20.15 h.

—No dejo de preguntarme por qué nunca venimos aquí —dijo Beau—. Es precioso.

Él, Cassy y Pitt paseaban por el centro comercial de la ciudad, saboreando un helado tras una cena de pasta y vino blanco.

Cinco años atrás el centro urbano parecía una ciudad fantasma porque la mayoría de sus habitantes y restaurantes había huido a los barrios periféricos. Pero, como en tantas otras ciudades norteamericanas, el centro había experimentado un renacimiento. Remodelaciones de buen gusto habían iniciado una profecía que estaba cumpliéndose por esfuerzo propio. Ahora el centro urbano al completo era un festín para la vista y el paladar. Ríos de gente iban y venían disfrutando del espectáculo.

—¿Es cierto que hoy habéis hecho novillos? —preguntó Pitt con una mezcla de asombro y escepticismo.

—¿Por qué no? —Dijo Beau—. Visitamos el planetario, el museo de historia natural, el museo de arte y el zoo. Aprendimos más cosas que si hubiésemos ido a clase.

—Curioso razonamiento —repuso Pitt—. Espero que te hagan preguntas sobre el zoo en tus próximos exámenes.

—Lo que pasa es que estás celoso —dijo Beau.

—Puede —reconoció Pitt mientras se alejaba de Beau—. He trabajado treinta horas seguidas en urgencias.

—¿Treinta horas? —se asombró Cassy.

—Lo que oyes.

Pitt habló a sus amigos de la habitación del hospital que Beau había ocupado el día anterior y del café que había derramado sobre la doctora Sheila Miller, la directora de la sección de urgencias.

Beau y Cassy escucharon boquiabiertos, en particular lo referente al estado de la habitación y la muerte del hombre de la limpieza. Beau fue quien hizo más preguntas, pero Pitt tenía pocas respuestas.

—Están pendientes de la autopsia —explicó—. Se espera que el resultado aclare el misterio. Por ahora nadie tiene ni idea de lo ocurrido.

—Qué horror, un agujero en la mano —dijo Cassy con una mueca de asco—. Jamás podría dedicarme a la medicina.

—Hay algo que me gustaría saber, Beau —dijo Pitt después de caminar unos momentos en silencio—. ¿Cómo consiguió Cassy arrastrarte a una excursión cultural?

—Eh, no corras tanto —intervino Cassy. No fue idea mía, sino suya.

—¡Anda ya! —Exclamó Pitt—. ¿Esperas que me crea eso? ¿El señor Modélico, el que nunca se salta una clase?

—¡Pregúntaselo! —le retó Cassy, Beau se echó a reír.

Cassy, decidida a dejar bien claro que ella no era la culpable de tan ocioso día, y pese a la concurrida acera, se había vuelto y caminaba de espaldas para plantar cara a Pitt.

—Venga, pregúntaselo —insistió.

En ese momento Cassy chocó con un transeúnte que caminaba en sentido contrario sin fijarse mucho por dónde iba. Ambos se llevaron un buen susto, pero nadie se hizo daño.

Cassy, al igual que el individuo con quien había tropezado, se apresuró a disculparse. Entonces se quedó sin hablar. Era Partridge, el severo director del instituto Anna C. Scott.

Él estaba igualmente sorprendido.

—Espere un momento —dijo con una amplia sonrisa—. Yo a usted la conozco. Es la señorita Winthrope, la encantadora profesora en prácticas que tiene asignada la señora Edelman.

Cassy se sonrojó. De pronto temía haber provocado una pequeña catástrofe. Partridge, sin embargo, era todo amabilidad.

—Qué sorpresa tan agradable —estaba diciendo—. Permítame que le presente a mi novia, Clara Partridge.

Cassy estrechó la mano de la esposa del señor Partridge y reprimió una sonrisa. Sabía perfectamente cómo la llamaban los estudiantes del instituto.

—Y éste es un nuevo amigo nuestro —prosiguió Partridge mientras posaba un brazo sobre el hombro de su compañero—. Le presento a Michael Schonhoff, un funcionario eficiente que trabaja en la oficina de nuestro médico forense.

Se hicieron las presentaciones y hubo apretones de mano. Beau se mostró especialmente interesado en Michael Schonhoff, con quien entabló una conversación aparte mientras Ed Partridge dirigía su atención a Cassy.

—He recibido muy buenos informes sobre sus prácticas de maestra —dijo—. Y debo reconocer que me impresionó lo bien que manejó la clase de ayer mientras la señora Edelman estaba ausente.

—Sí.

*****

Cassy no supo cómo reaccionar a tan inesperados cumplidos. Tampoco supo cómo reaccionar a la inspección descaradamente lasciva del señor Partridge, que la examinaba de arriba abajo. Al principio Cassy pensó que eran imaginaciones suyas, pero al tercer repaso comprendió que la actitud de Partridge era deliberada.

Finalmente los dos grupos se despidieron.

—¿Quién coño es Ed Partridge? —preguntó Pitt cuando estuvieron lo bastante lejos para no ser oídos.

—El director del instituto donde hago mis prácticas de maestra —explicó Cassy. Sacudió la cabeza.

—No hay duda de que está encantado contigo —dijo Pitt.

—¿Notaste cómo me miraba?

—Era imposible no notarlo. Sentí vergüenza ajena, sobre todo porque la vaca de su mujer estaba al lado. ¿Tú qué dices, Beau?

—Yo no noté nada. Estaba hablando con Michael.

—Nunca lo había visto comportarse así —dijo Cassy. En realidad es un carcamal desabrido.

—Eh, chicos, hay otra heladería al otro lado de la calle —exclamó entusiasmado Beau—. Voy a tomarme otro helado. ¿Alguien más?

Cassy y Pitt negaron con la cabeza.

—No tardaré —dijo Beau, y cruzó corriendo el paseo peatonal para colocarse en la cola.

—¿Te has convencido por fin de que la idea de hacer novillos fue de Beau? —preguntó Cassy.

—Si tú lo dices —dijo Pitt—. Pero comprende mi escepticismo. No es su estilo.

—Eso es un eufemismo. Pitt y Cassy vieron a Beau coquetear con dos atractivas estudiantes. Incluso desde esa distancia podían oír su característica risa.

—Actúa con la naturalidad de un niño —comentó Pitt.

—Si tú lo dices —repuso Cassy—. No niego que hoy lo hemos pasado en grande, pero su conducta empieza a inquietarme un poco.

—¿Por qué?

Ella soltó una risa ahogada.

