Charlie Arnold llevaba treinta y siete años trabajando para el centro médico de la universidad, desde que a los diecisiete había decidido dejar el instituto. Había empezado en la sección de jardinería, cortando el césped, podando árboles y desherbando parterres. Por desgracia, una alergia a la hierba lo había apartado de esa clase de trabajos. Como era un empleado con buen expediente, la dirección le ofreció un puesto en el servicio de limpieza. Charlie lo había aceptado, y disfrutaba con ello. En los días de calor, sobre todo, le gustaba más que trabajar fuera. El supervisor le entregaba la lista de habitaciones que había que limpiar, y a partir de ahí él seguía su propio criterio. Aquella noche todavía le quedaba una habitación que hacer, una de las de estudiantes. Siempre eran más fáciles que las habitaciones de hospital normales. En estas últimas nunca sabía con qué iba a encontrarse. Dependía de la enfermedad del último ocupante. A veces estaban hechas un verdadero desastre.
Silbando entre dientes, Charlie empujó la puerta, metió el cubo de la fregona y entró con su carrito. Puso los brazos en jarras y examinó la habitación. Tal como había esperado, sólo hacía falta pasar algo de desinfectante y quitar el polvo. Fue a echar una mirada al cuarto de baño. Ni siquiera daba la impresión de haber sido utilizado.
Charlie siempre empezaba por el cuarto de baño. Una vez cubiertas sus manos con los gruesos guantes protectores, limpió la ducha y el lavabo y desinfectó la taza del váter. Acto seguido fregó el suelo.
Ya fuera del baño, deshizo la cama y sacudió el colchón. Sacó el polvo a las demás superficies, incluido el alféizar. Cuando estaba a punto de pasar la fregona le llamó la atención algo brillante. Se volvió hacia la mesa y se fijó en la caja de seguridad. Se dijo que era absurdo, pero no cabía duda de que la caja emitía un resplandor, como si contuviera una potente fuente de luz. Claro que eso no tenía sentido, puesto que la caja era de metal, y por mucho que brillase lo de dentro —si es que había algo—, la luz no conseguiría atravesarla.
Charlie apoyó la fregona contra el borde del cubo y dio unos pasos hacia la mesa, con intención de abrir la caja. A un metro se detuvo. El resplandor que rodeaba la caja había crecido en intensidad. Charlie tuvo la sensación de que notaba el calor en la cara.
Lo primero que se le ocurrió fue salir pitando de ahí, pero vaciló. Lo que veía era desconcertante y un poco terrorífico, pero también curioso.
Entonces, para su asombro, se produjo un intenso chisporroteo a un lado de la caja, acompañado por un ruido como de soldador eléctrico. En un acto reflejo, Charlie intentó protegerse la cara con ambas manos, pero sus brazos se quedaron a medio camino. En el lugar por donde habían salido las chispas emergió un disco luminoso de color rojo, del tamaño de un dólar de plata. Daba vueltas sobre sí mismo, y había atravesado el metal dejando una brecha humeante.
Charlie se había quedado de piedra, completamente anonadado. El disco se desplazó lentamente hacia un lado, llegando a medio metro de su brazo. Una vez delante de la ventana se quedó flotando como si contemplara el cielo nocturno. Después su color cambió de rojo a blanco, y quedó rodeado por una corona, como un estrecho halo.
Movido por la curiosidad, Charlie se acercó más al misterioso objeto. Sabía que no iban a creerle cuando lo describiera. Pasó la palma de la mano por encima del objeto para asegurarse de que no hubiera ningún hilo o cable. No entendía que pudiera flotar de aquella manera.
Percibiendo lo caliente que estaba, Charlie ahuecó las manos y las fue acercando al objeto por ambos lados. Sentía en su piel un calor muy peculiar. Cuando tocó el halo la sensación de hormigueo se incrementó.
