—No hay contacto —respondió Suzanne. Donald había querido saber si el eco del sonar mostraba algún obstáculo inesperado bajo el Oceanus. Aunque se bamboleaban en mar abierto, se realizaban inspecciones rutinarias por si algún otro submarino se había metido subrepticiamente bajo ellos.
—Nos hemos alejado del barco —informó Donald por radio a Larry Nelson, que se encontraba en la cabina de inmersión—. Oxígeno conectado, depuradores conectados, escotilla cerrada, teléfono submarino conectado, terreno normal, el sonar indica despejado. Solicito permiso para inmersión.
—¿Está activado el faro de seguimiento?
—Afirmativo.
—Permiso de inmersión concedido. —La voz de Larry se oía con algunos ruidos estáticos—. La profundidad de la boca del pozo es de doscientos ochenta metros. Buen viaje.
—¡Roger!
Cuando Donald estaba a punto de dejar el micrófono, Larry añadió:
—La cámara de descompresión casi ha alcanzado el nivel de profundidad, así que la campana bajará lo antes posible. Calculo que los buceadores llegarán dentro de media hora.
—Les estaremos esperando. Cambio y fuera. —Donald se volvió hacia sus compañeros—. Inmersión. Abrid los tanques de lastre.
Suzanne pulsó un interruptor.
—Tanques de lastre abiertos —informó. Donald tomó nota en su tablilla.
Se oyó un ruido como el de una ducha en la habitación vecina mientras el agua del Atlántico penetraba en los tanques del Oceanus. El submarino descendió en silencio.
Durante unos minutos, Donald y Suzanne estuvieron ocupados revisando todos los sistemas de a bordo, su conversación se limitaba a frases cortas en la jerga de la profesión. Repasaron rápidamente toda la lista de control por segunda vez mientras el descenso aceleraba hasta una velocidad de treinta metros por minuto.
Perry se dedicó a mirar por el ojo de buey, el agua, al principio azul verdosa, se tomó color índigo al cabo de un momento, al mirar hacia arriba sólo distinguió un resplandor azul. Hacia abajo todo era de un oscuro color púrpura que se desvanecía en la negrura, el interior del Oceanus, en cambio, estaba bañado en la fría luminosidad de los monitores y los lectores digitales.
—Creo que vamos algo cargados de peso en proa —anunció Suzanne, después de revisar todo el equipo electrónico.
—Ya —respondió Donald—. Habrá que compensar por el señor Bergman.
Suzanne pulsó otro interruptor, provocando un zumbido.
Perry se inclinó entre los dos pilotos.
—¿Qué es eso de que hay que compensar por mí? —su voz le sonó extraña y tragó saliva.
—Tenemos un sistema de lastre variable —explicó Suzanne—. Está lleno de aceite, y estoy sacando un poco para compensar su peso delante del centro de gravedad.
—Ah.
Perry se reclinó de nuevo. Era ingeniero y entendía de física, se sentía aliviado de que nadie hubiera mencionado su inquietud, que era bastante evidente.
Suzanne desactivó la bomba de lastre una vez estuvo satisfecha con el equilibrio de la nave. Luego se volvió hacia Perry, ansiosa por presentar la inmersión de la forma más positiva posible, porque a la vuelta esperaba sugerir la posibilidad de conducir inmersiones puramente exploratorias en la montaña submarina, de momento, la única ocasión que tenía de bajar era cuando había que cambiar la barrena. No había logrado convencer a Mark Davidson del valor de las inmersiones de investigación.
Para aumentar la ansiedad de Suzanne, se había extendido el rumor de que la operación de perforación sería cancelada debido a los problemas técnicos, y la mujer temía que abandonaran el monte Olympus antes de que ella pudiera verlo bien de cerca. Esto era lo último que deseaba, y no sólo por su interés profesional, justo antes de embarcarse en este proyecto, había terminado, esperaba que definitivamente, una relación enfermiza y volátil con un aspirante a actor, y de momento no tenía ningunas ganas de volver a Los Ángeles. La súbita aparición de Perry Bergman había sido una suerte. Así podría presentar su caso directamente a las altas esferas.
—¿Está cómodo? —preguntó.
—No he estado tan cómodo en mi vida —declaró Perry.
Suzanne sonrió, a pesar del evidente sarcasmo de Bergman. La situación no parecía muy favorable, el presidente de la Benthix Marine seguía tenso, se aferraba al brazo de la silla como si estuviera a punto de dar un brinco los libros que ella se había molestado en llevarle yacían en el suelo.
