6.45 h.

Era una de esas mañanas despejadas y cristalinas, de un aire tan fresco que casi podía saborearse. A lo lejos, las montañas descollaban con una claridad espectacular. El suelo, generalmente seco, aparecía cubierto de una fría capa de rocío que chispeaba como un estanque de diamantes.

Beau se detuvo para dejarse embriagar por la escena. Era como si la estuviera viendo por primera vez. Sus ojos apenas daban crédito a la gama de colores que proyectaban las lejanas colinas, y se preguntó por qué no la había apreciado antes.

Iba vestido informalmente, con camisa de algodón, tejanos y mocasines sin calcetines. Carraspeó suavemente. La tos había desaparecido por completo y la garganta ya no le dolía al tragar.

Salió del edificio de apartamentos y se dirigió al aparcamiento situado en la parte de atrás. En el terreno arenoso que había al fondo encontró lo que buscaba: tres mini esculturas negras idénticas a la que encontrara en el aparcamiento de Costa el día anterior. Las desenterró y tras quitarles la arena, se las guardó en bolsillos diferentes.

Cumplida su misión, se fue por donde había venido. En el apartamento la alarma sonó junto a la cabeza de Cassy. El despertador estaba en su lado de la cama porque Beau tenía la mala costumbre de apagarlo con tal rapidez que ninguno de los dos llegaba a despertarse realmente.

La mano de Cassy asomó por debajo de las mantas y apretó el interruptor. La alarma calló durante diez deliciosos minutos. Volviéndose sobre su espalda, alargó el brazo para propinar a Beau el primero de los muchos empujones que le esperaban. Él detestaba madrugar.

La mano de Cassy tropezó con una sábana vacía y fría. Alargó más el brazo. Nada. Abrió los ojos y buscó a Beau, pero no lo encontró.

Sorprendida, se sentó y aguzó el oído con la esperanza de oír algún sonido procedente del cuarto de baño. La casa estaba en silencio. Beau nunca se levantaba antes que ella. De pronto, Cassy empezó a temer que hubiera sufrido una recaída.

Se puso el albornoz y entró sigilosamente en la sala de estar. Se disponía a llamarlo cuando lo vio en cuclillas frente a la pecera, estudiando los peces. Estaba tan absorto que no la había oído entrar. Cassy se quedó observando. Él colocó el índice de su mano derecha sobre el cristal. Sin saber cómo, la punta del dedo atrajo la luz fluorescente del acuario y brilló.

Hipnotizada por la escena, Cassy siguió observando. Los peces acudieron enseguida al punto de contacto entre el dedo y el cristal. Beau desplazó lateralmente el dedo y los peces lo siguieron obedientemente.

—¿Cómo lo haces? —preguntó Cassy. Sobresaltado, él retiró la mano y se levantó. Al momento los peces se dispersaron.

—No te oí entrar —dijo con una dulce sonrisa.

—Ya lo he notado. ¿Qué hacías para atraer a los peces de ese modo?

—Ni idea. A lo mejor creyeron que iba a darles de comer. —Esbozando una sonrisa radiante, se acercó y la abrazó—. Estás muy guapa esta mañana.

—Como siempre —bromeó Cassy. Se sacudió la espesa melena y la mesó con cuidado—. Ya está. Ahora ya puedo presentarme al concurso de Miss América.

Cassy lo miró fijamente. Sus ojos azules brillaban con un fulgor especial y la parte blanca era más blanca que el blanco.

—Tú sí tienes un aspecto estupendo —observó Cassy.

—Será porque me encuentro estupendamente. Se inclinó para besarla en los labios, pero Cassy se escabulló.

—Espera —dijo—. Esta aspirante a Miss América todavía tiene que lavarse los dientes. No me gustaría que me descalificaran por mi aliento matutino.

—Eso sería imposible —respondió él con una sonrisa lasciva.

Cassy ladeó la cabeza.

—Hoy te veo más animado.

—Me encuentro de maravilla.

—Nunca había visto una gripe tan breve —comentó ella—. Tu recuperación ha sido extraordinaria.

—Gracias por llevarme al centro médico. Allí es donde empecé a encontrarme mejor.

—Pero el médico y la enfermera no hicieron nada —repuso Cassy—. Ellos mismos lo reconocieron.

Beau se encogió de hombros.

—Entonces se trata de una nueva cepa de gripe fugaz, pero desde luego no pienso presentar ninguna reclamación.

—Ni yo —dijo ella mientras se encaminaba al cuarto de baño—. ¿Te importaría preparar café mientras me ducho?

