Capítulo 18

Donald enfocó la operación como si fuera una maniobra militar, al igual que Richard y Michael, que incluso tenían más experiencia de campo que él, los dos buceadores se mancharon de barro la cara y la ropa, Perry no estaba tan entusiasmado, aunque era un alivio tomar las riendas de su propio destino.

—¿No estáis exagerando un poco? —preguntó al ver a los buceadores llenos de barro.

—Esto es lo que hacíamos en las operaciones nocturnas de la marina —replicó Richard.

El paseo en aerotaxi era en ciertos aspectos más emocionante de noche que de día, había menos tráfico, pero los pocos vehículos que se veían, parecían surgir de la nada.

—Esto parece un puto parque de atracciones —dijo Richard cuando otro taxi les pasó muy de cerca.

—Ojalá supiera cómo funcionan estas cosas —comentó Perry—, en la fábrica que Richard y yo visitamos esta mañana sólo había clones obreros.

—Sí, menuda pérdida de tiempo —dijo Richard.

—¿Qué piensas de Suzanne? —preguntó Donald a Perry.

—¿A qué te refieres?

—A que me preocupa un poco, podría estropearnos toda la operación.

—¿Quieres decir que puede alertar a los interterranos?

—Algo así, parecía muy impresionada con lo sucedido.

—Es verdad que está mal, pero no sólo por los cadáveres, antes me comentó que se había llevado una decepción con Garona, además, se siente responsable de que nos trajeran a Interterra, pero no creo que nos denuncie.

—Eso espero.

La nave se detuvo, quedó un momento suspendida en el aire y comenzó a descender.

—Todos atentos —ordenó Donald.

El aerotaxi estaba aterrizando en el patio del museo, sobre el borde de la nave se veía el Oceanus, recortado contra el basalto negro del edificio.

—Ese es el objetivo, en cuanto se abra la puerta quiero que todo el mundo se pegue a la pared del museo. ¿Entendido?

—De acuerdo.

*****

El grupo obedeció prestamente, una vez contra la pared, inspeccionaron la zona, estaba muy oscuro, sobre todo entre las sombras, no había señales de vida, detrás de ellos, la silueta geométrica del museo se alzaba en la negrura, la única luz provenía de los millares de estrellas bioluminiscentes y un débil resplandor en las ventanas del museo, el sumergible se encontraba a unos quince metros de distancia, calzado sobre la plataforma de un carguero antigravitatorio.

Al cabo de un momento el aerotaxi se elevó en silencio y desapareció en la oscuridad.

—Yo no veo a nadie —susurró Richard.

—Bueno, esto no es precisamente el bar de moda —replicó Michael.

—Silencio, hablad sólo lo indispensable —ordenó Donald.

—Esto está desierto —dijo Perry, relajándose un poco—, no será difícil.

—Esperemos que siga así, —Donald señaló una ventana a su izquierda—, Perry, Michael y tú entraréis y saldréis por ahí, nosotros estaremos en el Oceanus, o esperando aquí entre las sombras.

—¿Habrá alarmas en el museo?

—¡Qué va! —Exclamó Richard—, aquí no hay ni cerraduras, ni alarmas ni nada de eso, se ve que nadie roba nada.

—Muy bien. ¡Vamos!

—Buena caza, —Donald los despidió con un gesto.

Perry y Michael echaron a correr agachados hacia la ventana, Perry aupó a Michael entre gruñidos y jadeos, una vez dentro, Michael se asomó para ayudar a Perry, un instante después ambos desaparecían en el edificio.

—¿Qué? ¿Vamos o no? —preguntó Richard, mirando hacia el submarino.

—¡Vamos!

En la oscuridad, el sumergible escarlata parecía gris, aunque destacaban las letras blancas del casco, Donald acarició con cariño el casco de acero, y comenzó a realizar una detallada inspección, las reparaciones de los interterranos eran impresionantes.