Observó a Perry, que parecía reacio a mirarla a los ojos, no podía saber si su ansiedad se debía al hecho de estar en el submarino o no era más que un rasgo básico de su personalidad. Ya en su primer encuentro, seis meses atrás, había visto que se trataba de un hombre excéntrico, vanidoso y nervioso, no era su tipo, desde luego, además de que era tan bajo que podía mirarle directamente a los ojos sin alzar la vista y sin llevar tacones, pero a pesar de tener muy poco en común con él, sobre todo siendo Perry ingeniero y empresario y ella científica, lo cierto es que había accedido a su propuesta de volver con el Benthix Explorer al monte Olympus, aunque sólo fuera para perforar una supuesta cámara de magma.
El monte Olympus había sido la principal preocupación de Suzanne durante casi un año, desde que dio con él al conectar el sonar lateral del Benthix Explorer por puro aburrimiento, cuando el barco volvía a puerto. Al principio sintió curiosidad, puesto que no podía explicar cómo un volcán tan enorme, aparentemente extinto, no había sido detectado por el Geosat, pero ahora, después de haber realizado cuatro inmersiones con el sumergible, estaba fascinada por las formaciones geológicas de la cima plana, sobre todo porque sólo había tenido oportunidad de explorar en la inmediata vecindad del pozo, pero el hecho más intrigante surgió cuando se propuso datar la roca que habían obtenido con la barrena rota.
Encontró los resultados sorprendentes y más intrigantes que la aparente dureza de la roca. Teniendo en cuenta la posición del Olympus, cerca de la dorsal medio atlántica, esperaba que la edad de la roca fuera de unos setecientos mil años, pero había resultado tener unos cuatro billones de años.
Sabiendo que las rocas más antiguas encontradas en la superficie del suelo oceánico eran muchísimo más jóvenes, Suzanne pensó que los instrumentos de medición se habían estropeado, o que ella misma había cometido algún error en los procedimientos, por no arriesgarse a hacer el ridículo no comunicó sus datos a nadie.
Pasó horas y horas recalibrando el equipo y luego realizando pruebas adicionales una y otra vez pero, para su sorpresa, los resultados no diferían unos de otros en más de unos tres o cuatrocientos millones de años. Todavía convencida de que la explicación era alguna avería en los instrumentos de medición, Suzanne pidió a Tad Messenger, el jefe del laboratorio técnico, que los recalibrara.
Cuando más tarde volvió a examinar la muestra, el resultado no difería más que unos cuantos millones de años de los primeros datos. Suzanne, todavía insegura, decidió esperar hasta volver a Los Ángeles, donde podría utilizar el laboratorio de la universidad. Mientras tanto mantenía los datos escondidos en su taquilla, intentaba no llegar a conclusiones, pero su interés en el monte Olympus creció desmesuradamente.
—¿Le apetece un café? Tenemos un termo —dijo—. Yo misma se lo sirvo.
—Creo que prefiero que se quede en los mandos —respondió Perry.
—Donald, ¿por qué no encendemos un momento las luces exteriores? —sugirió ella.
—Sólo estamos a ciento cincuenta metros, no hay nada que ver.
—Es la primera vez que el señor Bergman se sumerge en mar abierto. Así vería el plancton.
—Llámeme Perry. No veo por qué tenemos que ser tan formales cuando vamos aquí apretados como sardinas en lata.
Suzanne sonrió, aunque lamentaba que el presidente no estuviera disfrutando del viaje.
—Anda, Donald, enciende las luces. Te lo pido como favor.
Donald, sin más comentario, encendió los focos halógenos de babor. Perry miró por el ojo de buey.
—Parece nieve —comento.
—Son trillones de organismos individuales —explicó Suzanne—. Puesto que todavía estamos en una zona epipelágica, se trata seguramente de fitoplancton, es decir plancton vegetal que puede realizar la fotosíntesis. Junto con las algas verdiazules, este es el último extremo de la cadena alimenticia de todo el océano.
—Me alegro —replicó Perry.
Donald apagó las luces.
—No tiene sentido malgastar las baterías con una actitud como la suya —le susurró a Suzanne.
En la oscuridad se veían parpadeantes chispas de verde neón y amarillo.
—Es bioluminiscencia —explicó Suzanne.
—¿Del plancton?
—Podría ser. En ese caso se trataría probablemente de dinoflagelatos. Claro que también podrían ser crustáceos diminutos o incluso peces. Le he señalado el capítulo de bioluminiscencia en el libro de vida marina.
