Nancy Sellers trabajaba en casa siempre que podía. Con el ordenador conectado a la unidad central de Serote Pharmaceuticals y un excelente equipo de técnicos en su laboratorio, lograba acabar más trabajo en casa que en su despacho. En primer lugar, porque la separación física la distanciaba de los constantes conflictos administrativos que implica dirigir un laboratorio importante. En segundo lugar, porque la tranquilidad que se respiraba en la casa fomentaba su creatividad.
Acostumbrada a un silencio absoluto, unos golpes en la puerta principal a las diez menos diez de esa mañana atrajeron de inmediato su atención. Segura de que sólo podía tratarse de malas noticias, salió del programa en el que estaba trabajando y abandonó su despacho.
Miró hacia el vestíbulo desde la barandilla del primer piso. En ese momento apareció Jonathan.
—¿Por qué no estás en el instituto? —preguntó Nancy tras hacer una valoración mental de la salud de su hijo. Jonathan caminaba con normalidad y tenía buen color.
El muchacho se detuvo al pie de la escalera.
—Tenemos que hablar contigo.
—¿Tenemos? —Tan pronto la pregunta salió de sus labios, una joven asomó por detrás de su hijo.
—Te presento a Candee Taylor, mamá —dijo Jonathan.
Nancy se quedó sin habla. Lo primero que vio fue una cara de duende sobre un cuerpo femenino bien desarrollado. Enseguida pensó que estaba embarazada. Ser madre de un adolescente era como vivir en la cuerda floja: el desastre siempre acechaba a la vuelta de la esquina.
—Bajo enseguida —dijo Nancy. Esperadme en la cocina.
Entró en el cuarto de baño, más para poner a raya sus emociones que para cuidar de su aspecto. Llevaba todo el año temiendo la posibilidad de que Jonathan se metiera en un lío de esa clase porque su interés por las chicas se había disparado y cada vez se mostraba más reservado.
Una vez se sintió preparada, bajó a la cocina. La joven pareja se había servido del café que Nancy mantenía siempre caliente. Nancy se sirvió una taza y se sentó en un taburete del mostrador central. Los muchachos estaban sentados en el banco.
—Muy bien —dijo Nancy, preparada para lo peor—. Disparad.
Como Candee estaba visiblemente nerviosa, Jonathan habló primero. Contó a su madre que los padres de la joven se estaban comportando de una forma extraña. Explicó que el día anterior él mismo había ido a casa de los Taylor y lo había visto con sus propios ojos.
—¿De eso queríais hablarme? —preguntó Nancy. ¿De los padres de Candee?
—Sí —respondió Jonathan—. Verás, la madre de Candee trabaja en el departamento de contabilidad de Serote Pharmaceuticals.
—Entonces se trata de Joy Taylor —dijo Nancy tratando de ocultar el tono de alivio en su voz—. He hablado con ella muchas veces.
—Eso pensamos —dijo Jonathan—. Se nos ocurrió que tal vez podrías hablar con ella. Candee está muy preocupada.
—¿De qué forma se comporta la señora Taylor que resulta tan extraña? —preguntó Nancy.
—No es sólo mi madre, sino también mi padre. —Puntualizó Candee.
—Te lo explicaré según mi punto de vista —dijo Jonathan—. A los padres de Candee nunca les he caído bien. Ayer, sin embargo, se mostraron muy amables conmigo. Hasta me invitaron a pasar la noche en su casa.
—¿Qué les hacía pensar que te gustaría pasar la noche en su casa? —repuso Nancy.
Jonathan y Candee se miraron y enrojecieron.
—¿Insinúas que sugirieron que durmierais juntos?
—Bueno, no lo dijeron exactamente —dijo él—, pero nos lo dieron a entender.
—Esto no puede quedar así —replicó Nancy horrorizada, y hablaba en serio.
—No es sólo la forma en que se comportan —dijo Candee—. Parecen otras personas. Hace unos días no tenían un solo amigo y ahora viene a verles gente a todas horas del día y la noche. Hablan de las selvas tropicales, de la contaminación y de cosas así. Personas a quienes no habían visto en su vida rondan ahora por la casa como si fuera suya. He tenido que cerrar mi cuarto con llave.
Nancy dejó la taza sobre el mostrador, avergonzada de sus sospechas iniciales. Miró a Candee y en lugar de una joven seductora vio una niña asustada. Su instinto maternal se activó.
—Hablaré con tu madre —dijo Nancy. Entretanto puedes quedarte con nosotros, en la habitación de invitados. Pero seré clara con los dos: no quiero tonterías, y ya sabéis a qué me refiero.
—¿Qué os pongo? —preguntó Marjorie Stephanopolis. Cassy y Pitt repararon en su radiante sonrisa—. Hace un día precioso, ¿no os parece?
Cassy y Pitt se miraron boquiabiertos. Era la primera vez que Marjorie intentaba darles conversación. Se habían sentado en uno de los reservados del bar de Costa para almorzar.
—Yo quiero una hamburguesa, patatas fritas y una cola —dijo Cassy.
—Lo mismo para mí —dijo Pitt. Marjorie recogió las cartas.
—Vuelvo en un periquete. Espero que os guste.
—Al menos hay alguien que tiene un buen día —comentó Pitt mientras Marjorie desaparecía en la cocina—. De los tres años y medio que llevo viniendo por aquí, hoy es la primera vez que le he oído decir tres frases seguidas.
—Tú nunca comes hamburguesas ni patatas fritas —dijo Cassy.
—Tú tampoco —replicó Pitt.
—Fue lo primero que me vino a la cabeza. Creo que tantas rarezas me tienen agotada. Lo que te he contado sobre anoche es cierto. Fue alucinante.
—Tú misma dijiste que no sabías si estabas despierta o dormida.
—Al final comprobé que estaba despierta —repuso irritada Cassy.
—Vale, vale, tranquilízate. Pitt miró alrededor. Había varias personas mirándoles. Cassy se inclinó sobre la mesa y susurró:
—Cuando levantaron la cabeza para mirarme, los ojos les brillaban. También al perro.
—Venga ya, Cassy.
—¡Es cierto!
Pitt volvió a mirar en derredor. El número de observadores había aumentado. La voz de Cassy estaba perturbando a los clientes.
—Habla más bajo —susurró Pitt.
—De acuerdo.
—También ella había notado las miradas de la gente.
—Cuando pregunté a Beau de qué hablaban ahí fuera a las tres de la madrugada me contestó que del medio ambiente.
—No sé si llorar o reír. ¿Crees que intentaba hacerse el gracioso?
—Ni por asomo —respondió Cassy con convicción—. La idea de reunirse en un aparcamiento en medio de la noche para hablar del medio ambiente es absurda.
—Como también lo es el hecho de que sus ojos brillaran. Aún no me has contado qué te dijo Beau cuando hablaste con él.
—No pude hablar con él.
Pitt explicó a Cassy lo ocurrido durante y después del partido. Cassy escuchó con gran interés, sobre todo la parte de la reunión de Beau con el grupo de ejecutivos elegantemente vestidos.
—¿Se te ocurre de qué podían estar hablando? —preguntó Cassy.
—No.
—¿Crees que podrían ser de Cipher Software? Cassy todavía tenía la esperanza de hallar una explicación razonable a todo lo que estaba ocurriendo.
—Ni idea. ¿Por qué lo preguntas?
Antes de que ella pudiera contestar, Pitt se percató de que Marjorie se había detenido a unos pasos de la mesa con dos colas en la mano. En ese momento la mujer se acercó y dejó los refrescos sobre la mesa.
—Vuestra comida estará lista en un momento —anunció alegremente.
Cuando Marjorie se hubo marchado, Pitt dijo: .
—Creo que me estoy volviendo paranoico, juraría que Marjorie nos estaba espiando.
—¿Por qué iba a hacer tal cosa? —preguntó Cassy.
—A saber. ¿Ha ido Beau a clase?
—No. Ha ido a entrevistarse con la gente de Cipher Software. Por eso te pregunté si podía tratarse de ellos. Beau me dijo que estuvo conversando con esa gente ayer. Supuse que le habían telefoneado, pero puede que vinieran a verle en persona. El caso es que Beau no está.
—¿Cuándo vuelve?
—Lo ignoraba.
—Quizá el viaje le siente bien —dijo Pitt—. Quizá para cuando vuelva sea el Beau de siempre.
Marjorie reapareció con la comida. Con ademán triunfal, dejó los platos sobre la mesa y los giró ligeramente para darles la orientación correcta, como si se tratara de un restaurante de lujo.
—¡Buen provecho! —dijo jovialmente antes de regresar a la cocina.
—Beau no es el único que actúa de forma diferente —dijo Cassy—. También Ed Partridge y su mujer, y me han hablado de más gente. Sea lo que sea, se está expandiendo. Creo que tiene algo que ver con la gripe que corre últimamente por aquí.
—Yo también lo creo. De hecho, eso mismo dije ayer, a la jefa de la sección de urgencias.
—¿Y cómo reaccionó? —preguntó Cassy.
—Mejor de lo que esperaba. La doctora Sheila Miller es una mujer severa pero sensata. Me escuchó con interés e incluso me pidió que la acompañara a hablar con el director del hospital.
—¿Y cómo reaccionó el director?
—No le dio importancia, pero mientras conversábamos el hombre sufrió síntomas gripales.
—¿Algún problema con la comida? —preguntó Marjorie acercándose a la mesa.
—Ninguno —dijo Cassy, irritada por la interrupción.
—Ni siquiera la habéis probado —observó Marjorie—. Si no os gusta puedo haceros otra cosa.
—¡No hay ningún problema! —espetó Pitt.
—En fin, si me necesitáis no tenéis más que llamarme —dijo la camarera, y se marchó.
—Está empezando a tocarme las narices —dijo Cassy. Me gustaba más cuando no hablaba.
De repente, la misma idea cruzó por la mente de ambos.
—¡Ostras! —Exclamó Cassy—. ¿Crees que ha tenido la gripe?
—A saber —respondió Pitt con igual preocupación—. Está claro que no parece la misma.
—Tenemos que hacer algo. ¿A quién podemos acudir? ¿Se te ocurre alguien?
—Pues… no —repuso Pitt—. Salvo, quizá, la doctora Miller. Por lo menos se muestra dispuesta a escuchar. Me gustaría explicarle que hay otras personas que están sufriendo cambios de personalidad. Sólo le mencioné a Beau.
—¿Puedo ir contigo?
—Claro que sí. De hecho, hasta lo prefiero. Pero tenemos que actuar ya.
Pitt buscó a Marjorie con la mirada para pedirle la cuenta, pero no la vio por ningún lado. Suspiró irritado. Era increíble que después de haberlos importunado durante toda la comida no apareciera cuando realmente la necesitaban.
—Marjorie está detrás de ti —dijo Cassy apuntando con un dedo sobre el hombro de Pitt—. Está en la caja registradora hablando animadamente con Costa.
Pitt se giró. Justo en ese momento Marjorie y Costa se volvieron a su vez y lo miraron fijamente. Era tal la intensidad de sus miradas que Pitt sintió un escalofrío.
Se volvió hacia Cassy.
—Salgamos de aquí —dijo—. Creo que vuelvo a estar paranoico. No sé qué me hace estar tan seguro, pero no me cabe duda de que Marjorie y Costa estaban hablando de nosotros.