El objeto ignoró a Charlie hasta que éste, sin darse cuenta, obstruyó la visión del firmamento nocturno. En ese mismo momento el disco se movió hacia un lado y, antes de que Charlie tuviera tiempo de reaccionar, le agujereó el centro de la mano sin el menor esfuerzo. Todo se había vaporizado, piel, huesos, ligamentos, nervios y vasos sanguíneos.
Charlie gritó, más de sorpresa que de dolor. Dio un paso atrás, mirándose con incredulidad la mano perforada y percibiendo un inconfundible olor a carne quemada. No hubo hemorragia, ya que el calor había coagulado todos los vasos. Acto seguido el halo que rodeaba el disco luminoso creció hasta unos treinta centímetros de diámetro.
Antes de que Charlie pudiera reaccionar oyó un zumbido creciente que no tardó en resultar ensordecedor. Al mismo tiempo una fuerza lo arrastró hacia la ventana. Loco de miedo, se aferró a la cama con la otra mano y, cogido a ella con todas sus fuerzas, sintió que sus pies dejaban de tocar el suelo. Apretó los dientes y consiguió no soltarse, aunque la propia cama estaba moviéndose. La violencia del ruido y el movimiento sólo duró unos segundos, hasta que fue interrumpida por un sonido que se parecía al de una compuerta a presión.
Charlie soltó la cama y trató de ponerse en pie pero no pudo. Tenía las piernas como de goma. Intentó pedir ayuda a gritos, pero le salía una voz muy débil, y salivaba tan copiosamente que hablar le era prácticamente imposible. Haciendo acopio de fuerzas procuró arrastrarse hacia la puerta, en vano. Tras desplazarse poco más de un metro hizo una serie de arcadas. Poco después se hizo la oscuridad, mientras el cuerpo de Charlie era sacudido por una sucesión de ataques epilépticos cuyo efecto no tardó en ser fatal.
Para tratarse de un apartamento de estudiantes era bastante amplio y lujoso, y como se hallaba en una segunda planta gozaba de buena vista. Tanto los padres de Cassy como los de Beau querían que sus hijos vivieran en un entorno decente, por lo que habían accedido gustosamente a aumentarles la mensualidad cuando decidieron abandonar el dormitorio universitario. Tanta generosidad se debía, en parte, a que ambos poseían un expediente académico intachable.
Cassy y Beau habían alquilado el apartamento ocho meses atrás y lo habían pintado y amueblado juntos. En su mayoría los muebles eran piezas de segunda mano restauradas; y las cortinas, sábanas camufladas.
El dormitorio daba al este, lo que en ocasiones constituía un fastidio a causa del intenso sol de la mañana. No era una habitación que invitara a dormir hasta tarde, pero a las dos de la madrugada la única luz que entraba por la ventana era la de la farola del aparcamiento.
Cassy y Beau estaban profundamente dormidos, ella de costado y él boca arriba. Como era habitual, Cassy había cambiado de lado a intervalos regulares. Él, por su parte, no se había movido un ápice. Dormía boca arriba, inmóvil, como esa misma tarde en el centro médico.
Justamente a las dos y diez los ojos cerrados de Beau comenzaron a brillar como la esfera de radio del viejo despertador de cuerda que Cassy había heredado de su abuela. La intensidad del brillo aumentó gradualmente durante unos minutos hasta que los párpados de Beau se abrieron. Ambos ojos estaban dilatados como su ojo derecho aquella misma tarde, y fulguraban cual bombillas.
Tras alcanzar su punto álgido de luminosidad, comenzaron a oscurecerse hasta que las pupilas recuperaron su negrura. Acto seguido, los iris se contrajeron y adquirieron un tamaño más normal. Después de parpadear varias veces, Beau se dio cuenta de que estaba despierto.
Se enderezó lentamente. Estaba desorientado, como al despertar en el hospital. Recorriendo la habitación con la mirada, pronto recordó dónde estaba. Levantó las manos y flexionó los dedos. Los notaba diferentes, pero no sabía en qué. De hecho, todo su cuerpo parecía diferente de un modo inexplicable.