Perry asintió con la cabeza, pero no hizo intento alguno por coger el libro.
Es inútil, pensó Suzanne de mal humor, su optimismo cayó en picado. Parecía imposible que Perry disfrutara del viaje.
—Oceanus, aquí el Benthix Explorer —se oyó la voz de Larry por el altavoz—. Sugiero un rumbo de doscientos setenta grados a cincuenta amperios durante dos minutos.
—Roger. —Donald ajustó el rumbo y cambió la intensidad de la hélice hasta cincuenta amperios, luego tomó nota de todo en su tablilla.
—Larry ha calculado nuestra posición localizando nuestra señal de sonar y relacionándola con los hidrófonos del fondo —explicó Suzanne—. Al impulsarnos hacia delante mientras descendemos, llegaremos al fondo justamente donde está la boca del pozo, es como planear hacia el objetivo.
—¿Y qué haremos mientras llegan los buzos? —Preguntó Perry—. ¿Quedarnos cruzados de brazos?
—Ni mucho menos. —Suzanne forzó otra sonrisa—. Descargaremos la barrena y las herramientas. Luego podemos retirarnos, dispondremos de unos veinte o treinta minutos para explorar la zona, creo que eso es lo que va a disfrutar usted de verdad.
—Vaya, lo estoy deseando —replicó Perry, con aquel sarcasmo que Suzanne comenzaba a temer—. Pero no quiero que hagan nada fuera de lo corriente por mí, o sea que no traten de impresionarme, ya estoy bastante impresionado.
De pronto cambiaron los monótonos pitidos del sonar, el submarino se acercaba al fondo y el sonar de corto alcance tenía un contacto sólido. La pantalla mostraba la boca del pozo y la tubería que entraba en él. Donald soltó varios pesos de descenso y comenzó a ajustar con cuidado el sistema variable de lastre para lograr la flotación natural.
Suzanne, mientras tanto, encendió un pequeño aparato de CD era parte de su plan maestro. La consagración de la primavera de Stravinsky llenó la cabina, en ese momento Donald encendió las luces exteriores.
Perry miró por el ojo de buey con ojos como platos, la nieve de plancton había desaparecido, y el agua era mucho más clara de lo que había imaginado. Se veía a más de cien metros, y el panorama era impresionante, Perry esperaba encontrarse con un paisaje anodino y aburrido, como en aquella inmersión en Santa Catalina, pensaba que como mucho vería un par de pepinos de mar pero se encontraba ante un cuadro que jamás había imaginado: enormes columnas grises, acabadas en un extremo plano, se alzaban como pétreos pistones de una máquina gigantesca y se extendían hasta donde alcanzaba la vista, algunos peces de largas colas y grandes ojos nadaban perezosos entre ellas, en los salientes de roca se agitaban sinuosos abanicos y látigos de mar.
—¡Cielo santo! —exclamó Perry fascinado, sobre todo con la dramática música de fondo.
—Un paisaje excepcional, ¿eh? —comentó Suzanne, más animada. Era la primera vez que Perry reaccionaba de forma positiva.
—Parece un templo antiguo.
—Sí, como la Atlántida. —Suzanne pensaba exprimir la situación al máximo.
—¡Es verdad! ¡Es como la Atlántida! ¡Caray! ¿Se imaginan si organizáramos recorridos turísticos y dijéramos que esto es la Atlántida? ¡Sería una mina de oro!
Suzanne carraspeó, inundar de turistas su precioso monte era lo último que deseaba, pero por lo menos agradecía el entusiasmo de Perry.
—La corriente es de un octavo de nudo —informó Donald—. Nos acercamos a la boca del pozo, preparados para descargar la barrena.
Suzanne se volvió para atender sus tareas de copiloto. Conectó los servomecanismos de los brazos mientras Donald aterrizaba con mano experta en el suelo de roca, luego utilizó el teléfono.
—Estamos en el fondo, descargando.
—Roger —contestó Larry—. Ya me lo he imaginado al oír la música de Suzanne. ¿Es que no tiene otro disco?
—Es el que va mejor con este paisaje —terció ella.
—Mira, si hacemos más inmersiones ya te dejaré algo de New Age. No soporto la música clásica.
—¿Son diques basálticos? —preguntó Perry.
—Esa es mi teoría —contestó Suzanne—. ¿Ha oído hablar del arrecife gigante?