Las luces exteriores y el brazo articulado, que habían quedado destruidos durante el descenso, parecían totalmente nuevos.

—Está perfecto —comentó Donald—, lo único que tenemos que hacer es sacarlo al mar, y seremos libres.

—Pues cuanto antes mejor.

Donald se acercó a una caja de herramientas exterior, y sacó varias llaves que ofreció a Richard.

—Empieza con la cámara de estribor, yo voy abajo a comprobar el nivel de la batería, como no haya energía no iremos a ningún sitio.

—De acuerdo.

Donald subió rápidamente por las escalerillas hasta la escotilla, le sorprendió encontrarla abierta, terminó de levantarla con las dos manos y, después de mirar de nuevo en torno a él, bajó al interior de la nave en completa oscuridad.

Una vez dentro comenzó a avanzar a tientas, conocía tan bien el sumergible que podía moverse por él a ciegas, por lo menos eso pensaba, hasta que tropezó con los libros que Suzanne había llevado para impresionar a Perry, Donald se golpeó la mano contra un asiento al intentar recuperar el equilibrio, y soltó una maldición, por lo menos no se había caído, cosa que podría resultar fatal en un espacio tan confinado.

Al cabo de un momento siguió avanzando, cuando ya estaba cerca de los mandos, un poco de luz se filtraba por los cuatro ojos de buey, con cuidado de no golpearse la cabeza con los instrumentos que sobresalían de la pared, Donald se sentó en el asiento del piloto, fuera se oía a Richard golpear el casco con una llave.

Donald encendió las luces de los instrumentos y miró nervioso el indicador de batería, no tardó en suspirar aliviado, había energía de sobra, de pronto, cuando iba a inspeccionar la presión del gas, se frenó en seco, había oído un ruido a sus espaldas, había alguien en el submarino.

Donald contuvo el aliento, intentando escuchar, con la frente perlada de sudor frío, pasaron unos segundos que le parecieron horas, pero no oyó nada, justo cuando empezaba a pensar que había sido una jugarreta de su imaginación, surgió una voz en las tinieblas.

—¿Eres tú, Donald?

Donald se dio la vuelta, intentando en vano ver algo en la oscuridad.

—Sí —respondió con voz rota—. ¿Quién es?

—Harv Goldfarb. ¿Te acuerdas? de la central de información.

Donald respiró.

—Sí —dijo irritado—. ¿Qué coño está haciendo aquí? Harvey avanzó un paso, las luces de los instrumentos iluminaban su rostro arrugado.

—Me he pasado el día pensando, hoy es la primera vez que he tenido alguna esperanza de volver a casa, tenía miedo de que os olvidarais de mí, así que he venido a dormir aquí.

—No te preocupes, no podríamos olvidarnos de ti, te necesitamos. ¿Has comprobado las cámaras de televisión del exterior?

—Sí, no creo que nos den ningún problema. ¿Qué te propones transmitir?

—De momento no estoy muy seguro, tal vez a ti, o a todos nosotros.

—¿A mí?

—Sólo queremos ser capaces de transmitir, lo que importa es la amenaza.

—Comprendo, pensáis que os dejarán salir de aquí por miedo a que reveléis el secreto de Interterra.

—Algo así.

—No funcionara.

—¿Por qué no?

—Por dos razones, en primer lugar, cortarían la energía antes de dejaros salir, y en segundo lugar, yo no lo haría.

—Has dicho que nos ayudarías.

—Pero tú dijiste que me llevarías a Nueva York.

—Es verdad, lo cierto es que todavía no tenemos listos todos los detalles.

—¿Detalles? ¡Ja! —Se burló Harvey—, escucha, yo vivo aquí y puedo deciros cómo salir, muchas noches he soñado con escapar de esta monotonía.

—Estamos abiertos a sugerencias.

—Tengo que estar seguro de que me llevaréis con vosotros.

—Desde luego que sí, ¿cuál es la idea?

—¿Funciona el submarino?