Beau nunca había estado en Santa Fe. No obstante, le habían hablado bien de ella y siempre había querido visitarla. Y no le decepcionó. La ciudad le gustó desde el primer momento.
Había llegado al modesto aeropuerto a la hora prevista y lo había recogido un todoterreno con ruedas de camión. Era la primera vez que veía un vehículo de ese tipo y al principio le pareció cómico. Con el tiempo, no obstante, decidió que su altura probablemente lo hacía superior a una limusina, aunque en su vida había viajado en limusina.
Por muy bonita que a Beau le pareciera Santa Fe, ésta no era más que el preludio de la belleza de los terrenos de Cipher Software, Después de cruzar la verja de seguridad, Beau pensó que el lugar semejaba más un balneario de lujo que una empresa. Mantos de césped lozano y ondulado se extendían entre edificios muy distanciados entre sí de diseño moderno y proporcionados. Densos bosques de coníferas y estanques diáfanos completaban el cuadro.
El coche se detuvo frente al edificio principal, una construcción, como el resto, de granito y cristales tintados. Beau fue recibido por varias personas a quienes ya conocía y quienes le comunicaron que el señor Randy Nite le esperaba en su despacho. Mientras cruzaban un vestíbulo repleto de plantas en dirección al ascensor de cristal, le preguntaron si quería comer o beber algo. Beau respondió que no deseaba nada, El enorme despacho de Randy Nite ocupaba la mayor parte del ala oeste de la tercera y última planta del edificio. De unos cincuenta metros cuadrados, estaba limitado en tres de sus lados por cristales que se alzaban hasta el techo. La mesa de Randy, un bloque de mármol negro y dorado de diez centímetros de espesor, descansaba en el centro de este amplio escenario.
Randy estaba al teléfono cuando Beau entró en el despacho, pero enseguida se levantó y le indicó que se acercara y tomara asiento en una butaca de cuero negro de diseño. Con gestos le comunicó que sólo le haría esperar unos minutos. Los escoltas se retiraron en silencio.
Beau había visto el rostro de Randy en numerosas fotografías y en televisión. En persona parecía igualmente joven, con ese cabello pelirrojo y un montón de simpáticas pecas esparcidas por un rostro ancho y saludable. Los ojos, de un gris verdoso, desprendían un brillo alegre. Tenía la misma estatura que Beau, pero su constitución era menos musculosa. Con todo, parecía en buena forma.
—El nuevo software saldrá a la venta el mes que viene —estaba diciendo Randy—, y la campaña publicitaria comenzará la próxima semana. Será explosiva. Las cosas no podían estar saliendo mejor. Este software va a crear sensación. Confía en mí.
Randy colgó y esbozó una amplia sonrisa. Vestía ropa informal: chaqueta azul, tejanos lavados y calzado deportivo. No era una casualidad que Beau fuera vestido de un modo similar.
—Bienvenido —dijo Randy tendiendo una mano que Beau estrechó—. Confieso que mi equipo jamás había recomendado a nadie con tanto ardor. Durante las últimas cuarenta y ocho horas sólo he oído cosas buenas de usted. Me tiene intrigado. ¿Cómo es posible que un universitario de último año pueda obtener un informe tan brillante?
—Imagino que es una mezcla de suerte, interés y trabajo duro —respondió Beau.
Randy sonrió.
—Buena respuesta. También he oído que le gustaría empezar como ayudante personal en lugar de pasar primero por el departamento de envíos.
—Todo el mundo ha de empezar por algún sitio.
Randy soltó una carcajada.
—Me gusta —dijo—. Seguridad en sí mismo y sentido del humor. En cierto modo me recuerda a mí en mis comienzos. Venga conmigo. Le enseñaré el complejo.
—Parece que hay movimiento en urgencias —observó Cassy.
—Nunca había visto nada igual —dijo Pitt.
Ambos estaban cruzando el aparcamiento hacia la entrada de urgencias, donde había varias ambulancias con las luces de emergencia destellando. Había coches estacionados de cualquier manera y los guardias de seguridad del hospital trataban de poner orden. La gente que no cabía en la sala de espera se había apiñado en la entrada.
Llegaron al mostrador de recepción abriéndose paso a empujones.
—¿Qué demonios pasa aquí? —gritó Pitt a Cheryl Watkins.
—Nos ha invadido la gripe —respondió ésta antes de estornudar—. Por desgracia, el personal también se ha visto afectado.
—¿Está la doctora Miller por aquí?
—Está trabajando junto con todos los demás.
Espera aquí —le dijo a Cassy—. Voy a buscarla.
—Date prisa —suplicó ella—. Nunca me han gustado los hospitales.
Pitt se puso una bata blanca y se enganchó la tarjeta identificativa en el bolsillo superior izquierdo. Empezó a recorrer las crujías. Finalmente encontró a la doctora Miller hablando con una anciana que quería ingresar en el hospital. La mujer estaba en una silla de ruedas, lista para volver a su casa.
—Lo siento —dijo la doctora, y terminó de rellenar el informe e introdujo la tablilla en el bolsillo trasero de la silla de ruedas—. Sus síntomas gripales no justifican su ingreso. Lo que tiene que hacer es meterse en la cama, tomarse un analgésico y beber mucho líquido. Su marido vendrá a recogerla de un momento a otro.
—No quiero ir a casa —protestó la mujer—. Quiero quedarme en el hospital. Mi marido me da miedo. Ha cambiado. No es la misma persona.
En ese momento apareció el marido. Un ordenanza le había telefoneado para que viniera a recogerla. Aunque tenía la misma edad que su esposa, parecía más ágil y despierto.
—No, por favor, no —gimió la mujer al verlo. La anciana trató de agarrarse a la manga de la doctora Miller mientras el marido la arrastraba hacia la salida.
—Tranquilízate, querida —dijo suavemente el hombre—. Debemos dejar que estos excelentes doctores hagan su trabajo.
La doctora Miller estaba quitándose los guantes de látex cuando reparó en Pitt.
—Tenía razón cuando dijo que esta gripe iba en aumento. ¿Ha oído la conversación de esa anciana?
Pitt asintió y dijo:
—Se diría que el marido ha sufrido un cambio de personalidad.
—Eso parece —repuso Sheila arrojando los guantes al contenedor—. Aunque no debemos olvidar que la gente mayor tiende a desvariar.
—Sé que está muy ocupada, pero ¿le importaría dedicarme unos minutos? A una amiga y a mí nos gustaría hablar con usted. No sabemos a quién más recurrir.
Pese al caos de la sección de urgencias, Sheila aceptó. Las hipótesis que Pitt planteara el día anterior estaban cumpliéndose. La doctora Miller estaba ahora convencida de que aquella gripe era diferente. En primer lugar, todavía no habían aislado el virus.
Sheila los llevó a su despacho, cuya tranquilidad contrastaba con el bullicio exterior. Sheila se sentó, agotada.
Cassy le contó todo lo referente a la transformación de Beau después de la enfermedad. Aunque le cohibía explicar ciertos detalles, no se dejó nada. También relató lo ocurrido la noche anterior, lo de la bola de luz, la reunión clandestina y el hecho de que los ojos de todos los congregados brillaban.
Cuando Cassy hubo terminado, Sheila guardó silencio. Había estado haciendo garabatos con un lápiz. Finalmente levantó la vista.
—En circunstancias normales te habría enviado a un psiquiatra. No sé qué pensar de todo esto, pero es preciso establecer todos los hechos. ¿Dices que Beau contrajo la enfermedad hace tres días?
Cassy y Pitt asintieron al mismo tiempo.
—Debería examinarlo —dijo Sheila—. ¿Crees que estaría dispuesto a venir aquí para un reconocimiento?
—Dijo que lo haría —respondió Cassy. Yo misma le pedí que visitara a un profesional.
—¿Podrías hacerle venir hoy mismo? Cassy negó con la cabeza.
—Está en Santa Fe.
—¿Cuándo volverá?
Cassy sintió un vuelco en el corazón.
No lo sé —logró farfullar—. No me lo dijo.
—Éste es uno de mis lugares favoritos —explicó Randy—. Lo llamamos la Zona.
Randy detuvo el carrito de golf y bajó. Beau siguió al magnate de la informática hasta lo alto de una colina. Desde la cima la vista era espectacular.
Frente a ellos se extendía un lago cristalino poblado de patos y, más allá, un bosque virgen con las montañas Rocosas al fondo.
—¿Qué le parece? —preguntó Randy con orgullo.
—Impresionante —dijo Beau—. Es una prueba de lo que la consideración por el medio ambiente puede hacer y proporciona un rayo de esperanza. Me parece una tragedia indecible que una especie inteligente como el ser humano haya podido infligir tanto daño a este maravilloso planeta. Contaminación, disensiones políticas, divisiones raciales, superpoblación, mal uso de la reserva genética.
Randy asintió y miró de reojo a Beau, pero éste estaba absorto en la contemplación de las montañas. Randy se preguntó qué había querido decir Beau con lo de «el mal uso de la reserva genética», pero antes de que pudiera preguntárselo, éste continuó:
—Es preciso controlar esas fuerzas negativas, y puede hacerse. Estoy convencido de que existen recursos adecuados para invertir el daño infligido a este planeta. Sólo que necesita un gran visionario que lleve la batuta, alguien que conozca los problemas, tenga el poder y no tema ejercerlo.
Una sonrisa de reconocimiento iluminó involuntariamente el rostro de Randy. Beau la captó con el rabillo del ojo y comprendió que tenía a Randy justo donde quería.
—Son ideas muy peculiares para un estudiante de último año —comentó Randy—. ¿Realmente piensa que la naturaleza humana puede controlarse lo bastante para hacer factibles esas ideas?
—He llegado a la conclusión de que la naturaleza humana es un obstáculo —admitió Beau—. Pero con los recursos económicos y las conexiones a nivel mundial que usted ha acumulado a través de Cipher Software, creo que los obstáculos pueden superarse.
—Es bueno tener sueños. Pese a considerar a Beau excesivamente idealista, Randy estaba impresionado. Mas no lo bastante como para contratarlo como ayudante personal. Beau empezaría por el departamento de envíos y habría de ganarse el ascenso como todos sus ayudantes.
—¿Qué hay en esa pila de grava? —preguntó Beau.
—¿Dónde?
Beau caminó hasta ella y se agachó. Fingió recoger un disco negro que en realidad había extraído de su bolsillo. Meciéndolo en la palma de la mano, regresó Junto a Randy.
—No sé qué es —dijo éste—, pero últimamente he visto a algunos de mis ayudantes con objetos similares. ¿De qué está hecho?
—Lo ignoro. Podría ser metal, porque pesa bastante. Cójalo. Tal vez usted pueda deducirlo.
Randy cogió el objeto y calculó su peso.
—Es muy compacto —observó—, y muy suave. Fíjese en los bultos dispuestos simétricamente en torno a la periferia.
—¡Ay! —gritó Randy. Dejó caer el disco para cogerse el dedo. Enseguida apareció una gota de sangre.
—¡El muy hijo de puta me ha picado!
—Qué extraño —dijo Beau—. Déjeme ver.