—Pues no.
—Es una formación rocosa en la costa septentrional de Irlanda, se parece a esto que estamos viendo.
—¿Es muy grande la cima del monte submarino?
—Yo calculo que como unos cuatro campos de fútbol, pero por desgracia no es más que una suposición. El problema es que no hemos tenido tiempo para explorar.
—Pues yo creo que deberíamos.
¡Bien! Suzanne tuvo que resistir la tentación de preguntar a gritos a Larry y Mark si habían oído el comentario de Perry.
—¿Y la cima del monte es como esto? —quiso saber Perry.
—No del todo, por lo poco que hemos visto, hay más áreas de formaciones submarinas de lava, más típicas. En la última inmersión atisbamos lo que podría ser una falla transversal, pero tuvimos que subir antes de poder investigar, el monte no ha sido explorado.
¿Dónde estaba la falla, en relación con el pozo?
—Al oeste de aquí, más o menos en la dirección que está mirando ahora mismo. ¿Ve una hilera de columnas muy altas?
—Creo que sí. —Perry pegó la cara al plexiglás para mirar ligeramente hacia atrás del submarino. Apenas se distinguía una hilera de columnas—. ¿Y tendría importancia una falla transversal?
—Sería algo increíble. Se dan a todo lo largo de la dorsal medio atlántica, pero una falla tan alejada de la dorsal y atravesando lo que suponemos que es un viejo volcán sería algo insólito.
—Vamos a echar un vistazo —sugirió Perry—. Esto es fascinante.
Suzanne miró a Donald con una sonrisa triunfal, ni siquiera él pudo evitar sonreír, apoyaba el plan de Suzanne, pero no albergaba ningún optimismo.
Ella sólo tardó unos minutos en aligerar toda la bandeja de carga. Una vez colocó el material junto al pozo, dobló los brazos hidráulicos.
—Listo —dijo, apagando los servomecanismos.
—Oceanus a control de superficie —llamó Donald por radio—. Hemos descargado. ¿Cómo están los buceadores?
—La compresión casi ha terminado. La campana comenzará a descender enseguida. Se calcula que llegará al fondo dentro de treinta minutos, más o menos.
—¡Roger! mantennos informados. Vamos hacia el oeste para investigar una grieta que avistamos en la última inmersión.
—Muy bien, ya os avisaré cuando salga la campana de la cámara de compresión, os volveré a llamar cuando baje a unos ciento cincuenta metros, para que podáis asumir la posición apropiada.
—Roger —repitió Donald con las manos en los joysticks subió la potencia del sistema de propulsión a cincuenta amperios y apartó con mano experta el submarino del pozo, con cuidado de evitar la tubería. Unos momentos después el Oceanus planeaba sobre la extraña topografía de la cima de la montaña.
—Yo creo que esto es una sección de la corteza terrestre en perfecto estado —comentó Suzanne—, pero lo que no entiendo es cómo ni por qué la lava se enfrió formando estas figuras poligonales, parecen cristales gigantescos.
—Me gusta la idea de que sea la Atlántida —replicó Perry, con la cara pegada al ojo de buey.
—Nos acercamos al lugar donde avistamos la falla —informó Donald.
—Debería estar justo encima de aquel conjunto de columnas. —Añadió Suzanne.
Donald apagó los propulsores y el submarino disminuyó la velocidad al salir del monte.
—¡Caramba! —Exclamó Perry—. ¡Menudo precipicio!
—Bueno, pues no es una falla transversal —dijo Suzanne en cuanto la vio de cerca—. De hecho, si fuera una falla tendría que ser un graben. El otro lado es igual de pronunciado.
—¿Qué demonios es un graben?
—Es cuando el bloque de una falla cae a los dos lados en relación a la roca. Pero eso no sucede en la cima de un monte submarino.
—Pues a mí me parece un agujero rectangular. ¿Qué diría usted? yo calculo que de unos cuarenta metros de longitud y quince de anchura.
—Sí, más o menos.
—¡Es increíble! Es como si un gigante hubiera cortado un trozo de roca con un cuchillo igual que si cortara un trozo de sandía.
Donald guió el submarino sobre el agujero.
—No veo el fondo —dijo Perry.
—Ni yo —comentó Suzanne.
—Ni el sonar tampoco —informó Donald, señalando el monitor. No se obtenía ninguna señal de retorno, era como estar suspendidos sobre un pozo sin fondo.
—¡Madre mía! —exclamó Suzanne, perpleja.
