Richard Adams sacó de su taquilla unos amplios calzoncillos largos y cerró la puerta de una patada. Luego se puso su gorro de lana negro, salió de su camarote y llamó a las puertas de Louis Mazzola y Michael Donaghue. Ambos respondieron con una sarta de improperios, aunque las palabrotas habían perdido fuerza puesto que constituían un largo porcentaje de su vocabulario. Richard, Louis y Michael, buceadores profesionales, eran tipos duros y bebedores, de los que arriesgan la vida soldando bajo el agua, volando arrecifes o cambiando barrenas durante operaciones de perforación. Los tres eran buenos en su trabajo y estaban orgullosos de ello.
Se habían adiestrado juntos en la marina de Estados Unidos, donde llegaron a ser buenos amigos así como hábiles miembros de la fuerza udt. Aspiraban a convertirse en miembros de los equipos seal, pero las cosas no salieron así. Su entusiasmo por la cerveza y las peleas excedía con mucho el de sus compañeros. El hecho de que los tres se criaran con padres alcohólicos, brutales e intolerantes que sometían a su familia a malos tratos, explicaba su comportamiento, pero no lo excusaba. Lejos de sentirse avergonzados por el ejemplo de sus progenitores, los tres consideraban su dura infancia como un proceso natural hacia la verdadera hombría. Ninguno de ellos pensaba nunca en el viejo dicho «de tal palo tal astilla».
La virilidad era una virtud cardinal para ellos. Castigaban sin piedad a quien considerasen menos hombre que ellos. Criticaban con especial saña a los «picapleitos» y a los imbéciles del ejército, condenaban también a cualquiera que calificaran de estúpido, inepto o maricón. La homosexualidad era lo que más les irritaba y la política militar de «no hacer preguntas» les parecía ridícula, además de una afrenta personal.
Aunque la marina tendía a ser indulgente con los buceadores y les toleraba comportamientos que no aceptaría en ningún otro miembro del personal, Richard Adams y sus amigos habían llevado las cosas demasiado lejos. Una tórrida tarde de agosto los tres habían ido a su bar favorito en Point Loma, San Diego, un tugurio frecuentado por buceadores. Había sido un día agotador, ocupado en una difícil misión, después de varias rondas de whisky y cerveza, y numerosas discusiones sobre la temporada de béisbol, vieron entrar en el local a una pareja de soldados. Según declararon en el consejo de guerra, la pareja se dedicó a «darse el lote» en una de las mesas traseras.
El hecho de que los soldados fueran oficiales no hizo más que aumentar la indignación de los tres amigos, que no llegaron a preguntarse qué hacían dos oficiales del ejército de tierra en San Diego, una ciudad tradicionalmente frecuentada por la marina. Richard, siempre el cabecilla, fue el primero en acercarse a la mesa, donde preguntó con sarcasmo si podía unirse a la orgía. Los soldados, malinterpretando las intenciones de Richard, se echaron a reír, negaron estar celebrando ninguna orgía y se ofrecieron a invitar a los tres a un trago, como resultado se organizó una reyerta que acabó con los dos oficiales en el hospital naval balboa y con Richard y sus amigos en el calabozo y finalmente expulsados de la marina. Resultó que los oficiales eran miembros del cuerpo de jueces y abogados del ejército.
—¡Venga, cabronazos! —gritó Richard, echando un vistazo a su reloj al ver que los otros no aparecían. Sabía que Nelson se pondría como una fiera, le había ordenado por teléfono que acudieran al centro de buceo lo antes posible.
El primero en salir fue Louis Mazzola. Era casi una cabeza más bajo que Richard, que medía más de uno ochenta, tenía los rasgos carnosos, una eterna barba de dos días y pelo corto y oscuro liso sobre una cabeza redonda, parecía no tener cuello.
—¿A qué viene tanta prisa? —gimió el recién llegado.
—¡Hay que sumergirse!
—¿Y eso que tiene de nuevo?
En ese momento se abrió la puerta de Michael. Era un punto intermedio entre el huesudo Richard y el corpulento Louis, aunque era fuerte como ellos y estaba en buena forma. Iba igualmente desaseado, con calzoncillos largos, pero a diferencia de los otros, Michael llevaba una gorra de béisbol de los Red Sox, con la visera torcida. Michael era de Chelsea, Massachusetts, y seguidor incondicional de los Sox y los Bruins.
Michael quiso quejarse de que le hubieran despertado, pero Richard y Louis echaron a andar hacia la cubierta principal sin hacerle caso. Michael se encogió de hombros.
—Eh, Adams —llamó Louis—, ¿llevas las cartas?
—Pues claro que llevo las cartas —replicó Richard sin detenerse—. ¿Y tú llevas tu talonario?
—Vete a tomar por culo, te he ganado en las cuatro últimas inmersiones.
