Capítulo 6

Suzanne fue la primera en recuperarse del terror del precipitado descenso.

—Creo que nos hemos detenido —dijo vacilante—. ¡Gracias a Dios!

Durante lo que les pareció una eternidad, el sumergible había caído como una piedra por aquel misterioso conducto, era como si los hubiera absorbido un gigantesco desagüe en mitad del mar. Durante todo el trayecto el Oceanus no había respondido a ninguno de los controles que manipulaba Donald Fuller.

Aunque inicialmente habían descendido a plomo, finalmente el submarino comenzó a girar en espiral e incluso chocó varias veces contra las paredes. Una de las primeras colisiones destruyó las luces halógenas exteriores, otro golpe acabó con el manipulador de estribor.

Perry no había dejado de gritar durante la caída, pero incluso él guardó silencio cuando se dio cuenta de lo inevitable de la situación, y se limitó a observar impotente el lector digital de profundidad, que marcaba cientos de metros, los números llameaban a tal velocidad que se hacían borrosos, cuando ya se acercaban a los seis mil metros, sólo pudo pensar en los datos que había oído anteriormente: ¡La profundidad máxima del Oceanus!

—No; parece que no nos movemos en absoluto —añadió Suzanne en un suspiro—. ¿Qué habrá pasado?

Nadie movió ni un músculo, como temerosos de perturbar la súbita tranquilidad, respiraban agitadamente, y todos tenían la frente perlada de sudor, seguían aferrados a los asientos, por miedo a volver a caer.

—Parece que estamos parados, pero mirad el profundímetro —atinó a decir Donald con voz ronca.

Volvieron a mirar el indicador que sólo momentos antes había concentrado toda su atención, se movía de nuevo, despacio al principio, pero ganando velocidad, la diferencia era que se movía en dirección opuesta.

—Pero yo no noto ningún movimiento —insistió Suzanne, respiró hondo e intentó relajar los músculos, sus compañeros la imitaron.

—Ni yo —admitió Donald—. ¡Pero mira el lector! Se ha vuelto loco.

El indicador se movía con el mismo frenesí que antes.

Suzanne se inclinó despacio, como si el sumergible estuviera en precario equilibrio y sus movimientos pudieran hacerlo volcar. Miró por el ojo de buey, pero sólo logró ver su propia imagen, sin las lámparas halógenas exteriores, la ventana era tan opaca como un espejo, reflejando la luz del interior.

—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Perry.

—Sabemos tanto como usted —contestó Suzanne, respirando hondo. Comenzaba a recobrarse.

—Según el profundímetro, estamos subiendo —dijo Donald. Miró los otros instrumentos, incluyendo los monitores del sonar, las erráticas señales sugerían que había muchas interferencias en el agua, afectando sobre todo al sonar de corto alcance. El escáner lateral estaba un poco mejor, con menos ruido electrónico, pero los datos eran difíciles de interpretar, la brumosa imagen indicaba que el submarino se estaba deteniendo sobre una enorme extensión perfectamente plana. Donald miró de nuevo el profundímetro, se quedó perplejo. En contraste con lo que indicaba el sonar, el lector seguía subiendo, y más deprisa que antes. Donald se apresuró a abrir los tanques de lastre, pero no logró nada, a continuación aumentó la intensidad del sistema de propulsión, no hubo ninguna respuesta de los controles. Seguían subiendo.

—Estamos acelerando —advirtió Suzanne—. ¡Si seguimos así llegaremos a la superficie en dos minutos!

—Lo estoy deseando —afirmó Perry con alivio.

—Espero que no estemos justo debajo del Benthix Explorer —dijo ella—, porque sería un problema.

Nadie apartaba la vista del profundímetro, pasó por los trescientos metros sin dar señales de detenerse, luego por los ciento cincuenta, los treinta metros…

—¡Agarraos bien! —Exclamó de pronto Donald—. ¡Vamos a saltar a toda velocidad!

—¿Qué significa eso? —gritó Perry, alarmado de nuevo al ver la desesperación de Donald.

—¡Significa que vamos a saltar fuera del agua! —explicó Suzanne—. ¡Agarraos bien! —repitió.

El frenético zumbido del profundímetro alcanzó un crescendo. Perry, Donald y Suzanne se aferraron de nuevo a sus asientos conteniendo la respiración y preparándose para el impacto, el indicador llegó a cero y se detuvo.

