Al abandonar la carretera para meterse en el bar de Costa, abierto las veinticuatro horas, la rueda posterior derecha del Toyota todo terreno de Beau Stark chocó contra el bordillo, y el coche dio una sacudida. Cassy Winthrope, que iba sentada en el asiento del copiloto, se golpeó la cabeza contra el cristal lateral. Nada grave, pero la había cogido por sorpresa. Afortunadamente llevaba puesto el cinturón de seguridad.
—¡Pero bueno! —Exclamó Cassy—. ¿Dónde has aprendido a conducir, en el autochoque?
—Muy graciosa —replicó Beau—. He girado demasiado pronto.
—Si estás nervioso deberías dejarme conducir a mí —dijo Cassy. El coche avanzó por la gravilla del aparcamiento, lleno hasta los topes, y encontró un hueco justo delante del establecimiento.
—¿Y quién dice que estoy nervioso? —repuso Beau. Echó el freno y apagó el motor.
—Cuanto más tiempo llevas viviendo con alguien menos cosas se te pasan por alto —dijo Cassy mientras se desabrochaba el cinturón de seguridad y salía del coche—. Sobre todo si ese alguien es tu novio.
Beau hizo como ella, pero al pisar el suelo su bota resbaló en una piedra. Se cogió a la puerta abierta para no caer.
—Ajá —refunfuñó Cassy, fijándose en aquel último indicio de despiste y falta de coordinación por parte de Beau—. Después del desayuno conduzco yo.
—Conduzco perfectamente —dijo Beau, irritado, al tiempo que cerraba de un portazo y activaba el seguro con el mando a distancia.
Cassy lo esperó detrás del coche y caminaron juntos hacia la entrada del bar.
—Claro, claro. Y afeitándote también eres un as —ironizó Cassy. Beau tenía varios trocitos de papel higiénico en la cara, para los cortes que se había hecho aquella mañana.
—Y sirviendo el café —añadió ella. Beau había dejado caer la cafetera encima de una taza, que se había roto.
—Vale, vale, puede que esté un poco nervioso —admitió él a regañadientes.
Beau y Cassy llevaban ocho meses viviendo juntos. Los dos tenían veintiún años y cursaban la especialidad, como Pitt. Se conocían desde el primer curso, pero nunca habían salido juntos, convencidos de que el otro siempre andaba liado con otra persona. Cuando por fin, sin que hubiera ningún plan de por medio, coincidieron por obra y gracia de su común amigo Pitt (que justamente había estado saliendo con Cassy), tuvieron la impresión de que estaban hechos el uno para el otro.
La gente solía opinar que se parecían muchísimo, hasta el punto de que habrían podido pasar por hermanos. Ambos tenían cabello oscuro y recio, piel morena y lisa y ojos increíblemente azules. También coincidían en su afición a los deportes, que a menudo practicaban juntos. Más de uno los comparaba en broma a una versión morena de Ken y Barbie.
—¿En serio crees que te dirán algo los de Nite? —Preguntó Cassy mientras Beau le aguantaba la puerta—. Te recuerdo que Cipher es la empresa de software más grande del mundo. Me parece que sólo conseguirás una negativa de las que hacen historia.
—¡Desde luego que me llamarán! —dijo Beau, lleno de confianza, entrando en el bar detrás de Cassy. Y con el currículum que les envié dudo que tarden demasiado.
Apartó la solapa de su americana Cerruti para enseñar la punta de su teléfono móvil, que asomaba del bolsillo interior.
Que Beau se hubiera puesto tan elegante no tenía nada de raro. Lo hacía metódicamente. Tenía la impresión de que vistiéndose de triunfador estaba más cerca de serlo. Por suerte para él, sus padres, gente acomodada, tenían con qué pagarle sus aficiones, y no le ponían reparos. Tenía a su favor el ser un chico que trabajaba duro, estudiaba a conciencia y obtenía las mejores notas. Si de algo andaba sobrado era de confianza en sí mismo.