—Ese era el plan, tío —dijo Richard—. Era para ver si picabas.
—Dejaos de cartas —terció Michael—. ¿Has traído las revistas porno, Mazzola?
—¿Te crees que iba a bajar sin ellas? —Contestó Louis—. ¡Qué coño! ¡Antes me dejo las aletas!
—Espero que te hayas traído las de tías, y no las de maricones —se burló Michael.
—¿Pero qué coño dices? —gruñó Louis.
—Nada, nada, que a ver si te habías confundido de revistas, porque pienso echarles un vistazo y no tengo ningunas ganas de encontrarme con tíos en pelotas.
Sin mediar más palabras, Louis le agarró por la cintura de los calzones y Michael le cogió la mano y blandió un puño, pero Richard intervino antes de que la cosa llegara a más.
—¡Venga ya, cretinos! —gritó, interponiéndose entre ambos. Apartó de un golpe el brazo de Louis, que no obstante logró arrancar un trozo de la camiseta de Michael. Luego, como un toro furioso, quiso empujar a Richard y al ver que no podía intentó agarrar a Michael por encima del hombro de su amigo. Michael lo esquivó con una carcajada.
—¡Mazzola, no seas gilipollas! —Bramó Richard—. ¿No ves que te está tomando el pelo? ¡Cálmate, coño!
—¡Hijo de puta! —exclamó Louis, tirando el trozo de tela que le había arrancado a Michael.
—Vamos —apremió Richard, echando a andar de nuevo por el pasillo. Michael cogió la tela e intentó pegársela de nuevo al pecho. Louis no pudo evitar reírse.
Nada más llegar a cubierta advirtieron que estaban subiendo la tubería.
—Se ha debido de escacharrar la barrena otra vez —comentó Michael—. Por lo menos sabemos lo que vamos a hacer.
Entraron en la cabina de inmersión y se sentaron en tres sillas plegables. Allí era donde tenía su mesa Larry Nelson, el hombre que dirigía las operaciones de inmersión. Detrás de él estaba el panel de mandos, que llegaba al otro extremo de la cabina. Allí se encontraban todos los indicadores, válvulas y controles del sistema de inmersión, en el lado izquierdo del tablero estaban los mandos y monitores de las cámaras, así como una ventana que daba al pozo central de la nave. Por ahí se bajaba la campana de inmersión.
El sistema de inmersión del Benthix Explorer era un sistema de saturación, lo que significa que los buzos tenían que absorber la máxima cantidad de gas inerte en cualquier inmersión, con lo cual el tiempo de descompresión requerido para eliminar el gas inerte sería el mismo sin tener en cuenta el tiempo que estuvieran bajo presión. El sistema se componía de tres cámaras de descompresión cilíndricas, cada una de tres metros y medio de anchura y seis de longitud, las cámaras estaban unidas como enormes salchichas, separadas por escotillas de doble presión, en cada una de ellas había cuatro literas, varias mesas plegables, un retrete, un lavabo y una ducha.
Cada cámara contaba también con un ojo de buey a un lado y una escotilla de presión en la parte superior, donde se acoplaba la campana de inmersión o la cápsula de pasaje. La compresión y descompresión de los buceadores se realizaba en estas cámaras. Una vez se alcanzaba la presión equivalente a la profundidad a que tenían que trabajar, entraban en la campana de inmersión, que entonces se bajaba hasta el agua. Cuando la cápsula alcanzaba la presión apropiada, los buceadores abrían la escotilla por la que habían entrado y nadaban hasta la terminal de trabajo asignada. Mientras estuvieran en el agua los hombres iban atados a un cordón umbilical de mangueras de oxígeno, agua caliente para los trajes de neopreno, cables sensores y cables de comunicación. Puesto que los buceadores del Benthix Explorer utilizaban mascaras integrales, la comunicación era posible, aunque difícil debido a la distorsión de la voz provocada por la mezcla de oxígeno y helio que respiraban. Los sensores transmitían información sobre el ritmo cardíaco y respiratorio y la presión del oxígeno. Estos tres niveles eran monitorizados constantemente a tiempo real.
Larry alzó la vista de su mesa y miró con desdén a su segundo equipo de buceo. Le irritaba su sempiterno aspecto desaliñado, descarado y poco profesional. Advirtió la gorra torcida de Michael y su camiseta rota, pero no dijo nada. Como ocurría en la marina, también él toleraba en los buceadores lo que no hubiera permitido en otros miembros del equipo. Los otros tres buzos, igualmente insoportables, se encontraban en la cámara de descompresión después de la última inmersión. Cuando se baja a casi trescientos metros, el tiempo de descompresión se mide en días, no en horas.
—Vaya, siento haberos despertado, os ha costado lo vuestro llegar aquí.
—Tenía que lavarme los dientes —dijo Richard.
—Y yo tenía que hacerme la manicura —añadió Louis, haciendo un gesto con la muñeca floja.
