16.15 h.

—¿Fenitoína? —gritó el doctor Draper a la doctora Sheila Miller.

Draper era uno de los médicos residentes de último año del programa de medicina de urgencias del centro médico de la universidad.

—Así es —espetó Sheila—. Podríamos provocar una arritmia. Dame diez miligramos de Valium ahora que tenemos la vía respiratoria asegurada.

Minutos antes la ambulancia municipal había telefoneado para comunicar que llevaba a un hombre diabético de cuarenta y dos años que sufría una crisis epiléptica aguda. Recordando lo ocurrido con la mujer diabética del día anterior, el equipo de urgencias al completo, incluida la doctora Sheila Miller, había acudido para atender la nueva emergencia.

El hombre había sido trasladado directamente a una crujía, donde sus vías respiratorias habían recibido máxima prioridad. Después se le extrajo una muestra de sangre al tiempo que era conectado a los monitores. Acto seguido se le administró una píldora grande de glucosa y en vista de que la crisis no amainaba, se hizo preciso suministrarle más medicación. Fue entonces cuando Sheila decidió recurrir al Valium.

—Valium suministrado —informó Ron uno de los enfermeros residentes.

Sheila estaba contemplando el monitor. Tras la experiencia con la mujer diabética, no quería que este nuevo paciente sufriera un paro cardíaco.

—¿Cómo se llama el paciente? —preguntó Sheila. Para entonces el paciente llevaba en urgencias diez minutos.

—Louis Devereau —respondió Ron.

—¿Alguna otra enfermedad aparte de la diabetes? —Preguntó Sheila—. ¿Problemas de corazón?

—No, que sepamos —dijo el doctor Draper.

—Bien —dijo Sheila, y comenzó a serenarse.

También el paciente. Tras unas convulsiones más, la crisis cesó.

—La cosa parece que va bien —dijo Ron.

Tan pronto la optimista observación escapó de los labios de Ron, el paciente sufrió nuevas convulsiones.

—Es increíble —declaró el doctor Draper—. La crisis persiste pese al Valium y la glucosa. ¿Qué está pasando aquí?

Sheila no respondió. Tenía toda su atención puesta en el monitor cardíaco, donde había advertido un par de latidos ectópicos. Iba a solicitar lidocaína cuando el corazón del paciente se detuvo.

—¡No! —gritó Sheila mientras se sumaba a los demás en un intento de resucitar al hombre.

De forma extrañamente similar a lo ocurrido con la mujer del día anterior, Louis Devereau pasó de la fibrilación al paro cardíaco sin que los esfuerzos del equipo de urgencias consiguieran evitarlo. Desazonado, éste tuvo que aceptar la nueva derrota y el paciente fue declarado muerto.

Furiosa por la inutilidad de sus esfuerzos, Sheila se quitó los guantes y los arrojó con rabia al cubo. El doctor Draper hizo otro tanto y juntos regresaron a recepción.

—Telefonea al forense —ordenó Sheila—. Convéncele de que es preciso averiguar la causa de esta muerte. Esto no puede seguir así. Ambos pacientes eran relativamente jóvenes.

—Ambos dependían de la insulina —observó el doctor Draper—. Eran diabéticos desde hacía años.

La recepción de urgencias bullía de actividad.

—¿Desde cuándo la diabetes es una enfermedad mortal entre la gente de mediana edad?

—Buena pregunta —admitió Draper.

Sheila echó un vistazo a la sala de espera y enarcó las cejas. Había tantos pacientes que tenían que permanecer de pie. Diez minutos antes el número había sido el habitual a esa hora del día. Sheila se volvió hacia uno de los recepcionistas del mostrador para preguntarle el motivo de tan repentina aglomeración y se encontró con la cara de Pitt Henderson.

—¿Nunca duerme? —preguntó—. Cheryt Watkins me contó que regresó poco después de finalizar un turno de veinticuatro horas.