—Se muestra demasiado amable. Sé que te parecerá una locura, pero no actúa de forma normal. No actúa como el Beau de siempre. Los novillos son sólo una parte.

—¿Qué más ha hecho? —inquirió Pitt—. Bueno… Es personal —respondió Cassy.

—Oye, que soy tu amigo —dijo él con tono animado.

Se le hizo un nudo en la garganta. No estaba seguro de querer oír algo demasiado personal. Por mucho que se empeñaba en negarlo, sus sentimientos por Cassy no eran del todo platónicos.

—Sexualmente se comporta de forma diferente —dijo ella con cierto titubeo—. Esta mañana… —Se detuvo a media frase.

—¿Qué? —insistió Pitt.

—No me puedo creer que te esté contando esto. —Dijo Cassy, incómoda—. Digamos que hay algo diferente en él.

—¿Ha sido sólo hoy?

—Hoy y ayer noche. Cassy se disponía a contarle que a medianoche Beau la había arrastrado desnuda hasta la terraza para ver la lluvia de meteoritos, pero enseguida cambió de idea.

—Todos tenemos días en que nos sentimos más vivos —dijo Pitt—. Ya sabes, la comida tiene más sabor y el sexo… resulta más apetecible. —Se encogió de hombros. Ahora era él quien se sentía incómodo.

—Puede —dijo Cassy sin demasiada convicción—. Pero me pregunto si su comportamiento guarda relación con esa gripe pasajera que tuvo. Nunca lo había visto tan enfermo a pesar de que la recuperación fuese tan rápida. Tal vez se asustó. Quizá pensó que iba a morir. ¿Tiene sentido lo que digo?

Pitt negó con la cabeza.

—A mí no me pareció tan enfermo.

—¿Se te ocurre otra idea? —preguntó Cassy.

—Francamente, estoy demasiado cansado para tener grandes ideas.

—Si tú… —comenzó Cassy, pero se detuvo—. ¡Mira lo que está haciendo ahora!

Pitt miró, Beau se había encontrado de nuevo con los Partridge y su amigo Michael. Estaban inmersos en una conversación seria.

—¿De qué demonios puede estar hablando con ellos? —preguntó Cassy.

—Sea lo que sea, no hay duda de que están de acuerdo. Todos asienten con la cabeza.

Beau miró el reloj del salpicadero de su todoterreno. Marcaba las dos y media de la madrugada. Estaba con Michael Schonhoff estacionado en la zona de descarga de la oficina del forense, junto a una furgoneta mortuoria.

—¿Estás seguro de que es la mejor hora? —preguntó Beau.

—Lo estoy —respondió Michael—. A estas horas el equipo de limpieza ya andará por la segunda planta. —Abrió la puerta del pasajero y bajó.

—¿Seguro que no me necesitas? —preguntó Beau.

—Todo irá bien —dijo Michael—. Espérame aquí. Sí tropiezo con el guardia de seguridad será más fácil encontrar una excusa estando solo.

—¿Qué probabilidades hay de que tropieces con el guardia?

—Pocas —admitió Michael.

—En ese caso voy contigo.

—Como quieras. Caminaron hasta la puerta. Michael utilizó sus llaves y en segundos ya estaban dentro del edificio.

Michael le indicó con gestos que lo siguiera. A lo lejos se oía una radio sintonizada en un programa de entrevistas nocturno.

Cruzaron una antesala, bajaron por una pequeña rampa y desembocaron en la sala donde se guardaban los cadáveres. Las paredes estaban revestidas de compartimientos frigoríficos.

Michael sabía exactamente cuál abrir. El chasquido del mecanismo de la puerta resonó en el silencio. Michael deslizó suavemente la bandeja de acero inoxidable donde descansaba el cuerpo.

Los restos de Charlie Arnold aparecieron envueltos en una bolsa de plástico transparente. Tenía la cara blanca como un fantasma.

Buen conocedor del lugar, Michael acercó una camilla. Con ayuda de Beau trasladó el cuerpo a la misma y cerró el compartimiento frigorífico.

Tras comprobar que la antesala estaba vacía, arrastraron la camilla por la rampa hasta la salida. Al poco rato tenían el cuerpo metido en el maletero del todoterreno.

Michael fue a devolver la camilla mientras Beau subía al coche. Al cabo regresó y partieron.

—Ha sido fácil —declaró Beau.

—Te dije que todo saldría bien —dijo Michael. Tomaron la carretera hacia el desierto del este. Doblaron por un camino de tierra y avanzaron hasta encontrarse en pleno desierto.

—Este lugar servirá —opinó Beau.

—Es perfecto —dijo Michael.

Beau detuvo el vehículo. Sacaron el cuerpo y se adentraron treinta metros en el desierto. Depositaron el cuerpo en un lecho de piedra arenisca. Sobre sus cabezas se alzaba la bóveda de un cielo sin luna con millones de estrellas.

—¿Listo? —preguntó Beau. Michael retrocedió unos pasos.

—Listo —respondió.

Beau extrajo uno de los discos negros que había recuperado esa mañana y lo colocó sobre el cadáver. Casi al instante, el disco comenzó a brillar con una intensidad que aumentaba con rapidez.

—Será mejor que nos alejemos —dijo Beau. Retrocedieron quince metros. Para entonces era tal la intensidad del brillo que alrededor del disco comenzó a formarse una corona. El cuerpo de Charlie Arnold empezó a brillar también. El resplandor rojizo del disco se tornó blanco y la corona se dilató hasta envolver el cuerpo.

El silbido se disparó y con él un viento que primero arrastró hojas hacia el cadáver, luego piedras pequeñas y finalmente piedras más grandes. De repente el silbido se hizo ensordecedor, como el motor de un avión a reacción. Beau y Michael se abrazaron para no despegarse del suelo.

El ruido cesó con brusquedad, provocando una onda expansiva que sacudió a los dos hombres. El disco, el cuerpo y varias piedras, hojas, ramas y rocallas habían desaparecido. La roca sobre la que había descansado el cuerpo estaba caliente y la superficie se había deformado en una espiral.

—Esto bastará para provocar un buen revuelo —dijo Beau.

—Y para tenerlos distraídos un tiempo —añadió Michael.

—¿No piensas decirme dónde estuviste anoche? —Preguntó Cassy de mal humor. Tenía la mano sobre el tirador de la portezuela, lista para bajar del coche. Estaban frente a la entrada del instituto Anna C. Scott.

—Ya te lo he dicho, fui a dar una vuelta —respondió Beau—. ¿Qué hay de malo en ello?

—Es la primera vez que sales a dar una vuelta en mitad de la noche —dijo Cassy. ¿Por qué no me despertaste para decírmelo?