Donald dio un golpecito al monitor, pero seguía sin obtener ninguna señal.
—Esto es rarísimo —dijo ella—. ¿Tú crees que estará averiado?
—No lo sé —contestó Donald, intentando modificar los indicadores.
—Un momento —terció Perry con voz tensa—. ¿No me estarán tomando el pelo?
—Intenta el sonar de barrido lateral —propuso Suzanne, sin hacer caso de Perry.
—Pasa lo mismo, la señal es aberrante, a menos que queramos creer que el pozo sólo tiene un par de metros de profundidad, porque eso es lo que sugiere el monitor.
—Es evidente que el agujero es mucho más hondo que eso.
—Así es.
—Eh —interrumpió Perry de nuevo—. Me están asustando.
Suzanne se volvió hacia él.
—No intentamos asustarle, estamos tan asombrados como usted.
—Yo creo que debe de haber un termocline justo al borde de la formación —dijo Donald—. El sonar tiene que rebotar en algo.
—¿Le importaría traducir? —pidió Perry.
—Las ondas de sonido rebotan en los gradientes bruscos de temperatura. Eso es lo que podría pasar aquí.
—Para obtener una lectura de profundidad tendríamos que descender cuatro o cinco metros por el agujero —afirmó Donald—. Lo haré disminuyendo la flotación, pero primero quiero cambiar la orientación.
Utilizando los propulsores de estribor, Donald hizo girar al sumergible con movimientos bruscos hasta colocarlo en paralelo con el eje longitudinal del agujero, luego manipuló el sistema de lastre variable para disminuir la flotación, la nave comenzó a bajar poco a poco.
—Quizá no sea tan buena idea —dijo Perry, mirando nervioso el monitor del sonar y el ojo de buey.
—Control de superficie a Oceanus —se oyó de pronto por el altavoz de la radio— la campana sale en este momento de la cámara de compresión, los buceadores estarán a ciento cincuenta metros en diez minutos.
—Roger, control de superficie —contestó Donald—. Nos encontramos a unos treinta metros al oeste del pozo, vamos a inspeccionar un aparente termocline en una formación rocosa, las comunicaciones quedarán interrumpidas momentáneamente, pero estaremos listos cuando lleguen los buceadores.
—Recibido.
—Mirad el brillo de las paredes —comentó Suzanne mientras descendían por el agujero—. Son totalmente lisas. ¡Casi parecen de obsidiana!
—Eh, volvamos al pozo —pidió Perry.
—¿Podría ser el cráter de un volcán apagado? —preguntó Donald, con una ligera sonrisa en su rígido rostro.
—Es una idea —rió Suzanne—. Aunque tengo que decir que nunca he oído hablar de una caldera perfectamente rectangular, esto me recuerda a Viaje al centro de la tierra de Julio Verne.
—¿Y eso? —quiso saber Donald.
—¿Lo has leído?
—Yo no leo novelas.
—Es verdad, se me había olvidado, en fin, los protagonistas entran en una especie de mundo olvidado a través de un volcán apagado.
Donald movió la cabeza, no apartaba la vista del lector de la temperatura.
—Menuda pérdida de tiempo, leer esa basura, por eso no leo novelas, sobre todo cuando apenas tengo tiempo de leer todas las revistas técnicas que llegan a mis manos.
Suzanne prefirió no responder, nunca había podido modificar las rígidas ideas de Donald sobre la ficción en particular y el arte en general.
—No quisiera molestar —interrumpió Perry—, pero… —no logró terminar la frase, pues de pronto el submarino aceleró bruscamente el descenso.
—¡Coño! —gritó Donald.
Perry se aferró a la silla con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos, el rápido descenso le asustaba, pero no tanto como el estallido de Donald, tan poco característico. Si el imperturbable Donald Fuller tenía miedo, la situación debía de ser crítica.
—¡Soltando lastre! —exclamó, el sumergible frenó su caída y finalmente se detuvo. Donald soltó más peso hasta que la nave comenzó a ascender. Utilizó el propulsor de babor para mantener la posición con el eje longitudinal del agujero y evitar chocar contra las paredes.
—¿Qué demonios ha pasado? —preguntó Perry, cuando logró por fin abrir la boca.
—Hemos perdido flotación —informó Suzanne.
—De pronto hemos aumentado de peso o bien el agua se ha hecho más ligera —explicó Donald mientras examinaba sus instrumentos.
—¿Y eso qué significa?