—Estoy aquí para aprender —dijo Pitt. Era una respuesta planeada. Había visto a la doctora acercarse al mostrador.

—Me parece estupendo, pero trate de no quemarse —le aconsejó Sheila—. Ni siquiera ha empezado la carrera.

—He oído que el paciente diabético ha muerto —dijo Pitt—. Debe de haber sido muy duro para usted.

Sheila miró atónita al estudiante preuniversitario. La persona que un día antes consiguiera crisparla tirándole el café por encima en una habitación en la que no se le había perdido nada mostraba ahora una sensibilidad inhabitual en un preuniversitario varón. Para colmo era un chico atractivo, con ese pelo negro como el carbón y esos ojos oscuros y diáfanos. Sheila se preguntó cómo habría reaccionado si el muchacho hubiese tenido veinte años más.

—Tengo algo aquí que puede interesarle —dijo Pitt tendiéndole un informe del laboratorio.

Sheila cogió la hoja y le echó un vistazo.

—¿Qué es?

—El análisis sanguíneo de la mujer diabética que falleció ayer —explicó Pitt—. Supuse que le interesaría verlo, porque curiosamente todos los valores son normales. Incluso el nivel de azúcar.

Sheila examinó el informe. Pitt tenía razón.

—Será interesante comprobar los valores del paciente de hoy —dijo Pitt—. He hecho la lectura y no hay nada que justifique la crisis epiléptica de la primera paciente.

Sheila estaba impresionada. Nunca antes un estudiante preuniversitario destinado a recepción había mostrado semejante interés.

—Cuento con usted para que me consiga el análisis sanguíneo del paciente de hoy.

—Será un placer —respondió Pitt.

—Por cierto —dijo Sheila—, ¿tiene idea de por qué hay tanta gente en la sala de espera?

—Probablemente se deba a que la mayoría esperó a terminar el trabajo para venir. Todos se quejan de la gripe. Según los registros de ayer y hoy, cada vez es mayor el número de gente que atendemos con esos síntomas. Creo que debería investigarlo.

—Estamos en época de gripe —dijo ella cada vez más impresionada. El muchacho pensaba de verdad.

—Puede, pero este brote se sale de lo normal. He hablado con el laboratorio y todavía no han obtenido una prueba positiva.

—A veces es preciso incubar el virus de la gripe en un cultivo tisular antes de obtener la prueba positiva. Puede llevar varios días.

—Sí, lo he leído. Pero este caso me parece particularmente extraño. Todos los pacientes muestran numerosos síntomas respiratorios, de modo que el virus tiene que existir en un título elevado. Por lo menos eso dice el libro que estoy leyendo.

—Debo admitir que su iniciativa me impresiona —dijo Sheila.

—La situación me preocupa. ¿Y si se trata de una nueva cepa o de una enfermedad desconocida? Mi mejor amigo contrajo la gripe hace un par de días. Estuvo muy enfermo, pero sólo durante unas horas. No parecía una gripe normal. Además, desde que se recuperó no ha vuelto a ser el mismo. Está curado, pero se comporta de un modo extraño.

—¿De un modo extraño? ¿A qué se refiere? —Comenzaba a barajar la posibilidad de una encefalitis viral, una extraña complicación de la gripe.

—Como una persona diferente —explicó él—. Bueno, no tan diferente, sólo un poco diferente. Al parecer, lo mismo le ha ocurrido al director del instituto.

—¿Quiere decir un ligero cambio de personalidad?

—Sí, supongo que puede llamársele así. Pitt se abstuvo de contar a la doctora lo del aparente aumento de fuerza y velocidad de Beau y el hecho de que hubiese ocupado la habitación que había sufrido las deformaciones. Temía perder credibilidad. Hablar con Sheila Miller le ponía nervioso, y no se habría dirigido a ella si el asunto no le hubiese parecido serio.