—Porque dormías profundamente. No quería molestarte.

—¿No se te ocurrió que podría despertarme y preocuparme?

—Lo siento —se disculpó Beau y le acarició el brazo—. Debí despertarte, pero en aquel momento pensé que era mejor dejarte dormir.

—¿Me despertarás la próxima vez?

—Cuenta con ello —la tranquilizó Beau—. Caray, estás haciendo una montaña de un grano de arena.

—Estaba asustada —se defendió Cassy—. Hasta telefoneé al hospital para asegurarme de que no estabas allí. Y a la comisaría para comprobar que no había habido ningún accidente.

—De acuerdo —dijo Beau—. Lo he entendido. Cassy salió del vehículo y se inclinó sobre la ventanilla.

—¿Por qué una vuelta en coche a las dos de la madrugada? Podrías haber dado un paseo a pie o, si no podías dormir, encendido la tele o incluso leído un libro.

—No empieces otra vez —dijo él con determinación pero sin agresividad.

—Está bien —aceptó ella de mala gana. Al menos se había disculpado y parecía razonablemente compungido.

—Vendré a buscarte a las tres —dijo Beau. Se dijeron adiós con la mano al tiempo que Beau se alejaba del bordillo. Al llegar a la esquina no miró atrás. De haberlo hecho habría visto que Cassy no se había movido del sitio. Beau giró en dirección opuesta a la universidad. Cassy sacudió la cabeza. Su extraña conducta no había mejorado.

Ajeno al desasosiego de Cassy, Beau tomó rumbo a la ciudad silbando felizmente. Tenía una misión que cumplir y estaba preocupado, pero no lo bastante como para pasar por alto el gran número de peatones y conductores que tosían y estornudaban, especialmente cuando se detenía en un semáforo. En el corazón de la ciudad una de cada dos personas mostraba síntomas de una infección respiratoria. Además de eso, muchas estaban pálidas y sudaban.

Cuando alcanzó el margen de la ciudad opuesto a la universidad, Beau abandonó Main Street y dobló por Goodwin Place. A su derecha apareció la perrera. Atravesó la verja abierta y detuvo el coche junto al edificio de administración. Era una construcción de bloques de cemento pintados y ventanas con celosías de aluminio.

De detrás del edificio llegaba un ruido constante de ladridos. Beau se acercó a una secretaria y tras explicarle lo que quería, le hicieron pasar a una sala de espera. En lugar de leer mientras aguardaba, se dedicó a escuchar los ladridos y los maullidos intermitentes de algunos gatos. Pensó que era una forma extraña de comunicarse.

—Soy Tad Secolow —dijo un hombre, interrumpiendo los pensamientos de Beau—. Tengo entendido que quiere un perro.

—Así es —dijo poniéndose de pie.

—Ha venido al lugar idóneo —aseguró Tad—. Tenemos casi todas las razas. Puesto que desea un perro adulto, podrá elegir entre una gama más amplia que si deseara un cachorro. ¿Busca alguna raza concreta?

—No. Pero sabré lo que quiero en cuanto lo vea.

—¿Cómo dice?

—Digo que sabré qué animal quiero en cuanto lo vea.

—¿Desea ver algunas fotos primero? Tenemos fotografías de todos los perros disponibles.

—Preferiría verlos en carne y hueso —dijo Beau.

—Como quiera —repuso amablemente Tad. Pasaron frente a la secretaria y llegaron a la parte trasera del edificio. Estaba lleno de jaulas para animales y emanaba un vago olor a corral que competía con un empalagoso aroma a desodorante. Tad explicó que un veterinario visitaba cada dos días a los perros encerrados en esas jaulas. Casi ninguno de ellos ladraba. Algunos parecían enfermos.

El jardín de atrás tenía varias hileras de jaulas cerradas con cadenas. En el centro había dos largas filas cercadas. El suelo del complejo era de hormigón. Contra la pared del edificio había varias mangueras apiladas.

Tad caminó con Beau por el primer pasillo. Al verlos, los perros ladraban frenéticamente. Tad comentaba los atributos de cada raza que encontraban al paso. Se detuvo en una jaula ocupada por un caniche de pelo gris perla y ojos oscuros y suplicantes. Se diría que el animal era consciente de su desesperada situación.

Beau negó con la cabeza y prosiguieron. Mientras Tad enumeraba las excelencias de un labrador de pelaje negro, Beau se detuvo frente a un perro grande de color pardo, que lo miró con curiosidad.

—¿Qué me dice de éste? —preguntó.

Tad enarcó las cejas.

—Es un animal precioso —dijo, pero grande y muy fuerte. ¿Le interesa un perro así?

—¿Qué raza es? —preguntó Beau.

—Mastín inglés. La gente suele temerlos por su tamaño. Esta bestia podría arrancarle un brazo si se lo propusiera, pero tiene buen carácter. De hecho, la palabra «mastín» viene del latín y significa «manso».

—¿Por qué está aquí? —preguntó Beau.

—Le seré franco. Sus antiguos dueños tuvieron un hijo que no habían previsto. Temían la reacción del perro, de modo que nos lo trajeron. Este animal adora la caza menor.

—Abra la puerta —sugirió Beau—. Veamos qué tal le caigo.

—Primero iré a buscar un collar —dijo Tad. El hombre desapareció en el interior del edificio. Beau abrió la portilla por donde se pasaba la comida. El perro, tumbado en el fondo de la jaula, se levantó y se acercó para oler la mano de Beau. Agitó la cola ligeramente.

Beau se llevó la mano al bolsillo y extrajo otro disco negro. Sujetándolo con los dedos pulgar e índice, este último sobre la superficie redondeada, lo apretó contra el hombro del animal. El perro emitió un aullido apagado y retrocedió. Ladeó la cabeza con expresión interrogativa.

Luego Beau se guardó el disco en el momento en que Tad aparecía con la correa.

—¿Le ha aullado? —preguntó Tad.

—Creo que lo acaricié con demasiada brusquedad.

Tad abrió la portezuela de la jaula. El animal miró a uno y a otro alternativamente, sin decidirse.

—Vamos, muchacho —le animó Tad—. Con ese tamaño no deberías dudar tanto.

—¿Cómo se llama? —preguntó Beau.

—Rey. De hecho, Rey Arturo, pero me parece demasiado. ¿Se imagina tener que llamarlo Rey Arturo desde la puerta de su casa?

—Rey es un buen nombre —dijo Beau.

Tad le puso el collar y lo sacó de la jaula. Beau se acercó para acariciarlo, pero el perro se resistió.