—Ya está hecho —informó Beau—. Te traeré una taza.

—¡Qué eficiente! —gritó Cassy desde el dormitorio.

—En este hotel obtendrá servicio de cinco estrellas —bromeó Beau.

Cassy seguía asombrándose de su rápida recuperación. Teniendo en cuenta la mala cara que tenía cuando ella subió al coche frente al instituto Anna C. Scott, no lo habría creído posible. Abrió el grifo de la ducha y ajustó la temperatura del agua. Cuando estuvo a su gusto, entró. Lo primero era el cabello. Se lo lavaba cada día.

Estaba enjabonándose cuando oyó que llamaban a la puerta de la ducha. Sin abrir los ojos, indicó a Beau que dejara la taza de café junto al lavamanos.

Colocó la cabeza debajo del chorro de agua y procedió a aclararse el pelo. Lo siguiente que notó fue a Beau dentro de la ducha.

Incrédula, abrió los ojos. Beau estaba frente a ella completamente vestido. Ni siquiera se había quitado los zapatos.

—¿Qué haces? —barboteó Cassy. Sin poder evitarlo, se echó a reír, jamás habría esperado de Beau un comportamiento tan alocado.

Él no dijo nada. Alargó los brazos y atrajo el cuerpo desnudo y mojado de Cassy hacia sí mientras sus labios buscaban los de ella. Fue un beso profundo y sensual.

Cassy se apartó para coger un poco de aire al tiempo que se reía del disparate que estaban cometiendo. Beau rió también. El agua le aplastaba el pelo contra la frente.

—Estás loco —declaró ella con el cabello todavía cubierto de espuma.

—Loco por ti —respondió Beau, y comenzó a manipular torpemente su cinturón.

Cassy le desabrochó la camisa empapada y la deslizó por sus fuertes hombros. La situación resultaba poco convencional, sobre todo para el pulcro Beau. Para Cassy era excitante. Y la espontaneidad y el vehemente deseo de él la hacían aún más picante.

Poco después, en medio de la pasión, Cassy comenzó a apreciar algo más. No sólo estaban haciendo el amor en circunstancias excepcionales, sino que lo hacían de una forma inusual. Beau la tocaba de una manera diferente. Cassy no podía explicar cómo, sólo sabía que era maravilloso. Pese al deseo arrollador, Beau parecía más dulce y sensible que nunca.

Pitt se llevó las manos a la cabeza para desperezarse y consultó el reloj que descansaba sobre el mostrador de urgencias. Eran casi las siete y media. Su maratoniano turno de veinticuatro horas estaba a punto de terminar. Ya podía saborear la maravillosa sensación de deslizar su agotado cuerpo bajo las sábanas de su cama querida. El propósito de las prácticas era darle una idea de lo que representa ser médico residente, para quien los turnos de treinta y seis horas eran el pan de cada día.

—Deberías ir a la habitación donde hallaron al pobre tipo de la limpieza —dijo Cheryl Watkins, enfermera del turno de día que había fichado hacía poco.

—¿Por qué? —preguntó Pitt. Recordaba perfectamente al paciente. Un miembro del equipo de la limpieza lo había traído a urgencias poco después de la medianoche. Los médicos trataron de resucitarlo, pero al comprobar que las temperaturas corporal y ambiental prácticamente coincidían, desistieron.

Decidir que el hombre estaba muerto fue fácil. Lo difícil era decidir qué lo había matado además de los ataques epilépticos sufridos. Su mano mostraba un curioso orificio cicatrizado que, según un médico, pudo causarlo una potente descarga eléctrica. El informe, sin embargo, aseguraba que el cuerpo había sido encontrado en una habitación que carecía de una fuente de alta tensión.

Otro médico observó que el paciente padecía unas cataratas especialmente densas. Curiosamente, éstas no habían sido detectadas en el examen médico anual y los compañeros del difunto habían dicho que no sabían que tuviera problemas con la vista. Así pues, se barajó la posibilidad de que el hombre hubiera sufrido unas cataratas repentinas, pero los médicos enseguida la descartaron, jamás habían oído hablar de una cosa así, ni siquiera en casos en que se había sufrido una fuerte descarga eléctrica.

El desconcierto en cuanto a la causa inmediata de la muerte dio lugar a rocambolescas conjeturas e incluso a algunas apuestas. Lo único cierto era que nadie estaba seguro, de modo que el cuerpo fue enviado a la oficina del forense para que éste dictaminara.

