Perry salió a la rejilla que formaba la cubierta de la bovedilla vestido con un chándal color granate sobre una sudadera, sugerencia de Mark, que había dicho que era lo que él llevaba puesto la última vez que estuvo en el sumergible. El espacio era muy reducido, de modo que lo mejor era llevar ropa cómoda y abrigada porque hacía frío. La temperatura del agua era de unos cuatro grados y era una tontería gastar la energía de la batería en calefacción.
Al principio le pareció desconcertante caminar por la rejilla metálica, desde la que se veía la superficie del mar unos quince metros más abajo. El agua tenía un aspecto verdoso y frío y Perry se estremeció a pesar de la agradable temperatura ambiente y comenzó a dudar de la idea de sumergirse. No se había librado de los malos presentimientos que tuvo al despertarse. Aunque no sufría de claustrofobia, no se sentía cómodo en un espacio tan reducido como el interior del sumergible. De hecho, uno de los peores recuerdos de su infancia era la vez que su hermano lo había tenido prisionero bajo las mantas de la cama durante lo que le pareció una eternidad. Todavía tenía de vez en cuando pesadillas en las que se encontraba de nuevo en aquella cárcel de tela, con la horrible sensación de estar asfixiándose.
Perry se detuvo a mirar el pequeño submarino, que se encontraba anclado en unas cuñas en la popa del barco. Sobre él había una enorme grúa para bajarlo al agua. En torno a la nave, un enjambre de trabajadores realizaba las comprobaciones de rigor antes de la inmersión.
Comprobó con alivio que el sumergible parecía considerablemente más grande que cuando estaba en el agua, lo cual contribuyó a mitigar su reciente claustrofobia. De hecho, era más grande que muchos otros, medía quince metros de eslora por tres y medio de manga y era de forma bulbosa, como una salchicha hinchada, con una estructura de fibra de vidrio. Contaba con cuatro ojos de buey hechos con secciones cónicas de plexiglás de veinte centímetros de grosor: dos delante y uno a cada lado, los brazos hidráulicos doblados bajo la proa le daban el aspecto de un gigantesco crustáceo, el casco era escarlata, con el nombre pintado en blanco: Oceanus, por el dios griego del mar.
—Es precioso, ¿eh? —preguntó una voz.
Perry se volvió hacia Mark, que se le había acercado por la espalda.
—Oye, tal vez sería mejor que no bajara —dijo intentando aparentar indiferencia.
—¿Y eso por qué?
—No quiero ser un estorbo. He venido a ayudar, no a poner trabas. Estoy seguro de que el piloto preferiría no llevar turistas.
—¡Tonterías! —replicó Mark sin vacilar—. Tanto Donald como Suzanne están encantados de que vengas. He hablado con ellos hace menos de veinte minutos. Mira, ahí está Donald, en el andamio, supervisando la conexión con la grúa. Creo que no lo conoces.
Donald Fuller era un afroamericano con la cabeza rapada, un atusado y fino bigote y músculos de Rambo. Vestía un uniforme azul impecable, con charreteras y una reluciente placa con su nombre, incluso desde lejos se notaba su aire marcial, sobre todo cuando daba órdenes claras y secas con su voz de barítono. No había duda de quién estaba al mando.
—Anda, ven —dijo Mark antes de que Perry pudiera contestar—, que te lo voy a presentar.
Perry le siguió de mala gana. Era evidente que no podría librarse de bajar en el Oceanus sin reconocer sus miedos y quedar en ridículo, lo cual no le parecía nada apropiado. Además, era verdad que había disfrutado su primera inmersión en el sumergible, aunque entonces sólo bajó treinta metros, justo en la boca del puerto de Santa Catalina. Nada que ver con la idea de sumergirse en medio del Atlántico.
Una vez Donald quedó satisfecho con la conexión del submarino con el cable de la grúa, bajó del andamio y echó a andar por el barco. Aunque el equipo de buceo era el responsable de las inspecciones de rigor en el exterior, Donald quería revisar él mismo todas las penetraciones en el casco de presión. En cuanto llegaron junto a él, Mark presentó a Perry como el presidente de la Benthix Marine.
Donald hizo un saludo militar juntando los talones. Perry saludó de la misma forma, casi sin darse cuenta. El único problema es que no había realizado aquel gesto en su vida, y se sintió tan ridículo como seguramente parecía.
—Es un honor conocerle, señor —dijo Donald, más derecho que un mástil, con los labios apretados y las aletas de la nariz temblando. Parecía un guerrero a punto de entrar en batalla.
—Encantado —contestó Perry—. No quería interrumpirle —añadió, señalando el Oceanus.
—No hay problema, señor.