—¡Eh, chicos! —Los llamó Pitt desde una mesa al lado del escaparate—. ¡Aquí!
Cassy saludó con la mano y se abrió camino a través de la multitud. El bar de Costa, llamado cariñosamente «la cuchara sucia», era un punto de encuentro para los estudiantes, sobre todo a la hora del desayuno. Cassy se sentó al otro lado de la mesa. Beau hizo lo mismo.
—¿Anoche tuvisteis algún problema con la tele o la radio? —preguntó Pitt antes incluso de saludarlos—. ¿0 algún trasto que se volviera loco hacia las diez y cuarto?
Cassy hizo una afectada mueca de desdén.
—Entre semana solemos estudiar —dijo Beau con fingida altivez—. No como otros.
Ni corto ni perezoso, Pitt hizo rebotar una servilleta de papel arrugada contra la frente de Beau. Había estado jugueteando con ella mientras esperaba la llegada de Beau y Cassy, hecho un manojo de nervios.
—Bueno, pues ya que estáis tan desconectados M mundo exterior os informo, par de memos, de que ayer a las diez y cuarto de la noche se estropearon un montón de radios y teles en toda la ciudad —dijo Pitt—. Incluyendo la mía. Hay quien dice que fue una broma de los M departamentos de física, y no os digo lo cabreado que estoy.
—No estaría mal que pasara en todo el país —dijo Beau—. Una semana sin tele y seguro que subiría el coeficiente intelectual medio.
—¿Zumo de naranja para todos? —preguntó Marjorie, la camarera, que acababa de llegar junto a su mesa. Empezó a servirles antes de que tuvieran tiempo de contestar. Formaba parte del ritual de todas las mañanas. Después Marjorie tomó nota y con un par de berridos en griego se lo comunicó a los dos cocineros.
Mientras los tres bebían su zumo de naranja, el teléfono móvil de Beau emitió una señal sofocada a medias por la americana. Las prisas de Beau hicieron que derramara el vaso. Gracias a su rapidez de reflejos, Pitt logró evitar que el zumo le cayera por el pantalón.
Con un gesto de reprobación, Cassy cogió una docena de servilletas y las colocó sobre el zumo derramado. Miró a Pitt y, poniendo los ojos en blanco, comentó que Beau llevaba toda la mañana haciendo desastres por el estilo.
De pronto, la cara de Beau se iluminó: llamaban de la empresa de Randy Nite. Se aseguró de pronunciar con claridad el nombre de Cipher, para que lo oyera Cassy.
Cassy explicó a Pitt que Beau había pedido trabajo al Papa de Roma.
—Me complacería que me hicieran ustedes una entrevista —dijo Beau con afectada tranquilidad—. Sería un honor. Estoy dispuesto a coger el primer vuelo en cuanto el señor Nite quiera verme. Tal como expongo en mi carta de presentación, me licencio el mes que viene, y podría empezar a trabajar… bueno, lo cierto es que estaría disponible a partir de esa fecha.
—¡Disponible a partir de esa fecha! —Exclamó Cassy, a punto de atragantarse con el zumo.
—Ya —la secundó Pitt—. ¿De dónde habrá sacado eso? No parece cosa de mi viejo amigo Beau.
Beau atajó sus comentarios con un gesto de la mano, acompañado por una mirada asesina.
—Correcto —dijo a su interlocutor—. Me gustaría cumplir con alguna tarea que me permitiese colaborar personalmente con el señor Nite.
—¿Tarea? —dijo Cassy, ahogando una carcajada.
—Lo que más me gusta es ese acento británico de cartón piedra —dijo Pitt—. A lo mejor Beau debería dedicarse al teatro y dejar lo de la informática.
—Es muy buen actor —observó Cassy, haciéndole cosquillas en la oreja—. Esta mañana ha estado haciendo el papel de patoso.
Beau apartó la mano de Cassy.
—Ningún problema —dijo—. Ahí estaré. Haga el favor de transmitir al señor Nite mi impaciencia por conocerlo.
