme trozo de pan empapado en aceite.

—Es asqueroso —comentó Ann, con una sonrisa indulgente.

—¡Es buenísimo! —Replicó Mikey, entusiasmado—. ¿Puedo comer otro?

Mike asintió luego anunció:

—Voy a traer algo de vino.

Regresó un momento después con una botella de vino tinto frío y una botella de agua de seltz para hacer un froccs: dos partes de vino y una parte de soda.

—¿Puedo tomar un poco de vino? —Rogó Mikey.

—No —le dijo Ann, sabiendo perfectamente que poco iba a importar lo que ella dijese.

Como era de prever, Mike dijo:

—Demonios, sí. Vas a tomar vino.

—Papá… —empezó Ann.

—¡Cuerpo sano, mente sana! —Corearon su hijo y su padre al unísono.

Cielos, ¿por qué se preocupaba? Se encogió de hombros en señal de rendición y se unió a sus risas. Supuso que lo mejor que podía hacer era mirar cómo su padre preparaba a Mikey una bebida buena y floja. Más allá de esto, todo lo que podía hacer era arrellanarse en la silla y disfrutar del placer que experimentaban sus hombres en su mutua compañía. Y considerar lo afortunada que era por haber sido bendecida con una familia tan maravillosa.