—Hay otra cosa —prosiguió Pitt, pensando que si había llegado hasta ahí más le valía soltarlo todo—. He estudiado el gráfico de la mujer diabética que murió ayer. Antes de la crisis epiléptica había sufrido síntomas gripales.

Sheila miró fijamente los ojos oscuros de Pitt mientras reflexionaba sobre lo que acababa de oír. De repente, levantó la vista y llamó al doctor Draper para preguntarle si Louis Devereau había tenido síntomas gripales antes de la crisis.

—Sí —dijo Draper—. ¿Por qué lo pregunta? Sheila ignoró la pregunta del doctor Draper y miró a Pitt.

—¿Cuántos pacientes con gripe hemos atendido y cuántos hay esperando?

—Cincuenta y tres —dijo Pitt mostrándole la hoja donde llevaba la cuenta.

—¡Caray! —exclamó ella. Contempló la sala de espera con mirada ausente y se mordisqueó el interior de la mejilla mientras estudiaba las opciones. Dirigiéndose de nuevo a Pitt, dijo—: Coja esa hoja y venga conmigo.

Pitt tuvo que correr para dar alcance a la doctora, que caminaba a una velocidad arrasadora.

—¿Adónde vamos? —preguntó Pitt mientras entraban en el ala del hospital.

—Al despacho del director —respondió ella sin extenderse en detalles.

Pitt entró en el ascensor detrás de la doctora Miller. Trató de leer la expresión de su rostro, pero no pudo. Ignoraba por qué le llevaba al despacho del director. Temió que fuera por motivos disciplinarios.

—Necesito ver al doctor Halprin —dijo Sheila a la señora Kapland, la secretaria jefe de dirección.

—El doctor Halprin está ocupado en estos momentos —repuso la señora Kapland con una sonrisa—. Pero le comunicaré que está usted aquí. Entretanto, ¿le apetece un café o un refresco?

—Dígale que es urgente —insistió Sheila. Tras una espera de veinte minutos, la secretaria los acompañó hasta el despacho del director. Sheila y Pitt enseguida repararon en el penoso estado del hombre. Estaba pálido y tosía constantemente.

Una vez sentados, Sheila resumió lo que Pitt le había contado y sugirió que era deber del hospital hacer algo al respecto.

—Un momento —dijo Halprin entre tos y tos—. Cincuenta casos gripales en plena época de gripe no es razón para asustar a la comunidad. Yo mismo la he pillado y no es tan terrible, aunque si me dieran a elegir supongo que preferiría estar, en mi casa, metido en la cama.

—Son cincuenta casos sólo en este hospital —observó Sheila.

—Lo sé, pero es el hospital más grande de la ciudad —dijo Halprin—. Casi todos los pacientes acuden a nosotros.

—Se me han muerto dos diabéticos que tenían su enfermedad bajo control. Probablemente fallecieron a causa de esta extraña gripe —dijo Sheila.

—De todos es sabido que la gripe puede ser mortal en algunos casos —declaró el doctor Halprin—. Por desgracia, sabemos que es peligrosa para la gente mayor y las personas débiles.

—El señor Henderson conoce a dos personas que han tenido la enfermedad y han mostrado un cambio de personalidad una vez recuperadas. Una de ellas es su mejor amigo.

—¿Un cambio acusado? —preguntó Halprin.

—No —reconoció Pitt—, pero evidente.

—Deme un ejemplo —pidió Halprin mientras se sonaba enérgicamente la nariz.

Pitt habló del repentino comportamiento despreocupado de Beau y del hecho de que se saltara todo un día de clases para ir al museo y al zoo.

El doctor Halprin bajó el pañuelo y miró a Pitt. Tenía que sonreír.

—Lo siento, pero no me parece un hecho trascendental.

—Si conociera a Beau comprendería por qué resulta tan sorprendente —dijo Pitt.

—Hasta en esta oficina hemos tenido algunos casos de gripe —dijo Halprin—. No sólo la padezco yo. Mis dos secretarias la pillaron ayer. —Pulsó el botón del interfono y pidió a ambas que se personaran en el despacho.