—Hay más personas que han mostrado cambios de personalidad —explicó Cassy a Sheila—. Por ejemplo, el director del instituto donde hago prácticas como maestra se comporta de forma totalmente diferente desde que tuvo la gripe. Me han hablado de otros individuos, pero no los he visto en persona.
—Estos cambios son los que me tienen más preocupada —dijo Sheila.
Cassy, Pitt y Sheila caminaban hacia el despacho del doctor Halprin. Armada con nuevos datos, Sheila confiaba en qué el director del hospital reaccionara de forma diferente al día anterior. No obstante, les esperaba una decepción.
—Lo lamento. El doctor Halprin llamó esta mañana y dijo que iba a tomarse el día libre —explicó la señora Kapland.
—El doctor Halprin no ha faltado al trabajo un solo día de su vida —repuso Sheila—. ¿Le dijo el motivo?
—Dijo que él y su esposa necesitaban tiempo para estar juntos —explicó—. Pero dijo que telefonearía. ¿Quiere dejarle un mensaje?
—Que volveremos. La doctora Miller giró sobre sus talones y se marchó. Cassy y Pitt le dieron alcance en el ascensor.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Pitt.
—Es hora de que alguien telefonee a la gente que debería estar investigando este asunto —dijo Sheila—. Me extraña mucho que el doctor Halprin se haya tomado el día libre por motivos personales.
—Odio los suicidios —dijo Vince mientras giraba por Main Street.
Delante había una aglomeración de coches patrulla y vehículos de emergencia. Una cinta amarilla mantenía a raya a los mirones. Empezaba a anochecer.
—¿Más que los homicidios? —Preguntó Jesse.
—Sí. En los homicidios las víctimas no pueden elegir, mientras que en los suicidios es todo lo contrario.
Debe de ser tremendo quitarse la vida. Sólo de pensarlo se me pone piel de gallina.
—Qué raro eres —dijo Jesse.
Para Jesse era justamente al revés. Era la inocencia de la víctima asesinada lo que le afectaba. No podía sentir la misma compasión por un suicida. Si una persona quería quitarse la vida, allá ella. El verdadero problema era cerciorarse de que el suicidio era un suicidio y no un homicidio camuflado.
Vince aparcó tan cerca de la escena del crimen como le fue posible. Una tela encerada de color amarillo cubría los restos del muerto sobre la acera. El único rastro de sangre visible era un hilillo rojo que corría hacia el bordillo.
Bajaron del coche y miraron hacia arriba. En el alféizar del sexto piso había varios chicos de la sección criminal fisgoneando.
Vince estornudó con violencia.
—Salud —dijo distraídamente Jesse. El teniente se acercó a un agente uniformado que se hallaba junto a la barrera que contenía a los mirones.
—¿Quién está al cargo del caso? —preguntó Jesse.
—El capitán.
—¿El capitán Hernández está aquí? —Inquirió sorprendido Jesse.
—Sí, arriba —dijo el agente. Jesse y Vince se miraron sorprendidos mientras se dirigían al edificio. El capitán casi nunca acudía al lugar de los hechos.
El edificio pertenecía a Serotec Pharmaceuticals y acogía las instalaciones de administración e investigación. La división industrial estaba situada fuera de la ciudad.
Una vez en el ascensor, Vince comenzó a toser. Jesse se apartó tanto como se lo permitía la estrecha cabina.
—¡Caray! —protestó Jesse. ¿Qué te ocurre?
—No lo sé. Puede que sea una alergia.
—Pues tápate la boca cuando tosas.
Llegaron al sexto piso. La parte frontal la ocupaba un laboratorio. Varios policías holgazaneaban junto a una ventana abierta. Jesse preguntó por el paradero del capitán y los policías señalaron una puerta lateral.
—No creo que los necesitemos —dijo el capitán Hernández cuando vio entrar a Jesse y Vince—. La escena ha sido grabada por entero.
Hernández presentó a Jesse y Vince a los seis empleados de Serotec que se hallaban en la habitación y al investigador criminal que había encontrado la cinta. Se llamaba Tom Stockman.
—Vuelva a pasar la cinta —ordenó el capitán. La secuencia había sido filmada en blanco y negro con una cámara de seguridad provista de un objetivo gran angular. Las voces hacían eco. La pantalla mostraba un hombre de baja estatura con una bata blanca situado de cara a la cámara. Había retrocedido hasta la ventana y parecía angustiado. De repente aparecieron varios empleados de Serotec vestidos también con batas blancas. Como estaban de cara al hombre sólo se les veía la espalda. Jesse supuso que se trataba de la misma gente que había ahora en el despacho.
—Se llama Sergei Kalinov —dijo Hernández—. El tipo había empezado a gritar a todo el mundo que lo dejaran en paz. Sale al principio de la cinta. Como veis, nadie le está tocando o amenazando.
—Simplemente enloqueció —dijo uno de los empleados de Serotec—. No sabíamos qué hacer.
Sergei comenzó a sollozar y a decir que sabía que estaba infectado y que no podía soportarlo. Luego se vio a un empleado de Serotec acercarse a Sergei.
—Es Mario Palumbo, el técnico jefe —aclaró el capitán Hernández—. Está intentando calmar a Sergei. Apenas se le oye porque está hablando con mucha suavidad.
—Le estaba diciendo que queríamos ayudarle explicó Mario.
Sergei se volvió hacia la ventana. El frenesí con que la abrió indicaba que temía una intromisión. Pero nadie, ni siquiera Mario, trató de detenerlo. Una vez abierta la ventana, Sergei se subió al alféizar. Con una última mirada a la cámara, saltó al vacío.
—Oh, no —gimió Vince desviando la mirada. Hasta Jesse sintió un vuelco en el estómago al ver a aquel hombrecillo quitarse la vida. La cinta proseguía. Varios empleados de Serotec, entre ellos Mario, se acercaron a la ventana y miraron hacia abajo. Su comportamiento, no obstante, no era el de alguien horrorizado. Más bien parecía moverles la curiosidad.
Entonces, para sorpresa de Jesse, los empleados cerraron la ventana y volvieron al trabajo.
Tom detuvo la cinta. Jesse observó a los empleados. Después de haber visto la terrible escena por segunda vez, habría esperado de ellos alguna reacción. Pero no hubo ninguna. Sus rostros permanecieron extrañamente imperturbables.
Tom extrajo la cinta. Se disponía a meterla en una bolsa con el correspondiente resguardo cuando el capitán Hernández se la arrebató.
—Yo me ocuparé de ella —dijo.
—Pero eso no es…
—He dicho que me ocuparé de ella —repitió el capitán con tono autoritario.
—De acuerdo —cedió Tom, sabiendo que no era el procedimiento usual.
Jesse observó cómo el capitán salía de la habitación con la cinta en la mano y luego miró a Tom.
—Es el capitán —dijo éste a la defensiva. Vince tosió violentamente sobre la espalda de Jesse. Éste se volvió y le clavó una mirada asesina.
—Joder, si no te tapas la boca acabarás por contagiarnos a todos.
—Lo siento. Me encuentro fatal. ¿Hace frío aquí dentro?
—No —dijo Jesse.
—Mierda. Eso significa que debo de tener fiebre. —Se lamentó Vince.
—¿No preferirías ir a un restaurante mejicano? —sugirió Pitt.
—No; me apetece cocinar —dijo Cassy—. Me tranquiliza.
Estaban paseando bajo las bombillas desnudas del mercado de estilo europeo. Establecido al aire libre, en él se vendían principalmente verduras y frutas frescas traídas directamente de granjas remotas, pero había otros puestos que ofrecían desde pescado hasta antigüedades y objetos de arte. Se respiraba un ambiente festivo y popular, lleno de colorido. A esa hora de la tarde hervía de gente.
—¿Y bien? ¿Qué quieres preparar? —preguntó Pitt.
—Pasta primavera —dijo Cassy. Pitt sostuvo la bolsa mientras Cassy seleccionaba el producto. Con los tomates era especialmente exigente.
—No sé qué haré cuando Beau regrese —dijo Cassy—. No quiero ni verlo mientras no me cerciore de que ha vuelto a la normalidad. Este asunto cada día me asusta más.
—Tengo acceso a un apartamento —dijo Pitt.
—¿De veras?
—Está cerca del bar de Costa. El propietario es una especie de primo segundo mío. Enseña en la universidad.
El hombre gruñó.
—Gertrude dijo que había encontrado cuatro en su jardín —prosiguió la mujer. Y con una risita añadió—: Pensó que podían ser valiosas, hasta que descubrió que muchas personas habían encontrado otras iguales.
La mujer cogió una de las piedras.
—¡Caray, cómo pesa! —dijo. Cerró los dedos en torno a ella—. Está fría.
Iba a tendérsela a su amigo cuando de repente soltó un grito y la devolvió bruscamente al estante. El disco resbaló y cayó sobre un cenicero de cristal. El cenicero se hizo añicos. El estrépito atrajo la atención del propietario. Al ver lo ocurrido, exigió a la mujer que le pagara el cenicero.
—Ni lo sueñe —repuso ésta indignada—. Ese chisme negro me ha hecho un corte en el dedo.
La mujer levantó el dedo corazón herido con expresión desafiante. El propietario, interpretando el gesto como una provocación, se puso furioso.
Mientras el hombre y la mujer discutían, Pitt y Cassy se miraron sorprendidos. Por un momento, el dedo de la mujer había irradiado una tenue irisación azul.
—¿Qué crees que ha podido provocarla? —susurró Cassy.
—¿Me lo preguntas a mí? —Dijo Pitt—. Ni siquiera estoy seguro de que haya ocurrido. Sólo duró un instante.
—Pero ambos la vimos. El hombre y la mujer tardaron veinte minutos en llegar a un acuerdo. Cuando la mujer y su amigo se hubieron marchado, Pitt interrogó al propietario sobre los discos.
—¿Qué quiere saber? —refunfuñó el hombre. Sólo le habían pagado medio cenicero.
—¿Sabe qué son? —inquirió Cassy.
—No tengo ni idea.
—¿Cuánto pide por ellos?
—Ayer me daban hasta diez dólares por cada uno —explicó el hombre—, pero ahora los están fabricando en madera y han saturado el mercado. Éstos, no obstante, son de una calidad excepcional. Le dejo los seis por diez dólares.
—¿Han herido a otras personas? —preguntó Pitt.
—Bueno, uno de ellos me picó a mí también —contestó encogiéndose de hombros—. No fue nada, sólo un pinchazo, pero no me explico cómo ocurrió. —Cogió un disco—. Si se fija, son suaves como el culito de un bebé.
Pitt agarró a Cassy de la mano y echó a andar.
—¡Oiga! —Gritó el hombre—. Se los dejo por ocho. Pitt lo ignoró. Luego explicó a Cassy lo de la niña de urgencias que había sido reprendida por su madre porque decía haber sido mordida por una piedra negra.
—¿Crees que lo hizo uno de esos discos? —preguntó Cassy.
—Eso es lo que me estoy preguntando, porque la niña tenía la gripe. Por eso acudió a urgencias.
—¿Insinúas que el disco negro tuvo algo que ver con el hecho de que la niña contrajera la gripe?
—Sé que parece una locura —dijo Pitt—, pero su proceso fue similar al de Beau. Primero le picó el disco y horas después enfermó.