—Venga, Rey —protestó Tad—. Es tu gran oportunidad, no la desperdicies.

—No se preocupe. Me gusta. Creo que es perfecto.

—¿Significa eso que se lo queda?

—Exacto. Beau cogió la correa, se puso de cuclillas y acarició a Rey en la cabeza. El animal levantó lentamente la cola y empezó a agitarla.

—No dispongo de mucho tiempo —advirtió Cassy.

Ella y Pitt caminaban por el pasillo de la sala de urgencias en dirección al pabellón de estudiantes.

—Sólo tengo una hora entre clase y clase.

—Sólo será un minuto —aseguró Pitt—. Espero que no sea demasiado tarde.

Llegaron a la habitación que había ocupado Beau. Lamentablemente era imposible pasar en ese momento. Dos obreros estaban intentando sacar del cuarto la destartalada cama.

—Mira el cabezal —dijo Pitt.

—Qué extraño —comentó Cassy. Parece como derretido.

En cuanto pudieron, entraron. Había obreros retirando otros objetos deformados, como los soportes metálicos del falso techo. En la ventana había un hombre instalando un cristal nuevo.

—¿Se sabe ya qué ocurrió exactamente? —preguntó Cassy.

—Ni por asomo. Después de la autopsia se habló de una posible radiación, pero no se encontró nada al examinar la habitación y los alrededores.

—¿Crees que existe alguna relación entre todo esto y el extraño comportamiento de Beau?

—Justamente por eso quería que vieras esto —dijo Pitt—. No me preguntes por qué, pero cuando me contaste que Beau se comportaba de forma diferente empecé a darle vueltas a la cabeza. Quieras o no, Beau ocupó esta habitación antes de que todo ocurriera.

—Qué extraño —dijo Cassy. Se acercó a contemplar el brazo retorcido que había sostenido el televisor. Su aspecto era tan extraño como el del cabeza de la cama. Cassy se disponía a reunirse con Pitt cuando su mirada tropezó con la del hombre que estaba reparando la ventana.

El obrero recorrió el cuerpo de Cassy con la misma lascivia que el señor Partridge.

Cassy volvió junto a Pitt y le tiró de la manga. Pitt estaba contemplando el reloj de la pared, cuyas manecillas se habían desprendido.

—Salgamos de aquí —dijo Cassy, y se fue hacia la puerta, Pitt le dio alcance en el pasillo.

—Eh, frena un poco.

Cassy aminoró el paso.

—¿Viste cómo me miraba el hombre de la ventana?

—No —dijo Pitt—. ¿Cómo te miraba?

—Como Partridge ayer noche. ¿Qué les pasa a esos tipos? Parece que hayan vuelto a la adolescencia.

—Los obreros de la construcción tienen fama de hacer esas cosas.

—Iba más allá del típico silbido y el piropo de mal gusto —dijo Cassy—. Me estaba violando con los ojos. No sé cómo explicarlo, pero una mujer comprendería enseguida lo que quiero decir. Es una sensación muy desagradable, casi aterradora.

—¿Quieres que vuelva y le plante cara?

Cassy lo miró incrédula.

—No digas tonterías espetó.

Regresaron al mostrador de urgencias.

—Tengo que volver al instituto —dijo Cassy—. Gracias por invitarme a venir, aunque lo que he visto no me hace sentir mejor. Estoy hecha un lío.

—Te propongo algo. Hoy Beau y yo tenemos nuestro partido de baloncesto. Cuando lo vea le preguntaré qué está pasando.

—No le digas lo del sexo —suplicó Cassy.

—Puedes estar tranquila. Utilizaré el asunto de los novillos para iniciar la conversación. Luego le confesaré que ayer noche, durante la cena y el paseo, observé que no se comportaba como el Beau de siempre. La diferencia, aunque sutil, es real.

—¿Me contarás lo que te ha dicho? —pidió Cassy.

—Cuenta con ello.

Siempre había animación en las oficinas de la comisaría, sobre todo al mediodía. Jesse Kemper, no obstante, estaba acostumbrado al bullicio y podía ignorarlo con facilidad. Su mesa se encontraba al fondo de la sala, frente a la cristalera que separaba el despacho del capitán del resto de la sala.

Estaba leyendo el informe preliminar de la autopsia que el doctor Curtis Lapree le había enviado. No le gustaba nada.

—¡El doctor sigue empeñado en el envenenamiento radiactivo! —Gritó a Vince, que se hallaba junto a la máquina del café.

Vince bebía una media de quince tazas al día.

—¿Le dijiste que no se habían encontrado rastros de radiación en la habitación? —preguntó Vince.

—Claro que se lo dije —replicó Jesse con tono irritado.

Arrojó sobre el escritorio la hoja del informe y alzó la fotografía de la mano agujereada de Charlie Arnold. Se rascó la coronilla, donde el pelo comenzaba a desaparecer, mientras examinaba la imagen. En su vida había visto un fenómeno igual.

Vince se acercó a la mesa de Jesse removiendo el azúcar de su café. La cucharilla sonaba con un ruido metálico contra la taza.

—Éste es el caso más raro que hemos tenido hasta ahora —protestó Jesse—. No puedo dejar de pensar en el aspecto de esa habitación y de preguntarme cómo ocurrió.

—¿Ha dicho algo la doctora que tenía que reunir a los científicos para que examinasen el lugar? —preguntó Vince.

—Sí. Llamó y dijo que ninguno de ellos surgió con ninguna idea brillante. Por lo visto uno de los físicos descubrió que el metal de la habitación estaba imantado.

—¿Y eso qué significa?

—Para mí, no mucho —reconoció Jesse—. Telefoneé al doctor Lapree para contárselo. Dijo que un rayo puede hacer eso.

—Pero todo el mundo está de acuerdo en que no hubo ningún rayo —dijo Vince.

—Exacto. Lo que significa que estamos como al principio.

El teléfono sonó. Como Jesse no le hizo caso, Vince contestó.

Jesse comenzó a dar vueltas sobre su silla giratoria y lanzó la foto de la mano de Charlie Arnold por encima de su hombro. La foto aterrizó de nuevo en la mesa, en medio del desorden. Estaba exasperado. Seguía sin saber si se trataba de un crimen o de un acto de la naturaleza. Con la mente ausente, oía la voz de Vince pronunciando la palabra «sí» una y otra vez. Vince terminó la conversación con un: «De acuerdo, se lo diré. Gracias por llamar, doctor».