—¿Transmitir? —repitió Pitt, torciendo el gesto. Beau apretó un botón y plegó el teléfono móvil. Miró a Cassy y Pitt con cara de pocos amigos.
—¡Sois insufribles! Yo recibiendo la que a lo mejor es la llamada más importante de mi vida, y vosotros haciendo el payaso.
—Eso ya se parece más al viejo Beau —dijo Cassy.
—¿Y el otro, el que telefoneó? ¿Quién era? —preguntó Pitt.
—Alguien que estará trabajando en Cipher a partir de junio —dijo Beau—. Espera y verás. Y después de eso, ¿quién sabe? Y tú mientras tanto perdiendo cuatro años más en la facultad de medicina.
Pitt estalló en una carcajada.
—¿Perder cuatro años más en la facultad de medicina? —inquirió—. Curiosa manera de ver las cosas; curiosa y distorsionada.
Cassy se deslizó sobre el asiento y, acercándose a Beau, se puso a mordisquearle la oreja.
Beau la apartó.
—¡Cass, por favor! Hay profesores que me conocen, gente que podría darme cartas de recomendación.
—Venga, tío, no seas tan estirado —dijo Cassy—. Te estamos tomando el pelo por lo bien relacionado que estás. Confieso que me ha sorprendido esa llamada de Cipher. Pensé que recibían cientos de solicitudes.
—Más de piedra te quedarás cuando Randy Nite me ofrezca trabajo —dijo Beau—. Eso sí sería para no creérselo. ¿Quién no sueña con algo así? Ese hombre vale billones.
—También te exigirían mucho —observó Cassy—. Probablemente veinticinco horas al día, ocho días a la semana y catorce meses al año. No nos quedará mucho tiempo para estar juntos, sobre todo si yo doy clases aquí.
—Sólo es una manera de empezar —dijo Beau—. Quiero que estemos bien los dos, para que podamos disfrutar a fondo de nuestras vidas.
Pitt volvió a torcer el gesto y rogó a sus compañeros de desayuno que no le revolvieran el estómago con tonterías románticas.
En cuanto les sirvieron el desayuno comieron a toda prisa. Los tres miraron sus respectivos relojes. No les quedaba mucho tiempo.
—¿Alguien se apunta a ir al cine esta noche? —Dijo Cassy mientras acababa su taza de café—. Hoy tengo un examen, y me merezco descansar un poco.
—Yo no, calabaza —dijo Beau—. Pasado mañana tengo que entregar un trabajo.
Se volvió para pedir la cuenta a Marjorie.
—¿Tú? —preguntó Cassy a Pitt.
—No, lo siento —dijo Pitt—. Me toca turno doble en el centro médico.
—¿Y Jennifer? —Preguntó Cassy—. Igual la llamo.
—Como quieras —contestó Pitt—. Eso ya no es cosa mía. Jennifer y yo hemos roto.
—Lástima —dijo Cassy, apenada—. Me parecía que hacíais buena pareja.
—Y a mí —dijo Pitt—. Por desgracia parece que ha encontrado a alguien que le gusta más.
Cassy y Pitt se miraron pero enseguida desviaron la mirada, algo incómodos, como si no fuera la primera vez que pasaban por eso.
Beau recibió la cuenta y la dejó encima de la mesa. A pesar de que los tres habían hecho varias asignaturas de matemáticas, tardaron cinco minutos en calcular a cuánto tocaba por cabeza después de añadir una propina razonable.
—¿Te llevo al centro médico? —preguntó Beau a Pitt al cruzar la puerta que los separaba del soleado exterior.
—Supongo que sí —dijo Pitt.
Se sentía un poco triste. El problema consistía en que seguía albergando sentimientos románticos hacia Cassy pese a haber sido rechazado por ella, y que Beau era su mejor amigo. Se conocían desde los primeros años de colegio.
Pitt caminaba unos pasos por detrás de ellos. Habría querido abrir la puerta del asiento de pasajero para Cassy, pero no quería violentar a Beau. En lugar de ello siguió a su amigo y, cuando estaba a punto de subir al asiento de atrás, Beau le puso una mano en el hombro.