—Eso es lo que estoy comprobando, tenemos energía de sobra, de modo que si podemos salir al agua, funcionará.

—Muy bien. ¿Os han contado ya que los interterranos viven para siempre? no con el mismo cuerpo, sino en varios.

—Sí, ya hemos visitado el centro de la muerte y presenciado una extracción.

—Vais muy deprisa, así comprenderéis que el proceso sólo funciona si se extrae la esencia antes de la muerte, en otras palabras, todo debe ser planeado, ¿sabes lo que quiero decir?

—Pues no exactamente —admitió Donald.

—Tienen que estar vivos para que extraigan su memoria, es decir, el cerebro tiene que estar funcionando con normalidad, si mueren de forma violenta, se acabó, por eso les aterra tanto la violencia, y por eso no ha habido ninguna violencia en Interterra durante millones de años, no son capaces de realizar actos violentos.

—Así que podemos amenazarles con violencia, si, ya lo habíamos pensado.

—Yo tenía en mente algo más específico, se les puede amenazar con la muerte, la muerte sin extracción ni tonterías, a menos que hagan lo que queramos.

—¡Aja! ahora lo entiendo, estás hablando de tomar rehenes.

—Eso es, dos, cuatro, todos los que podamos, y que no sean clones, porque los clones no cuentan, ah, y una advertencia: a los clones no les importa la violencia, los clones hacen lo que se les diga.

—¡Muy ingenioso! una amenaza múltiple.

—Eso es —dijo Harvey orgulloso—, y no tenéis que andar trasteando con cámaras de televisión ni nada.

—Sí, me gusta —afirmó Donald—, ahora podrías salir a decirle a Richard que deje la cámara donde está, yo voy a comprobar la presión de los gases y salgo enseguida.

—Has prometido llevarme con vosotros.

—Vendrás, no te preocupes.

*****

—¡Eh, espera! ¿Pero tú sabes dónde vas? Llevamos ya veinte minutos dando vueltas como idiotas aquí dentro, ¿dónde coño están las armas?

Michael movió la cabeza.

—Lo siento, pero yo me pierdo en los museos incluso de día.

—Intenta acordarte de la galería.

—Recuerdo que era larga y estrecha.

—¿Qué había cerca de ella?

—Pues… ¡sí! En la puerta había un cartel que decía que para entrar había que pedir permiso al consejo de ancianos.

—Yo no he visto muchas puertas, y aquí no hay ninguna, o sea que por aquí no es.

—También me acuerdo de que nos paramos en una galería llena de alfombras persas, y las alfombras estaban más allá de la sala del renacimiento.

—Muy bien, ¡yo sé dónde está esa galería!

Un momento más tarde se encontraban en la puerta de la galería de armas, estaba cerca de la ventana por la que habían entrado.

—¿Aquí es? —Preguntó Perry—, pues hemos trazado un círculo completo.

—Sí.

Michael abrió la puerta y se asomó.

—¡Bingo!

—Ya era hora —gruñó Perry—, los otros van a pensar que nos hemos perdido, más vale que nos demos prisa.

—¿Qué nos llevamos?

Perry miró a un lado y otro de la habitación, albergaba una cantidad impresionante de estanterías.

—Aquí hay mucho más de lo que esperaba. ¡Menuda colección!

—Lo viejo está a la derecha; lo nuevo, a la izquierda.

—Supongo que da igual lo qué cojamos con tal de que funcione, y siempre que demos con la Luger.

—Yo sé lo que quiero, —Michael se apropió de la ballesta y el carcaj—, joder, estas flechas están afiladísimas.

—Son dardos, no flechas.

—Bueno, lo que sean.

—¿Recuerdas por dónde estaba la Luger?

—A la izquierda, pelmazo.

—¡A mí no me insultes! —Advirtió Perry.

—Te acabo de decir que las armas modernas están hacia la izquierda.

Perry se dirigió irritado hacia las estanterías de la izquierda, le molestaba tener que aguantar a los buceadores, no había tratado con gente tan idiota y pueril en su vida.