La señora Kapland apareció al instante seguida de una mujer más joven. Se llamaba Nancy Casado.

—La doctora Miller está preocupada por el virus de la gripe que corre por aquí —explicó el doctor Halprin—. Quizá ustedes puedan tranquilizarla.

Las dos mujeres se miraron, preguntándose quién de ellas debía hablar primero. Comenzó la señora Kapland, que era la empleada más antigua.

—Me apareció de repente. Fue terrible, pero a las cuatro o cinco horas había desaparecido. Ahora me encuentro de maravilla. Hacía meses que no me encontraba tan bien.

—Lo mismo me ocurrió a mí —intervino Nancy Casado—. Empezó con tos y dolor de garganta. Estoy segura de que tuve fiebre, pero como no me puse el termómetro ignoro a cuánto ascendía.

—¿Alguna de ustedes tiene la impresión de que la personalidad de la otra ha cambiado desde su recuperación? —preguntó Halprin.

Las mujeres soltaron una risita y se cubrieron la boca con las manos. Se miraron con aire de complicidad.

—¿Qué les hace tanta gracia? —preguntó Halprin.

—Es una broma privada —dijo la señora Kapland—. Pero volviendo a su pregunta, ninguna de nosotras ha notado que nuestra personalidad haya cambiado. ¿Usted lo cree, doctor?

—¿Yo? —Inquirió Halprin—. Yo no tengo tiempo para reparar en esas cosas, pero no, no creo que hayan cambiado.

—¿Conocen a otras personas que hayan enfermado? —preguntó Sheila.

—A muchas —respondieron ambas secretarias al unísono.

—¿Han observado cambios en su personalidad?

—No —dijo la señora Kapland.

—Yo tampoco —la secundó Nancy Casado.

Halprin extendió las manos con las palmas hacia arriba.

—En fin, no veo razón para preocuparse —dijo—. Pero les agradezco la visita. —Sonrió.

—Usted manda —dijo Sheila poniéndose en pie. Pitt se levantó también y se despidió del director y las secretarias con un movimiento de la cabeza. Cuando dirigió la vista a Nancy Casado, advirtió que ésta lo miraba de una forma curiosamente provocativa. Tenía los labios ligeramente abiertos y la punta de su lengua jugaba en la penumbra. Tan pronto como se dio cuenta de que Pitt la miraba, lo recorrió de arriba abajo con los ojos.

Pitt se giró rápidamente y siguió a la doctora Miller hasta el pasillo. Estaba aturdido. De repente comprendió lo que Cassy había intentado comunicarle esa mañana al salir de la habitación del hospital.

Con los libros, el bolso y el paquete de comida china balanceándose, Cassy consiguió introducir la llave en la cerradura. Entró y cerró la puerta de una patada.

—¿Beau, estás en casa? —gritó mientras dejaba los bultos sobre la pequeña mesa del vestíbulo.

Un gruñido profundo y amenazador le erizó el vello de la nuca. Había sonado muy cerca. De hecho, diría que justo detrás de ella. Lentamente, levantó la cabeza y miró por el espejo de la pared. A la izquierda de su propia imagen divisó la imagen de un enorme mastín inglés de pelaje castaño claro que mostraba unos colmillos gigantescos.

Moviéndose con cautela para no excitar al ya alterado animal, Cassy se volvió para mirarlo. Sus ojos parecían dos canicas negras. La temible criatura le llegaba más arriba de la cintura.

Beau apareció en el umbral de la cocina mordisqueando una manzana.

—¡Tranquilo, Rey! Es Cassy.

El perro dejó de gruñir, se volvió hacia Beau y ladeó la cabeza.

—Es Cassy —repitió Beau—. También vive aquí. Beau se acercó, acarició a Rey y lo llamó «buen chico» antes de dar a Cassy un contundente beso en los labios.