—¿Qué será eso? —preguntó.
Pitt miró justo delante de la puerta del conductor, hundido en el polvo, había un extraño objeto redondo y negro del tamaño de un dólar de plata. Tenía una forma abombada por los dos lados, una superficie muy pulida y brillaba al sol con unos reflejos mates que tanto podían ser de metal como de piedra.
—Seguro que es con lo que he tropezado al salir del coche —dijo Beau. Se veía claramente media huella de zapato al lado del objeto—. Ahora entiendo que haya resbalado.
—¿Crees que ha caído de debajo de tu coche? —Preguntó Pitt.
—Tiene aspecto raro —dijo Beau. Se agachó y quitó con la mano el polvo que cubría a medias el extraño objeto. Entonces vio ocho minúsculos discos abombados dispuestos simétricamente por su borde.
—¡Venga, chicos! —Exclamó Cassy dentro del coche—. Tengo que ir a dar mi clase. Ya llevo retraso.
—Un segundo —contestó Beau, y preguntó a Pitt—: ¿Se te ocurre qué puede ser?
—Pues no —admitió Pitt—. Prueba a ver si el coche arranca.
—¡Esto no es de mi coche, so burro! —dijo Beau. Intentó levantar el objeto con el índice y el pulgar de su mano derecha, sin conseguirlo—. Será el extremo de una barra enterrada en el suelo.
Beau empleó ambas manos para apartar la gravilla y la arena que rodeaban el objeto, y lo desenterró con rapidez. No era una barra. La parte inferior era lisa. Lo levantó. En el vértice del abombamiento, su grosor era de un centímetro.
—¡Joder, sí que pesa para lo pequeño que es! —dijo Beau.
Se lo dio a Pitt, que lo sopesó en la palma de la mano y, poniendo cara de asombro, emitió un silbido.
Después se lo devolvió.
—¿De qué será? —preguntó.
—Parece plomo —dijo Beau. Intentó hacer una muesca con la uña pero no pudo—. Pero no lo es. ¡Caray, juraría que pesa aún más que el plomo!
—Me recuerda una de esas piedras negras que a veces se ven por la playa —dijo Pitt—. ¿Sabes? Esas que van y vienen con las olas durante años.
Beau cogió el objeto por el borde como si fuera a lanzarlo.
—Con lo plano que es por debajo, seguro que lo haría rebotar veinte veces.
—¡Anda ya! —Dijo Pitt—. Pesa tanto que se hundiría después de uno o dos rebotes.
—Cinco dólares a que lo hago saltar al menos diez veces —dijo Beau.
—Vale —dijo Pitt.
—¡Ahhh! —gritó Beau de repente. Soltó el objeto, que volvió a quedar medio enterrado en la arena. Se cogió la mano derecha.
—¿Qué pasa? —preguntó Pitt, asustado.
—¡La cosa esa me ha picado! exclamó Beau con rabia. Se, apretó la base del índice, haciendo brotar una gota de sangre de la punta.
—¡Oh cielos! —Se burló Pitt—. ¡Una herida mortal!
—Vete al infierno, Henderson —dijo Beau, haciéndole, una mueca—. Me ha hecho daño. Igual que cuando pica una abeja. Lo he notado por todo el brazo.
—¡Ajá, septicemia instantánea! —volvió a burlarse.
—¿Y eso qué coño es? —preguntó Beau, nervioso.
—Tardaría demasiado en explicártelo, señor hipocondríaco —dijo Pitt—. Además, sólo te estoy tomando el pelo.
Beau se agachó y volvió a coger el disco negro. Examinó atentamente el borde, pero no encontró nada que explicase el pinchazo.
—¡Venga, Beau! —Lo llamó Cassy con irritación—. Tengo que irme. ¿Se puede saber qué estáis haciendo?
—Ya va —dijo Beau. Miró a Pitt y se encogió de hombros. Pitt se puso de cuclillas y sacó un fino trozo de cristal de la última huella que había dejado el objeto.