—No pienso decirte por qué deberías ir a esa habitación —prosiguió Cheryl—. Si lo hiciera, creerías que te estoy tomando el pelo. Sólo te diré que es muy extraño.

—Dame una pista —insistió Pitt. Estaba tan cansado que sólo algo extraordinario podría animarlo a recorrer el largo camino hasta el ala principal del hospital.

—Tienes que verlo con tus propios ojos —dijo Cheryl antes de marcharse a una reunión.

Pitt se tamborileó la frente con un lápiz mientras cavilaba. La idea de unas circunstancias extrañas había despertado su curiosidad. A gritos, preguntó a Cheryl dónde se hallaba la habitación.

—En el pabellón de estudiantes —respondió ésta por encima del hombro—. No tiene pérdida; hay un montón de gente allí tratando de averiguar lo ocurrido.

La curiosidad de Pitt se impuso a su agotamiento. Si había tanta gente interesada en el suceso, posiblemente el esfuerzo valía la pena. Se levantó y arrastró su derrengado cuerpo por el pasillo. Al menos el pabellón de estudiantes quedaba cerca. Por el camino pensó que si se trataba de un caso realmente extraño tal vez a Cassy y Beau les gustaría conocerlo, dado que habían estado en esa misma habitación la tarde antes.

Al doblar en la última esquina que conducía al pabellón de estudiantes Pitt divisó una multitud inquieta. Su curiosidad fue en aumento a medida que se acercaba, pues la habitación era la misma que había ocupado Beau.

—¿Qué ocurre? —susurró Pitt al oído de una compañera de clase que también hacía prácticas en el hospital. Se llamaba Carol Grossman.

—Ni idea —respondió ésta—. Cuando entré en la habitación comenté que parecía que Salvador Dalí hubiera pasado por ahí, pero nadie se rió.

Pitt miró a Carol intrigado, pero ésta no se extendió en detalles. Había tanta gente que Pitt tuvo que abrirse paso literalmente a empujones. Por desgracia, su excesiva agresividad le hizo chocar con uno de los médicos, haciendo que el café se derramara de la taza. Al ver el rostro iracundo del médico, Pitt palideció. De todos los médicos del hospital tenía que ser la doctora Sheila Miller.

—¡Mierda! —espetó Sheila mientras se sacudía el café del dorso de la mano.

Vestía una bata blanca. Manchas de café le adornaban el puño de la manga derecha.

—Lo siento —barboteó Pitt.

Sheila alzó sus ojos verdes hacia Pitt. La rubia melena recogida con tirantez en un moño compacto le daba un aire especialmente severo. La mujer estaba llena de indignación.

—¡Señor Henderson! —exclamó—. Confío en que no tenga sus miras puestas en una especialidad que exija coordinación, como la cirugía ocular.

—Ha sido sin querer —dijo Pitt.

—Lo mismo decían de la Primera Guerra Mundial y fíjese en las consecuencias. Se supone que es el recepcionista de urgencias. ¿Qué demonios hace entrando aquí a empujones?

Pitt buscó una excusa que fuera más allá de la simple curiosidad. Al mismo tiempo contempló el cuarto con la esperanza de ver algo que le sirviera de inspiración. La escena, sin embargo, lo dejó estupefacto.

En lo primero que reparó fue en el cabezal de la cama, el cual estaba totalmente deformado, como si alguien lo hubiese calentado hasta fundirlo y hubiese tirado de él hacia la ventana. Igual aspecto mostraba la mesita de noche. De hecho, a medida que sus ojos realizaban el circuito completo de la habitación, observó que la mayoría de los muebles habían sido retorcidos como si fueran de caramelo. Los cristales de las ventanas parecían haberse derretido. Churretones de vidrio pendían del marco superior como estalactitas.

—¿Qué diantre ha pasado aquí? —balbuceó.

—Eso es justamente lo que intentan averiguar los profesionales aquí reunidos —respondió Sheila entre dientes—. Y ahora vuelva al mostrador de urgencias.

—Ya me voy —dijo rápidamente Pitt.

Tras echar un último vistazo a la extraña transformación de la habitación, Pitt desapareció entre la multitud mientras calculaba el perjuicio que iba a representar para su carrera su altercado con la Dragona.

—Lamento la interrupción —se disculpó Sheila. Estaba hablando con el teniente de policía Jesse Kemper y con su compañero Vince Garbon.