Michael echó a andar en dirección contraria, puesto que todo estaba dañado por el agua e incrustado de bálano, las armas antiguas podían dar mejores resultados, ya que al ser más sencillas tenían menos componentes que el agua salada pudiera dañar, no tardó en llegar a la zona que albergaba una soberbia colección de armas de la antigua Grecia, Michael reunió un puñado de espadas, puñales y escudos junto con varios cascos, espinilleras y petos, estaba impresionado con el oro y las joyas incrustadas que se veían a pesar de la oscuridad, al cabo de poco volvió a la puerta.

—¿Ha habido suerte? —preguntó a Perry.

—Todavía no, sólo he encontrado unos cuantos fusiles oxidados.

—Yo voy a llevar todo esto a la ventana.

—Muy bien, yo iré en cuanto encuentre la Luger.

Michael, cargado con la colección de armas, forcejeó un rato para abrir la puerta, en cuanto salió al pasillo tropezó con Richard y todo lo que llevaba encima cayó al suelo, las pesadas piezas de oro y bronce se estrellaron con un estruendo tremendo contra el suelo de mármol.

—¡No hagas ruido, gilipollas! —susurró Richard, que estaba tan asustado como Michael por aquel estruendo en el silencio del museo.

—¿Y tú qué coño haces aquí? ¡Me has dado un susto de cojones!

—He venido a ver por qué tardabais tanto.

—Porque no encontrábamos la sala. ¿Vale?

En ese momento apareció Perry.

—¿Pero qué demonios estáis haciendo? ¿Es que queréis despertar a toda la ciudad?

—No ha sido culpa mía —dijo Michael, mientras recogía las cosas del suelo.

—¿Habéis encontrado la Luger? —preguntó Richard.

—Todavía no. ¿Dónde está Donald?

—De camino al palacio de visitantes, ha habido un cambio de planes, Harvey Goldfarb estaba escondido en el sumergible, y se le ha ocurrido una idea mucho mejor.

—¿De qué se trata?

—Vamos a tomar rehenes, Harvey dice que a los interterranos les asusta tanto la muerte violenta que harían cualquier cosa, incluso nos dejarían marchar con el sumergible, si capturamos a un par de interterranos, seremos libres.

—Buena idea —convino Perry—. ¿Pero por qué Donald ha vuelto antes que nosotros?

—Está preocupado por Suzanne, sobre todo ahora que la cosa parece ir tan bien, en cuanto estéis listos, llamaré a un taxi para irnos.

—Muy bien, pues vamos a buscar esa maldita pistola, entre los tres la encontraremos antes.

*****

El aerotaxi se detuvo justo delante del comedor del palacio de visitantes, Richard y Michael bajaron con cierta dificultad, cargados con una colección de armas antiguas, aunque se habían puesto los petos, cascos y espinilleras llevaban en los brazos los escudos, espadas y puñales y la ballesta, Perry sólo llevaba la Luger, había intentado convencer a los buceadores de que dejaran las armaduras, pero en vano, Michael y Richard creían que aquello les reportaría una fortuna.

Al llegar vieron sorprendidos que el comedor estaba desierto.

—Joder —comentó Richard—, Donald me dijo que nos reuniríamos aquí.

—Oye, no estará pensando en largarse sin nosotros, ¿verdad?

—No lo sé, no se me había ocurrido.

—No se irá sin nosotros —les tranquilizó Perry—, acabamos de ver el Oceanus en su sitio, y sin el submarino Donald no irá a ningún sitio.

—¿Y la casa de Suzanne? —sugirió Michael.

—Sí, podrían estar allí.

El largo recorrido por el césped fue de lo más ruidoso, debido al estrépito de las armaduras.

—Estáis haciendo el ridículo —dijo Perry.

—A ti nadie te ha pedido tu opinión —le espetó Richard, nada más llegar a la parte abierta del bungalow vieron a Donald, Suzanne y Harvey, sentados junto a la piscina, era evidente que el ambiente estaba tenso.