—A lo mejor tenía enganchado este trozo de cristal, y es lo que te hizo el corte.
—Ya —dijo Beau. Aunque la explicación le parecía inverosímil no se le ocurría ninguna otra. Se convenció de que el objeto en sí no podía haberle hecho nada.
—¡Beauuuu! —exclamó Cassy entre dientes.
Beau se puso al volante de su todoterreno. Al hacerlo se metió distraídamente el extraño disco abombado en el bolsillo de la americana. Pitt subió al asiento de atrás.
—Ahora sí llego tarde —dijo Cassy, hecha una furia.
—¿Cuánto tiempo hace que no te ponen la vacuna del tétanos? —preguntó Pitt desde el asiento de atrás.
A un par de kilómetros del bar de Costa, la familia Sellers concluía su ritual de todas las mañanas. La camioneta ya estaba en marcha, con Jonathan sentado al volante y esperando a los demás. Nancy, su madre, estaba de pie en la puerta principal. Llevaba un vestido sencillo, a juego con su profesión de investigadora en inmunología para una empresa farmacéutica de la zona. Era una mujer menuda, de un metro cincuenta y cinco, con una melena rubia y rizada de Medusa.
—Vamos, cariño —dijo Nancy a su esposo Eugene.
Éste estaba pegado al teléfono de la cocina hablando con un conocido suyo, uno de los redactores del periódico local. Hizo señas de que aún tardaría un minuto.
Nancy, impaciente, fue cambiando de punto de apoyo mientras observaba al hombre con quien había estado casada veinte años. Su aspecto correspondía a su profesión: profesor de física de la universidad. Nunca había conseguido persuadirlo de que renunciara a sus pantalones de pana, su americana, su camisa azul y su corbata de punto. Sus esfuerzos habían llegado hasta el extremo de comprarle ropa más cara, prendas que seguían colgando del armario tan nuevas como el primer día. Pero no se había casado con Eugene por su elegancia en el vestir. Lo había conocido en los cursos de doctorado, y no había tardado en enamorarse perdidamente de su inteligencia, su sentido del humor y su aspecto agradable.
Se volvió y vio a su hijo, cuyo rostro reflejaba claramente tanto el suyo como el de su marido. Hacía un rato, al preguntarle qué había hecho la noche anterior en casa de su amigo Tim, le había parecido que se ponía a la defensiva. Aquella reserva, rara en Jonathan, le preocupaba. Era consciente de todas las presiones que están obligados a soportar los adolescentes.
—En serio, Art —decía Eugene, hablando lo bastante alto para que Nancy pudiera oírlo—. Es imposible que una emisión tan potente de ondas radioeléctricas saliera de uno de los laboratorios del departamento de física. Te aconsejo que hagas averiguaciones en las emisoras de radio de por aquí. Hay dos, aparte la de la universidad. No sé, quizá fue una broma.
Nancy miró a su marido. Sabía lo mucho que le costaba ser brusco con las personas, pero si no colgaba llegarían tarde. Levantó un dedo y articuló las palabras «un minuto».
Después se dirigió hacia el coche.
—¿Me dejas conducir? —preguntó Jonathan.
—No creo que sea el día más adecuado —dijo Nancy—. Ya llevamos retraso. Venga, échate a un lado.
—¡Caray! —Gimoteó Jonathan—. Según vosotros parece que no sepa hacer nada.
—Eso no es verdad —replicó ella—. Sólo que no me parecería bien hacerte conducir justo hoy que tenemos prisa.
Nancy se sentó al volante.
—¿Y papá? —masculló Jonathan.
—Está hablando con Art Talbot. —Echó un vistazo al reloj—. Ya había pasado un minuto. Hizo sonar la bocina.
Eugene, apareció enseguida en la puerta y la cerró con llave. Llegó corriendo al coche y subió de un salto al asiento de atrás. Nancy salió a la calle en una rápida maniobra y pisó el acelerador en dirección a la primera parada: el instituto de Jonathan.