—Bienvenida a casa, cariño —saludó alegremente—. Te hemos echado de menos. ¿Dónde has estado?

Cassy no había movido un solo músculo. Tampoco el perro, salvo por la breve mirada que dirigiera a Beau. Ya no gruñía, pero mantenía sus ariscos ojos clavados en Cassy.

—¿Que dónde he estado? —repuso Cassy. Se suponía que debías recogerme. Te esperé durante media hora.

—Oh, es cierto —dijo él—. Lo siento, tenía una reunión importante y no había modo de comunicarme contigo. Tú misma dijiste que alguien podría acompañarte.

—Sí, si eso es lo planeado —repuso Cassy—. Para cuando llegué a la conclusión de que no vendrías, las personas que podían llevarme ya se habían ido. Tuve que coger un taxi.

—¡Ostras! —Exclamó Beau—. Lo siento de veras. Últimamente tengo muchas cosas en la cabeza. ¿Qué te parece si te llevo a cenar al Bistro, tu restaurante favorito?

—Ya salimos ayer. ¿No tienes que estudiar? He traído comida china.

—Lo que digas, cariño. Es sólo que me sabe mal haberte dado plantón esta tarde y me gustaría compensarte.

—El hecho de que desees disculparte ya es mucho —dijo, Cassy. Miró al perro, que permanecía inmóvil—. ¿Qué hace este bicho aquí? ¿Se lo estás cuidando a alguien?

—No. Es mío. Se llama Rey.

—¿Me tomas el pelo?

—Nada de eso —respondió Beau. Se levantó del brazo del sofá y frotó enérgicamente las orejas del animal. Rey respondió agitando la cola y lamiendo la mano de su amo con su enorme lengua.

—Pensé que podría protegemos —añadió.

—¿Protegernos de qué? —preguntó Cassy, alucinada.

—De todo en general —repuso vagamente Beau—. Este perro tiene los sentidos olfativo y auditivo mucho más desarrollados que el hombre.

—¿No crees que hubiéramos debido discutir el asunto?

—Su miedo estaba tornándose en cólera.

—Podemos discutirlo ahora —dijo inocentemente Beau.

—¡Esto es el colmo! —exclamó irritada Cassy.

Recogió el paquete de comida china y entró en la cocina. Extrajo las cajas de la bolsa y cogió platos del armario, asegurándose de que la puerta resonara contra las bisagras. Sacó cubiertos del cajón contiguo al lavavajillas y puso la mesa con gran estruendo.

Beau se asomó a la puerta.

—No tienes por qué ponerte así.

—¿No? —Replicó Cassy mientras los ojos se le llenaban de lágrimas—. Para ti es muy fácil decirlo. No soy yo la que se comporta de forma extraña, la que sale de casa en medio de la noche y aparece un día con un perro tamaño búfalo.

Beau entró en la cocina e intentó abrazarla. Ella lo rechazó y corrió al dormitorio. Ahora lloraba a lágrima viva.

Beau la siguió. Rodeó a Cassy con los brazos y esta vez ella no se opuso. Él no dijo nada y la dejó llorar. Finalmente le dio la vuelta y se miraron fijamente.

—De acuerdo —dijo Beau—. Siento lo del perro. Debí consultártelo, pero últimamente tengo muchas cosas en la cabeza. La gente de Nite me ha telefoneado. Mañana he de reunirme con ellos.

—¿Cuándo te telefonearon? —preguntó Cassy enjugándose los ojos.

Sabía que Beau confiaba en obtener un trabajo con Cipher Software. Quizá, después de todo, su extraña conducta tenía una explicación.

—Hoy —dijo Beau—. El asunto promete.

—¿Cuándo piensas ir?

—Mañana.

—¡Mañana! —exclamó Cassy. Las cosas iban demasiado deprisa. La carga emocional era excesiva—. ¿No pensabas decírmelo?

—Claro que pensaba decírtelo.

—¿De veras quieres un perro? ¿Qué harás con él cuando vayas a ver a la gente de Nite?

