Mark Davidson se moría por un cigarrillo, su adicción era absoluta, aunque le resultaba fácil dejar de fumar, puesto que lo hacía una vez a la semana, su necesidad de tabaco alcanzaba el máximo cuando se relajaba, trabajaba o estaba ansioso, y de momento estaba muy ansioso, para él las operaciones de buceo a gran profundidad eran siempre peliagudas. Sabía por experiencia que las cosas podían torcerse en cualquier instante.
Ahora alzó la vista hacia el gran reloj de la pared de la cabina de inmersión, con sus monstruosas manecillas. Su presencia intimidatoria impedía que nadie se olvidara del paso del tiempo. Habían pasado doce minutos sin contacto alguno con el Oceanus, aunque Donald le había advertido de que habría una interrupción en las comunicaciones, había transcurrido un tiempo más que razonable, sobre todo teniendo en cuenta que el submarino no había respondido al último mensaje de Larry Nelson, cuando este quiso avisarles que los buceadores habían descendido a ciento cincuenta metros.
Mark miró el paquete de Marlboro que había arrojado sobre el mostrador, era una agonía contenerse de encender uno, por desgracia había entrado en vigor una nueva prohibición de fumar en las zonas comunes del barco, y el capitán Jameson era muy rígido en cuanto a las normas y regulaciones.
Mark apartó la vista del tabaco con cierta dificultad, y examinó el interior de la cabina, todos los presentes parecían tranquilos, lo cual sólo servía para aumentar su tensión. Larry Nelson estaba sentado, totalmente inmóvil, en la estación de control de operaciones de inmersión, junto con el operador de sonar, Peter Silrosenihal. Detrás de ellos estaban los dos observadores, delante de la consola de operación del sistema. Aunque continuamente examinaban con la vista los indicadores de presión de las dos cámaras presurizadas y la campana de inmersión, por lo demás no movían ni un dedo.
Enfrente de ellos estaba el operador del winche, sentado en un alto taburete ante la ventana que daba al pozo central, con la mano en la palanca del winche, en el exterior, el cable atado a la campana de inmersión descendía a la máxima velocidad permitida, un segundo cable pasivo llevaba el tubo de gas, la manguera de agua caliente y los cables de comunicación.
Al otro extremo de la cabina se encontraba el capitán Jameson, chupando con aire distraído un palillo de dientes, delante de él estaban los controles que formaban una extensión del puente, aunque las hélices y propulsores del barco se controlaban por ordenador para mantener la nave parada sobre el pozo, el capitán podía controlar el sistema manualmente si surgía la necesidad durante las operaciones de buceo.
—¡Maldita sea! —Exclamó Mark, tirando el lápiz que mordisqueaba sin darse cuenta—. ¿A qué profundidad están los buceadores? —preguntó levantándose.
—A unos doscientos metros en este momento.
—¡Intenta comunicar otra vez con el Oceanus! —ordenó a Larry.
Mark se puso a pasear de un lado a otro, tenía un mal presentimiento, que cada vez iba a peor, se daba de cabezazos por haber animado a Perry Bergman a bajar en el sumergible, conociendo el interés de la doctora Newell por el monte submarino y su deseo de realizar inmersiones de exploración, le preocupaba que Suzanne hubiera querido impresionar al presidente para lograr su deseo, eso quería decir que tal vez había presionado a Donald para hacer cosas que no haría en otras circunstancias, y Mark sabía que la doctora Newell era la única persona a bordo que podía ejercer alguna influencia sobre el rígido ex oficial de marina.
Mark se estremeció, si el Oceanus quedaba atrapado en una fisura al descender para examinar algún rasgo geológico, sería un desastre de primera magnitud, era lo que había estado a punto de pasar con el submarino Alvin, en Woods Hole, justo en la dorsal medio atlántica, no muy lejos de su actual posición.
—Seguimos sin respuesta —informó Larry después de varios intentos.