Justo cuando se disponía a rematar el último giro, Jesse reparó en dos agentes uniformados que salían del despacho del capitán. Lo que llamó su atención fue el terrible aspecto de ambos. Estaban pálidos como la mano de Charlie Arnold y tosían y estornudaban como si tuvieran la peste.

Jesse tenía algo de hipocondríaco y le irritaba que la gente fuera propagando sus gérmenes impunemente. En opinión de Jesse, esos dos deberían haberse quedado en casa.

En el despacho del capitán sonó un grito ahogado que desvió la atención de Jesse. El teniente miró por la cristalera. El capitán estaba chupándose un dedo. En la otra mano sostenía un disco negro.

—Jesse, ¿me estás escuchando? —preguntó Vince. Jesse giró sobre su silla.

—Perdona, ¿qué decías?

—Decía que ha llamado el doctor Lapree. Ha surgido una nueva complicación en el caso Arnold. El cuerpo ha desaparecido.

—¿Bromeas?

—No. El doctor regresó al depósito para tomar una muestra de la médula ósea y cuando abrió el compartimiento frigorífico que contenía el cuerpo de Charlie Arnold, lo encontró vacío.

—¡Joder! —exclamó Jesse. Se levantó pesadamente—. Será mejor que vayamos al depósito. Este caso huele cada vez peor.

Pitt se puso sus ropas de baloncesto y se dirigió a las pistas en bicicleta. Él y Beau solían jugar la liga interna por tríos. El nivel era siempre bueno. Muchos de los jugadores habrían podido jugar en la liga interuniversitaria si se hubiesen sentido motivados.

Pitt, como de costumbre, llegó temprano para practicar lanzamientos. Creía que necesitaba más tiempo para calentarse que los demás. Para su sorpresa, Beau ya había llegado.

Aunque vestía la ropa de juego, estaba detrás de una verja hablando con dos hombres y una mujer. Lo curioso era que los tres parecían profesionales y en la treintena. Los tres vestían trajes de negocios. Uno de los hombres portaba un elegante maletín de piel.

Pitt cogió una pelota y empezó a tirar a canasta. Si Beau reparó en él, no dio muestras de ello. Al cabo de unos minutos, Pitt se percató de algo que le sorprendió aún más: Beau era el único que hablaba. Los demás se limitaban a escuchar y asentir de tanto en tanto con la cabeza.

Empezaron a llegar los demás jugadores, entre ellos Tony Ciccone, que completaba el equipo de Pitt y Beau. Beau esperó a que los dos equipos hubieran llegado y calentado para zanjar la conversación y reunirse con Pitt, que en ese momento estaba haciendo ejercicios de calentamiento.

—Me alegro de verte —dijo Beau—. Temía que después de tu turno maratoniano estuvieras demasiado cansado para jugar.

Pitt recogió el balón y se puso derecho.

—Teniendo en cuenta tu estado de hace dos días, quien sorprende que esté aquí eres tú —dijo.

Beau se echó a reír.

—Parece que ha pasado una eternidad. Me encuentro de miedo. De hecho, nunca me he encontrado mejor. Vamos a machacar a esos capullos.

El equipo contrario seguía calentando frente a la otra canasta. Tony estaba atándose las zapatillas.

—Yo no estaría tan seguro —dijo Pitt entornando los párpados para protegerse del sol—. ¿Ves esa masa de músculos con pantalones morados? Lo creas o no, su nombre es Rocko. Es una fiera con el balón.

—No te preocupes —dijo Beau. Robó la pelota a Pitt y lanzó a canasta. El balón atravesó el aro sin rozarlo.

Pitt se quedó boquiabierto. Se encontraban a más de diez metros de la canasta.

—Y eso no es todo. Tenemos quien nos anime —prosiguió Beau, se llevó los dedos pulgar e índice a la boca y silbó.

Un enorme perro de color castaño claro tumbado a la sombra a unos treinta metros de ellos se levantó y se acercó con paso lento. Al llegar al borde de la pista se desplomó y apoyó la cabeza sobre las patas delanteras.

Beau se puso de cuclillas y le dio unas palmaditas en la cabeza. La cola del animal se agitó brevemente y luego languideció.

—¿De quién es este perro? —Preguntó Pitt—. Si es que se le puede llamar perro, porque más bien parece un pony.

—Mío —dijo Beau—. Se flama Rey.

—¿Tuyo? —repuso Pitt con incredulidad.

—Sí. Me apetecía un poco de compañía canina, así que esta mañana fui a la perrera y ahí estaba él, esperándome.

—Hace una semana dijiste que te parecía un crimen tener perros grandes en la ciudad —le recordó Pitt.

—He cambiado de idea. En cuanto lo vi supe que era el perro de mis sueños.

—¿Lo sabe Cassy?

—Todavía no —dijo Beau mientras frotaba enérgicamente las orejas de Rey—. ¿Crees que se sorprenderá?

—Eso es poco —aseguró Pitt poniendo los ojos en blanco—, sobre todo teniendo en cuenta el tamaño del perro. ¿Pero qué le ocurre? ¿Está enfermo? Parece aletargado y tiene los ojos rojos.

—Oh, nada serio. Simplemente le cuesta adaptarse a su nueva situación —explicó Beau—. Acaba de salir de la perrera. Sólo hace unas horas que lo tengo.

—Está salivando. ¿No tendrá la rabia?

—Claro que no, puedes estar seguro.

Tomó la enorme cabeza del animal entre sus manos.

—Venga, Rey, ya deberías encontrarte mejor. Necesitamos que nos animes.

Beau se incorporó sin apartar la mirada de su nuevo compañero.

—Quizá esté algo alicaído, pero es un perro precioso, ¿no te parece?

—Supongo que sí —dijo Pitt—. Pero, Beau es un acto tremendamente impulsivo viniendo de ti y conociéndote como te conozco debería añadir que del todo inesperado, últimamente haces cosas que no van contigo. Estoy preocupado y creo que deberíamos hablar.

—¿Hablar de qué?

—De ti. De la forma en que te estás comportando, como el hecho de hacer novillos. Se diría que desde que tuviste la gripe.

Antes de que Pitt pudiera terminar la frase, Rocko se le acercó por la espalda y le propinó una palmada amistosa en el hombro que le hizo tambalearse.

—¿Qué, tíos, pensáis jugar o preferís rendiros antes de empezar? —Bromeó Rocko—. Pauli, Duff y yo hace media hora que estamos listos para daros una paliza.

—Hablaremos más tarde —susurró Beau al oído de Pitt—. Los indígenas se están poniendo nerviosos.

