En la helada infinitud del espacio interestelar un punto de materia-antimateria fluctuó en el vacío creando un intenso destello de radiación electromagnética. La retina humana habría percibido el fenómeno como la súbita aparición y expansión de una fuente luminosa compuesta por todos los colores del espectro. Naturalmente, ni los rayos gama, ni los rayos X, ni las ondas infrarrojas y radioeléctricas habrían estado al alcance de la limitada visión de un ser humano.
A la par que el estallido de colores, el testigo humano habría visto surgir una inmensa cantidad de átomos asumiendo la forma de una concreción negra y disciforme en plena rotación. Para un espectador el fenómeno habría sido como ver reproducida al revés la filmación de ese objeto zambulléndose en una cristalina lámina de fluido, produciéndose la onda expansiva en la trama misma del tiempo y el espacio.
Sin abandonar una velocidad cercana a la de la luz, la inmensa cantidad de átomos fusionados irrumpió en las lindes más remotas del sistema solar, dejando atrás las órbitas de los planetas gaseosos exteriores, Neptuno, Urano, Saturno y Júpiter. Llegada a la órbita de Marte, la concreción había menguado considerablemente en rotación y velocidad.
Ya era posible distinguir el objeto: una nave intergaláctica cuya brillante superficie parecía hecha de bruñidísimo ónice. La única impureza en su forma de disco consistía en una serie de protuberancias dispuestas por el borde exterior. Cada una de estas protuberancias reflejaba en su forma la de la nave principal. Por lo demás, el revestimiento exterior no presentaba distorsión alguna: ni ventanillas, ni válvulas, ni antenas. Ni siquiera había junturas.
La rápida inmersión de la nave espacial en las primeras capas de la atmósfera terrestre produjo un aumento vertiginoso de su temperatura exterior. Muy por debajo aparecieron las vacilantes luces de una ciudad, ajena a lo que estaba sucediendo. La nave, programada de antemano, ignoró las luces; fue pura cuestión de suerte que el impacto se produjera en un paraje desértico y pedregoso. Pese a la velocidad relativamente baja a que se produjo, el aterrizaje fue más bien una colisión controlada resuelta en un torbellino de piedras, arena y polvo. Cuando por fin la nave se detuvo, estaba medio enterrada. Los escombros que habían salido despedidos volvieron a caer sobre su lisa superficie.
Una vez la temperatura hubo descendido por debajo de los doscientos grados centígrados, una especie de rendija vertical apareció en el borde de la nave. No se parecía a una portezuela mecánica. Se habría dicho más bien que las propias moléculas se activaban para abrir un resquicio en el exterior homogéneo de la nave.
La rendija dejó escapar una nube de vapor, señal de que en el interior reinaba una temperatura glacial. Los ordenadores en serie que contenía procesaron sin descanso sus secuencias automáticas. Muestras de atmósfera y suelo terrestre fueron introducidas en la nave para su posterior análisis. El procesamiento funcionó según lo previsto, incluyendo la extracción de formas de vida procarióticas (bacterias) mezcladas al polvo. El análisis de todas las pruebas, incluido el ADN que contenían, confirmó lo correcto del destino. Entonces se inició la secuencia de armamento. Entretanto, una antena se irguió en el cielo nocturno para preparar la transmisión en frecuencia quasar del mensaje: Magnum había llegado.