—¿Alguna señal del sonar del submarino? —preguntó Mark al operador del sonar.
—No —respondió Peter—. Y los hidrófonos del fondo no tienen ningún contacto con su rayo de rastreo, el termocline que han encontrado debe de ser impresionante, es como si se hubieran hundido bajo el suelo oceánico.
Mark se detuvo y miró de nuevo el reloj.
—¿Cuánto tiempo ha pasado desde que notamos el temblor?
—Ha sido más que un temblor —apuntó Larry—. Tad Messenger lo ha calificado de cuatro punto cuatro en la escala de Richter.
—No me extraña —comentó Mark—. Si se ha caído hasta la pila de tubos que había en cubierta y si lo hemos notado nosotros, mucho peor ha tenido que ser en el fondo. ¿Cuánto tiempo ha pasado?
Larry miró su cuaderno de bitácora.
—Casi cuatro minutos. ¿Tú crees que tiene algo que ver con el hecho de que no oigamos al Oceanus?
Mark no quería contestar, no era supersticioso, pero no le gustaba airear sus preocupaciones, como si el hecho de contarlas aumentara las posibilidades de que se hicieran realidad, pero era posible que el terremoto hubiera provocado un deslizamiento de rocas y hubiera atrapado al Oceanus. Era una catástrofe que no se podía descartar si Donald, a instancias de Suzanne, había descendido por una depresión estrecha.
—Déjame hablar con los buceadores. —Mark cogió el micrófono, sin saber muy bien qué iba a decir, en el monitor se veían las cabezas y los cuerpos escorzados de los tres hombres.
—¡Mierda, tío! —Gimió Michael—. ¡Me has dado una patada en los huevos! —su voz se oía como una serie de grititos y chillidos que habría resultado ininteligible para cualquier persona, la distorsión se debía al helio que respiraba en lugar de nitrógeno.
A una presión equivalente a trescientos metros de agua salada, el nitrógeno actuaba como anestésico, la solución era sustituir el nitrógeno por helio, pero esto provocaba marcados cambios en la voz, los buceadores estaban acostumbrados, aunque hablaban como el pato Donald, se entendían entre ellos perfectamente.
—Pues entonces aparta los huevos de mi camino —replicó Richard—. Me está costando un trabajo de mil demonios ponerme las putas aletas.
Los tres buceadores estaban hacinados en la campana de inmersión, cuyo casco de presión era una esfera de dos metros y medio de diámetro. Compartían el estrecho espacio con el equipo completo de buceo, cientos de metros de manguera y todos los instrumentos necesarios.
—Que me aparte, dice —se burló Michael—. ¿Qué quieres que haga, salir a dar un paseo?
De pronto se encendió con un chasquido el altavoz montado en la parte superior de la esfera, junto con una minúscula cámara de vídeo con una lente de ojo de pez, aunque los buceadores se sabían constantemente observados, eran del todo indiferentes a ello.
—¡Necesito un momento de atención! —ordenó Mark su voz, en contraste con la de los buceadores, sonaba relativamente normal—. Aquí el comandante de operaciones.
—¡Mierda! —Se quejó Richard, mirando la aleta que le estaba dando tantos problemas—. No me extraña que no me la pudiera meter. ¡Cómo que no es la mía! Es tuya, Donaghue. —Richard golpeó a Michael con la aleta en la cabeza.
Michael se molestó, pero sólo porque el golpe le había tirado su adorada gorra de los Red Sox, que aterrizó sobre la escotilla cerrada.
—¡Eh, que nadie se mueva! —exclamó—. ¡Mazzola, cógeme la gorra! No quiero que se moje. —Michael ya estaba totalmente equipado para salir, con el traje de neopreno, el chaleco de control de flotación y los plomos, era imposible inclinarse para recoger la gorra.
—¡Señores! —se oyó la voz de Mark, más fuerte e insistente.