—Lo llevaré conmigo —respondió Beau sin vacilar.

—¿Piensas llevártelo a una entrevista de trabajo?

—¿Por qué no? Es un animal fantástico.

Cassy trató de digerir la noticia. La idea le parecía inviable. Tener un perro era incompatible con su estilo de vida.

—¿Quién lo sacará a pasear cuando estés en clase? ¿Y quién le dará de comer? Un perro supone una gran responsabilidad.

Lo sé —dijo Beau levantando los brazos a modo de rendición—. Prometo cuidar de él. Lo sacaré a pasear, le daré de comer, recogeré sus cacas y le castigaré si muerde tus zapatos.

Cassy no tuvo más remedio que sonreír. Beau era la viva imagen del niño que implora a su madre que le compre un perro cuando la madre sabe perfectamente quién acabará asumiendo el cuidado del animal.

—Lo saqué de la perrera —dijo Beau—. Estoy seguro de que acabará gustándote, pero si no es así lo devolveremos. Consideremos el asunto como un experimento. Dentro de una semana decidiremos si nos los quedamos o no.

—¿Seguro?

—Seguro. Lo traeré para que lo conozcas. Es un gran perro.

Cassy asintió y Beau salió de la habitación. Cassy suspiró hondamente. Estaban sucediendo demasiadas cosas. Cuando se dirigía al baño para lavarse la cara advirtió que el ordenador de Beau estaba ejecutando un programa extraño y veloz. Contempló detenidamente la pantalla. Datos en forma de textos y gráficos aparecían y desaparecían a una velocidad desconcertante. Entonces notó algo más. Frente al punto de conexión infrarrojo descansaba el misterioso objeto negro que Beau había encontrado unos días antes en el aparcamiento del bar de Costa. Cassy lo había olvidado. Recordando el comentario de Beau sobre su peso, fue a cogerlo.

—Aquí está el monstruo —dijo Beau desviando la atención de Cassy.

Obedeciendo las órdenes de su amo, Rey compareció felizmente ante Cassy y le lamió la mano.

—Qué lengua tan áspera —comentó ella.

—Es un gran perro —dijo él con una sonrisa radiante.

Cassy acarició el lomo de Rey.

—Parece fuerte. ¿Cuánto pesa? —Se preguntaba cuántas latas de comida para perro iba a necesitar el animal.

—Yo diría que unos cincuenta y cinco kilos —calculó Beau.

Cassy frotó la oreja de Rey y señaló con la cabeza el ordenador de Beau.

—¿Qué le ocurre a tu ordenador? Parece fuera de control.

—Está cargando datos de Internet —explicó Beau. Se acercó a la máquina—. Supongo que podría apagar la pantalla.

—¿Piensas imprimir todo eso? —Preguntó Cassy—. Vas a necesitar mucho más papel del que tenemos.

Él apagó la pantalla pero se aseguró de que la luz del disco duro siguiera parpadeando.

—¿Qué va a ser entonces? —dijo Beau enderezándose—. ¿Comida china o el Bistro?

Los ojos de Beau se abrieron al mismo tiempo que los de Rey. Incorporándose sobre un codo, Beau consultó la hora por encima de la silueta dormida de Cassy. Eran las dos y media de la madrugada.

Tratando de evitar que los muelles de la cama rechinaran, Beau arrastró las piernas fuera de la cama y se puso en pie. Acarició la cabeza de Rey, se vistió y caminó hasta su ordenador. Hacía unos instantes la luz del disco duro había dejado finalmente de parpadear.

Recogió el disco negro y lo guardó en un bolsillo. En el bloc de notas que había junto al ordenador escribió: «He ido a dar un paseo. No tardaré. Beau».

Dejó la nota sobre su almohada y salió sigilosamente del apartamento en compañía de Rey.