—¿Dónde oíste lo de esa conferencia de prensa de Randy Nite? —preguntó Cassy.
—En el programa Today de esta mañana —dijo Pitt—. El presentador dijo que la NBC iba a emitirla en directo.
—¿Y dices que mencionaron el nombre de Beau?
—Eso fue lo que me alucinó —dijo Pitt—. Se fue a Santa Fe para una entrevista y ahora interviene en una conferencia de prensa. Todo esto es muy raro.
Cassy y Pitt estaban en la sala de estar de los médicos de urgencias mirando un pequeño televisor. Sheila Miller había telefoneado a Pitt para que acudiera al centro acompañado de Cassy. La sala, aunque destinada en principio a los médicos, era el lugar que todo el personal de urgencias utilizaba para descansar y consumir sus almuerzos.
—¿Para qué hemos venido? —Preguntó Cassy—. Odio perderme clases.
—No me lo dijo —respondió Pitt—, pero creo que la doctora Miller ha pasado por encima del doctor Halprin y se ha puesto en contacto con una persona con quien quiere que hablemos.
—¿Crees que deberíamos contarle lo de ayer noche? —preguntó Cassy.
Pitt levantó una mano para silenciar a Cassy. El presentador de televisión anunciaba en ese momento que Randy Nite había entrado en la sala. El rostro aniñado y familiar de Randy llenó la pantalla.
Randy giró la cabeza y tosió. Luego regresó al micrófono y se disculpó diciendo:
«Estoy recuperándome de una gripe. Les ruego tengan paciencia conmigo».
—Oh, oh —dijo Pitt—, también él.
—«Buenos días a todos —saludó Randy—. Para quienes no me conozcan, me llamo Randy Nite y soy vendedor de software».
Una risa discreta emanó del público que llenaba la sala. Randy hizo una pausa que el presentador aprovechó para elogiar su sentido del humor. Randy era uno de los hombres más ricos del mundo y era muy poca la gente de los países industrializados que no había oído hablar de él.
«He convocado esta conferencia de prensa para anunciar que estoy a punto de emprender una nueva aventura… a decir verdad la aventura más importante y apasionante de mi vida».
Hubo un murmullo de excitación. El público esperaba una gran noticia y por lo visto no iba a llevarse una decepción.
«Esta nueva aventura —prosiguió Randy— se llamará Instituto para un Nuevo Comienzo y estará respaldada por todo el conjunto de recursos de Cipher Software. Para describir tan audaz empresa me gustaría presentarles a un joven de una formidable clarividencia. Damas y caballeros, les ruego den la bienvenida a mi nuevo ayudante personal, el señor Beau Stark».
Cassy y Pitt se miraron estupefactos.
—No me lo puedo creer —dijo Cassy. Beau se dirigió a la tarima entre aplausos. Llevaba un traje de diseño y el pelo peinado hacia atrás. Todo él destilaba una seguridad de político.
«Gracias por venir —dijo Beau con una sonrisa arrebatadora. Los ojos azules centelleaban como zafiros sobre su rostro bronceado—. El Instituto para un Nuevo Comienzo no podía llevar mejor nombre. Vamos a buscar a los mejores y más brillantes expertos en el campo de la ciencia, la medicina, la ingeniería y la arquitectura. Nuestro objetivo consistirá en dar marcha atrás a las tendencias negativas que nuestro planeta ha experimentado hasta ahora. ¡Podemos terminar con la contaminación! ¡Podemos terminar con las contiendas políticas y sociales! ¡Podemos crear un mundo adecuado para una nueva humanidad! ¡Podemos hacerlo y lo haremos!».
Los periodistas prorrumpieron en preguntas. Beau alzó una mano para silenciarlos.
«Hoy no responderemos a ninguna pregunta. Esta reunión tenía como única finalidad anunciar el proyecto. Dentro de una semana celebraremos otra conferencia de prensa para explicar con detalle nuestro programa. Gracias por su asistencia».
Ajeno al torbellino de preguntas de los medios de comunicación, Beau bajó de la tarima, abrazó a Randy Nite y juntos abandonaron el escenario.
El presentador trató de llenar el hueco causado por la brevedad de la conferencia. Comenzó a especular sobre los posibles objetivos del nuevo instituto y sobre lo que Randy Nite había querido decir con lo de una aventura respaldada por todos los recursos de Cipher Software. Comentó que dichos recursos eran cuantiosos, superiores al PNB de muchos países.
—¡Dios mío, Pitt! —exclamó Cassy. ¿Qué le está pasando a Beau?
—Parece que la entrevista le fue bien —dijo él tratando de ser gracioso.
—El asunto no tiene gracia —se lamentó Cassy—. Estoy asustada. ¿Qué le vamos a decir a la doctora Miller?
—Por ahora creo que ya le hemos contado bastante.
—¡Pero qué dices! Tenemos que explicarle lo de los discos negros. Tenemos que…
—Para el carro, Cassy —espetó Pitt cogiéndola por los hombros—. Imagina por un segundo lo que podría pensar la doctora Miller. Ella es nuestra única oportunidad de conseguir que alguien importante se interese por el asunto. Creo que no debemos apretar demasiado las tuercas.
—Pero la doctora Miller sólo sabe que existe una gripe extraña.
—A eso me refiero precisamente. Hemos conseguido que se interese por la gripe y por el hecho de que podría ocasionar cambios de personalidad. Si empezamos a contar que esa gripe la propagan unos discos negros diminutos o que hemos visto una luz azul en el dedo de una mujer después de que uno de ellos le picara, dejará de escucharnos. La doctora Miller ya nos amenazó con enviarnos al psiquiatra.
—Pero vimos esa luz —insistió Cassy.
—Creemos que la vimos. Escúchame bien. Lo primero que tenemos que hacer es despertar el interés de otras personas. Una vez hayan investigado esta gripe y comprendan que algo extraño está pasando, lo contaremos todo.
Sheila asomó la cabeza por la puerta.
—El hombre con quien quiero que habléis acaba de llegar —dijo—, pero estaba hambriento y lo envié a la cafetería. Le esperaremos en mí despacho.
Cassy y Pitt se levantaron y siguieron a Sheila.
—Vosotros dos —dijo Nancy Sellers a Jonathan y Candee— esperaréis en la furgoneta mientras hablo con la madre de Candee. ¿De acuerdo?
Ambos asintieron con la cabeza.
—Se lo agradezco de veras, señora Sellers —dijo Candee.
—No hay nada que agradecer. El hecho de que tus padres estuvieran demasiado ocupados anoche para hablar conmigo por teléfono y no me telefonearan más tarde demuestra que algo va mal. Ni siquiera sabían que estabas en mi casa pasando la noche.
Nancy se despidió con la mano y echó a andar hacia la entrada principal de Serotec Pharmaceuticals. Todavía se apreciaba la mancha que había dejado el señor Kalinov al golpear la acera. Nancy conocía muy poco al hombre, pues era un empleado relativamente nuevo y trabajaba en el departamento de bioquímica, pero la noticia la había entristecido. Sabía que tenía esposa y dos hijas adolescentes.
Entró en el edificio sin saber qué esperar. Ignoraba qué atmósfera iba a respirarse en la compañía tras la tragedia del día anterior. Para esa tarde estaba prevista una misa. No obstante, enseguida tuvo la sensación de que todo había vuelto a la normalidad.
El departamento de contabilidad estaba en la cuarta planta. Mientras subía en el concurrido ascensor, Nancy escuchó algunas conversaciones informales e incluso algunas risas. Al principio agradeció que la gente se hubiera tomado tan bien el asunto. Mas cuando el ascensor al completo estalló en una carcajada por un comentario que Nancy no había oído, empezó a sentirse incómoda. Tanta jovialidad le parecía una falta de respeto.
Nancy no tuvo problemas para encontrar a Joy Taylor. Siendo una de las empleadas más antiguas del departamento, tenía su propio despacho. Joy estaba trabajando en su ordenador cuando ella asomó por la puerta abierta. Se trataba, tal como Nancy recordaba, de una mujer tímida, de su misma estatura pero mucho más delgada. Supuso que Candee debía de haber salido a su padre.
—¿Se puede? —preguntó Nancy.
Joy levantó la cabeza. En sus chupadas facciones se dibujó una mueca de irritación por la interrupción, pero enseguida desapareció y la mujer sonrió.
—Hola —dijo Joy—. ¿Cómo está?
—Muy bien. Temía que no se acordara de mí. Soy Nancy Sellers. Mi hijo Jonathan y su hija Candee son compañeros de clase.
—Por supuesto que la recuerdo.
—Menuda tragedia la de ayer —comentó Nancy mientras pensaba en cómo abordar el asunto que la había llevado hasta allí.
—Depende —repuso Joy. Una tragedia para la familia, de eso no hay duda, pero el señor Kalinov padecía una grave enfermedad renal.
—Oh —dijo Nancy, desconcertada por el comentario.
—Oh, sí —continuó Joy—. Llevaba años sometiéndose a una diálisis semanal. Incluso se habló de hacerle un trasplante. El problema era la mala calidad de sus genes. A su hermano le pasaba lo mismo.
—No sabía que el señor Kalinov tuviera problemas de salud.
—¿Puedo ayudarla en algo?
—Pues sí —respondió Nancy mientras tomaba asiento—. Bueno, en realidad lo que quería era hablar con usted. Seguro que no es nada serio, pero pensé que debía mencionárselo. Yo habría querido que usted hiciese lo mismo por mí si Jonathan hubiese acudido a usted.
—¿Candee ha acudido a usted? ¿Por qué?
—Está preocupada. Y la verdad, yo también.
—Nancy observó que el rostro de Joy se endurecía ligeramente.
—¿Qué le preocupa tanto a Candee? —preguntó.
—Tiene la sensación de que en su casa las cosas han cambiado —explicó Nancy—. Dice que usted y su marido llevan ahora una vida social muy intensa y que eso la hace sentirse insegura. Por lo visto, algunos de sus invitados han merodeado incluso en su habitación.
—Es cierto que tenemos una intensa vida social, últimamente mi marido y yo nos hemos metido en actividades destinadas a la defensa del medio ambiente. Exige mucho trabajo y sacrificio, pero estamos dispuestos a ello. ¿Le gustaría asistir a nuestra reunión de esta noche?
—Gracias. Quizá en otra ocasión —se disculpó Nancy.
—Si alguna vez quiere venir, sólo tiene que decírmelo. Y ahora, si me disculpa, tengo trabajo.
—Hay otra cosa —prosiguió Nancy. La conversación no iba bien. Pese a sus esfuerzos diplomáticos, Joy no se mostraba receptiva. Era hora de hablar con franqueza—. Mi hijo y su hija creen que el otro día usted y su marido los animaron a que durmieran juntos. Sepa que la idea no me parece bien. De hecho, estoy totalmente en contra.
—Pero son muchachos sanos y sus genes hacen buena pareja.
Nancy se esforzó por mantener la serenidad. En su vida había oído un comentario tan absurdo. No alcanzaba a comprender la relajada postura de Joy con respecto a ese asunto, y aún menos teniendo en cuenta que cada vez eran más los embarazos entre adolescentes, Igualmente irritante resultaba la ecuanimidad de Joy frente a su visible nerviosismo.