—¿Qué pasa? —preguntó Perry.

—Tenemos un problema —explicó Donald—, Suzanne piensa que lo que hacemos no es correcto.

—¿Por qué no, Suzanne?

—Porque estamos hablando de asesinato, si nos llevamos rehenes a la superficie sin un proceso de adaptación, morirán, ya hemos traído hasta aquí la muerte y la violencia, y ahora queremos escaparnos utilizando eso mismo, yo digo que moralmente es algo despreciable.

—Sí, pero nosotros no pedimos venir aquí, no quiero repetirme, pero es verdad que nos están reteniendo en contra de nuestra voluntad, yo creo que eso justifica la violencia.

—O sea que el fin justifica los medios, ¿no? Si precisamente se supone que estamos en contra de eso…

—Yo lo único que sé es que echo de menos a mi familia —insistió Perry—, y que pienso volver con ella aunque tenga que remover cielo con infierno.

—Y yo lo entiendo, de verdad, además, me siento responsable de toda esta situación, y es cierto que nos secuestraron, pero yo no quiero ser testigo de más muertes ni quiero ver Interterra destruida, estamos obligados moralmente a negociar, esta gente es muy pacífica.

—¿Pacífica? ¡Aburrida, diría yo! —saltó Richard.

—Y que lo digas —convino Harvey.

—Perry, este es Harvey Goldfarb —dijo Donald.

Perry y Harvey se estrecharon la mano.

—No sé qué tenemos que negociar —prosiguió Donald—, Arak nos dejó muy claro que nos quedaríamos aquí para siempre, pase lo que pase, es evidente que no hay negociación posible.

—Yo creo que deberíamos dejar pasar un poco de tiempo —propuso Suzanne—. ¿Qué tiene eso de malo? Tal vez cambiemos de opinión, o tal vez podamos convencerlos de que nos dejen marchar, no olvidemos que nuestras personalidades se han forjado en el mundo de la superficie, y estamos tan acostumbrados a considerarnos los buenos de la película que no nos damos cuenta de que nos hemos convertido en monstruos.

—Yo no me siento ningún monstruo —protestó Perry—, sólo sé que este no es mi lugar.

—Yo digo lo mismo —terció Michael.

—Muy bien, vamos a ver, supongamos que salimos de aquí. ¿Qué pasaría entonces? ¿Revelaríamos la existencia de Interterra?

—Sería difícil callarnos. ¿Dónde diríamos que hemos estado este último mes, o el tiempo que haya pasado?

—¿Y yo? —Preguntó Harvey—, yo llevo aquí casi noventa años.

—Sí, todavía más difícil de explicar.

—Además, tendríamos que dar cuenta de todo este oro, y las armaduras —apuntó Richard—, porque esto se viene conmigo.

—¿Y las posibilidades económicas de servir de intermediarios? —Observó Perry—, podríamos ayudar a ambos bandos y de camino hacernos multimillonarios, sólo los comunicadores de muñeca provocarían una revolución tecnológica.

—Precisamente eso quería señalar —prosiguió Suzanne, de una forma u otra revelaríamos la existencia de Interterra, paraos un momento a pensar en la codicia de nuestra civilización, ya sé que no nos gusta considerarnos así, pero es la verdad, somos egoístas, tanto los individuos como los países, no me cabe duda de que habría una confrontación, y con lo avanzada que es la civilización interterrana, con un poder y unas armas que ni siquiera podemos imaginar, sería un desastre, tal vez incluso el final de nuestro mundo.

Se produjo un silencio.

—A mí me da igual —dijo por fin Richard—, yo me largo de aquí.

—Yo también.

—Y yo.

—Lo mismo digo —concluyó Donald, una vez que salgamos ya negociaremos con los interterranos, por lo menos entonces será una negociación auténtica, sin que ellos nos obliguen a aceptar sus términos.