Rodeó, el edificio hasta el aparcamiento. Rey caminaba a su lado sin correa. Se trataba de otra hermosa noche, con la estela de la Vía Láctea formando un arco sobre sus cabezas. Como no había luna, las estrellas parecían brillar con mayor intensidad.

Al fondo del aparcamiento encontró una zona sin coches. Extrajo el disco negro del bolsillo y lo colocó sobre el asfalto. En cuanto apartó la mano, éste comenzó a brillar. Cuando Beau y Rey estuvieron a quince metros de él, el disco ya había empezado a formar una corona y estaba pasando del rojo al blanco candente.

Cassy había tenido un sueño agitado, poblado de imágenes angustiosas. Ignoraba qué la había despertado, pero de repente se encontró mirando fijamente el techo, que aparecía iluminado por una luz inusual que iba en aumento.

Cassy se sentó en el borde de la cama. La habitación tenía un brillo peculiar y creciente que parecía entrar por la ventana. Se disponía a levantarse de la cama para investigar, cuando se dio cuenta de que Beau, una vez más, había desaparecido. Esta vez, no obstante, había dejado una nota.

Con ésta en la mano, Cassy se acercó a la ventana. Enseguida descubrió el origen del brillo: se trataba de una bola de luz blanca cuya intensidad aumentaba por momentos, haciendo que los coches de alrededor proyectaran sombras oscuras.

La luz desapareció súbitamente, como si alguien la hubiese extinguido de golpe. Cassy tuvo la impresión de que había implosionado. Luego oyó un sonido sibilante que cesó con igual brusquedad.

Desconcertada, pensó en llamar a la policía. Se disponía a volver a la cama cuando percibió movimiento en el aparcamiento. Divisó la figura de un hombre y un perro y casi al instante comprendió que eran Beau y Rey.

Segura de que Beau había visto la bola de luz, iba a llamarlo cuando vio a otras figuras salir de la penumbra. Para su sorpresa, treinta o cuarenta personas aparecieron misteriosamente.

Como algunas farolas de la calle daban al aparcamiento, Cassy pudo ver varias caras. Al principio no reconoció a nadie, pero luego creyó distinguir dos rostros que le eran familiares, el señor y la señora Partridge.

Cassy se obligó a parpadear varias veces. ¿Estaba despierta o dormida? Sintió un escalofrío. Le aterraba dudar de su percepción de la realidad y pensó en el horror que encerraban las enfermedades psíquicas.

De repente tuvo la sensación de que Rey la había visto. El perro había girado la cabeza en su dirección. Sus ojos brillaban como los de un gato al recibir una luz directa. Rey ladró y todos, incluido Beau, levantaron la vista.

Cassy se apartó de la ventana presa del pánico. Todos los ojos brillaban como los de Rey. Volvió a estremecerse y tuvo que preguntarse una vez más si se trataba de un sueño.

Regresó a la cama a trompicones y encendió la luz. Leyó la nota de Beau con la esperanza de hallar una explicación, pero el contenido era totalmente impreciso. Dejó el papel sobre la mesita de noche y se preguntó qué debía hacer. ¿Llamar a la policía? Pero ¿qué les diría? ¿Se reirían de ella? ¿Y si venían y encontraban una explicación razonable? ¡Quedaría en ridículo!

Entonces pensó en Pitt. Descolgó el auricular y comenzó a marcar su número. De pronto se detuvo. Recordó que eran las tres de la madrugada. ¿Qué podía hacer o decir Pitt? Cassy colgó el auricular y suspiró.

Decidió que lo mejor era esperar el regreso de Beau. No tenía ni idea de lo que estaba pasando, pero pensaba averiguarlo. Plantaría cara a Beau y le exigiría una explicación.

Habiendo tomado una decisión, Cassy se tranquilizó. Se recostó sobre la almohada y entrelazó las manos detrás de la cabeza. Trató de no pensar en lo que había visto. Se concentró en la respiración para relajarse.