—Estoy segura de que Jonathan y Candee hacen una buena pareja —se obligó a decir Nancy, pero sólo tienen diecisiete años y no están preparados para asumir las responsabilidades de la vida adulta.
—Respeto su opinión, pero mi marido y yo creemos que existen problemas mucho más graves de los que preocuparse, por ejemplo la destrucción de las selvas tropicales.
Aquello fue demasiado para Nancy. Estaba claro que no iba a tener una conversación razonable con Joy Taylor. Se levantó.
—Gracias por atenderme —dijo con frialdad—. Le aconsejo que preste más atención al estado anímico de su hija. Está preocupada.
Nancy se volvió para marcharse.
—Un momento —dijo Joy.
Nancy vaciló.
—Parece usted muy alterada —prosiguió Joy—. Creo que puedo ayudarla. —Abrió el cajón superior de su escritorio y extrajo un disco negro. Lo colocó en la palma de su mano y se lo tendió—. Acepte este pequeño obsequio.
A Nancy ya no le cabía duda de que Joy Taylor era una excéntrica, y el ofrecimiento gratuito de un talismán sólo consiguió incrementar esa impresión. Se inclinó para examinar el objeto.
—Cójalo —la animó Joy. Llevada por la curiosidad, Nancy alargó la mano, pero enseguida se lo pensó mejor y la retiró.
—No, gracias —dijo—. Debo irme.
—Cójalo —insistió Joy. Cambiará su vida.
—Me gusta mi vida tal como es —espetó Nancy. Se volvió y salió del despacho.
Una vez en el ascensor, analizó la sorprendente conversación que acababa de mantener. No tenía nada que ver con lo que había esperado. ¿Qué iba a decirle a Candee? Con Jonathan la cosa era más fácil. Simplemente le diría que no se acercara a la casa de los Taylor.
La puerta del despacho de la doctora Miller se abrió y Pitt y Cassy se levantaron. Un hombre con una ligera calvicie pero relativamente joven entró seguido de la doctora. Vestía un traje barato y arrugado. Sobre su ancha nariz descansaban unas gafas de montura ligera.
—Éste es el doctor Clyde Horn —dijo Sheila—, delegado del departamento de investigación epidemiológica del Centro para el Control de las Enfermedades de Atlanta. Está especializado en la gripe. —Luego hizo las presentaciones.
—Sois los médicos residentes más jóvenes que he visto en mi vida —comentó Clyde.
—Yo no soy médico residente —aclaró Pitt—. De hecho no empezaré la carrera de medicina hasta el otoño.
—Yo soy maestra de instituto en prácticas —dijo Cassy.
—Ya —repuso Clyde visiblemente desconcertado.
—Pitt y Cassy están aquí para explicarle el problema desde un punto de vista personal —aclaró Sheila al tiempo que ofrecía asiento a Clyde.
Todos se sentaron. Seguidamente, Sheila expuso los casos de gripe que habían atendido en la sección de urgencias. Tenía algunos cuadros y gráficos que enseñó a Clyde. El más impresionante era el que mostraba el vertiginoso aumento del número de casos de gripe producido en los últimos tres días. El segundo en importancia hacía referencia al número de fallecimientos en personas con los mismos síntomas asociados a enfermedades crónicas como diabetes, cáncer, problemas renales, artritis reumatoide y dolencias hepáticas.
—¿Ha podido determinar la cepa? —Preguntó Clyde—. Cuando hablé con usted por teléfono me dijo que todavía estaba por determinar.
—Y todavía lo está —respondió Sheila—. A decir verdad, aún no hemos aislado el virus.
—Qué extraño —comentó Clyde.
—El único aspecto constante que hemos observado es un aumento significativo de las linfocinas en la sangre —explicó Sheila tendiendo a Clyde otro cuadro.
—Caray, son valores muy altos —dijo Clyde—. ¿Dice que los síntomas son todos típicamente gripales?
—Así es —respondió Sheila—, aunque más intensos de lo normal y generalmente localizados en la vía respiratoria superior. No hemos apreciado síntomas de neumonía.
—Es evidente que ha estimulado los sistemas inmunológicos —comentó Clyde mientras examinaba el cuadro de las linfocinas.
—La duración de la enfermedad es bastante breve —prosiguió Sheila—. A diferencia de una gripe normal, alcanza su punto álgido en cinco o seis horas. Transcurridas doce horas los pacientes afirman encontrarse perfectamente.
—Incluso mejor que antes de enfermar —puntualizó Pitt.
Clyde arrugó la frente.
—¿Mejor? Sheila asintió.
—Es cierto —dijo—. Una vez recuperado, el paciente muestra una suerte de euforia con niveles de energía crecientes. Pero lo realmente preocupante es que muchos se comportan como si hubiesen experimentado un cambio de personalidad. Ésa es la razón por la que ellos están aquí. Tienen un amigo común que al parecer comenzó a comportarse como si fuera otra persona después de recuperarse de la gripe. Su caso podría resultar particularmente importante, pues es probable que sea la primera persona que contrajo esta curiosa enfermedad.
—¿Se han llevado a cabo análisis neurológicos? —preguntó Clyde.
—Desde luego —respondió Sheila—, en varios pacientes. Pero dieron resultados normales, incluido el del líquido cerebroespinal.
—¿Y el de vuestro amigo, comoquiera que se llame?
—Se llama Beau —dijo Cassy.
—Todavía no lo hemos sometido a un examen neurológico —explicó Sheila—. Tenemos previsto hacerlo, pero por ahora no está disponible.
—¿En qué aspectos ha cambiado la personalidad de Beau? —preguntó Clyde.
—En todos —respondió Cassy. Antes de tener la gripe nunca faltaba a clase. Desde que se curó no ha vuelto a la facultad. El otro día se levantó a medianoche y salió a la calle para reunirse con gente extraña. Cuando le pregunté de qué habían hablado, me dijo que del medio ambiente.
—¿Conserva el sentido del tiempo, el espacio y la gente? —preguntó Clyde.
—Sí —dijo Pitt—. De hecho, su mente está especialmente despierta. Por otro lado, parece mucho más fuerte.
—¿Físicamente? —preguntó Clyde. Pitt asintió con la cabeza—. Los cambios de personalidad después de una gripe son poco habituales —dijo Clyde acariciándose distraídamente la calva—. Esta gripe también se sale de lo normal en otros aspectos. Nunca he oído hablar de una duración tan breve. ¡Qué extraño! ¿Sabe si los demás hospitales de la zona han tenido casos similares?
—Lo ignoramos —dijo Sheila—. Pero al CCE le resultaría fácil averiguarlo.
Un fuerte golpe en la puerta hizo brincar a Sheila de la silla. Había dicho que nadie les molestara, por lo que supuso que se trataba de una emergencia. Por la puerta apareció el doctor Halprin, seguido de Richard Wainwright, el técnico jefe del laboratorio que había ayudado a elaborar los informes que Sheila acababa de mostrar al doctor Clyde Horn. Richard tenía el rostro sonrojado y trasladaba nerviosamente el peso del cuerpo de un pie a otro.
—Hola, doctora Miller —saludó alegremente Halprin. Parecía totalmente recuperado y rebosaba salud—. Richard me ha dicho que tenemos una visita oficial.
Halprin entró y se presentó a Clyde como el director del hospital. Richard se mantuvo tímidamente en el umbral de la puerta.
—Me temo que ha sido convocado bajo pretextos del todo injustificados —dijo Halprin. Luego, sonriendo indulgente, añadió—: Como director jefe del hospital, toda solicitud de ayuda al CCE debe pasar por mi despacho. Así lo especifica el reglamento, a menos, claro está, que se trate de una enfermedad grave, y la gripe no lo es.
—Lo lamento —se disculpó Clyde al tiempo que se ponía en pie—. Creía que la solicitud era oficial. No era mi intención entrometerme.
—No se preocupe —le tranquilizó Halprin—. Es sólo un pequeño malentendido. El caso es que no necesitamos los servicios del CCE. Pero venga a mi despacho. Allí podremos deshacer el entuerto.
Rodeó con un brazo el hombro de Clyde y lo condujo hasta la puerta.
Sheila puso los ojos en blanco. Cassy presintiendo que estaban a punto de perder una oportunidad importante, terció:
—Por favor, doctor Horn, tiene que escucharnos.
En esta ciudad está ocurriendo algo extraño. La gente está cambiando a causa de esa enfermedad, una enfermedad que se está propagando con rapidez.
—¡Cassy! —exclamó severamente Sheila.
—Es cierto —insistió Cassy—. No escuche al doctor Halprin. Él también ha pasado la gripe. ¡Es uno de ellos!
—¡Cassy, ya basta! —dijo Sheila. Cogiéndola de un brazo, la apartó de la puerta.
—Lo lamento, Clyde —se disculpó suavemente el doctor Halprin—. ¿Puedo llamarle Clyde?
—Desde luego —respondió éste mirando nerviosamente por encima de su hombro, temeroso de sufrir una agresión.
—Como ve, este problemilla ha causado serios trastornos emocionales —continuó Halprin mientras conducía a Clyde hasta el vestíbulo—. Por desgracia, ha obnubilado el raciocinio de algunas personas. Pero hablaremos de ello en mi despacho. Desde allí pediremos un coche para que lo traslade al aeropuerto. Por lo demás, tengo algo que me gustaría que se llevara a Atlanta. Algo que estoy seguro interesará al CCE.
Sheila cerró la puerta y se apoyó contra ella.
—Cassy, lo que has hecho ha sido una imprudencia.
—Lo siento. No pude evitarlo.
—Es por Beau —explicó Pitt—. Él y Cassy están prometidos.
—No tienes por qué disculparte —dijo Sheila—. También yo estaba indignada. Lo malo es que ahora estamos como al principio.
La finca era magnífica. Aunque con los años había quedado reducida a menos de dos hectáreas, la casa seguía en pie y en buen estado. Construida a principios de siglo, imitaba a un cháteau francés. La piedra era granito de la zona.
—Me gusta —dijo Beau. Comenzó a girar por el amplio salón de baile con los brazos extendidos. Rey estaba sentado junto a la puerta, como si temiera que fueran a dejarlo solo en esa mansión. Randy y Helen Bryer, la agente inmobiliaria, estaban hablando en un recodo.
—Exactamente dos hectáreas —dijo la señora Bryer—. No es mucho terreno para una casa tan grande, pero linda con la propiedad de Cipher, de modo que el terreno real es mucho mayor.
Beau se paseó por los enormes ventanales, dejando que el sol lo inundara. La vista era extraordinaria. El estanque diáfano le recordaba al paisaje que se divisaba desde el otero de la propiedad de Cipher.
—Oí su comunicado de esta mañana —dijo la señora Bryer—. Sinceramente, señor Nite, creo que su Instituto para un Nuevo Comienzo es una idea maravillosa. La humanidad se lo agradecerá.
—La nueva humanidad —puntualizó Randy.
—Sí, claro —dijo ella—. Una nueva humanidad consciente de las necesidades del medio ambiente. Creo que esto tendría que haber ocurrido hace mucho, mucho tiempo.
—No imagina cuánto —vociferó Beau desde los ventanales. Se acercó lentamente a Randy. Esta casa es perfecta para el instituto. ¡Nos la quedamos!