—No se preocupe —dijo Jesse—. De todos modos no estaba diciendo nada importante. Se trata de un caso bastante curioso, pero dudo que nos hallemos ante la escena de un crimen. El instinto me dice que no fue un homicidio. Quizá usted debería convocar a un grupo de científicos para determinar si un rayo atravesó la ventana.

—Pero no había tormenta —objetó Sheila.

—Lo sé —respondió estoicamente Jesse, extendiendo las manos como un suplicante—. Pero según usted los técnicos han descartado la posibilidad de una subida brusca de energía. Ese tipo tiene todo el aspecto de un electrocutado. Quizá lo alcanzó un rayo.

—Lo dudo —dijo Sheila—. No soy forense, pero si la memoria no me falla, cuando un rayo alcanza a una persona no la agujerea. El rayo conecta con tierra a través de los pies, y en ocasiones los zapatos salen volando. Aquí no hay pruebas de que se haya producido un contacto con tierra. Parece más obra de un rayo láser de alta potencia.

—¡Claro! —Convino Jesse—. No se me había ocurrido. ¿Este hospital tiene rayos láser? Tal vez alguien disparara uno por la ventana.

—Este hospital ciertamente dispone de rayos láser —admitió Sheila—, pero no uno capaz de provocar el orificio infligido en la mano del señor Arnold. Además, me cuesta creer que un rayo láser pueda causar semejantes deformaciones en un mobiliario.

—Yo no entiendo de esas cosas —reconoció Jesse—. Si la autopsia sugiere que tenemos un caso de homicidio, intervendremos. De lo contrario, le aconsejo que reúna a un grupo de científicos.

—Ya hemos informado del asunto al departamento de física de la universidad explicó Sheila.

—Buena idea. Aun así, le daré mi tarjeta. El teniente se acercó a Sheila y le entregó una tarjeta. Lo mismo hizo con Richard Halprin, presidente del centro médico de la universidad, y Wayne Martinez, jefe de seguridad del hospital.

—Pueden llamarme siempre que lo crean oportuno. El asunto me interesa. En estas dos últimas noches han ocurrido más cosas raras que en los treinta años que llevo en el cuerpo. ¿Es luna llena o qué?

Llegado el final de la película, la música alcanzó un crescendo y con un último estallido de platillos la cúpula del planetario se apagó. Las luces de la sala se encendieron y el auditorio prorrumpió en aplausos, silbidos y gritos de entusiasmo.

La mayoría de los asientos los ocupaban estudiantes de enseñanza primaria en salida de estudios. Aparte de los maestros y ayudantes, Cassy y Beau eran los únicos adultos.

—Ha sido fantástico —comentó Cassy. Había olvidado lo interesantes que son estas películas. La última vez que vi una fue en la clase de cuarto curso de la señorita Korth.

—También a mí me ha gustado —dijo entusiasmado Beau—. Es fascinante observar la galaxia desde la perspectiva de la Tierra.

Cassy parpadeó. Durante la mañana había observado en Beau cierta tendencia a los comentarios incongruentes.

—Vamos —dijo él, ajeno a la perplejidad de Cassy. Salgamos de aquí antes que estos ruidosos niños.

Cogidos de la mano, abandonaron el auditorio y pasearon por el extenso césped que separaba el planetario del museo de historia natural. Compraron a un vendedor ambulante un par de hot dogs con chile y cebolla y se sentaron en un banco, a la sombra de un gran árbol.

—También había olvidado lo divertido que es hacer novillos —comentó Cassy entre bocado y bocado—. Ha sido una suerte que hoy no tuviera prácticas, porque una cosa es saltarse una clase y otra saltarse una práctica. No hubiera podido venir.

—Me alegro de que todo haya salido bien —dijo Beau.

—Cuando me propusiste hacer novillos me dejaste atónita —confesó Cassy—. ¿No es ésta la primera vez que te saltas una clase?

—Sí —afirmó Beau. Cassy sonrió.

—¿A quién tengo delante? ¿A un nuevo Beau? Primero actúas como un animal en celo y te metes vestido en la ducha, y ahora te saltas gustosamente tres clases. Pero no me malinterpretes, no me estoy quejando.

—Es culpa tuya —aseguró Beau. Dejó a un lado el hot dog y la estrechó en un pícaro abrazo—. Eres irresistible.

Trató de besarla, pero Cassy alzó una mano y desvió la maniobra.

—Espera —rió—, tengo la cara llena de chile.

—Tanto mejor —bromeó Beau.

Cassy se limpió la cara con la servilleta.

—¿Qué te ha dado ahora?