Comenzó el partido. Como Pitt había imaginado, Rocko dominaba el juego con sus sucias tácticas. Para desgracia de Pitt, había recaído sobre él la responsabilidad de cubrirlo, pues Rocko había elegido marcarle. Cada vez que Rocko se hacía con la pelota se las ingeniaba para chocar contra Pitt, antes de recular y lanzar a canasta.

A medio partido, con el equipo de Rocko dominando en el marcador, Pitt gritó falta personal después de que Rocko le propinara un codazo deliberado en el estómago.

—¿Falta personal? —preguntó iracundo Rocko. Arrojó la pelota contra la pista con tal fuerza que ésta se elevó tres metros del suelo—. Ni lo sueñes, gallina de mierda. La pelota es nuestra.

—Has hecho falta —insistió Pitt—. Ya es la segunda vez que utilizas ese truco barato.

Rocko se acercó y le dio un empujón con el pecho. Pitt dio un paso atrás.

—Conque truco barato, ¿eh? —Gruñó Rocko—. Muy bien, tío duro. En lugar de hablar tanto veamos cómo se te dan los puños. ¡Adelante, pégame! Mira, tengo los brazos bajados.

Pitt no tenía ninguna intención de enzarzarse en una pelea con Rocko. Cada vez que alguien lo intentaba acababa con un diente roto o un ojo morado.

—Perdonad un momento —intervino Beau con tono pacificador, interponiéndose entre ambos—. No vale la pena pelearse por algo así. Te diré lo que vamos a hacer. Os daremos la pelota pero cambiaremos las posiciones. Ahora yo te cubriré a ti y tú me cubrirás a mí.

Rocko miró a Beau de arriba abajo y soltó una carcajada. Aunque ambos medían un metro ochenta, Rocko pesaba diez kilos más que Beau, por lo menos.

—No te importa, ¿verdad? —preguntó Beau a Pitt.

—¿Bromeas?

Cerrado el acuerdo, se reanudó el partido. El rostro duro y tenso de Rocko mostraba ahora una sonrisa de anticipada victoria. En cuanto tuvo la pelota en sus manos, cargó directamente contra Beau con sus gruesos muslos.

Haciendo gala de una coordinación extraordinaria, Beau se apartó en el instante en que Rocko preveía el impacto. El resultado fue casi cómico: preparándose para la inminente colisión, Rocko había echado el torso hacia adelante, y al encontrar sólo vacío se dio de bruces contra el suelo.

Todos, incluido Pitt, hicieron una mueca de dolor cuando Rocko patinó sobre el asfalto, sufriendo diversas rozaduras generosamente salpicadas de gravilla.

Beau corrió hasta el humillado jugador con la mano extendida.

—Lo siento, Rocko —dijo—. Deja que te ayude a levantarte.

Rocko lo miró e ignorándolo, se incorporó por su propio pie.

—¡Uau! —Exclamó Beau con expresión solidaria—. Esos rasguños tienen mal aspecto. Creo que deberíamos suspender el partido para que te curen en la enfermería.

—Vete al carajo —espetó Rocko—. Dame la pelota. El partido continúa.

—Como quieras —dijo Beau—. Pero la pelota es nuestra. La perdiste con tu pequeño tropiezo.

Pitt había contemplado la escena con creciente preocupación. Beau no parecía darse cuenta de que se hallaba ante un verdadero matón y no paraba de provocarlo. Pitt temía que la tarde terminara como el rosario de la aurora.

Reanudado el juego, Rocko siguió utilizando sus sucias tácticas, pero en cada ocasión Beau conseguía evitar el choque. Rocko sufrió otras caídas, hecho que lo tenía muy irritado, y cuanto más se enfadaba más fácil le resultaba a Beau manejarlo. A nivel ofensivo, Beau se transformó en una especie de dínamo. Cuando estaba en posesión de la pelota podía sumar puntos a voluntad pese a los esfuerzos de Rocko por impedírselo. En los avances, Beau lo sorteaba con tal rapidez que Rocko acababa mordiendo el polvo con expresión aturdida. Para cuando Beau logró la última canasta que había de darles la victoria, la cara de Rocko estaba roja de ira.

—Gracias por dejarnos ganar —dijo Beau.

Tendió una mano a Rocko, pero éste se volvió. Él y sus compañeros de equipo se alejaron cabizbajos hacia la línea lateral para enjugarse el sudor con una toalla.

—Te dije que Rey nos daría suerte —comentó Beau.

Tony trajo bebidas frías. Pitt estaba sediento y pese a los jadeos vació una lata en un abrir y cerrar de ojos. Tony le ofreció otra.

Pitt estaba a punto de empezar su segundo refresco cuando vio a Beau mirar distraídamente a dos atractivas estudiantes que corrían por los carriles con ropa de deporte provocativa.

—Vaya piernas —comentó Beau. En ese momento Pitt se percató de que Beau no jadeaba como él y Tony. En realidad ni siquiera sudaba, y todavía no había bebido.

Beau notó que Pitt le observaba.

—¿Ocurre algo? —preguntó.

—No resoplas como nosotros —dijo Pitt.

—Será porque hoy he estado un poco vago y os he dejado todo el trabajo duro.

—Oh, oh —dijo Tony—. Ahí viene el carro de combate.

Beau y Pitt se giraron y vieron a Rocko cruzar pausadamente la pista en dirección a ellos.

—No le provoques —susurró Pitt.

—¿Quién? ¿Yo? —preguntó inocentemente Beau.

—Queremos la revancha —gruñó Rocko cuando estuvo a la altura del grupo.

—Yo ya he tenido bastante por hoy —dijo Pitt.

—Y yo —le secundó Tony.

—Entonces no hay más que hablar —declaró Beau con una sonrisa—. No sería justo que yo jugara contra vosotros tres.

—Eres un maldito pedante —espetó Rocko.

—No he dicho que vaya a ganar —replicó Beau—, aunque estoy seguro de que sería un partido muy reñido, sobre todo si seguís jugando como en la última parte.

—Te la estás buscando, tío —gruñó Rocko.

—Te agradecería que no levantaras la voz —dijo Beau—. Mi perro duerme justo a tus pies y se encuentra algo indispuesto.

Rocko miró a Rey.

—Ese saco de mierda me la sopla.

—Un momento —dijo Beau poniéndose en pie—. Me parece que no he oído bien. ¿Has llamado «saco de mierda» a mi perro?

—Y eso no es todo —continuó Rocko—. Creo que tu perro es un jod…

Con una rapidez que dejó boquiabiertos a todos los presentes, Beau agarró a Rocko por la garganta. Reaccionando con igual rapidez, Rocko dirigió un poderoso gancho de izquierda hacia la cara de Beau.