—¿Cómo dice? —preguntó la señora Bryer pese a haberlo oído perfectamente.
Se aclaró la garganta y miró a Randy en busca de una confirmación. Randy asintió con la cabeza. Beau sonrió y salió de la habitación seguido de Rey.
—¡Fantástico! —Dijo emocionada la señora Bryer en cuanto hubo recuperado el habla—. Es una finca preciosa. ¿Pero no desea saber cuánto pide el propietario?
—Póngase en contacto con mis abogados —dijo Randy mientras le entregaba una tarjeta—. Que ellos se encarguen de preparar los documentos.
Randy salió a reunirse con Beau.
—Lo que usted diga, señor Nite —resonó la voz de la señora Bryer en la vacuidad del salón.
La mujer parpadeó y sonrió para sus adentros. Había sido la venta más extraña de su vida. No obstante, ¡menuda comisión!
La lluvia golpeaba como granos de arena la ventana situada a la derecha del escritorio de Jesse. Los truenos contribuían al ambiente. Jesse amaba las tormentas. Le recordaban los veranos de su infancia en Detroit.
Atardecía y bajo circunstancias normales Jesse estaría preparándose para volver a casa. Por desgracia, esa mañana Vince Garbon había acudido a la comisaría enfermo y Jesse se había visto obligado a hacer el trabajo de ambos. Con otra hora de papeleo por delante, cogió su taza vacía y se levantó. Sabía por experiencia que otro café no conseguiría desvelarle a la hora de dormir pero sí le ayudaría a pasar el resto de la tarde.
Camino de la cafetera le llamó la atención el gran número de compañeros que tosían, estornudaban o sorbían por la nariz. Para colmo, había muchos enfermos, entre ellos Vince. Algo flotaba en el aire y Jesse se alegró de seguir sano.
Mientras regresaba a su mesa, miró hacia el despacho del capitán. Para su sorpresa, éste se hallaba de pie junto a la ventana, de cara a la oficina, con las manos a la espalda y una sonrisa de satisfacción en el rostro. El capitán reparó en Jesse y le saludó con la mano esbozando una sonrisa de oreja a oreja.
Jesse saludó a su vez, pero mientras se sentaba se dijo que algo extraño le ocurría al capitán. En primer lugar, nunca se quedaba hasta tan tarde a menos que hubiese alguna operación especial. En segundo lugar, por la tarde siempre se ponía de mal humor. Jesse jamás le había visto sonreír después de las doce.
De nuevo en su asiento y con el bolígrafo suspendido sobre uno de los innumerables impresos, Jesse se aventuró a echar otro vistazo al despacho del capitán. Comprobó sorprendido que el hombre seguía en la misma postura y con la misma sonrisa. Cual voyeur, Jesse lo observó detenidamente mientras trataba de adivinar por qué demonios sonreía. No era una sonrisa de regocijo, sino más bien de satisfacción.
Sacudiendo la cabeza, Jesse se concentró en la pila de impresos que tenía delante. Odiaba el papeleo, pero tenía que hacerse.
Media hora después, y habiendo cumplimentado algunos impresos, volvió a levantarse. Esta vez era la llamada de la naturaleza. Como siempre, el café le habla recorrido el cuerpo a una velocidad vertiginosa.
Mientras se dirigía al lavabo situado al final del pasillo echó otra ojeada al despacho del capitán y comprobó aliviado que estaba vacío. Una vez en el lavabo, actuó con rapidez. Hizo lo que tenía que hacer y se marchó sin perder tiempo. El lavabo estaba lleno de compañeros que no paraban de toser, estornudar y sonarse.
Se dirigió a la fuente para enjuagar su silbato. Para ello tenía que pasar por el mostrador de objetos personales. El sargento Alfred Kinsella lo vio a través de la rejilla metálica de su cubículo.
—¡Eh, Jesse! —gritó—. ¿Qué hay de nuevo?
—Poca cosa —respondió Jesse—. ¿Cómo va tu problema sanguíneo?
—Como siempre —dijo Alfred, y se aclaró la garganta—. Todavía tienen que hacerme transfusiones.
Jesse asintió con la cabeza. Como la mayoría de los compañeros del cuerpo, había donado sangre a Alfred.
El hombre le daba pena. Tenía que ser muy duro padecer una enfermedad grave que los médicos no sabían diagnosticar.
—¿Quieres ver algo curioso? —preguntó Alfred. Se aclaró de nuevo la garganta y tosió con violencia. Se llevó una mano al pecho.
—¿Estás bien? —preguntó Jesse.
—Creo que sí. Pero desde hace una hora me noto un poco mal.
—Tú y todos los demás —observó Jesse—. ¿Qué es eso tan curioso?
—Estos chismes —dijo Alfred. Jesse se acercó al mostrador, que le llegaba a la altura del pecho, y vio una hilera de discos negros, cada uno de unos cuatro centímetros de diámetro.
—¿Qué son? —preguntó Jesse.
—No tengo ni puñetera idea. En realidad, esperaba que tú me lo dijeras.
—¿De dónde los has sacado?
—¿Has oído hablar de esos tipos que fueron fichados durante las dos últimas noches por cosas tan absurdas como conducta obscena o celebrar reuniones multitudinarias en lugares públicos sin autorización?
Jesse asintió. Todo el mundo hablaba de ello, y últimamente el propio Jesse había observado algunas conductas extrañas.
—Pues cada uno de ellos llevaba uno de estos discos voladores.
Jesse acercó la cara a la rejilla para verlos mejor. Parecían tapones de envases. Había unos veinte.
—¿De qué están hechos? —preguntó.
—Ni idea, pero pesan mucho para su tamaño —respondió Alfred. Estornudó varias veces y se sonó la nariz.
—Déjame ver uno —dijo Jesse. Pasó un brazo por la ventanilla de la jaula con la intención de coger un disco, pero Alfred lo detuvo.
—¡Cuidado! —advirtió—. Parecen muy suaves pero pueden picar. Es un verdadero misterio, porque no tienen ningún canto afilado. Sin embargo, ya me han picado varias veces. Es como la picadura de una abeja.
Haciendo caso de la advertencia, Jesse cogió un bolígrafo del bolsillo y lo utilizó para empujar un disco. Comprobó con sorpresa que no era fácil. El objeto pesaba mucho. Ni siquiera pudo darle la vuelta. Finalmente se rindió.
—Me temo que no puedo ayudarte —dijo—. No tengo ni idea de lo que son.
—Gracias de todos modos —dijo Alfred entre tos y tos.
—Me parece que has empeorado desde que estoy aquí —observó Jesse—. Deberías irte a casa.
—Lo soportaré. Hace poco que entré de servicio. Jesse se dirigía a su escritorio con la idea de trabajar otra media hora, pero no llegó muy lejos. Detrás de él se oyó una fuerte tos seguida de un golpe seco.
Se volvió y comprobó que Alfred había desaparecido. Mientras corría hacia el cubículo oyó el sonido de alguien que daba patadas contra los armarios. Jesse se encaramó al mostrador y miró. Alfred se hallaba en el suelo con la espalda arqueada, temblando. Estaba sufriendo un ataque epiléptico.
—¡Venid aquí! —Gritó Jesse—. Tenemos una emergencia en objetos personales.
Jesse saltó por encima del mostrador tirando al suelo cuanto encontró a su paso, incluidos los veinte discos negros. Absorto en la figura espasmódica de Alfred, no advirtió que los discos aterrizaban en el suelo con suma suavidad.
Jesse cogió las llaves de Alfred y las arrojó al mostrador para que sus compañeros abrieran la puerta del cubículo. Muy poca gente tenía llave de esa puerta. Acto seguido introdujo una libreta entre los dientes de Alfred fuertemente apretados. Iba a desabrocharle el botón de la camisa cuando vio algo que lo paralizó. De los ojos de Alfred rezumaba espuma.
Jesse retrocedió estupefacto. En su vida había visto una cosa igual. Parecía un baño de burbujas.
Instantes después llegaron los refuerzos. Los agentes contemplaron con igual asombro el torrente de espuma.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó un agente.
—¡Qué importa eso ahora! —Espetó Jesse, rompiendo el estado hipnótico de los presentes—. Llamad a una ambulancia. ¡Rápido!
El trueno estalló justo cuando la camilla golpeaba las puertas de la sección de urgencias del centro médico de la universidad. Empujada por dos fornidos camilleros, a pocos metros les seguía Jesse Kemper. Alfred Kinsella seguía dando bandazos. Tenía la cara morada y de sus ojos, corno de dos botellas de champán agitadas, todavía borboteaba espuma.
Sheila, Pitt y Cassy salieron disparados del despacho. Habían pasado allí la mayor parte del día cotejando los casos de gripe, incluidos los atendidos durante ese día. Sheila había oído el alboroto y reaccionó de inmediato. La enfermera jefe la había avisado de que estaba en camino un caso extraño. La ambulancia había telefoneado al centro antes de abandonar la comisaría.
Sheila detuvo la camilla y examinó a Alfred. Al ver la espuma ordenó que lo llevaran a la crujía de casos contagiosos. Jamás había visto nada igual y no quería correr ningún riesgo. Luego pidió a la enfermera jefe que localizara a un neurólogo por el buscador.
Jesse asió a Sheila del brazo.
—¿Me recuerda? Soy el teniente Jesse Kemper. ¿Qué le ocurre al agente Kinsella?
Ella se soltó con brusquedad.
—Eso es justamente lo que queremos averiguar. Pitt, acompáñame. Estamos ante una prueba de fuego. Cassy, lleva al teniente a mi despacho. En la sala de espera no cabe ni un alfiler.
Sheila y Pitt se alejaron presurosos por el pasillo en pos de la camilla.
—Me alegro de no ser médico —comentó Jesse.
—Y yo —convino Cassy. Venga. Le enseñaré dónde puede esperar.
Al cabo de media hora Sheila y Pitt entraban en el despacho con expresión de pesar. El desenlace no era difícil de adivinar.
—No ha habido suerte, ¿verdad? —dijo Cassy. Pitt negó con la cabeza.
—No volvió a recuperar el conocimiento —dijo Sheila.
—¿Tenía la misma gripe? —preguntó Cassy.
—Probablemente. Su nivel de linfocinas era muy alto —explicó Pitt.
—¿Qué es una linfocina? —Preguntó Jesse—. ¿Es eso lo que lo ha matado?
—Las linfocinas forman parte del sistema defensivo del cuerpo contra las invasiones —dijo Sheila—. Son la respuesta a una enfermedad, no la causa. Pero dígame, ¿padecía el señor Kinsella alguna enfermedad crónica, por ejemplo diabetes?
—No tenía diabetes —respondió Jesse—, pero sí un serio problema sanguíneo. Tenía que hacerse transfusiones de vez en cuando.
—Quisiera preguntarle algo —intervino Cassy. ¿Le mencionó alguna vez el sargento Kinsella algo sobre un disco negro de este tamaño?
—Cassy formó con los dedos pulgar e índice de ambas manos un círculo de unos cuatro centímetros de diámetro.
—¡Cassy! —Gimió Pitt.
—¡Calla! —Espetó Cassy—. A estas alturas poco tenemos que perder y mucho que ganar.
—¿De qué está hablando? —preguntó Sheila.
Pitt puso los ojos en blanco.
—La hemos jodido —comentó.