—Que te den por culo, me toca quedarme en la campana, pero eso no significa que sea tu esclavo.
—¡Escuchad, animales! —se oyó el grito de Larry en el altavoz. La voz resonó en la atestada esfera casi a punto de hacerles daño en los tímpanos—. El señor Davidson quiere hablar con vosotros. ¡Así que silencio!
Richard tiró las aletas a Michael y miró hacia la cámara.
—Vale, vale. Escuchamos.
—Esperad un momento —dijo Larry—. No nos habíamos dado cuenta de que el filtro de helio no estaba en línea.
—¡Mientras pásame las aletas! —pidió Richard a Michael.
—¿Quieres decir que las que yo llevo puestas no son mías?
—¡Tú dirás! —Se burló Richard—. Puesto que tienes las tuyas en las manos, no puedes tenerlas también en los pies, gilipollas.
Michael se agachó torpemente para quitarse las aletas. Richard se las arrebató con gesto desdeñoso, a continuación los dos intentaron ponerse cada uno las suyas, chocando el uno con el otro.
—Muy bien —se oyó por fin la voz de Larry—. Estamos en línea con el filtro, así que dejad de hacer el idiota y escuchad, aquí está el señor Davidson.
Los buceadores no se molestaron en alzar la vista, se apretaron contra los lados de la campana con expresión aburrida.
—No conseguimos captar señales del Oceanus por radio ni con el sonar —anunció Mark—. Queremos que establezcáis contacto visual con ellos. Si no veis el submarino al llegar al pozo, avisadnos y os daremos nuevas instrucciones, ¿entendido?
—Entendido —contestó Richard—. ¿Podemos prepararnos ya para salir?
—Afirmativo.
Richard y Michael, logrando un ápice de libertad de movimientos, terminaron de ponerse las aletas. Michael intentó incluso coger su gorra mientras Richard se ponía el chaleco de flotación y el cinturón de plomos, pero estaba fuera de su alcance, como se temía.
—Conecto las luces exteriores —informó Larry.
Los otros dos se volvieron lo suficiente para mirar por los dos pequeños ojos de buey. Louis estaba demasiado ocupado para mirar por la ventana.
—Veo el fondo —comentó Richard.
—Yo también.
Colgada de un único cable principal, la campana rotaba lentamente hacia un lado y otro, permitiendo a los buceadores una vista de trescientos sesenta grados, aunque la rotación estaba limitada por las líneas de mantenimiento de vida, cuando por fin se detuvo sobre la marca a trescientos metros, la rotación ceso.
Puesto que se encontraban catorce metros sobre la superficie de la roca en una de las secciones más altas de la cima del monte, la vista era bastante amplia, restringida solamente al oeste por un risco de roca que desde allí parecía una serie de columnas conectadas. Pero la formación estaba en la periferia de la esfera de luz.
—¿Ves el submarino? —preguntó Richard.
—No —respondió Michael—. Pero veo las herramientas junto al pozo, las han dejado todas muy ordenaditas.
Richard se volvió hacia la cámara de video.
—No vemos el Oceanus, pero ha estado aquí.
—Muy bien. Habrá cambios en la operación —se oyó la voz de Larry—. El señor Davidson quiere que los buceadores rojo y verde se dirijan al oeste. ¿Veis una escarpa en esa dirección?
—¿Qué coño es una escarpa? —preguntó Richard.
—Una pared o una pendiente.
—Parece que sí.
—El señor Davidson quiere que os dirijáis a la pendiente. ¿Qué altura tiene, en relación con la campana?
—Está casi a la misma altura.
—Bien. Pasad por encima de ella e intentad establecer contacto visual con el sumergible, el señor Davidson cree que podría haber una grieta y vigilad la temperatura, se ve que hay un gradiente muy brusco en la zona.
—Entendido.
—Y recordad que no podéis subir más de tres metros por encima de la campana, no queremos que las cosas se tuerzan aún más. ¿Entendido?