Beau vio venir el golpe pero lo ignoró. El puño descargó junto a su oreja derecha con un ruido seco que hizo temblar a Pitt.

Rocko sintió un dolor punzante en los nudillos. El Puñetazo había sido certero y contundente, pero la expresión de Beau permanecía inalterable. Se diría que no había notado el golpe.

Rocko se alarmó ante la aparente ineficacia de lo que hasta ahora había sido su mejor arma. La gente nunca esperaba que el primer golpe fuera un poderoso gancho de izquierda. A Rocko siempre le había funcionado y la mayor parte de las veces la pelea terminaba ahí. Pero con Beau fue distinto. El único cambio perceptible en su expresión tras el puñetazo fue que sus pupilas se dilataron. Rocko incluso tuvo la sensación de que brillaban.

El otro problema que Rocko experimentaba era la falta de oxígeno. Tenía la cara roja y sus ojos comenzaban a hincharse. Intentó en vano librarse de Beau. Sus manos eran como tenazas de hierro.

—Perdona —dijo pausadamente Beau—, pero creo que le debes una disculpa a mi perro.

Rocko le agarró el brazo con ambas manos, pero tampoco consiguió que Beau le soltara. No podía hacer otra cosa que gorgotean.

—No te oigo —dijo Beau.

Pitt, que instantes antes había temido por Beau, ahora temía por Rocko. La cara del grandullón se estaba tornando azul.

—No puede respirar —advirtió Pitt.

—Tienes razón —dijo Beau. Soltó el cuello de Rocko y le agarró un mechón de pelo. Ejerciendo una fuerza ascendente, levantó a Rocko hasta ponerlo de puntillas. Rocko seguía aferrado al brazo de Beau, pero era incapaz de liberarse.

—Estoy esperando una disculpa —insistió Beau tirando aún más del pelo de Rocko.

—Siento lo que he dicho de tu perro —logró balbucir Rocko.

—A mí no —objetó con calma Beau—. Al perro.

Pitt seguía boquiabierto. Por un segundo tuvo la sensación de que Beau había levantado a Rocko del suelo.

—Lo siento, perro —farfulló Rocko.

—Se llama Rey —aclaró Beau.

—Lo siento, Rey —rectificó Rocko.

Beau lo soltó y Rocko se llevó las manos a la cabeza. El cuero cabelludo le ardía. Con una mirada que contenía una mezcla de rabia, dolor y humillación, se alejó cabizbajo para reunirse con sus atónitos compañeros de equipo.

Beau se frotó las manos.

—¡Puaj! —exclamó—. Me pregunto qué clase de gomina utiliza ese tipo.

Pitt y Tony estaban tan alucinados como los compañeros de equipo de Rocko y miraban a Beau anonadados. Tras recoger la correa de Rey, Beau se percató de la expresión de sus amigos.

—¿Qué os pasa, chicos? —preguntó.

—¿Cómo lo has hecho? —inquirió Pitt.

—¿Cómo he hecho qué?

—¿Cómo pudiste manejar a Rocko tan fácilmente?

Beau se dio unos golpecitos en la sien.

—Utilizando la inteligencia —dijo—. El pobre Rocko sólo emplea los músculos. Los músculos pueden ser útiles, pero su poder es nimio en comparación con la inteligencia. Es por eso que los humanos dominan este planeta. En cuanto a selección natural, no tienen parangón.

De repente, Beau miró en dirección a la biblioteca.

—Oh, oh —dijo—. Me temo que tendré que dejaros.

Pitt siguió la mirada de su amigo. A unos cien metros divisó otro grupo de ejecutivos que caminaba hacia ellos. Esta vez eran seis, cuatro hombres y dos mujeres. Todos portaban maletín.

Beau se volvió hacia sus compañeros.

—Ha sido un gran partido —dijo. Chocó manos con ambos y, dirigiéndose a Pitt, añadió—. Tendremos que dejar la conversación de que hablabas para otro momento.

Obedeciendo a un tirón de la correa, Rey se levantó de mala gana y siguió a su amo por el césped.

Pitt miró a Tony, que se encogió de hombros.

—No sabía que Beau fuera tan fuerte —dijo.

—¿Cómo demonios puede desaparecer un cadáver? —Preguntó Jesse al doctor Lapree—. ¿Ha ocurrido otras veces?

Jesse y Vince estaban en el depósito de cadáveres, contemplando el compartimiento frigorífico ahora vacío.

—Por desgracia, sí —reconoció el doctor Lapree—. No muchas, afortunadamente, pero ha ocurrido. El último caso fue hace poco más de un año. Una joven que se había suicidado.

—¿Recuperaron el cuerpo? —preguntó Jesse.

—No.

—¿Informaron de ello a la policía?

—Lo ignoro —admitió el médico—. El caso quedó en manos de la Oficina de Sanidad, quien se comunicó directamente con el jefe de policía. El asunto era embarazoso y se intentó llevar lo más discretamente posible.

—¿Qué ha hecho en este caso? —preguntó Jesse.

—Lo mismo —dijo el doctor Lapree—. Lo traspasé al médico forense en jefe, quien a su vez lo ha dejado en manos del jefe de Sanidad. Antes de actuar le ruego que hable con sus superiores. Probablemente ni siquiera debí contárselo.

—Comprendo, y respetaré su voto de confianza. ¿Tiene idea de por qué alguien querría robar un cadáver?

—Como médico forense, sé mejor que la mayoría de la gente que el mundo está lleno de individuos extraños —explicó Lapree—. Hay personas que sienten predilección por los cadáveres.

—¿Cree que ése sería el motivo en este caso?

—No tengo la menor idea.

—Nos preocupa que la desaparición del cuerpo acreciente la idea de que la muerte del hombre fue un homicidio —dijo Jesse.

—Digamos que el autor del crimen no quería dejar pistas —añadió Vince.

—Comprendo —dijo el doctor Lapree—, pero olvidan que yo ya había hecho la autopsia.

—Así es, pero había venido al depósito por más tejido.

—Cierto. Olvidé tomar una muestra de la médula ósea. Aun así, sólo la necesitaba para apoyar mi teoría de una radiación aguda.

—Si el robo del cuerpo tenía como objetivo impedir que usted obtuviera esa muestra decisiva, tiene todo el aspecto de tratarse de un trabajo interno —sugirió Jesse.

—Lo sabemos —dijo el doctor Lapree—. Estamos investigando a todas las personas que tenían acceso al cadáver.

Jesse suspiró.