—Quiero decirle que no tiene por qué llevarme en la inmersión. No quisiera ser un estorbo, de hecho…
—No será ningún estorbo, señor.
—Sé que es una operación de trabajo —insistió Perry—. No quisiera distraerle.
—Cuando estoy pilotando el Oceanus, no hay nada que pueda distraerme, señor.
—Por supuesto, pero si usted prefiere que me quede al margen, no me lo tomaré a mal. Lo comprenderé, de verdad.
—Estoy deseando mostrarle la capacidad de la nave, señor.
—Vaya, muchas gracias —dijo Perry, sabiendo que era imposible salir con gracia de aquel atolladero.
—¡Será un placer, señor!
—No tiene que llamarme señor.
—¡Sí, señor! —de pronto Donald sonrió—. Quiero decir sí, señor Bergman.
—Llámeme Perry.
—Sí, señor. —Donald sonrió de nuevo—. Lo siento, pero es difícil abandonar la costumbre.
—Ya lo veo. Imagino que ha estado usted en las fuerzas armadas. ¿Fue allí donde obtuvo su experiencia para esta clase de trabajo?
—Así es, veinticinco años en el servicio submarino.
—¿Era usted oficial?
—Sí. Me retiré como comandante.
Perry miró el sumergible. Ahora que había aceptado que tenía que bajar, quería tranquilizarse.
—¿Qué tal funciona el Oceanus?
—Sin problema.
—Así que es una buena nave —insistió Perry, dando unas palmaditas en el casco de acero.
—La mejor. Mejor que ninguna de las que yo he pilotado, y eso que he pilotado unas cuantas.
—¿No lo dirá por compromiso?
—En absoluto. En primer lugar, el Oceanus puede bajar más que ninguna otra nave que yo haya pilotado. Como ha de saber usted, tiene una profundidad operativa de seis mil metros y una profundidad máxima de no menos de diez mil. Pero incluso esos datos son engañosos, teniendo en cuenta el margen de seguridad, es probable que pudiéramos bajar al fondo de la fosa mariana sin problema alguno.
Perry tragó saliva. La palabra «profundidad» le había inquietado de nuevo.
—¿Por qué no pones a Perry al tanto de los datos del Oceanus? —Propuso Mark—. Para refrescarle la memoria.
—Claro que sí. Un momento. —Donald se hizo bocina con las manos—. ¿Se han inspeccionado las cámaras de video del interior? —preguntó a un operario.
—¡Sí!
A continuación Donald se volvió hacia Perry.
—La nave pesa sesenta y ocho toneladas y tiene sitio para dos pilotos, dos observadores y seis pasajeros. Tenemos capacidad para los buceadores y podemos acoplamos a las cámaras de descompresión si fuera necesario. Contamos con mantenimiento de vida para un máximo de doscientas dieciséis horas. La energía procede de baterías de plata y zinc. La nave está propulsada por una hélice varivec, pero hay otros propulsores verticales y horizontales, controlados por joysticks, que aumentan la maniobrabilidad. Hay un sonar escáner de corto alcance, un radar de penetración subterránea, un magnetómetro de protones y termístores. El equipo de grabación cuenta con cámaras de video con objetivos de silicona. Las comunicaciones se realizan por radio de superficie de frecuencia modulada y teléfono submarino, la navegación es inercial.
Donald se interrumpió un momento.
—Esos son los datos básicos. ¿Alguna pregunta?
—De momento, no —se apresuró a contestar Perry, temeroso de que le hicieran alguna pregunta a él. Lo único que recordaba de todo el monólogo era la cifra de diez mil metros de profundidad.
«¡Listos para lanzar el Oceanus!», Resonaron los altavoces.
Donald, Perry y Mark se apartaron del submarino. El cable de la grúa se tensó y con un crujido la nave se alzó sobre la cubierta. Varios cables atados a puntos clave del casco impedían que oscilara. Un agudo chirrido anunció el movimiento del pescante, que alejó al submarino de la popa del barco y comenzó a bajarlo hacia el agua.
—Ah, ahí viene la doctora —dijo Mark.
Perry se volvió.
En ese momento salía del interior del barco una mujer. Perry sólo había visto a Suzanne Newell una vez, cuando presentó los primeros estudios sísmicos sobre el monte submarino Olympus, pero eso fue en los ángeles, donde no falta la gente guapa. Allí, sin embargo, en medio del mar, con una tripulación formada casi al completo por desastrados varones, Suzanne destacaba como un lirio entre malas hierbas. Todavía no había cumplido los treinta, y tenía un aspecto lozano y atlético, vestía un uniforme parecido al de Donald, aunque su aspecto era de lo más femenino. Llevaba puesta una gorra de béisbol azul con una trenza dorada bordada en la visera y el nombre de Benthix Explorer cosido en la parte frontal, por detrás de la gorra sobresalía una reluciente coleta de pelo castaño.