Beau no contestó. En lugar de eso dio a Cassy un beso largo y maravilloso. La impulsividad del gesto volvió a excitarla, como en la ducha.

—Caray, te estás transformando en un experto Casanova.

Se apartó para recobrar el aliento y tratar de calmarse. La sorprendía el hecho de que pudiera excitarse tan fácilmente en público y a plena luz del día.

Beau volvió felizmente a su hot dog. Mientras comía alzó una mano para protegerse del sol al tiempo que miraba en su dirección.

—¿A qué distancia dijeron que estaba la Tierra del Sol? —preguntó.

—Uf, no me acuerdo —respondió Cassy. Sacudida por el deseo, ahora le costaba concentrarse en otros temas, sobre todo en algo tan impreciso como las distancias astronómicas—. Noventa y tantos millones de millas.

—Ah, sí, noventa y tres. Eso significa que el efecto de una erupción solar apenas tardaría ocho minutos en alcanzar la Tierra.

—¿Qué? —Otra incongruencia. Cassy ni siquiera sabía qué era una erupción solar.

—Mira —dijo entusiasmado Beau señalando el cielo del oeste—. Puede verse la luna pese a ser de día.

Cassy se protegió los ojos y miró. Ciertamente, ahí estaba la imagen difusa de la luna. Cassy miró fijamente a Beau. Estaba disfrutando casi como un niño. Su entusiasmo era contagioso y Cassy se dejó llevar por él.

—¿Por qué se te ocurrió visitar hoy el planetario? —preguntó.

Beau se encogió de hombros.

—Por puro interés. Quería aprender algo más de este hermoso planeta. Y ahora, ¿qué te parece si vamos al museo?

—¿Por qué no?

Jonathan salió fuera con su almuerzo. Con un día tan hermoso, detestaba la idea de comer en la bulliciosa cafetería, sobre todo porque Candee no estaba allí. Rodeó el asta de la bandera y se dirigió a las gradas del campo de béisbol. Sabía que era uno de los lugares favoritos de Candee cuando quería alejarse de la gente. Pronto comprobó que sus esfuerzos iban a verse recompensados. Candee estaba sentada en la última fila.

Se saludaron con la mano y él subió. La tenue brisa agitaba el borde de la falda de Candee, desvelando tentadoras instantáneas de sus muslos. Jonathan simuló que no miraba.

—Hola —dijo ella.

—Hola —respondió él. Se sentó a su lado y extrajo un emparedado de plátano y mantequilla de cacahuete.

—¡Qué asco! —Exclamó Candee—. No entiendo cómo puedes comerte esa porquería.

Jonathan examinó el emparedado antes de darle un bocado.

—A mí me gusta —dijo.

—¿Qué ha dicho Tim de su radio?

—Sigue cabreado, pero por lo menos ya no nos echa la culpa. A un amigo de su hermano le ocurrió lo mismo.

—¿Podremos seguir utilizando su coche?

—Me temo que no —se lamentó Jonathan.

—¿Qué haremos entonces?

—No lo sé. Ojalá mis padres no fueran tan puñeteros con el coche de la familia. Me tratan como si tuviera doce años. Sólo me dejan conducirlo si ellos me acompañan.

—Por lo menos te dejaron sacar el carnet de conducir —protestó Candee—. Los míos me harán esperar hasta los dieciocho.

—Eso es un crimen. Si a mí me hicieran una cosa así, me escaparía de casa. Pero ¿de qué me sirve el carnet sin un volante? No entiendo por qué mis padres no confían más en mí. Quiero decir que tengo un cerebro, saco buenas notas y no me drogo.

Candee puso los ojos en blanco.

—La hierba no es droga —dijo Jonathan—. Además, ¿cuántas veces hemos fumado? Como mucho dos.

—Mira —dijo Candee, y señaló la zona de descarga donde los camiones hacían sus entregas, situada a unos veinte metros de ellos.

Ubicada en un sótano, se accedía a ella por una rampa abierta justo detrás del zaguero del campo de béisbol.

—¿No son el señor Partridge y la enfermera del instituto? —preguntó Candee.

—Sí. El señor Partridge no tiene muy buen aspecto que digamos. Mira cómo lo arrastra la señorita Golden. Y tose como un condenado.

En ese momento un Lincoln Town asomó por una esquina del edificio y bajó por la rampa. Al volante iba la señora Partridge, a quienes los chicos del instituto llamaban «la Cerdita». La señora Partridge parecía toser tanto como el señor Partridge.

—Menudo par —comentó Jonathan.