—¿Y tú, Harvey? —preguntó Perry.

—Yo llevo años soñando con salir de aquí.

—Entonces está decidido. ¡Nos vamos!

—Yo no —aseveró Suzanne, no quiero más muertes sobre mi conciencia, tal vez sea porque no tengo familia en la superficie, pero yo estoy dispuesta a dar a Interterra una oportunidad, sé que tendré que adaptarme a muchas cosas, pero me gusta el paraíso y me parece que vale la pena realizar un poco de examen personal.

—Lo siento, Suzanne, —Donald la miro a los ojos—. Tú te vienes con nosotros, no pienso permitir que estropees el plan con tus valores morales.

—¿Y qué vas a hacer? ¿Obligarme a la fuerza?

—Desde luego, te recuerdo que a veces un comandante tiene que matar a sus propios hombres cuando su comportamiento pone en peligro una operación.

Suzanne no respondió, miró a los demás presentes en la sala, nadie se ofreció en su defensa.

—Volvamos al trabajo —ordenó Donald por fin—, ¿habéis traído la Luger?

—Sí, nos costó encontrarla.

—Dámela.

Mientras Perry se sacaba la pistola del bolsillo, Suzanne salió corriendo de la habitación, Richard fue el primero en reaccionar, tiró lo que tenía en las manos y se lanzó tras ella, gracias a su soberbia forma física, y a pesar de la armadura, no tardó en alcanzarla y agarrarla por la muñeca, los dos jadeaban.

—No le sigas el juego a Donald —advirtió Richard.

—¡Suéltame!

—Acabará pegándote un tiro, le encanta jugar a esta mierda militar.

Suzanne se debatió unos instantes, pero Richard no pensaba dejarla marchar, los otros llegaron junto a ellos, Donald llevaba la Luger.

—No me obligues a actuar —dijo Donald con tono amenazador.

—¿Quién está obligando a quién? —replicó Suzanne con desdén.

—¡Traedla dentro! Tenemos que resolver este asunto de una vez por todas.

Richard seguía aferrando a Suzanne por la muñeca, ella intentó debatirse de nuevo, pero acabó resignándose a que la llevaran a rastras a la casa.

—Traedla, y que se siente —ordenó Donald mientras el grupo bordeaba la piscina.

Al llegar a la luz, Richard se dio cuenta de que Suzanne tenía la mano morada, aflojó un poco la presa, y en ese instante Suzanne se soltó de un tirón y le dio un violento empujón en el pecho, Richard perdió el equilibrio y cayó a la piscina, Suzanne salió disparada en la noche.

El peso de la armadura le hundía, a pesar de ser un experto nadador, Donald se lanzó al agua, Perry y Michael intentaron ayudar desde el borde de la piscina hasta que se dieron cuenta de que Suzanne había desaparecido.

—¡Ve por ella! —gritó Perry a Michael, yo me quedo a ayudar aquí.

Nada más echar a correr, Michael sintió un renovado respeto por los famosos hoplitas de la antigüedad, y se preguntó cómo se las arreglaban aquellos guerreros con el peso de las armaduras, le molestaba sobre todo el peto, aunque el pesado casco y las espinilleras también eran un estorbo, en cuanto salió del haz de luz procedente del interior, tuvo que detenerse, estaba todo oscuro, no veía a Suzanne por ninguna parte, aunque sólo le llevaba un minuto de ventaja.

A medida que sus ojos se acostumbraban a la penumbra la escena se iba haciendo más clara alrededor, seguía sin ver a Suzanne, un súbito movimiento y una luz brillante a su derecha llamaron su atención, el corazón le dio un brinco, era un aerotaxi, que estaba abriendo las puertas a unos quince metros del comedor.

Michael echó a correr de nuevo, aunque sabía que no llegaría, vio a Suzanne sin tiempo de impedir que se cerraran las puertas.

Sentarse dentro y plantar la mano en la mesa central.