Suzanne saludó al grupo con la mano y se acercó. Perry se quedó boquiabierto, cosa que Mark no pasó por alto.
—No está mal, ¿eh? —comentó.
—Sí, es bastante atractiva —respondió Perry.
—Ya, pues espera unos días. Cuanto más tiempo pasamos aquí, más guapa se pone. Menudo tipito para una oceanógrafa geofísica, ¿eh?
—La verdad es que no conozco a muchos oceanógrafos geofísicos. —De pronto no le parecía tan mala idea bajar en el sumergible.
—Lástima que no sea doctora en medicina —susurró Mark—. No me importaría nada que me examinara.
—Si me lo permiten, voy a terminar con los preparativos para la inmersión —terció Donald.
—Claro —respondió Mark—. La barrena nueva y la tubular estarán listas enseguida. Haré que las carguen directamente.
—¡Muy bien, señor! —Donald saludó y se acercó a la bovedilla para ver el descenso del submarino.
—Es un poco envarado —comentó Mark—, pero magnífico en su trabajo.
—¡Señor Perry Bergman! —Exclamó Suzanne tendiendo la mano—. Ha sido una alegría saber que estaba usted a bordo, y estoy encantada de que baje con nosotros. ¿Cómo está? Imagino que todavía recuperándose de un vuelo tan largo.
—Estoy muy bien, gracias —contestó Perry. Con un gesto inconsciente alzó la mano para comprobar que el pelo le cubría bien la incipiente calva en la coronilla. Advirtió que Suzanne tenía los dientes tan blancos como los suyos.
—Después de nuestro encuentro en Los Ángeles no tuve ocasión de decirle lo mucho que me alegré de que decidiera traer de vuelta al Benthix Explorer al Olympus.
—Vaya, me alegro. —Perry forzó una sonrisa. Los ojos de Suzanne lo tenían embrujado, no sabía si eran verdes o azules—. Pero me gustaría que no hubiera tantos problemas con la perforación.
—Sí, es una pena. Aunque debo confesar que, desde un punto de vista egoísta, estoy encantada con todo esto, la montaña submarina es un entorno fascinante, como verá enseguida, y gracias a los problemas de perforación tengo que bajar a menudo, así que no pienso quejarme.
—Me alegro de que al menos alguien esté contento —replicó Perry—. ¿Y qué tiene de fascinante esta montaña en particular?
—Su geología. ¿Sabe lo que son los diques basálticos?
—Pues no, pero supongo que están hechos de basalto. —Perry rió con timidez y decidió que los ojos de Suzanne eran azul claro teñidos de verde por el mar. También le gustaba su modo de maquillarse, de hecho no llevaba más maquillaje que un ápice de carmín en los labios. Lo cierto es que los cosméticos eran un caballo de batalla entre Perry y su mujer. Ella era maquilladora en un estudio de cine, y ella misma se pintaba con profusión, para disgusto de Perry, y ahora sus hijas, de once y trece años, comenzaban a seguir el ejemplo de la madre. El tema se había convertido en una guerra abierta en la que Perry no tenía oportunidad de vencer.
Suzanne sonrió de nuevo.
—En efecto, los diques basálticos son de basalto, se forman cuando el basalto fundido sale por las fisuras de la corteza terrestre. Lo más curioso es que algunos son tan geométricos que parecen artificiales. Ya verá cuando los vea.
—Siento interrumpir —terció Donald—, pero el Oceanus está listo para sumergirse y debemos subir a bordo. Incluso cuando el mar está en calma es peligroso tenerlo demasiado tiempo cerca del barco.
—¡A la orden! —replicó Suzanne con un esmerado saludo, pero esbozando una sonrisa. A Donald no le hizo mucha gracia porque sabía que le estaba tomando el pelo.
Suzanne hizo un gesto a Perry para que atravesara primero la pasarela, que llevaba a una combinación de plataforma de inmersión y cubierta de botadura. Perry vaciló un instante, sintiendo de nuevo un escalofrío. A pesar de sus esfuerzos por convencerse de la seguridad del sumergible y a pesar de la agradable compañía de Suzanne, los malos presentimientos le acechaban como una corriente helada en una cripta, que era justo lo que pensaba que sería el Oceanus. Una voz en su cabeza le decía que era una locura encerrarse en una nave hundida en medio del océano atlántico.
—Un momento —dijo—. ¿Cuánto tiempo durará la inmersión?
—Un par de horas solamente —contestó Donald—, o tanto tiempo como quiera. Por lo general nos quedamos mientras los buceadores estén en el agua.