De inmediato surgió un ruido de succión proveniente del exterior de la nave, luego se produjo el silencio, el único sonido era el de la ventilación y el apagado rumor electrónico del sistema de propulsión.

Pasó casi un minuto sin la menor sensación de movimiento.

—Bueno —exclamó por fin Perry—. ¿Qué ha pasado?

—No podemos llevar volando tanto tiempo —admitió Suzanne.

Los tres tripulantes soltaron sus asientos y miraron por las ventanillas, el exterior seguía negro como el alquitrán.

—¿Qué demonios…? —se preguntó Donald, mirando sus instrumentos, al cabo de un momento apagó los monitores del sonar, que mostraban sólo ruidos estáticos, y el sistema de propulsión, luego se volvió hacia Suzanne.

—A mí no me preguntes —dijo ella—. No tengo ni idea.

—Esto no tiene sentido. —Donald conectó de nuevo el sistema de propulsión, pero no se produjo ningún movimiento, el submarino estaba totalmente inmóvil.

—Que alguien me explique qué está pasando —exigió Perry, disipada la euforia de unos momentos antes, era evidente que no estaban en la superficie.

—No sabemos lo que está pasando —respondió Suzanne.

—La hélice no encuentra ninguna resistencia —informó Donald, desconectando de nuevo la propulsión—. Creo que estamos en el aire.

—¿Cómo puede ser? —Preguntó Suzanne—. Está totalmente oscuro y no hay ninguna oscilación.

—Pues no lo sé, pero es la única explicación para la falta de resistencia de la hélice y el mal funcionamiento del sonar y mira, la temperatura exterior ha subido a veintiún grados. Tenemos que estar en el aire.

—Si ésta es la otra vida, yo todavía no estoy preparado —comentó Perry.

—¿Quieres decir que estamos totalmente fuera del agua? —Preguntó Suzanne incrédula.

—Ya sé que parece una locura —admitió Donald—, pero es lo único que explica la situación, incluyendo el hecho de que el teléfono submarino no funciona. —Donald probó la radio y tampoco tuvo suerte.

—Si estamos en tierra firme, ¿cómo es que no hemos volcado? el casco es un cilindro. Si estuviéramos en tierra rodaríamos de costado.

—Es verdad, eso no puedo explicarlo.

Suzanne abrió una taquilla de emergencia entre los dos asientos de los pilotos y sacó una linterna con la que apuntó hacia un ojo de buey, al otro lado se veía una especie de lodo granujiento de color crema.

—Por lo menos ya sabemos por qué no hemos volcado, estamos en una capa de globigerina.

—¿Eso qué es? —preguntó Perry, inclinándose para verlo con sus propios ojos.

—La globigerina es el sedimento más común del suelo oceánico, está compuesta principalmente de foraminíferos, los elementos de una especie de plancton.

—¿Y cómo podemos estar en una capa de sedimento oceánico y al mismo tiempo en el aire?

—Esa es la cuestión —convino Donald—, que no podemos de ninguna manera.

—También es imposible que haya globigerina tan cerca de la dorsal medio atlántica —terció Suzanne—. Este sedimento se encuentra en las planicies abismales, nada de esto tiene sentido.

—¡Esto es absurdo! —Saltó Donald—. Y no me gusta nada, estemos donde estemos, estamos atrapados.

—¿No podríamos estar enterrados por completo en el sedimento? —preguntó Perry vacilante, lo cierto es que no quería oír la respuesta.

—No, imposible —aseveró Donald—. En ese caso habría más resistencia a la hélice, no menos.

Durante unos minutos guardaron silencio.

—¿Hay alguna posibilidad de que estemos dentro de la montaña? —preguntó por fin Perry.

Donald y Suzanne se volvieron hacia él.

—¿Cómo podríamos estar dentro de una montaña? —exclamó Donald.

—Bueno, sólo era una sugerencia. Mark me dijo esta mañana que algunos datos del radar indicaban que la montaña podía contener gas en lugar de lava.

—A mí no me mencionó nada de eso —dijo Suzanne.

—No se lo mencionó a nadie, no estaba muy seguro de los datos, puesto que provenían de un estudio superficial sobre la capa que intentábamos perforar, era una extrapolación, y a mí sólo me lo mencionó de pasada.

—¿Qué clase de gas? —preguntó Suzanne, todavía intentando imaginar cómo un volcán sumergido podía estar vacío de agua, parecía geofisicamente imposible, aunque ella sabía que algunos volcanes de tierra se derrumbaban sobre sí mismos para formar calderas.