—¡No! —Michael se arrojó contra el vehículo, pero era demasiado tarde, la puerta se había cerrado sin dejar rastro, Michael se estrelló contra el casco entre los chasquidos de metal contra metal, el impacto lo derribó y el casco cayó rodando.

Al cabo de un instante el aerotaxi se elevaba con un susurro, dejando a Michael ingrávido por unos momentos en su estela, rebotó sobre el suelo como un globo de helio, elevándose casi treinta centímetros antes de volver a caer como un peso muerto.

La segunda colisión lo dejó sin aliento, cuando por fin logró incorporarse, echó a andar hacia la casa, para entonces los demás habían sacado de la piscina a Richard, que tosía sin cesar.

—¿Dónde coño está Suzanne? —preguntó Donald.

—¡Se ha largado en un aerotaxi! —resolló Michael.

—¿La has dejado escapar? —Donald se levantó furioso.

—No pude hacer nada, debió de llamar al maldito taxi en cuanto salió pitando de aquí.

—¡Joder! —Donald se llevó la mano a la frente—. ¡Qué incompetencia!

—Oye, que he hecho lo que he podido —se quejó Michael.

—No discutamos —terció Perry.

—¡Mierda! —gritó Donald, caminando en círculos.

—Debería habérmela cargado —comentó Richard.

Donald se detuvo.

—Apenas hemos comenzado la operación y ya tenemos una crisis, no sabemos qué hará Suzanne, tenemos que movernos a toda prisa, Michael, vuelve al Oceanus y no dejes que se acerque nadie.

—¡Muy bien! —Michael cogió su ballesta y salió disparado.

—Necesitamos rehenes, y deprisa —prosiguió Donald.

—¿Qué tal Arak y Sufa? —propuso Perry.

—Perfecto, vamos a llamarlos, esperemos que Suzanne no haya hablado antes con ellos, los citaremos en el comedor.

—¿E Ismael y Mary Black?

—Cuantos más tengamos, mejor —replicó Harvey.

—Bien —convino Donald—, también los llamaremos, pero en el Oceanus ya no cabe nadie más.

*****

Suzanne tenía el corazón desbocado, nunca había sentido tanta ansiedad, sabía que había tenido suerte de escapar del grupo, y se estremecía al pensar qué habría pasado en caso contrario, sus amigos se habían convertido en desconocidos, en enemigos, en su obsesión de marcharse, estaban dispuestos incluso a matar.

A pesar de lo que había dicho en el bungalow, en la excitación del momento no sabía muy bien qué sentía, de lo único que estaba segura era de que le repugnaba la idea de ser cómplice de más asesinatos, a pesar de su confusión, para poder viajar en taxi tuvo que decidir un punto de destino, lo primero que le vino a la cabeza fue la pirámide negra y el consejo de ancianos.

Para cuando el vehículo la dejó ante el edificio, Suzanne se había recobrado, había tenido tiempo para pensar con un poco de calma, el consejo de ancianos debía de saber mejor que nadie cómo hacer frente a la crisis sin que se produjeran heridos.

La zona estaba desierta, tratándose de un centro de gobierno, había supuesto que siempre habría alguien de servicio, pero no parecía ser el caso.

Echó a andar por el reluciente pasillo de mármol, sin ver a nadie, y se acercó a las enormes puertas de bronce sin saber muy bien qué hacer, le parecía ridículo llamar.

No tuvo que preocuparse, las puertas se abrieron de forma automática, Suzanne avanzó hasta el centro de la sala donde había estado esa misma mañana.

Reinaba un silencio absoluto.

—¡Hola! —Gritó, no hubo respuesta—, ¡hola! —volvió a llamar a pleno pulmón, su voz resonó como un eco.

—¿Puedo ayudarte? —preguntó con calma una voz infantil, Suzanne se volvió, Ala estaba en el enorme umbral, iba despeinada, como si acabara de levantarse.