—¿Por qué lo pregunta? —quiso saber Suzanne.
—Porque… —Perry buscó una explicación— porque tengo que llamar a la oficina.
—¿En domingo? ¿Quién va a la oficina en domingo?
Perry notó que se sonrojaba. Había perdido la noción de los días con los vuelos nocturnos de Nueva York a las Azores. Lanzó una hueca carcajada y se tocó la sien.
—Se me había olvidado que era domingo. Debe de ser el Alzheimer.
—¡Nos vamos! —anunció Donald antes de descender a la plataforma de buceo.
Perry le siguió despacio, sintiéndose un cobarde. Atravesó paso a paso la oscilante pasarela, inquieto al ver cómo se movía a pesar de que el mar estaba en calma.
La cubierta del Oceanus ya estaba inundada, puesto que la nave tenía casi una flotación neutral. Perry atravesó la escotilla con cierta dificultad, y mientras bajaba al submarino tuvo que apretarse contra los fríos peldaños de la escalera de acero.
El interior era un espacio tan estrecho como Mark había advertido. Perry dudaba que pudiera haber sitio para diez personas, irían como sardinas en lata. Para aumentar la sensación de claustrofobia, los tabiques estaban cubiertos de indicadores, lectores digitales e interruptores. No había ni un centímetro donde no apareciera un botón o un dial. Los cuatro ojos de buey parecían diminutos entre tanto equipo electrónico. Lo único bueno era que el aire olía a limpio, de fondo se distinguía el zumbido de la ventilación.
Donald dirigió a Perry hasta una silla a babor, justo detrás de la suya. Delante del sitio del piloto había varios grandes monitores de rayos catódicos en los que los ordenadores podían construir imágenes virtuales del suelo oceánico para ayudar a la navegación. Donald se puso a hablar por radio con Larry Nelson, inspeccionando todo el equipo y los sistemas eléctricos.
La escotilla se cerró por fin con un chasquido. Un momento después, Suzanne bajó con mucha más agilidad de la que había mostrado Perry, a pesar de que llevaba dos gruesos libros en una mano.
—Los he traído para usted —anunció, tendiéndoselos a Perry—. El más grueso es sobre la vida oceánica y el otro sobre geología marina; pensé que tal vez le apetecería leer algo sobre lo que vamos a ver. No quiero que se aburra.
—Vaya, muy amable —replicó él. Suzanne no se daba cuenta de que estaba demasiado inquieto para aburrirse. Se sentía como cuando estaba a punto de despegar en un avión: siempre cabía la posibilidad de que aquellos fueran los últimos minutos de su vida.
Suzanne se sentó a estribor del piloto y comenzó a manipular los interruptores mientras informaba a Donald de los resultados. Era evidente que trabajaban bien en equipo, al cabo de un momento comenzaron a oírse unos inquietantes pitidos agudos, un sonido inconfundible que Perry asociaba con las películas de submarinos de la segunda guerra mundial.
Perry se estremeció una vez más, cerró los ojos e intentó no pensar en el trauma de su infancia, cuando quedó atrapado bajo las sábanas, pero no logró tranquilizarse. Sentía que estaba tomando la peor decisión de su vida. Sabía que su inquietud no era lógica, puesto que se encontraba con profesionales para los que aquella inmersión era pura rutina, por lo demás, el sumergible era fiable y había pasado una revisión hacía poco.
De pronto unas gafas de buceo aparecieron delante de sus narices, y Perry no pudo evitar un chillido antes de darse cuenta de que se trataba de uno de los hombres que manejaban el submarino, que había entrado en el agua con el equipo de buceo. Luego vio a los otros buceadores, que a cámara lenta, como sí realizaran un ballet, soltaron los cables que sujetaban el submarino. Cuando terminaron se oyó un golpe en el casco, el Oceanus estaba listo.
—Hemos recibido la señal de luz verde —dijo Donald por radio. Hablaba con el supervisor del equipo de lanzamiento—. Solicito permiso para alejarme del barco.
—Permiso concedido —respondió una voz.
Perry sintió un movimiento hacia adelante unido al bamboleo, bandazos y cabezazos del sumergible. Pegó la cara al ojo de buey y vio que el Benthix Explorer iba desapareciendo, luego miró las profundidades a las que estaban a punto de descender. La luz se refractaba en la superficie del agua, provocando un curioso efecto óptico. A Perry le pareció mirar las fauces de la eternidad.
Se daba cuenta de que era tan vulnerable como un recién nacido. La vanidad y la estupidez le habían llevado hasta aquel entorno hostil, en el que no tenía ningún control sobre su destino. Aunque no era hombre religioso, rezó para que el viaje fuera corto, tranquilo y seguro.