—Mark no tenía ni idea, supongo que pensaría que lo más probable es que fuera vapor, contenido por la capa extradura que tantos problemas nos estaba dando.

—Vapor no puede ser —afirmó Donald—. No con una temperatura de veinte grados.

—¿Y por qué no gas natural? —sugirió Perry.

—Me parece imposible —terció Suzanne—. Esta es una zona geológicamente joven, no puede haber nada como petróleo o gas natural.

—Entonces tal vez sea aire.

—¿Y cómo ha podido entrar aquí? —quiso saber ella.

—Aquí la oceanógrafa es usted, no yo.

—Si lo que hay aquí es aire, no puedo encontrar ninguna explicación racional, así de sencillo.

Los tres se miraron un instante.

—Supongo que habrá que abrir la escotilla para ver —dijo Suzanne.

—¿Abrir la escotilla? —Repitió Donald—. ¿Y si se trata de un gas no respirable, o incluso tóxico?

—No tenemos mucha más opción, no hay ninguna comunicación, estamos como un pez fuera del agua, tenemos diez días de mantenimiento de vida, ¿pero qué pasará después?

—Mejor no pensarlo —exclamó Perry nervioso—. Yo digo que abramos la escotilla.

—Muy bien —concedió Donald—. Lo haré yo, puesto que estoy al mando. —Se acercó a la consola central.

Perry se inclinó para dejarle paso.

Donald subió a la torre y esperó a que Suzanne y Perry se colocaran debajo de él.

—Desbloquéala, pero sin abrirla —propuso ella—. A ver sí hueles algo.

—Sí, buena idea. —Donald hizo girar la rueda, quitando los cerrojos.

—Bueno, ¿qué? —Preguntó Suzanne al cabo de un momento—. ¿A qué huele?

—A humedad. Voy a abrir.

Donald levantó la escotilla un poco y husmeó.

—¿Qué piensas? —preguntó Suzanne.

—Parece que no hay peligro —contestó Donald con alivio, levantó la escotilla unos centímetros más y olió el aire húmedo, al cabo de un momento abrió del todo y asomó la cabeza, el aire era salado y húmedo, como en una playa durante la marea baja.

Donald giró despacio, forzando la vista en la oscuridad, no se veía nada, pero supo por instinto que se encontraban en un espacio amplio, en una negrura silenciosa y extraña, tan grande como aterradora.

Volvió a meterse en el submarino y pidió una linterna.

—¿Has visto algo? —preguntó Suzanne mientras se la tendía.

—Absolutamente nada.

Donald se asomó de nuevo y encendió la linterna, el lodo se extendía en todas direcciones hasta donde alcanzaba la vista, unos pocos charcos de agua aislados reflejaban la luz como espejos.

—Gritó haciéndose eco con manos.

—¡Hola! Un ligero eco parecía provenir de la popa del Oceanus. Donald gritó de nuevo, y recibió un claro eco en lo que calculó que sería tres o cuatro segundos.

Por fin bajó de nuevo al submarino y cerró la escotilla, los otros le miraban expectantes.

—Es lo más raro que he visto en mi vida, nos encontramos en una especie de caverna que al parecer hasta hace poco estaba llena de agua.

—Y ahora está llena de aire —concluyó Suzanne.

—Sí, es aire, pero más allá de eso no sé qué pensar, tal vez el señor Bergman tenga razón, puede que de alguna forma hayamos entrado en la montaña.

—¡Llamadme Perry, joder! ¡Dame esa linterna! Voy a echar un vistazo.

Perry subió torpemente la escalera, tuvo que engancharse con un brazo al peldaño superior y meterse la linterna en el bolsillo para poder levantar la pesada escotilla.

—¡Dios mío! —exclamó al cabo de un momento, tras comprobar también él los ecos, bajó de nuevo, pero dejando la escotilla abierta.

Suzanne subió a continuación a echar un vistazo, cuando bajó, los tres se quedaron mirándose unos a otros. Nadie tenía una explicación, aunque todos esperaban que a alguien se le ocurriera una idea.

—Bueno —comenzó por fin Donald tras un incómodo silencio—, la situación es complicada, por decirlo de alguna manera, no podemos esperar ayuda del Benthix Explorer, después de la serie de terremotos habrán imaginado que hemos sufrido una catástrofe, tal vez envíen las cámaras, pero aquí no nos van a encontrar, donde quiera que estemos, en resumen, estamos solos. No tenemos comunicaciones, y muy poca agua y comida, así que…

—¿Qué sugieres? —preguntó Suzanne.