—Muy bien. —Larry siempre hacía las mismas advertencias en las inmersiones de saturación.
—En cuanto al controlador de la campana —prosiguió Larry—, quiero que mantengas la mezcla de aire a un uno y medio por ciento de oxígeno y un noventa y ocho y medio de helio, ¿entendido?
—Entendido —respondió Louis.
—Una última cosa para rojo y verde. Id con cuidado, nada de hacerse el macho.
—De acuerdo. —Richard hizo una seña con el pulgar hacia la cámara mientras miraba a Michael con una mueca de desdén—. ¡Qué tengamos cuidado! es como mandar a un niño a jugar a la autopista y decirle que tenga cuidado.
Michael asintió, pero no escuchaba, aquella parte de la inmersión era peligrosa, en ese momento se estaba conectando al cordón umbilical y demás partes del equipo, cuando terminó, Louis le tendió sus gafas de buceo contenidas en un casco de fibra de vidrio, a pesar de su experiencia siempre se le encogía un poco el estómago antes de salir al agua.
Richard probó un par linternas submarinas y tendió una a Michael. Cuando estuvo listo, asintió con la cabeza y los dos se pusieron los cascos a la vez.
Lo primero que inspeccionaron en cuanto Louis abrió el colector fue el flujo de aire, a continuación el agua caliente, muy necesaria puesto que la temperatura del mar era de dos grados, por fin comprobaron las líneas de comunicación y los sensores. Una vez satisfechos, Louis informó a la superficie y pidió permiso para dar salida a los buceadores.
—Permiso concedido —respondió Larry—. ¡Abre la escotilla!
Con cierta dificultad y muchos gruñidos Louis se metió en el tronco de la campana.
—¡Mi gorra! —gritó Michael. Su voz quedó apagada por el ruido del aire de respiración.
Louis le tendió la gorra de béisbol y Michael se apresuró a colgarla de una de las muchas protuberancias de la campana, trataba aquella gorra como si fuera su posesión más preciada, aunque no quería admitir que la consideraba su amuleto.
Louis abrió la escotilla de presión y la levantó con cierta dificultad, más abajo, el agua del mar, de un azul luminoso, ascendía amenazadora por el tronco, los tres buceadores suspiraron en silencio, aliviados al ver que, como era de esperar, se detenía justo antes de llegar al borde de la escotilla. Sabían que sería así, pero también sabían que el día que no fuese así no había ningún sitio a dónde ir.
Richard hizo una seña con el pulgar hacia arriba. Michael le devolvió el gesto, entonces Richard comenzó a bajar con cuidado por el tronco una vez libre salió al agua.
Salir de la atestada campana era un alivio que relacionaba con el hecho de nacer. La súbita libertad era casi embriagadora sólo sentía el frío del agua en las manos enguantadas. Examinó la zona a su alrededor mientras ajustaba su nivel de flotación, sólo tardó un momento en ver una silueta oscura justo en la periferia de la luz, no era el submarino, sino un tiburón de ojos luminosos. Su longitud era el doble del diámetro de la campana.
—Tenemos compañía —dijo con calma—. Échame el repelente, por si acaso. —De toda la parafernalia antitiburón del mercado, Richard prefería una sencilla barra metálica, sabia por experiencia que los tiburones evitaban la barra como el demonio con sólo apuntarla en su dirección, no estaba muy seguro de que diera resultado con tiburones frenéticos de hambre, pero en esa situación nada era seguro del todo.
Unos minutos más tarde la barra cayó en silencio sobre la roca, seguida de las piernas de Michael que se debatía por salir del tronco de la campana, en cuanto estuvo fuera, Richard señaló hacia el tiburón, que ahora había entrado en el haz de luz.
—Ah, es un tiburón Greenland —dijo Richard, ya más tranquilo, era un bicho enorme, pero no peligroso. También recibía el nombre de tiburón dormilón, por su lentitud de movimientos.