Michael puso los ojos en blanco fingiendo disgusto.
—¡Eh, no empieces! —advirtió Louis, blandiendo un dedo regordete en su cara. Michael lo apartó de un manotazo.
¡Escuchad, payasos! —Gritó Larry—. Intentad dominaros un poco, se trata de bajar doscientos noventa metros y cambiar la barrena.
—Pues vaya novedad —replicó Richard—. Es la quinta vez que se realiza esta inmersión, y para nosotros la tercera, así que vamos allá.
—Calla y escucha. Esta vez hay algo nuevo, tenéis que montar una barrena tubular en la de diamante, para ver si obtenemos una muestra decente de la roca.
—Eso suena bien —comentó Richard.
—Vamos a acelerar el período de compresión. Tenemos a bordo un pez gordo que tiene prisa por obtener resultados. A ver si os podemos bajar en un par de horas, si os duelen las articulaciones, me lo decís. No quiero a nadie haciéndose el machito, ¿de acuerdo?
Los tres asintieron.
—Meteremos la comida en cuanto llegue de la cocina —prosiguió Larry—. Pero os quiero en las literas durante la compresión, lo cual significa que nada de hacer el idiota y nada de peleas.
—Vamos a jugar a las cartas.
—Pues jugad desde las literas, y lo repito: nada de peleas. A la primera bronca, os quito las cartas, ¿entendido?
Larry los miró uno a uno, los tres desviaron la vista sin decir palabra.
—Voy a interpretar este raro silencio como un sí. Adams, tú serás rojo, Donaghue, tú verde, y Mazzola se quedará en la campana.
Richard y Michael estallaron en vítores y chocaron palmas. Louis resopló disgustado. Su trabajo consistiría en controlar los cables de los otros buceadores desde la campana y estudiar los indicadores, no entraría en el agua a no ser que surgiera alguna emergencia. Aunque su posición era más segura, era un trabajo que los buceadores despreciaban, las designaciones de rojo y verde se utilizaban para evitar cualquier confusión en las comunicaciones. En el Benthix Explorer, el buceador rojo era el jefe de la operación.
Larry tendió una tablilla a Richard.
—Aquí tienes la lista de control, rojo. Y ya estáis saliendo disparados a la cámara, quiero empezar la compresión en quince minutos.
Richard salió el primero de la cabina, mientras Louis se quejaba de su mala suerte, diciendo que ya le había tocado quedarse en la campana la última vez.
—Será que el jefe piensa que a ti se te da mejor —comentó Richard, guiñándole el ojo a Donaghue. Sabía que estaba provocando a Louis, pero no podía evitarlo, había temido que le tocara a él quedarse en la campana, puesto que era su turno.
Al pasar por la cámara ocupada, todos miraron por el diminuto ojo de buey e hicieron un signo con el pulgar a los tres hombres que había dentro, todavía les quedaban por delante varios días de descompresión. Aunque los buceadores se peleaban de vez en cuando, lo cierto es que compartían una estrecha camaradería. Se respetaban por los riesgos de su oficio, el aislamiento y el peligro de la inmersión de saturación era similar en ciertos aspectos a los que conlleva estar en un satélite en la órbita terrestre. Si surgía algún problema, la situación se tornaba peliaguda y era difícil sacar a los hombres con vida.
Richard fue el primero en entrar en la cámara por la estrecha escotilla. Tuvo que sujetarse de una barra metálica horizontal, levantar las piernas y entrar con los pies por delante.
El interior era utilitario, con las literas en un extremo y los aparatos respiratorios de emergencia colgados. En una pila junto a las literas estaba todo el equipo de buceo, incluyendo los trajes de neopreno, los cinturones de plomo, guantes y capuchas y demás parafernalia. Las máscaras estaban en la campana de inmersión, con las mangueras y las líneas de comunicación. Al otro extremo de la cámara estaban la ducha, el retrete y el lavabo, todo a la vista. La inmersión de saturación era un asunto comunitario al cien por ciento. No existía intimidad de ningún tipo.
Una vez dentro, Louis pasó directamente a la campana, mientras Michael examinaba el material que había en el suelo. Richard iba nombrando cada una de las piezas del equipo y Louis y Michael confirmaban si la pieza en cuestión estaba allí. Cualquier cosa que faltara les sería entregada inmediatamente por la escotilla.
Una vez terminadas las cuatro páginas de la lista de control, Richard hizo una señal con el pulgar al supervisor a través de la cámara montada en el techo.
—Muy bien, rojo —respondió el supervisor—, cerrad la escotilla y preparaos para iniciar la compresión.
Al cabo de un instante se oyó el siseo del gas comprimido y comenzó a subir la aguja del indicador analógico de presión. Los buceadores se retiraron a sus literas y Richard se sacó del bolsillo la baraja.