—¿Te refieres a un disco negro con la base plana y la superficie redondeada, con unos bultitos en la periferia? —preguntó Jesse.
—Exacto —dijo Cassy.
—Sí, me enseñó un montón antes de sufrir el ataque. Cassy lanzó una mirada triunfal a Pitt, cuya expresión había pasado en cuestión de segundos de la exasperación a un profundo interés.
—¿Comentó si alguno de esos discos le había picado? —preguntó Pitt.
—Sí, varias veces —respondió. Jesse—. Estaba muy extrañado porque no había encontrado ningún canto afilado. Y ahora que lo dices, recuerdo que al capitán Hernández también le picó uno.
—¿Le importaría a alguien explicarme de qué va todo esto? —dijo Sheila.
—Hace unos días encontramos un disco negro —explicó Cassy. Bueno, en realidad lo encontró Beau. Estaba en el suelo de un aparcamiento.
—Yo estaba allí cuando lo encontró —intervino Pitt—. No sabíamos qué era. Pensé que se había caído del coche de Beau.
—Poco después Beau dijo que el disco le había picado —continuó Cassy, y al cabo de unas horas contraía la gripe.
—La verdad es que nos habíamos olvidado por completo del disco —dijo Pitt—. Pero luego, aquí en urgencias examiné a una niña con gripe y me contó que la había mordido una piedra negra.
—Pero lo que realmente nos hizo empezar a sospechar de ellos fue algo que ocurrió anoche —dijo Cassy.
Describió el incidente del mercado. También describió la tenue irisación azul que ella y Pitt habían creído ver.
Cuando Cassy hubo terminado, se hizo el silencio.
—Esto es una locura —dijo finalmente Sheila con los labios tensos—. Como ya dije, en circunstancias normales os enviaría a los dos directamente a un psiquiatra, pero llegados a este punto estoy dispuesta a investigar lo que haga falta.
—¿Reconoce Beau que está actuando de forma diferente? —preguntó Jesse.
—Él dice que no —respondió Cassy—, pero me cuesta creerlo. Hace cosas que jamás había hecho antes.
—Es cierto —intervino Pitt—. Hace una semana estaba en contra de criar perros grandes en la ciudad y ahora tiene uno.
—Y fue a buscarlo sin consultarme antes —dijo Cassy. Verá, es que vivimos juntos. ¿Por qué lo pregunta?
—Sería interesante averiguar si la gente afectada está fingiendo deliberadamente —declaró Sheila—. Debemos actuar con discreción. Lo primero que tenemos que hacer es conseguir uno de esos discos.
—Podríamos volver al mercado —propuso Pitt.
—Yo podría conseguir uno del cubículo de objetos personales —ofreció Jesse.
—Intentad ambas cosas —dijo Sheila. Extrajo dos tarjetas de su bolsillo y anotó en el dorso su número de teléfono personal. Entregó una a Jesse y otra a Pitt y Cassy.
—El primero que consiga el disco me llama. Pero no olvidéis que debemos actuar con discreción. Un asunto así podría hacer cundir el pánico.
Antes de separarse, Pitt entregó a Sheila y a Jesse el número de teléfono del apartamento de su primo. Dijo que él y Cassy se alojaban allí. Cassy lo miró intrigada, pero no dijo nada.
—¿En qué dirección crees que estaba el puesto de antigüedades? —preguntó Pitt.
Habían entrado en el mercado a la misma hora que la tarde anterior. La superficie cubría dos manzanas y con tantos tenderetes era difícil orientarse.
—Recuerdo el puesto donde compramos los tomates —dijo Cassy. Volvamos allí y repitamos el recorrido de ayer.
—Buena idea. Encontraron el puesto de tomates con relativa facilidad.
—¿Qué hicimos después de los tomates? —preguntó Pitt.
—Compramos la fruta —respondió Cassy—. Estaba en esa dirección. —Señaló por encima del hombro de Pitt.
Después de dar con el puesto de fruta, ambos recordaron el camino que los había llevado a la sección de objetos de segunda mano. Al poco rato estaban frente al tenderete que buscaban. Por desgracia, estaba vacío.
—Perdone —dijo Cassy al propietario del puesto contiguo—. ¿Sabe dónde está el hombre que dirige este puesto?
—Está enfermo. Hablé con él esta mañana. Tiene la gripe, como la mayoría de nosotros.
—Gracias —dijo Cassy.
—¿Qué hacemos ahora? —susurró a Pitt.
—Confiar en que el teniente Kemper tenga más suerte que nosotros.
Jesse fue directamente a la comisaría desde el hospital, pero una vez allí decidió no entrar. Estaba seguro de que la noticia de la muerte de Kinsella había llegado hasta la comisaría y que la gente estaría afectada. Pensó que no era el momento de fisgonear en el cubículo de Kinsella, y aún menos si el capitán seguía rondando por allí. Las declaraciones de Cassy y Pitt le habían hecho reflexionar sobre la extraña actitud del capitán.
Así pues, se fue a casa. Vivía a un kilómetro y medio de la comisaría, en una casa pequeña pero suficiente para una persona. Hacía ocho años que vivía solo, desde que su mujer falleciera de cáncer de mama. Tenía dos hijos, pero ambos preferían el bullicio de Detroit.
Jesse se preparó una cena sencilla. Al cabo de unas horas comenzó a barajar la idea de regresar a la comisaría. Sabía que su presencia iba a causar extrañeza, pues nunca aparecía por allí a esas horas de la noche salvo en circunstancias extraordinarias. Mientras trataba de elaborar una excusa, se preguntó si Cassy y Pitt habrían conseguido el disco. De ser así, podría ahorrarse la molestia.
Rebuscó entre los papeles de su bolsillo hasta que encontró el número de teléfono. Llamó y Pitt contestó.
—Fue un fracaso —se lamentó Pitt—. El tipo que vendía los discos está enfermo. Preguntamos en otros puestos y nos dijeron que el mercado se había saturado de esos objetos, de modo que ya nadie los vende.
—Maldita sea —gimió Jesse.
—¿Tampoco usted lo ha conseguido?
—Todavía no lo he intentado. —De pronto se le ocurrió una idea—. Oye, ¿podríais acompañarme a la comisaría? Quizá te parezca una tontería, pero si entro solo la gente se extrañará, en cambio si entro fingiendo que estoy investigando un caso nadie se hará preguntas.
—Por mí, de acuerdo —dijo Pitt—. Espere un momento. Le preguntaré a Cassy.
Jesse jugó con el cable del teléfono mientras esperaba.
—Está dispuesta a hacer cualquier cosa por ayudar —dijo finalmente Pitt—. ¿Dónde quiere que nos encontremos?
—Iré a buscaros al apartamento, pero no antes de medianoche. Quiero que la gente de la tarde se haya ido para entonces. Será más fácil actuar con el turno de noche. Hay menos personal merodeando.
Cuanto más pensaba Jesse en la idea, más acertada le parecía.
Era la una y cuarto de la madrugada cuando Jesse entró en el aparcamiento de la comisaría. Se detuvo en su plaza y apagó el motor.
—Muy bien, muchachos —dijo—. Os diré lo que vamos a hacer. Cuando lleguemos a la puerta principal tendréis que pasar por el detector de metales. Después iremos directamente a mi mesa. Si alguien os pregunta qué hacéis ahí, decid que vais conmigo. ¿Entendido?
—¿Es peligroso? —preguntó Cassy. Nunca imaginó que pudiera inquietarle entrar en una comisaría.
—No, en absoluto —la tranquilizó Jesse. Bajaron del coche y entraron. Mientras pasaban por el detector de metales, Pitt y Cassy escucharon la conversación telefónica del policía de recepción.
—Sí, señora, estaremos ahí lo antes posible. Sé que los mapaches son a veces peligrosos. Por desgracia, con tanta gripe andamos cortos de personal.
Al poco rato estaban sentados frente a la mesa de Jesse. La oficina estaba vacía.
—Las cosas están saliendo mejor de lo que esperaba —dijo Jesse—. Estamos prácticamente solos.
—Ha llegado el momento de robar el banco —bromeó Pitt.
—No tiene gracia —espetó Cassy.
—Muy bien, vayamos al cubículo de objetos personales —propuso Jesse—. Pitt, coge mi bolígrafo. Si es necesario, fingiremos que lo estamos registrando.
El cubículo de objetos personales estaba cerrado a cal y canto. Tan sólo lo iluminaba la luz del vestíbulo que entraba a través de la rejilla.
—Esperad aquí —dijo Jesse. Abrió la puerta con su llave. Miró el suelo y comprobó que alguien había recogido los discos y demás objetos que él había volcado al saltar por encima del mostrador para socorrer a Alfred.
—Maldita sea.
—¿Qué ocurre? —preguntó Pitt.
—Alguien ha estado haciendo limpieza —dijo Jesse—. Ha debido de guardar los discos en sobres.
¿Qué va a hacer?
—Abrir todos los sobres.
—Hay cientos.
—¿Qué otra cosa puedo hacer?
Jesse puso manos a la obra. El trabajo era arduo. Tenía que retorcer las grapas, abrir el sobre y mirar en su interior.
—¿Podemos ayudarle? —se ofreció Pitt.
—Muy bien. De lo contrario estaremos aquí toda la noche.
Los muchachos entraron y, siguiendo el ejemplo del teniente, empezaron a abrir sobres.
—Tienen que estar aquí —dijo irritado Jesse. Trabajaban en silencio.
—¡Quietos! —susurró Jesse de repente. Se levantó lentamente para mirar por encima del mostrador. Le había parecido oír pasos. De pronto el corazón le dio un vuelco. Abrió bien los ojos para asegurarse de que no estaba viendo una aparición. Era el capitán, y se dirigía hacia ellos.
Jesse se agachó.
—Mierda, se acerca el capitán. Escondeos debajo del mostrador y no os mováis.
En cuanto los chicos lo hicieron, Jesse se levantó. Como todavía disponía de tiempo, salió del cubículo.
Caminando a paso ligero, interceptó al capitán en el vestíbulo.
—El agente me dijo que lo encontraría aquí —dijo Hernández—. ¿Qué demonios hace? Son casi las dos de la madrugada.
Jesse estuvo tentado de invertir la pregunta, pues la presencia del capitán resultaba aún más extraña. No obstante, se mordió la lengua y dijo:
—Estoy investigando el caso en el que hay dos jóvenes implicados.
—¿En la oficina de objetos personales? —preguntó el capitán mirando por encima del hombro de Jesse.
—Estoy buscando pruebas —explicó Jesse, y para cambiar de tema añadió—: Qué tragedia la muerte de Kinsella.
—No lo crea —replicó el capitán—. Tenía una enfermedad crónica en la sangre. Por cierto, Kemper, ¿qué tal se encuentra usted?
—¿Yo? —inquirió, desconcertado por la respuesta del capitán referente a Kinsella.
—Sí, usted. ¿Acaso estoy hablando con alguien más?
—Bien —respondió Jesse—, por suerte.
—Qué extraño. Pase por mi despacho antes de irse. Tengo algo para usted.
—De acuerdo, capitán. Hernández miró una vez más por encima del hombro de Jesse antes de marcharse hacia su despacho. Jesse lo vio alejarse preguntándose qué querría darle.