—Sugiero que hagamos una salida de reconocimiento.

—¿Pero y si la caverna, o lo que sea, se inunda otra vez? —Terció Perry.

—Tendremos que correr el riesgo. Estoy dispuesto a ir yo solo, el que quiera puede venir conmigo.

—Yo voy —dijo Suzanne—. Es mejor que quedarse aquí sin hacer nada.

—Pues yo no pienso quedarme solo —anunció Perry.

—Muy bien, tenemos otras dos linternas, las llevaremos, pero sólo encenderemos una para ahorrar pilas.

Donald fue el primero en salir, bajó al suelo por las escalerillas del exterior de la torre y el casco, la función de estas escalerillas exteriores era permitir el acceso al submarino cuando se encontraba en sus calces, en la cubierta de popa del Benthix Explorer.

Desde el último escalón, Donald apuntó la linterna al suelo y juzgando por el nivel al que estaba hundido el submarino, calculó que el lodo tenía una profundidad de medio metro.

—¿Pasa algo? —preguntó Suzanne.

—Intento calcular la profundidad del lodo.

Donald bajó el pie derecho, y se hundió hasta la rodilla antes de tocar lo que parecía suelo firme.

—No va a ser muy agradable —anunció—. El barro llega hasta la rodilla.

—Esperemos que sea el único problema.

Momentos más tarde, los tres se encontraban en el lodo, aparte del ligero resplandor proveniente de la escotilla abierta, la única iluminación era la de la linterna de Donald, que arrojaba un estrecho haz de luz en aquella negrura impenetrable, no se oía ni un ruido, para conservar las baterías del submarino, Donald había apagado casi todos los instrumentos, incluyendo la ventilación, sólo había dejado una luz que les sirviera de faro por si se alejaban demasiado.

—Esto da miedo —dijo Suzanne con un escalofrío.

—Yo creo que es decir poco —afirmó Perry—. ¿Cuál es el plan?

—Está abierto a discusión —respondió Donald—. Yo propongo ir en la dirección hacia la que apunta el Oceanus, parece que hacia allá está la pared más cercana, por lo menos según mi eco, está en dirección oeste —informó, mirando su brújula.

—A mí me parece bien —comentó Suzanne.

—Vamos, pues.

Donald encabezaba el grupo, seguido de Suzanne y con Perry en la retaguardia, era difícil caminar en aquel barro y el olor era bastante desagradable.

Nadie dijo nada, todos eran conscientes de lo precario de su situación, sobre todo a medida que se alejaban del submarino, al cabo de diez minutos Perry insistió en que se detuvieran, no habían llegado a ninguna pared, y su coraje se desvanecía.

—Es muy difícil andar en el barro —dijo, evitando su auténtica preocupación—, y además apesta.

—¿Cuánto creéis que hemos recorrido? —preguntó Suzanne, sin aliento igual que los demás.

Donald se volvió hacia el submarino, que no era más que un débil resplandor en la oscuridad.

—No mucho, tal vez unos cien metros.

—Pues a mí me parece que hemos hecho un kilómetro —comentó Suzanne—, tengo las piernas molidas.

—¿Cuánto queda hasta esa pared? —quiso saber Perry.

Donald lanzó un grito, el eco llegó en un par de segundos.

—Unos trescientos metros.

De pronto percibieron un movimiento y ruidos en la oscuridad, a su izquierda, los tres pegaron un brinco, Donald apuntó con la linterna, un pez atrapado en un charco se agitaba en el barro húmedo.

—¡Dios mío! Me ha dado un susto de muerte —exclamó Suzanne, apretándose el pecho, tenía el corazón acelerado.

—A mí también —confesó Perry.

—Estamos todos nerviosos, y es comprensible —dijo Donald—, si queréis volver, ya seguiré yo solo.

—No, yo me quedo —declaró Suzanne.

—Yo también, —para Perry la idea de volver solo al submarino era peor que la de seguir abriéndose camino en aquel cenagal.

—Entonces vamos, —Donald echó a andar de nuevo.

En cada paso que daban aumentaban sus miedos, la negrura se iba tragando el submarino a sus espaldas, al cabo de otros diez minutos estaban tensos como una cuerda de piano a punto de romperse, en ese momento sonó una alarma.