Cuando Michael terminó de realizar sus ajustes, Richard señaló la pendiente de roca y los dos echaron a nadar hacia ella, con la linterna en la mano izquierda y la barra en la derecha, siendo expertos nadadores, cubrieron la distancia deprisa pero sin apresurarse, a una presión de casi treinta atmósferas, la mera tarea de respirar el viscoso aire comprimido era agotadora.
Louis, dentro de la campana, se afanaba por controlar los dos juegos de cables. No quería restringir a sus compañeros ni darles demasiada cuerda para que no se enredaran. Hasta que los buceadores comenzaban a trabajar, el controlador de la campana era un hombre muy ocupado, la tarea requería concentración y rapidez de reflejos, al mismo tiempo que iba soltando los cables, tenía que ir comprobando las válvulas de presión y el lector digital de porcentaje de oxígeno, además estaba en constante comunicación con cada uno de los buceadores y con la estación de inmersión de la superficie para tener las manos libres contaba con unos auriculares que incluían un micrófono junto a la boca.
Richard y Michael se detuvieron al llegar a la cima de la pendiente, a esa distancia de la campana la luz disminuía de forma drástica. Richard señaló la linterna y ambos la encendieron.
Detrás de ellos la campana brillaba fantasmagórica, como una nave espacial en un rocoso paisaje alienígena, de la campana escapaba un hilo de burbujas, delante de ellos la oscuridad se desvanecía en una negrura impenetrable, sólo cuando miraban hacia arriba percibían un débil atisbo de la luz de la superficie, a unos trescientos metros de distancia.
Los dos sabían que el enorme tiburón seguía allí, aunque no podían verlo. Sus linternas arrojaban estrechos conos de luz que penetraba la helada oscuridad sólo unos doce o quince metros.
—Detrás de la pendiente hay un precipicio —informó Richard.
Louis transmitió el mensaje a la estación de inmersión, aunque desde el barco podían comunicarse con los buceadores, Larry prefería utilizar al controlador de la campana como intermediario, la combinación de las voces distorsionadas por el helio y el ruido del aire de la respiración hacían muy difícil entender a los submarinistas, a pesar de tener el filtro de helio en la línea, era mejor comunicarse a través del hombre de la campana, que estaba acostumbrado a las distorsiones de la voz.
—Buceador rojo —llamó Louis—. Control quiere saber si ves alguna señal del Oceanus.
—Negativo.
—¿Hay alguna grieta o agujero?
—De momento no veo nada, pero vamos a empezar a bajar por la pared de roca.
—La roca es tersa como el cristal —comentó Richard.
Michael pasó la mano por ella y asintió.
—Estáis llegando a los últimos treinta metros de cable —informó Louis, soltando rápidamente los últimos lazos de sus garfios y maldiciendo entre dientes, pronto tendría que volver a recogerlos. Los buceadores raramente se alejaban tanto de la campana y precisamente él había tenido la mala suerte de ser el controlador en aquella ocasión.
Richard detuvo el descenso e indicó a Michael que hiciera lo mismo, luego señaló su termómetro de muñeca. Michael dio un respingo.
—La temperatura del agua ha cambiado —dijo Richard—. Ha subido unos cuarenta grados. ¡Corta el agua caliente!
—Rojo, ¿me tomas el pelo? —preguntó Louis.
—Michael tiene la misma lectura, es como estar en una bañera.
Richard apuntaba hacia abajo con la linterna, buscando la base de la pared, ahora iluminó a su alrededor casi al final del rayo de luz se vislumbraba otra pared.
—Eh, parece que estamos en una especie de grieta, apenas veo el otro lado, debe medir unos quince metros de anchura.
Michael le dio un golpecito en el hombro y señaló a su izquierda.