Cuando el capitán desapareció de su vista, regresó al cubículo.
—Hay que encontrar uno de esos discos y salir de aquí cuanto antes —dijo.
Cassy y Pitt abandonaron su escondite y los tres volvieron a la tarea.
—¡Ajá! —exclamó Jesse mirando el interior de un sobre especialmente pesado—. ¡Por fin!
Alargó una mano para extraer el disco.
—¡No lo toque! —gritó Cassy.
—Pensaba cogerlo con cuidado —repuso Jesse.
—La picadura es rápida —dijo Pitt.
—Entonces no lo tocaré. Lo dejaré en el sobre. Firmaré el resguardo y podremos irnos.
Poco después estaban de vuelta en el escritorio de Jesse. La oficina estaba prácticamente vacía. Jesse observó el despacho del capitán. La luz estaba encendida, pero no había rastro de Hernández.
—Echemos un vistazo a ese chisme —dijo Jesse. Retiró la grapa del sobre y deslizó el disco sobre una hoja de papel secante.
—Parece inofensivo. —Empujó el objeto con un bolígrafo—. No tiene ninguna abertura. ¿Cómo es posible que pueda picar?
—Las dos veces que le he visto hacerlo la persona estaba tocando la periferia con los dedos o la palma de la mano —explicó Pitt.
—Pero si no hay ninguna grieta es imposible que pique —insistió Jesse—. Tal vez hay algunos que pican y otros que no. —Se puso las gafas de lectura, que detestaba por cuestiones de vanidad, y se inclinó sobre el disco para examinarlo de cerca—. Parece de ónice, aunque menos brillante. —Acarició la superficie abovedada con la yema de un dedo.
—Yo no haría eso —advirtió Pitt.
—Está frío —dijo Jesse, ignorando la advertencia de Pitt—. Y es muy suave.
Con tiento, deslizó el dedo hacia la periferia con intención de palpar los bultitos que la circundaban. El cierre repentino de la puerta de un armario en la zona de recepción le sobresaltó y le hizo apartar la mano.
—Me temo que estoy algo nervioso —se excusó Jesse.
—Tiene buenos motivos para estarlo —dijo Pitt.
Con precaución, Jesse tocó uno de los bultos. No ocurrió nada. Con igual cuidado procedió a deslizar la punta del dedo por la periferia del disco. Había recorrido un cuarto del camino cuando se produjo un fenómeno extraordinario. En la superficie lisa del margen del disco se abrió una hendidura de un milímetro de ancho.
Jesse apartó la mano a tiempo de ver cómo una aguja cromada de varios milímetros de longitud asomaba rápidamente por la hendidura y de la punta brotaba una gota amarillenta. Acto seguido la aguja retrocedió y la hendidura desapareció. La escena había durado apenas un segundo.
Tres pares de ojos perplejos se elevaron para mirarse.
—¿Habéis visto eso? —Preguntó Jesse—. ¿O es que me estoy volviendo loco?
—Yo lo he visto —dijo Cassy—, y esa mancha húmeda en el papel secante es prueba de ello.
Jesse se inclinó nerviosamente y, con sus lentes de aumento como él llamaba a sus gafas, examinó el área donde se había formado la hendidura.
—No hay rastro de ella.
—No se acerque tanto —le previno Pitt—. Ese líquido podría ser infeccioso.
Como buen hipocondríaco, la advertencia de Pitt fue cuanto Jesse necesitó para retroceder varios pasos.
—¿Qué hacemos?
—Necesitamos unas tijeras y un recipiente, a ser posible de cristal —dijo Pitt—. También un poco de lejía clorada.
—¿Serviría el bote de la leche en polvo? —Sugirió Jesse—. Veré si hay lejía en el armario del conserje. Las tijeras están en el cajón superior.
—El bote de la leche en polvo servirá —dijo Pitt—. ¿Tiene guantes desechables?
—Sí, también tenemos —dijo Jesse—. Vuelvo enseguida.
Jesse consiguió reunir todo lo que Pitt necesitaba. Pitt recortó con las tijeras el pedazo de papel secante que contenía la mancha húmeda y lo introdujo en el bote. Aunque el dorso del papel estaba seco, desinfectó la mesa con la lejía. Los guantes y las tijeras fueron a parar a una bolsa de plástico.
—Creo que deberíamos llamar a la doctora Miller —opinó Pitt cuando hubo terminado.
—¿Ahora? —Preguntó Jesse—. Son más de las dos dela madrugada.
—Seguro que querrá conocer lo ocurrido —dijo Pitt— y hacer un cultivo con el contenido de la muestra.
—Muy bien, tú llamas —dijo Jesse—. Tengo que ir a ver al capitán. A mi vuelta ya sabrás si debo llevaros al centro médico o a casa.
Camino del despacho del capitán la mente de Jesse era un torbellino de pensamientos inconexos. Habían sucedido tantas locuras en tan poco tiempo, como lo de la hendidura surgida en el disco por arte de magia, que se sentía confundido. También estaba agotado, pues su hora de acostarse había pasado hacía rato. Nada parecía real, ni siquiera el hecho de dirigirse al despacho del capitán a las dos de la madrugada.
Encontró la puerta entreabierta. Se detuvo en el umbral. El capitán estaba sentado frente a su mesa, escribiendo a conciencia como si fueran las diez de la mañana. Jesse tuvo que reconocer que, pese a lo avanzado de la hora, Hernández tenía mejor aspecto que nunca.
—Capitán —dijo Jesse—. ¿Deseaba verme?
—Entre —dijo el capitán. Con una sonrisa, indicó que se acercara—. Le agradezco que haya venido. Dígame, ¿cómo se encuentra ahora?
—Bastante cansado, señor. —¿No se encuentra mal?
—Pues no —repuso Jesse.
¿Ha solucionado el problema con los dos muchachos?
—Todavía no.
—Le he hecho venir porque quería recompensarle por su dedicación al trabajo explicó el capitán, Abrió el cajón central de su escritorio y sacó un disco negro.
Jesse lo observó estupefacto.
—Quiero obsequiarle con este símbolo de un nuevo comienzo —declaró el capitán, sosteniendo el disco en la palma de la mano.
Alargó el brazo. El pánico se apoderó de Jesse.
—Gracias, señor, pero no puedo aceptarlo.
—Claro que puede —insistió el capitán—. No parece gran cosa, pero cambiará su vida. Créame.
—Oh, no lo dudo, señor. Pero no me lo merezco.
—Tonterías. Cójalo.
—Gracias, pero no. Estoy muy cansado y necesito dormir.
—Le ordeno que lo coja —dijo, el capitán con voz repentinamente áspera.
—Como quiera, señor —cedió el teniente. Mientras alargaba una mano temblorosa, en su mente apareció la imagen de la fulgurante aguja. También recordó que para estimular el mecanismo era preciso tocar el margen del disco. Observó entonces que el capitán no lo tocaba, sino que el disco descansaba sobre la palma de su mano.
—Cójalo, amigo mío —insistió.
Jesse abrió la palma de la mano y la acercó a la del capitán. Éste le miró fijamente a los ojos y Jesse advirtió que tenía las pupilas increíblemente dilatadas.
Finalmente, y con sumo cuidado, el capitán deslizó su dedo pulgar por debajo del disco y posó el dedo índice sobre la giba. Era evidente que intentaba evitar el contacto con el canto. Levantó el disco y lo depositó en la palma de Jesse.
—Gracias. Sin mirar el maldito objeto, Jesse se alejó a toda prisa.
—¡Me lo agradecerá! —gritó el capitán.
Jesse corrió hasta su mesa temeroso de que el disco le picara en cualquier momento. Pero no ocurrió así, y Jesse lo hizo resbalar por su mano sin problemas. El disco chocó contra su colega con el mismo sonido que dos bolas de billar.
—¿Qué demonios…? —comenzó Pitt.
—¡Yo qué sé! —Dijo Jesse—. Sólo puedo decirte que el capitán no está de nuestro lado.
Con el bote de cristal sujeto a contraluz, Sheila examinó el trozo de papel secante.
—Podría ser la prueba que necesitamos —dijo—. Pero volved a contarme qué ocurrió exactamente.
Cassy, Pitt y Jesse empezaron a hablar al mismo tiempo.
—¡Un momento! —Exclamó Sheila—. Hablad por turno.
Cassy y Pitt cedieron la palabra a Jesse. El teniente relató una vez más el episodio mientras los jóvenes añadían algunos detalles. Al llegar a la parte de la hendidura, Jesse abrió los ojos de par en par y apartó raudamente la mano, recreando lo ocurrido.
Sheila dejó el bote sobre la mesa y miró por el microscopio binocular. Sobre la bandeja descansaba un disco.
—Esto es muy raro —dijo—. La superficie no tiene la menor irregularidad, juraría que el disco está formado por una sola pieza.
—Lo parece, pero no es así —dijo Cassy—. Tiene un mecanismo. Todos vimos la hendidura.
—Y la aguja —añadió Pitt.
—¿Quién querría crear una cosa así? —Preguntó.
—¿Quién podría crear una cosa así? —preguntó a su vez Cassy.
Los cuatro se miraron en silencio. La pregunta de Cassy era inquietante.
—En fin, no podremos responder ninguna pregunta mientras no sepamos qué es el líquido que empapó el papel secante —dijo Sheila—. Lo malo es que tendré que trabajar sola. Richard, el técnico jefe del laboratorio, ya ha contado a la junta directiva lo de nuestro visitante del CCE. No puedo fiarme del personal del laboratorio.
—Tenemos que involucrar a más gente —opinó Cassy.
—Sí, necesitamos un virólogo —dijo Pitt.
—Teniendo en cuenta lo ocurrido con el doctor Horn, no será fácil —se lamentó Sheila—. Es difícil saber quién ha pasado la gripe y quién no.
—A menos que sea gente que conocemos bien —intervino Jesse—. Yo me di cuenta de que el capitán se comportaba de forma extraña porque lo conozco.
—No podemos excusarnos en el miedo a no saber quién ha estado enfermo y quién no para cruzamos de brazos —dijo Cassy—. Tenemos que prevenir a la gente que todavía no ha sido infectada. Conozco a una pareja que podría sernos de gran ayuda. Ella es viróloga y él físico.
—Eso sería perfecto, siempre y cuando no estén infectados —puntualizó Sheila.
—Creo que podré averiguarlo —dijo Cassy. Su hijo es alumno mío y sospecha que algo extraño está ocurriendo. Por lo visto, los padres de su novia han sido infectados.
—Hay algo que me preocupa —dijo Sheila—. De acuerdo con lo que Jesse ha contado sobre el capitán, tengo la desagradable sensación de que las personas infectadas intentan ganar adeptos.
—Así es —aseguró Jesse—. El capitán no habría aceptado un no por respuesta. Estaba decidido a darme ese disco sea como fuere. Quería que enfermara, de eso no hay duda.
—Tendré cuidado —aseguró Cassy—, y como dijo antes, seré discreta.
—En ese caso, adelante —la animó Sheila—. Entretanto realizaré unas pruebas preliminares con el líquido.
—¿Qué vamos a hacer con los discos? —preguntó Jesse.
—La pregunta sería qué van a hacer ellos con nosotros —repuso Pitt contemplando el que se hallaba bajo el microscopio.