—Siento haberos hecho esperar —dijo Eugene tras unos minutos de silencio—. Anoche se produjo un extraño fenómeno. Parece que se estropearon muchas teles y radios cerca de la universidad, y hasta algunas puertas de garaje. Dime, Jonathan, ¿estabais tú y Tim oyendo la radio o viendo la tele hacia las diez y cuarto? He recordado que los Appleton viven por esa zona.
—¿Yo? —La reacción de Jonathan fue demasiado rápida—. No, no. Estuvimos… leyendo.
Nancy miró a su hijo de reojo. No podía evitar preguntarse qué habría estado haciendo.
—¡Uau! —exclamó Jesse Kemper. Logró evitar que se le cayera el café sobre las piernas cuando su compañero, Vince Garbon, topó con la cuneta del camino que llevaba a la central eléctrica Pierson, a pocas calles del bar de Costa.
Jesse andaba cerca de los cincuenta y cinco años, y seguía en muy buena forma. La gente solía echarle unos cuarenta. Además era un hombre que imponía lo suyo, dueño de un cabezón cuya incipiente calvicie quedaba compensada por un poblado mostacho.
Jesse era teniente de policía, y sus colegas le tenían mucho aprecio. Al entrar en el cuerpo sólo había encontrado a otras cuatro personas de color como él, pero, alentadas por el expediente de Jesse, las autoridades municipales habían emprendido un serio esfuerzo por reclutar negros, hasta el punto de que por fin el departamento reflejaba la composición étnica de la ciudad.
Vince condujo el sedán policial sin distintivos a lo largo del edificio y frenó delante de una puerta de garaje abierta, al lado de un coche patrulla.
—Esto no me lo pierdo —dijo Jesse saliendo del coche.
Volviendo de ir por café, él y Vince habían oído por la radio que un raterillo con antecedentes, de nombre Eddie Howard, había sido encontrado después de pasar toda la noche amenazado por un perro guardián. Eddie era tan conocido en la comisaría que casi lo tenían por amigo.
Mientras dejaban tiempo para que sus ojos se adaptasen a la penumbra del interior, Jesse y Vince oyeron voces a la derecha, tras un bloque de estanterías que llegaba hasta el techo. Al acercarse toparon con dos policías de uniforme fumando a sus anchas. Eddie Howard estaba pegado a la pared. Tenía delante a un perrazo blanco y negro, inmóvil como una estatua. Los ojos del animal estaban clavados a Eddie, sin parpadear, como un par de canicas negras.
—¡Kemper! ¡Menos mal! —Dijo Eddie con todo el cuerpo en tensión.
—¡Sáqueme de encima a esta bestia!
Jesse miró a los dos policías de uniforme.
—Hemos llamado, y el dueño está por llegar —dijo uno de ellos—. Normalmente no vienen antes de las nueve.
Jesse asintió con la cabeza antes de volverse hacia Eddie.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—¡Joder, toda la noche! —Dijo Eddie—. Aquí mismo, contra la pared.
—¿Cómo entraste? —preguntó Jesse.
—Caminando —contestó Eddie—. Estaba dando una vuelta por aquí y de repente la puerta del garaje se abrió sola, como por arte de magia. Entré a comprobar que todo estuviera en orden. Para echar una mano, vaya.
Jesse soltó una carcajada.
—Y este simpático animalito creyó que tenías otras intenciones.
—Venga, Kemper —gimió Eddie. Llévese a esta fiera.
—Cada cosa a su tiempo —dijo Jesse, burlón. Se volvió de nuevo hacia los policías—. ¿Habéis examinado la puerta del garaje?
—Sí —contestó el segundo agente.
—¿Se ve alguna señal de que haya sido forzada?
—Creo que Eddie dice la verdad —le contestó el agente.
Jesse meneó la cabeza.
—Anoche pasaron muchas cosas raras.
—Pero casi todas en esta zona de la ciudad —añadió Vince.