—Michael tiene razón —informó Richard—. Es como un cañón cerrado, porque no veo la cuarta pared, por lo menos desde donde estamos ahora mismo.
¡Eh! —Exclamó de pronto Michael—. ¡Nos hundimos!
Richard miró la pared a sus espaldas. Era verdad, se hundían a una velocidad increíble, casi no notaba la resistencia del agua.
Ambos patearon con fuerza hacia arriba, pero con muy poco resultado, seguían hundiéndose, confusos y alarmados, reaccionaron instintivamente hinchando los chalecos de flotación, al ver que tampoco eso surtía efecto, soltaron los cinturones de plomo y las barras antitiburón, por fin lograron detener el descenso.
Richard señaló hacia arriba y comenzaron a nadar, a pesar del esfuerzo que les costaba respirar, los dos lo hacían con fuerza, el extraño descenso los había puesto nerviosos y, para empeorar la situación, comenzaban a notar que el calor atravesaba sus trajes.
Cuando casi habían llegado a la cima de la pendiente, una súbita vibración subió de las profundidades como una onda expansiva, quedaron desconcertados, les costaba respirar y nadar al mismo tiempo, el temblor era parecido al que habían notado al bajar en la campana de inmersión, pero mucho más fuerte, advirtieron que se trataba de un terremoto submarino y supieron que estaban muy cerca del epicentro.
Para Louis el terremoto fue todavía más violento, en el momento del impacto estaba jalando frenéticamente los cables, que de pronto se habían quedado laxos, tuvo que soltarlos para evitar quedar empalado en las muchas protuberancias de las paredes.
Richard se recobró lo suficiente para tomar aliento, aunque era muy doloroso, la onda expansiva le había magullado el pecho, su primera respuesta, como buceador experto, fue comprobar que su compañero estaba bien, al ver que no lo encontraba, comenzó a dar vueltas frenético, hasta que por fin miró hacia abajo. Michael subía con grandes dificultades. Richard le tendió la mano, y entonces se dio cuenta de que los dos se hundían muy deprisa.
Intentaron nadar hacia arriba. Desesperados, tiraron incluso las linternas para aminorar su peso, pero no les sirvió de nada, caían a toda velocidad por la pared de roca, absorbidos por el abismo. Louis, en la campana, había recuperado el equilibrio y tiraba de los cables, que seguían flojos, recogió un lazo, pero antes de poder colgarlo de su gancho noto un fuerte tirón, intento retener los cables, pero era imposible, de haber seguido agarrado a ellos le habrían sacado de la campana.
Se apartó maldiciendo de las mangueras, que se desenrollaban a toda velocidad, era como si los buceadores fueran cebos en la boca de un pez gigantesco.
—Controlador, ¿estás bien? —se oyó la voz de Larry.
—¡Sí! —Gritó Louis—. ¡Pero está pasando algo muy raro! ¡Las mangueras están saliendo a cien por hora!
—Lo veo en el monitor. ¿No puedes pararlas?
—¿Cómo? —preguntó Louis. No quedaba mucha manguera, no tenía ni idea de lo que iba a pasar, los últimos lazos salieron de la campana y por un instante los cables quedaron tensos, luego vio horrorizado que se partían y desaparecían en el mar.
—¡Dios mío! —gritó, esforzándose por cortar el flujo de aire.
—¿Qué está pasando ahí abajo? —preguntó Larry.
—No lo sé. —Y para aumentar su terror, la vibración comenzó de nuevo, intentó frenético agarrarse a algo, la campana submarina parecía un salero en la mano de un gigante. Louis lanzó un grito y, como en respuesta a una oración, las sacudidas quedaron reducidas a un mero temblor, al mismo tiempo se oyó un siseo y un resplandor rojo entró por los ojos de buey.