La puerta del apartamento rechinó y Cassy se incorporó de golpe. Se había dormido y volvió a preguntarse de nuevo si todo había sido un sueño. Echó una ojeada a la mesita de noche. La nota de Beau y el hecho de que la luz estuviera encendida demostraban que no había sido un sueño.

Beau y Rey aparecieron en el umbral. Beau llevaba los zapatos en la mano para no hacer ruido.

—Sigues despierta —dijo Beau. Parecía decepcionado.

—Te estaba esperando —respondió Cassy.

—¿Viste mi nota? —preguntó él. Arrojó los zapatos dentro del armario, y comenzó a desvestirse.

—La vi. Gracias. —Cassy estaba luchando consigo misma. Quería hacer preguntas pero algo se lo impedía. Creía estar viviendo una pesadilla.

—Me alegro —dijo Beau, y entró en el cuarto de baño.

—¿Qué estabais haciendo ahí fuera? —preguntó Cassy haciendo acopio de valor.

—Salimos a dar un paseo, tal como dice la nota —respondió Beau.

—¿Quién era toda esa gente? Beau asomó por la puerta secándose la cara con una toalla.

—Gente que había salido a pasear, como yo —dijo.

—¿Los Partridge? —repuso ella con sarcasmo.

—Sí, los Partridge. Son gente muy agradable y entusiasta.

—¿De qué hablasteis? Os, vi desde, la ventana. Parecía una reunión.

—Sé que nos viste. No nos estábamos escondiendo. Sólo estábamos charlando, concretamente del medio ambiente.

Cassy rió con ironía. Teniendo en cuenta las circunstancias, le costaba creer que Beau pudiera hacer un comentario tan ridículo.

—Claro —dijo—. Una reunión de vecinos a las tres de la madrugada para hablar del medio ambiente.

Beau se sentó en el borde de la cama. Su expresión era de profunda preocupación.

—¿Qué te ocurre, Cassy? Estás enfadada otra vez.

—¡Claro que estoy enfadada!

—Cálmate, cariño, te lo ruego.

—Pero bueno, Beau. ¿Por quién me has tomado? ¿Qué demonios te pasa?

—Nada. Me encuentro estupendamente y las cosas van de maravilla.

—¿No te das cuenta de que te comportas de un modo extraño?

—No sé de qué estás hablando. Quizá mí escala de valores esté cambiando, pero es normal. Soy joven y voy a la universidad. Se supone que estoy aprendiendo.

—No eres tú mismo —insistió Cassy.

—Claro que lo soy. Soy Beau Eric Stark, el mismo que la semana pasada y la anterior. Nací en Brookline, Massachussetts. Hijo de Tami y Ralpli Stark. Tengo una hermana llamada Jeanine y…

—¡Para! —gritó Cassy. No es tu historia lo que ha cambiado, sino tu conducta. ¿No lo ves?

Beau se encogió de hombros.

—No, no lo veo. Lo siento, pero soy la misma persona de siempre.

Cassy suspiró exasperada.

—Pues no lo eres, y no soy la única que lo ha notado. También lo ha notado tu amigo Pitt.

—¿Pitt? Ahora que lo mencionas, comentó algo de que yo hacía cosas que no iban conmigo.

—¿Lo ves? —Dijo Cassy—. Eso es justamente lo que quiero decir. Y ahora escucha. Quiero que veas a un profesional. De hecho, quiero que ambos lo veamos. ¿Qué dices a eso? —Dejó escapar otra risa irónica—. Quién sabe, a lo mejor el problema soy yo.

—De acuerdo —dijo Beau.

—¿Verás a un profesional? —Cassy había esperado una negativa.

—Si eso te hace sentir mejor, veré a un profesional. Pero tendrás que esperar a que regrese de mi entrevista con la gente de Nite. Ignoro cuándo tendrá lugar exactamente.

—Pensaba que sólo sería cosa de un día —dijo ella.

—Exigirá más tiempo —repuso Beau—, pero no sabré cuánto hasta que esté allí.