—Pues que como evidentemente nosotros no hemos aumentado de peso, el agua se ha tornado más ligera —contestó Donald, señalando el indicador de temperatura—. Hemos atravesado el gradiente de temperatura que sospechábamos, y era mucho más fuerte de lo que esperábamos, pero en la dirección opuesta. ¡La temperatura exterior ha subido casi cuarenta grados!
—¡Vámonos de aquí ahora mismo! —gritó Perry.
—Ya vamos —replicó Donald, cogiendo el micrófono de la radio para llamar al Benthix Explorer, al cabo de un momento volvió a dejarlo—. Las ondas sónicas no entran ni salen de aquí.
—¿Esto qué es, una especie de agujero negro? —preguntó Perry irritado.
—El ecógrafo está dando una lectura —anunció Suzanne—. ¡Pero no puede ser verdad! ¡Dice que el agujero tiene más de nueve mil metros de profundidad!
—Vamos a ver, ¿por qué tendría que funcionar mal? —se preguntó Donald, dando golpes con los nudillos al instrumento, el lector digital no cambió: 9147.
—Olvídense del ecógrafo —saltó Perry—. ¿No podemos subir más deprisa? —el Oceanus ascendía, pero muy despacio.
—Nunca había tenido problemas con esto —dijo Donald.
—Tal vez el agujero era una especie de tubería de magma —apuntó Suzanne—. Es evidente que es muy hondo, aunque no sepamos la profundidad exacta, y el agua está caliente, eso sugiere contacto con la lava.
—¿No podríamos por lo menos apagar la música? —pidió Perry, estaba llegando a un crescendo que no hacía más que aumentar su ansiedad.
—¡Esto es increíble! —Exclamó Suzanne—. ¡Mirad las paredes! El basalto está orientado transversalmente, nunca he oído hablar de un dique transversal. ¡Y mirad! tiene un tono verdoso, tal vez es gabro y no basalto.
—Me temo que voy a tener que hacer notar mí autoridad —saltó Perry sin disimular su exasperación—. ¡Quiero que me suban a la superficie ahora mismo!
Suzanne se volvió para responder, pero apenas llegó a abrir la boca. Antes de que pudiera decir nada, una vibración de baja frecuencia sacudió el submarino con tal fuerza que tuvo que agarrarse a la silla para no caerse. Varios objetos cayeron al suelo, incluida una taza que se hizo añicos, al mismo tiempo se oyó un sordo rumor que parecía un trueno lejano.
El ruido duró casi un minuto, nadie dijo una palabra, aunque Perry, totalmente pálido, lanzó un chillido.
—¿Qué demonios ha sido eso? —preguntó Donald, examinando rápidamente sus instrumentos.
—No lo sé muy bien —contestó Suzanne—, pero yo diría que un terremoto, se dan muchos a lo largo de la dorsal medio atlántica.
—¡Un terremoto! —exclamó Perry.
—Tal vez el volcán está despertando. ¡Eso sí que sería un viaje!
—¡Oh, oh! —Gimió Donald—. ¡Tenemos un problema!
—¿Qué pasa? —preguntó Suzanne, examinando igual que Donald los diales, indicadores y pantallas a su alcance, eran los instrumentos importantes para manejar el submarino, todo parecía en orden.
—¡El ecógrafo! —dijo Donald con insólita inquietud.
Suzanne miró rápidamente el lector digital localizado cerca del suelo entre los asientos de los dos pilotos. Disminuía a una velocidad alarmante.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Tú crees que la lava está subiendo por la tubería?
—¡No! ¡Somos nosotros! —Exclamó Donald—. Nos hundimos, ya he soltado todos los pesos de descenso. ¡Hemos perdido flotación!
—¡Pero el indicador de presión no está subiendo! ¿Cómo podemos hundirnos?
—No debe de funcionar —dijo Donald frenético—. Nos hundimos, no hay duda. ¡Mira por la ventana!
Era cierto, se hundían. La tersa superficie de roca ascendía rápidamente.
—Voy a vaciar los tanques de lastre, a esta profundidad no tendrá mucho efecto, pero no tengo elección.
El ruido del aire comprimido al salir ahogó la música de Stravinsky, pero sólo durante veinte segundos a esa presión los tanques de aire comprimido se vaciaron enseguida, la velocidad de descenso no varió.
—¡Haga algo! —gritó Perry cuando por fin recuperó la voz.
—¡No puedo! —Exclamó Donald—. Los controles no responden. ¡No puedo hacer nada!