Soltándose de la tubería de alta presión a la que se aferraba, Louis se volvió hacia la ventana y se quedó petrificado, sobre el saliente cercano que los buceadores acababan de explorar se veía una cascada surreal de resplandeciente lava al rojo vivo. El borde rocoso siseaba y humeaba, convirtiendo en vapor el agua helada.
Cuando Louis recuperó el habla, alzó la vista hacia la cámara.
—¡Sacadme de aquí! —chilló—. ¡Esto es un puto volcán en erupción!
*****
El interior de la cabina estaba en silencio, el único sonido era el de los motores de cubierta que hacían girar las poleas de los cables que subían la campana submarina y las mangueras de mantenimiento de vida, unos momentos antes había estallado un pandemónium, cuando se hizo evidente que habían perdido a dos buceadores en una especie de catástrofe piroclástica, el único consuelo era que el tercer buceador se encontraba bien.
Mark dio una larga calada al cigarrillo. Sin hacer caso de las reglas que había observado antes de que comenzaran los problemas, y ahora que la tragedia se había desencadenado, fumaba un cigarrillo tras otro por pura ansiedad. No sólo se las había arreglado para perder un sumergible de cien millones de dólares con dos expertos operadores y dos buceadores de saturación, sino que también había desaparecido el presidente de la Benthix Marine. Deseaba no haber animado a Perry Bergman a realizar aquella inmersión. Él era el único responsable de su muerte.
—¿Qué demonios vamos a hacer? —preguntó Larry, aturdido. Fumaba igual que Mark, a pesar de haberlo dejado hacía seis meses, como supervisor de inmersión, también él se sentía responsable del desastre.
Mark suspiró, estaba débil. En toda su carrera no había perdido una sola vida, y eso que había dirigido peligrosas operaciones de inmersión en lugares de alto riesgo, como el golfo Pérsico durante la tormenta del desierto y ahora había perdido cinco personas, era algo inconcebible.
—La campana está ahora a ciento cincuenta metros —informó el operador de winches.
—¿Qué hay de las perforaciones? —se preguntó Larry en voz alta.
Mark dio otra calada al cigarrillo y casi se quemó los dedos, lo apagó furioso y encendió otro.
—Preparados para lanzar las cámaras —dijo—. Tenemos que saber qué está pasando ahí abajo.
—Mazzola lo ha dejado bien claro —replicó Larry con voz trémula—. Cuando lo subíamos afirmó que toda la cima del monte, hasta donde alcanzaba su vista, era lava fundida que subía por detrás del saliente rocoso y hemos estado recogiendo temblores casi constantes, qué coño, estamos justo encima de un volcán. ¿De verdad quieres bajar las cámaras a ese infierno?
—Quiero verlo —insistió Mark—, y quiero grabarlo, estoy seguro de que se harán muchas indagaciones sobre este asunto y quiero ver la zona donde estaba el cañón o el agujero en que desapareció el Oceanus. Tengo que estar seguro de que no hay ninguna posibilidad de… —Mark no terminó la frase, en el fondo sabía que era una causa perdida. Donald Fuller había bajado el sumergible por la chimenea de un volcán justo antes de que hiciera erupción.
—Está bien —concedió Larry—. Diré a la tripulación que prepare las cámaras. ¿Pero qué pasa con las perforaciones? Supongo que no pensarás enviar a otro equipo de buceo cuando se calme el volcán, si es que se calma.
—¡Eso ni pensarlo! —Exclamó Mark—. Ya no tengo ningún interés en perforar esta maldita montaña, y menos ahora que Perry Bergman ya no está con nosotros, era una obsesión suya, no mía, si las cámaras confirman que la chimenea del volcán, o lo que sea, está llena de lava fresca y que no podemos encontrar ningún rastro del Oceanus, nos largamos a toda máquina.
—Por mi perfecto —concluyó Larry levantándose—. Voy a preparar las cámaras para lanzarlas lo antes posible.
—Gracias. —Mark se inclinó y ocultó la cara entre las manos, no se había sentido peor en su vida.