Mientras observaban la escena, la señorita Golden consiguió bajar al alicaído señor Partridge por las escaleras de cemento y subirlo al coche. La señora Partridge no se movió de su asiento.

—Está hecho polvo —comentó Candee.

—La Cerdita tiene peor pinta todavía —observó Jonathan.

El coche dio marcha atrás, giró y entró en la rampa con un fuerte acelerón. A medio camino rozó el muro de hormigón. El chirrido estremeció a Jonathan.

—¡Qué rayada! —exclamó.

—¿Qué demonios haces aquí? —preguntó Cheryl Watkins.

Estaba sentada detrás del mostrador de urgencias cuando Pitt Henderson asomó por las puertas oscilantes del centro médico. Parecía agotado y lucía unas marcadas ojeras.

—No podía dormir —dijo—, así que pensé en volver aquí e intentar salvar mi carrera médica.

—¿De qué narices hablas? —preguntó Cheryl.

—Esta mañana, cuando fui a ver la habitación, cometí una terrible imprudencia.

—¿Qué clase de imprudencia?

Cheryl se inquietó al darse cuenta de que Pitt estaba preocupado. El muchacho era muy querido en la unidad.

—Tropecé con la Dragona y le derramé el café sobre la bata —explicó él—. Se cabreó mucho. Quiso saber qué estaba haciendo allí y yo, estúpido de mí, fui incapaz de dar con una excusa.

—¡Oh! —Se compadeció Cheryl—. A la doctora Miller no le gusta que le ensucien su bata blanca, y aún menos a primera hora del día.

—Lo sé, lo sé —gimió Pitt—. Estuvo muy dura conmigo. Pensé que si volvía podría impresionarla con mi dedicación.

—No veo qué daño puede hacer, aunque estás sobrepasando tus obligaciones. En cualquier caso, una ayudita no nos irá mal. Yo misma me encargaré de que llegue a oídos de nuestra intrépida jefa. Entretanto, ¿por qué no examinas un par de casos de rutina? Hace una hora se produjo un accidente de tráfico y vamos muy atrasados. Todas las enfermeras están ocupadas.

Contento de recibir una tarea, especialmente una que le gustaba, Pitt cogió la tablilla y se encaminó a la sala de espera. La paciente en cuestión tenía cuatro años y se llamaba Sandra Evans.

Pitt pronunció el nombre en voz alta. De la multitud que esperaba impaciente en las duras sillas de plástico de la sala asomó una madre con su hija. La mujer, de unos treinta años, tenía aspecto desaliñado. La niña era adorable, con la cabeza cubierta de rizos dorados, pero estaba sucia y parecía enferma. Llevaba puesto un pijama lleno de manchas y una bata que le iba pequeña.

Pitt las condujo hasta una sala de reconocimiento. Colocó a la niña sobre la mesa. Sus ojos azules estaban vidriosos y tenía la piel pálida y húmeda. Estaba demasiado enferma para que el ambiente de urgencias pudiera intimidarla.

—¿Es usted médico? —preguntó la madre. Pitt parecía demasiado joven.

—No, soy recepcionista —repuso Pitt. Llevaba tanto tiempo trabajando en urgencias y había examinado a tantos pacientes que su categoría ya no le cohibía.

—¿Qué te ocurre, cariño? —preguntó Pitt mientras ceñía en el brazo de Sandra el manguito del manómetro de mercurio y lo inflaba.

—Tengo una araña —dijo Sandra.

—Quiere decir un microbio —intervino la madre—. No hay manera de metérselo en la cabeza. Debe de ser una gripe o algo así. Esta mañana empezó a toser y estornudar. Los niños cuando no tienen una cosa tienen otra.

La tensión era normal. Al retirar el manguito, Pitt observó una tirita de colores en la mano derecha de Sandra.

—Al parecer también estás herida —dijo Pitt. Cogió el termómetro clínico.

—Me mordió una piedra en el jardín —explicó Sandra.

—Sandra, te he dicho que no digas mentiras —advirtió la señora Evans.

Era evidente que la mujer se hallaba al límite de su paciencia.

—No es mentira —protestó indignada Sandra.

La señora Evans puso cara de ¿qué-puedo-hacer-con-ella?

—¿Te han mordido muchas piedras? —bromeó Pitt.

Leyó la temperatura. La niña tenía treinta y nueve y medio. Lo anotó todo en el cuadro.

—No, sólo una —dijo Sandra—. Era negra.

—Pues tendremos que tener cuidado con las piedras negras —dijo Pitt.