Zarandeó suavemente el hombro de Cassy y ella se giró. Lo miró con ojos pesados. Al verlo sentado, se enderezó también.
—¿Qué ocurre? —Preguntó con voz ronca—. ¿Te encuentras bien?
—Sí —respondió Beau—, perfectamente.
—¿Tienes tos?
—No, la garganta ya no me duele.
—¿Por qué me has despertado? ¿Quieres que vaya a buscarte algo?
—No, gracias. Pensé que te gustaría ver algo. Beau se levantó y caminó hasta el lado de la cama de Cassy. La cogió de la mano y la ayudó a ponerse en pie.
—¿Ahora? —preguntó Cassy mirando el despertador.
—Sí, ahora.
La llevó hasta la puerta corredera de la sala de estar que daba a la terraza. La animó a salir pero Cassy se negó.
—No puedo —protestó, estoy desnuda.
—¡Venga! —Repuso Beau—. Nadie nos verá. Será sólo un momento. Si no salimos ahora nos la perderemos.
Cassy vaciló. La luz era demasiado tenue para adivinar la expresión de Beau, pero su voz sonaba sincera. Por un momento pensó que se trataba de una broma.
—Por tu bien espero que valga la pena —le advirtió mientras cruzaba finalmente la puerta corredera.
El aire era frío. Cassy se rodeó con los brazos, pero aun así cuanto había de eréctil en la superficie de su cuerpo brotó inesperadamente. Se sentía como un enorme erizo.
Beau se acercó por detrás y la abrazó para darle calor. Estaban frente a la barandilla, contemplando una amplia extensión de cielo. La noche aparecía despejada, sin nubes y sin luna.
—¿Y bien? ¿Qué se supone que debo ver? Beau señaló el cielo en dirección norte.
—Mira hacia las Pléyades de la constelación de Tauro.
—¿Qué es esto, una clase de astronomía? —inquirió Cassy. Son las dos y diez de la madrugada. ¿Desde cuándo sabes de constelaciones?
—¡Mira! —ordenó Beau.
—Estoy mirando. ¿Qué se supone que debo ver? En ese momento una lluvia de meteoritos de colas larguísimas despuntó en el cielo como un gigantesco despliegue de fuegos artificiales.
—¡Ostras!
Cassy contuvo la respiración hasta que la lluvia de estrellas fugaces se desvaneció.
—Nunca he visto nada igual, ha sido precioso. ¿Es una lluvia de meteoritos?
—Creo que sí —respondió Beau.
—¿Habrá otra? —preguntó Cassy con la mirada todavía clavada en el cielo.
—No, eso ha sido todo. Dejó ir a Cassy y la siguió al interior de la sala. Luego cerró la puerta.
Cassy corrió hasta la cama y se metió en ella, cubriéndose con las mantas y temblando. Rogó a Beau que se metiera debajo de las sábanas para darle calor.
—Con mucho gusto —respondió Beau. Se acurrucaron el uno contra el otro y los temblores cesaron. Cassy, que tenía el rostro hundido en la curva del cuello de Beau, levantó la cabeza e intentó verle los ojos, pero éstos se perdían en la penumbra.
—Gracias por enseñarme la lluvia de meteoritos —dijo—. Al principio pensé que era una broma. Pero, dime, ¿cómo sabías que iba a ocurrir?
—Ni idea —contestó Beau—. Supongo que lo oí contar en algún lugar.
—Tal vez lo leíste en el periódico.
—No creo. —Beau se rascó la cabeza—. No sé cómo me enteré, de veras.
Cassy se encogió de hombros.
—No importa. Lo que importa es que lo hemos visto. ¿Qué te despertó?
—No lo sé.
Cassy encendió la lamparita de noche y estudió la cara de Beau. Éste sonrió.
—¿Seguro que te encuentras bien? —preguntó ella.
—Seguro. La verdad es que me encuentro de maravilla.