El ruido estalló en la quietud como un cañonazo, al principio Donald, Suzanne y Perry se quedaron petrificados, intentando determinar de qué dirección venía la sirena, pero con los múltiples ecos era imposible saberlo, al cabo de un instante echaron a correr como pudieron, en una frenética huida hacia el sumergible, pero los tres tropezaron y cayeron de cabeza al barro maloliente, se levantaron y lo intentaron de nuevo, con los mismos resultados.

Sin decir palabra, se resignaron a avanzar despacio, al cabo de unos momentos se hizo evidente que la huida era inútil, apenas progresaban, puesto que el agua no había entrado en la caverna, se detuvieron jadeantes.

Por fin cesaron los ecos de la espantosa sirena y volvió a reinar aquella quietud sobrenatural en una oscuridad tan impenetrable como la manta de la pesadilla de Perry.

Suzanne alzó las manos chorreando lodo formado por plancton putrefacto y heces de innumerables gusanos, tenía unas ganas tremendas de frotarse los ojos, pero no se atrevió, Donald, un poco más adelante, se volvió hacia ellos, el cieno atenuaba la luz de la linterna, Suzanne y Perry apenas podían distinguir el blanco de sus ojos.

—¿Qué demonios ha sido esa alarma? —logró decir Suzanne, escupiendo el polvo granujiento que tenía en la boca, no quería ni pensar lo que podía ser.

—Me temo que significaba que el agua estaba entrando —replicó Perry.

—No sé lo que significará —terció Donald—, pero una cosa está clara.

—¿De qué estás hablando? —quiso saber Perry.

—Yo lo sé —anunció Suzanne—, quiere decir que esto no es una formación geológica natural.

—¡Exacto! Tiene que ser un vestigio de la guerra fría, y puesto que yo tenía acceso a la información confidencial de la unidad de submarinos de la marina, puedo deciros que la instalación no es nuestra, ¡tiene que ser de los rusos!

—¿Quieres decir que esto es una especie de base secreta?

—Preguntó Perry, mirando alrededor más sorprendido que asustado.

—Es lo único que se me ocurre —contestó Donald—, una especie de centro de submarinos nucleares.

—Sí, supongo que es posible —terció Suzanne— y si es así, tenemos más posibilidades de las que creíamos.

—Puede que sí, puede que no —comentó Donald— en primer lugar, esto sólo cambiará nuestra situación si todavía hay alguien controlando la instalación, en ese caso, lo que me preocupa es hasta qué punto quieren seguir manteniéndola en secreto.

—Vaya, no se me había ocurrido —admitió Suzanne.

—Pero la guerra fría ha terminado —observó Perry— no creo que quede nadie interesado en el juego del escondite.

—Hay gente en el ejército ruso que no compartiría esa idea —afirmó Donald— lo sé porque los he conocido.

—¿Qué hacemos entonces? —preguntó Suzanne.

—Creo que ya tenemos respuesta a esa pregunta, —Donald señaló más allá de los hombros de sus compañeros—, mirad.

Suzanne y Perry se volvieron bruscamente, a unos cuatrocientos metros de distancia una puerta se abría poco a poco en la oscuridad, del otro lado surgía una brillante luz artificial, formando una línea que se extendía hasta sus pies, desde allí no podían ver más detalles, pero se notaba que la luz era intensa.

—Ahora ya sabemos que la instalación no está abandonada —dijo Donald— es evidente que no estamos solos, la cuestión es hasta qué punto se van a alegrar de vernos.

—¿Crees que deberíamos acercarnos? —preguntó Perry.

—No tenemos mucha elección, en algún momento tendremos que ir.

—¿Pero por qué no han venido hasta nosotros? —se planteó Suzanne.

—Buena pregunta, tal vez porque nos están preparando alguna clase de bienvenida.

—Me estoy asustando otra vez, todo esto es muy raro.

—A mí no se me ha pasado el miedo en ningún momento —confesó Perry.

—Vamos a conocer a nuestros captores —propuso Donald—, y esperemos que no nos tomen por espías… y que conozcan los términos de la convención de Ginebra.

Donald se enderezó y echó a andar, ajeno al barro que se le pegaba a los pies, pasó por delante de sus compañeros, que no pudieron por menos que admirar su valor y sus dotes de mando.

Perry y Suzanne vacilaron un instante antes de ponerse en marcha, nadie dijo una palabra, no sabían si se encaminaban hacia su salvación o si su situación empeoraría pero, como Donald había dicho, no tenían opción.