Dijo a la madre que vigilara de cerca a la niña mientras llegaba un médico y luego regresó a la recepción, donde dejó el informe en la bandeja para que lo recogiera el próximo médico disponible. Iba a sentarse cuando las puertas de entrada se abrieron de golpe.

—¡Ayúdenme! —gritó un hombre que transportaba a una mujer presa de un ataque epiléptico.

Caminó unos metros y amenazó con derrumbarse él también.

Pitt fue el primero en llegar junto a la pareja. Sin perder tiempo, cogió a la mujer en sus brazos. Le costaba sujetarla porque se hallaba en pleno ataque.

Para entonces Cheryl Watkins y algunos médicos residentes se habían acercado. Hasta la propia doctora Sheila Miller había salido precipitadamente de su despacho atraída por los gritos de socorro.

—A traumatología, rápido —ordenó. Sin esperar una camilla, Pitt trasladó a la espasmódica mujer. Con la ayuda de Sheila, que se había colocado al otro lado de la mesa, tumbó a la paciente. Las miradas de Pitt y Sheila se encontraron por segunda vez ese día. No hubo palabras, pero en esta ocasión el mensaje era muy diferente.

Enfermeras y médicos irrumpieron en la sala. Pitt se hizo a un lado y se quedó observando, deseando haber estado en una fase de su formación que le hubiese permitido intervenir.

El equipo médico, dirigido por Sheila, enseguida frenó el ataque, pero en el momento en que se disponían a evaluar la causa del mismo la paciente sufrió otro aún más violento.

—¿Qué le ocurre? —gimió el marido. Todos habían olvidado que el hombre los había seguido. Una enfermera se acercó a él y lo sacó fuera—. Es diabética pero nunca había tenido ataques de epilepsia. Todo empezó con una simple tos. Es una mujer joven. Hay algo raro en todo esto, lo sé.

Poco después, cuando el marido ya se hallaba en la sala de espera, Sheila levantó bruscamente la cabeza para consultar el monitor cardíaco. Un cambio repentino en el sonido de los latidos había llamado su atención.

—Oh, oh —dijo—, algo va mal.

Los latidos eran ahora erráticos. Antes de que pudieran reaccionar, la alarma del monitor se detuvo. La paciente estaba sufriendo una fibrilación.

«¡Código rojo!», resonó por el interfono. El anuncio de un paro cardíaco atrajo a otros médicos de urgencias. Pitt se apartó del todo para no estorbar. La escena le parecía estimulante y a la vez aterradora. Se preguntó si algún día sabría lo bastante para intervenir hábilmente en una situación parecida.

El equipo trabajó incansablemente pero sin éxito. Finalmente, Sheila se irguió y se pasó un brazo por la frente sudorosa.

—Se acabó —anunció con pesar—. Se nos ha ido. El monitor había trazado durante los últimos treinta minutos una línea recta.

El equipo, abatido, agachó la cabeza.

La vieja balanza rechinó cuando el doctor Curtis Lapree dejó caer el hígado de Charlie Arnold en la bandeja. La aguja subió.

—El peso es normal —dijo Curtis—. ¿Esperaba que no lo fuera? —preguntó Jesse Kemper.

Él y el inspector Vince Garbon habían pasado por allí para presenciar la autopsia del hombre de la limpieza del centro médico universitario. Ambos llevaban puesto un mono de protección desechable.

Ni Jesse ni Vince se sentían intimidados o mareados por la autopsia. Habían presenciado más de cien a lo largo de su carrera, especialmente Jesse, once años mayor que Vinnie.

—No —respondió Curtis—. El aspecto y la textura del hígado son normales, de modo que esperaba que el peso fuera normal.

—¿Tiene idea de qué pudo matar a este pobre diablo? —inquirió Jesse.

—No —dijo Curtis—. Me temo que será otro misterio sin resolver.

—¡Venga ya! —Espetó irritado Jesse—. Confiaba en que me dijera si fue un homicidio o un accidente.

—Tranquilícese, teniente —dijo Curtis con una sonrisa—. Le estaba tomando el pelo. A estas alturas ya debería saber que la disección no es más que el primer paso de una autopsia. En este caso concreto, confío en que el análisis microscópico resulte más revelador. Aun así, no sé qué pensar del orificio de la mano. Mire.

Curtis levantó la mano de Charlie Arnold.

—Es un círculo perfecto.

—¿Podría tratarse de una herida de bala? —preguntó Jesse.