—¡Menudo caso! —se lamentó—. Cada vez me atrae más la idea de jubilarme.

—Póngase en contacto con nosotros en cuanto descubra algo —pidió Vince.

—Así lo haré —dijo el doctor Lapree.

Jonathan cerró con llave su taquilla del gimnasio. Durante ese semestre había dejado el ejercicio para el final del día y lo odiaba. Prefería con mucho acudir al gimnasio a mediodía, como un respiro entre sus obligaciones académicas.

Salió del ala del gimnasio por la puerta lateral y atravesó el patio. Desde allí divisó a un grupo de muchachos reunidos en torno al asta de la bandera. Podía oír gritos de ánimo. Cuando llegó al pie del asta comprendió el motivo de tanto alboroto. Un alumno de noveno curso, a quien apenas conocía, estaba trepando por él. Se llamaba Jason Holbrook. Jonathan lo conocía porque había jugado en el equipo de baloncesto de primer año.

—¿Qué ocurre? —preguntó Jonathan a uno de sus compañeros de clase, llamado Jeff.

—Ricky Javetz y su peña han dado con otro alumno de noveno a quien atormentar —explicó Jeff—. El muchacho tiene que tocar el águila situada en la punta del asta para poder ingresar en la banda.

Jonathan se protegió los ojos del intenso sol de la tarde.

—Es un palo muy alto —comentó—. Debe de medir quince o veinte metros.

—Y el último tramo es muy delgado —añadió Jeff—. Me alegro de no estar ahí arriba.

Jonathan miró en derredor. Se sorprendió de que ningún maestro hubiese acudido para poner fin a tan ridícula novatada. Entonces vio a Cassy Winthrope asomar por el ala norte. Jonathan dio un codazo a Jeff.

—Por ahí viene la maestra sexy. Jeff se volvió. Cassy llevaba un sencillo vestido de algodón de corte holgado. Cuando el sol la iluminó por detrás, los muchachos vislumbraron la silueta de su cuerpo e incluso el contorno de sus escotadas bragas.

—¡Uau! —Exclamó Jeff—. Eso sí es un culo.

Hipnotizados, los muchachos observaron a Cassy fundirse en la multitud y reaparecer al pie del asta.

Cassy arrojó sus libros al suelo, se llevó las manos a los labios y gritó a Jason que bajara.

La intervención de Cassy provocó abucheos entre los estudiantes.

Con tres cuartas partes del camino superadas, Jason vaciló. El asta empezaba a temblar. Era más alta de lo que había calculado.

Cassy miró alrededor. El círculo de estudiantes se había estrechado. La mayoría eran del último curso y bastante más voluminosos que ella. En ese momento recordó que muchos maestros eran asaltados cada día en las escuelas de Estados Unidos.

Cassy volvió a mirar el asta. Desde abajo el bamboleo era evidente.

—¿Me oyes? —gritó una vez más ignorando a la multitud. Tenía las manos en las caderas—. ¡Baja inmediatamente!

Cassy notó que una mano la cogía del brazo y dio un respingo. De pronto se encontró mirando el rostro sonriente y malicioso del señor Partridge.

—Hoy está encantadora, señorita Winthrope.

Cassy despegó de su brazo los dedos de Ed.

—Hay un estudiante subido al asta.

—Lo sé —dijo Ed. Con una risa ahogada echó la cabeza hacia atrás para contemplar al compungido estudiante—. Apuesto a que lo consigue.

—Creo que no deberían tolerarse esta clase de actividades —dijo Cassy muy a su pesar.

—¿Por qué no? —Ed se llevó las manos a los labios para hablar con Jason—. Ánimo, muchacho, no te rindas ahora. Ya casi lo has conseguido.

Jason miró hacia arriba. Le quedaban por delante otros seis metros. Los gritos de aliento lo animaron a reanudar el ascenso. Por desgracia, las manos le sudaban. Cada vez que avanzaba un paso resbalaba y perdía la mitad de la distancia ganada.

—Señor Partridge… —empezó Cassy—, no me parece…

—Tranquilícese, señorita Winthrope —la interrumpió Ed—. Tenemos que dejar que nuestros estudiantes se expresen. Además, será divertido comprobar si un prepubescente como Jason es capaz de semejante proeza.

Cassy alzó la vista. El balanceo había aumentado. Tembló sólo de pensar qué pasaría si el muchacho caía.

Pero Jason no cayó. Animado por el apoyo de la gente, alcanzó la cumbre y tocó el águila. Luego inició el descenso. Una vez en tierra firme, Partridge fue el primero en felicitarle.

—Buen trabajo, muchacho —dijo dándole una palmadita en la espalda—. Sabía que lo conseguirías. —Contempló la multitud de estudiantes—. Muy bien, ahora dispérsense.

Cassy no se movió. Observó cómo Partridge se alejaba con algunos estudiantes hacia el ala central conversando con ellos animadamente. Estaba desconcertada. En su opinión, fomentar semejantes acciones era una irresponsabilidad y denotaba una falta de personalidad por parte del director.

—Creo que son sus libros —dijo una voz. Cassy se volvió y vio a Jonathan Sellers. Cogió los libros que le tendía y le dio las gracias.

—De nada —respondió Jonathan, y contempló la figura cada vez más difusa de Partridge—. Ese hombre ha cambiado de la noche a la mañana —comentó, haciendo eco de los pensamientos de Cassy.

—Como mis padres —dijo otra voz. Jonathan se volvió y vio a Candee. No había reparado en que estaba entre el gentío desde el principio. Tartamudeando ligeramente, se la presentó a Cassy, En ese momento observó que Candee tenía los ojos rojos, como si no hubiese dormido.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Jonathan.

Candee asintió.

—Estoy bien, pero anoche apenas pegué ojo. La muchacha miró con timidez a Cassy, incómoda ante la idea de hablar en presencia de una extraña. Por otro lado, necesitaba desahogarse. Como era hija única, no había hablado con nadie, y estaba preocupada.

—¿Por qué no has pegado ojo? —preguntó Jonathan.

—Porque mis padres se están comportando de una forma muy rara —explicó Candee—. Tengo la sensación de que no los conozco. Han cambiado.

—¿Qué quieres decir con que han «cambiado»? —preguntó Cassy, pensando inmediatamente en Beau.

—No son los mismos —respondió Candee—. No sé cómo explicarlo. Están diferentes. Como el viejo Partridge.

—¿Desde cuándo llevas notándolo? —preguntó Cassy. Se sentía desconcertada. ¿Qué le estaba ocurriendo a la gente?

—Desde ayer —dijo Candee.