—Siento molestarte, pero ha surgido una emergencia, debéis detener a mis compañeros, los seres humanos secundarios, van a intentar escaparse, y si lo consiguen revelarán el secreto de Interterra.

—Es muy difícil escapar de Interterra, —Ala se frotó los ojos, fue un gesto tan infantil que Suzanne tuvo que hacer un esfuerzo por recordar que estaba hablando con una persona de extraordinaria inteligencia y experiencia.

—Piensan utilizar el submarino en que llegamos, está en el museo de la superficie terrestre.

—Ya, aun así será difícil, pero tal vez sea mejor que enviemos algún clon para que inutilice el vehículo, también convocaré una sesión de emergencia del consejo, confío en que te quedes con nosotros.

—Por supuesto, sólo quiero ayudar, —Suzanne pensó en informar de las muertes ocurridas, pero decidió dejarlo para más tarde.

—Es una situación inesperada y perturbadora —comentó Ala—. ¿Por qué han decidido escapar tus amigos?

—A causa de sus familias, y porque no han venido aquí por voluntad propia, pero son un grupo muy variopinto, y hay otros temas en juego.

—Parece que no se han dado cuenta de la suerte que tienen.

—Así es.

*****

Un aerotaxi se abrió en la oscuridad del patio del museo, dejando salir a dos clones obreros, ambos empuñando martillos, sólo uno de ellos se dirigió hacia el sumergible de la Benthix Marine, el otro se quedó en el vehículo, para impedir que se marchara.

El primer clon no perdió tiempo, se dirigió directamente a la batería principal del Benthix Explorer, abrió con mano experta el panel de fibra de vidrio para dejar al descubierto el conector principal de energía y alzó el martillo para descargar el golpe.

Pero un instante después el martillo caía de sus manos al suelo, un dardo de ballesta se le había clavado en el cuello, el clon se tambaleó hacia atrás, agarrando con las dos manos el proyectil, una mezcla de sangre y un fluido claro, como aceite, le manchaba el mono negro, por fin el clon cayó de espaldas y al cabo de un momento quedó inmóvil.

Michael cargó de nuevo la ballesta y salió de su escondrijo para acercarse con cautela, no había visto ni oído el aerotaxi y, a pesar de sus esfuerzos por permanecer alerta, se había quedado medio dormido, fue una suerte que abriera los ojos justo en el momento oportuno.

Sin dejar de apuntar al clon con la ballesta, Michael dio una patada al cuerpo, el clon no se movió, aunque de la herida manó otro borbotón de sangre y fluido.

El buceador le propinó otra patada para asegurarse de que el clon estaba muerto, y en ese momento le arrebataron la ballesta de las manos.

Michael se volvió sobresaltado y se encontró frente a un segundo clon, con un martillo alzado, se llevó las manos a la cabeza y al retroceder tropezó con el clon muerto y cayó encima de él, el casco salió rodando.

Michael se hizo a un lado justo cuando el clon descargaba el martillo con una fuerza tremenda, aplastando a su compañero muerto, mientras el androide recuperaba el equilibrio y alzaba de nuevo el arma, Michael se incorporó sobre una rodilla, sacó su espada griega y se lanzó contra su enemigo, hundiéndosela hasta la empuñadora, una mezcla de sangre y aceite le salpicó el pecho.

El clon dejó caer el martillo y atrapó la cabeza de Michael con sus manos, el buceador notó que lo levantaba del suelo, pero no duró mucho, al clon le fallaron las fuerzas y por fin cayó al suelo, arrastrando a Michael.

Casi tardó cinco minutos en aflojar las manos lo suficiente para que Michael se liberara, por fin se levantó estremeciéndose, el olor de los fluidos de los clones le daba náuseas, era como estar a la vez en un matadero y un taller.

—Recuperó la ballesta, sintiendo un renovado respeto por el peligro que representaban los clones, el ataque le había pillado por sorpresa, y el episodio había dejado claro que los clones no ponían ningún reparo a la violencia, tal como Harv les había advertido.