—¿Usted qué cree, con todas las heridas de bala que ha visto en su vida? —repuso Curtis.

—Tiene razón, no parece una herida de bala —admitió Jesse.

—Desde luego que no —aseguró Curtis—. La bala tendría que haber corrido a la velocidad de la luz y estar más caliente que el interior del sol. Fíjese bien. Todo ha quedado cauterizado en los márgenes. ¿Adónde han ido a parar la sangre y los tejidos? Usted mismo dijo que no había rastro de sangre o tejido en el lugar del suceso.

—Ni una gota —dijo Jesse—. Había cristales y muebles derretidos, pero nada de sangre o tejidos.

—¿Muebles derretidos? —preguntó Curtis. Retiró el hígado de la balanza y se limpió la mano en el delantal.

Jesse describió el aspecto de la habitación mientras Curtís le escuchaba fascinado.

—¡Caray!

—¿Alguna sugerencia? —preguntó el teniente.

—Puede —confesó Curtís—, pero no le va a gustar. A mí tampoco me gusta. Es una locura.

—Pruebe —dijo Jesse.

—Primero permítame que le muestre algo —dijo Curtís.

Se acercó a una mesita auxiliar y regresó con dos retractores que deslizó por la parte interna de los labios del difunto, dejando los dientes al descubierto. El muerto tenía ahora una mueca horrible.

—¡Qué asco! —Gimió Vinnie—. A este paso voy a tener pesadillas.

—¿Y bien, doctor? —Dijo Jesse—. ¿Qué se supone que debo ver aparte de una asquerosa dentadura? Se diría que jamás se lavaba los dientes.

—Fíjese en el esmalte.

—Me estoy fijando —dijo Jesse—. Está hecho polvo.

—Exacto —convino Curtis. Retiró los retractores y los devolvió a su lugar.

—Déjese de rodeos, doctor —espetó Jesse—. ¿Qué intenta decirnos?

—Lo único que podría hacer algo así al esmalte dental es envenenamiento agudo por radiación —explicó Curtís.

Jesse palideció.

—Le advertí que no le gustaría —dijo Curtís.

—Jesse está a punto de jubilarse —intervino Vince—. No debería gastarle esa clase de bromas.

—Hablo en serio —insistió Curtis—. Es el único fenómeno que guarda relación con los hallazgos obtenidos hasta ahora: el agujero en la mano, las alteraciones del esmalte y hasta las cataratas que no se detectaron en el último examen médico anual.

—¿Qué le ha ocurrido entonces a este desdichado? —preguntó Jesse.

—Sé que parecerá una locura —advirtió Curtís—, pero la única forma de relacionarlo todo es la hipótesis de que alguien dejó caer una bolita candente de plutonio en la mano de la víctima. La bolita abrasó la mano hasta agujerearla y en el proceso el hombre recibió una dosis enorme de radiación. Me refiero a una dosis gigantesca.

—Eso es absurdo —dijo Jesse.

—Ya le dije que no le gustaría —respondió Curtís.

—En la habitación no había plutonio —observó Jesse—. ¿Ha comprobado si el cuerpo tiene radiactividad?

—Sí, por razones de seguridad personal —explicó Curtís.

—¿Y?

—No la tiene. De lo contrario yo no estaría metido hasta las orejas en esto.

Jesse sacudió la cabeza.

—Este asunto va a peor —se lamentó—. Plutonio. ¡Joder! Bastaría para declarar el estado de alerta en todo el país. Será mejor que envíe a alguien a ese hospital para comprobar que no hay puntos de radiactividad peligrosos. ¿Puedo utilizar su teléfono?

—Por supuesto —respondió amablemente Curtis. Un repentino acceso de tos atrajo la atención de todos. Era Michael Schonhoff, técnico del depósito de cadáveres. Se hallaba frente al fregadero lavando tripas. La tos le duró varios minutos.

—Caramba, Mike —dijo Curtis—, cada vez está peor. Y perdone la expresión pero parece un muerto recalentado.

—Lo siento, doctor Lapree —se disculpó Mike—. Creo que he pillado la gripe. He intentado ignorarla, pero empiezo a notar escalofríos.

—Váyase a casa —dijo Curtís—. Métase en la cama con una aspirina y una infusión.

—Prefiero terminar esto —dijo Mike—. Y luego quiero etiquetar los frascos de las muestras.

—Olvídelo —insistió Curtis—. Ya encontraré a alguien que lo haga por usted.

—De acuerdo —dijo Mike. Pese a sus protestas, se alegraba de que lo relevaran.