Sheila Miller aparcó su BMW rojo descapotable en el sitio que tenía reservado cerca de la entrada de urgencias. Echó hacia adelante el respaldo del asiento y se quedó mirando el video chamuscado. Pensó en alguna manera de cargar con el aparato, el maletín y un fajo de carpetas sin hacer más de un viaje. Dudó que fuera posible, hasta que vio un Toyota negro acercarse a la plataforma y bajar a un hombre.
—Disculpe, señor Henderson —exclamó Sheila en cuanto reconoció a Pitt. Sabía el nombre de todos los que trabajaban en su departamento, desde el simple asistente al cirujano—. ¿Puede venir un momento?
A pesar de que llevaba mucha prisa, Pitt se volvió en cuanto oyó que lo llamaban y reconoció a la doctora Miller. Bajó por los escalones de la plataforma y se acercó al coche de Sheila.
—Sé que llego con algo de retraso —dijo Pitt con nerviosismo. La doctora Miller tenía fama de dura. El personal menos calificado la llamaba «la Dragona», sobre todo los residentes de primer año—. No volverá a suceder.
Sheila consultó su reloj de pulsera antes de mirar otra vez a Pitt.
—Tiene previsto empezar los cursos de medicina en otoño.
—Sí —contestó Pitt, sintiendo que el pulso se le aceleraba.
—Bueno, al menos es usted de los más guapos que han entrado este año —dijo Sheila, disimulando una sonrisa burlona, se daba cuenta del nerviosismo de Pitt.
Desconcertado por el comentario, que tenía todo el aspecto de un cumplido, Pitt se limitó a asentir. A decir verdad no sabía qué contestar. Tenía la sensación de que estaban jugando con él.
—Le propongo una cosa —dijo Sheila, señalando con la cabeza el asiento de atrás—. Usted lleva ese video a mi oficina y yo renuncio a informar al decano de su terrible infracción.
Pitt empezaba a estar seguro de que la doctora Miller se estaba burlando de él, pero siguió pareciéndole mejor no decir nada. Cogió el video y siguió a la doctora Miller a la sala de urgencias.
Reinaba cierta actividad en la sección, debida sobre todo a unos cuantos accidentes de tráfico de primera hora. Los pacientes guardaban en la sala de espera, y unos pocos más en la sección de traumatología, de quince a veinte minutos. El personal de recepción saludó a la doctora Miller con una sonrisa pero dirigió a Pitt una mirada de asombro, sobre todo al paciente que Pitt había recibido orden de trasladar.
Recorrieron el pasillo principal y, cuando Sheila estaba a punto de entrar en su oficina, vio a Kerry Winetrop, uno de los técnicos electrónicos del hospital. Hacían falta varias personas a tiempo completo para vigilar el funcionamiento del equipo del centro. Sheila lo llamó y Winetrop tuvo la amabilidad de acudir a su lado.
—Se me estropeó el video —dijo Sheila, señalando con la cabeza el aparato que Pitt sostenía en sus brazos.
—Bienvenida al club —dijo Kerry—. No es usted la única. Por lo visto hubo una subida de tensión por la zona de la universidad, ayer hacia las diez. Esta mañana ya me han traído un par de aparatos.
—¡Una subida de tensión! —comentó Sheila.
—A mí se me reventó la tele —dijo Pitt.
—¡Menos mal que la mía se ha salvado! —dijo Sheila.
—¿Estaba encendida cuando ocurrió lo del video? —preguntó Kerry.
—No —contestó Sheila.
—Pues ahí está la explicación de que no explotara —dijo Kerry—. Si hubiera estado puesta se habría quedado usted sin tubo catódico.
—¿Y el video? ¿Puede arreglarse? —preguntó Sheila.
—Sólo sustituyendo casi todas las piezas —dijo Kerry—. La verdad, le saldrá más barato comprar otro.
—Lástima —dijo Sheila—. Ahora que había aprendido a poner bien la hora…
Cassy subió corriendo por la escalinata del instituto Anna C. Scott; su entrada coincidió con el momento en que la campana anunciaba el principio de las clases. Sermoneándose una vez más sobre lo inútil de ponerse histérica, dejó atrás la escalera principal en cuatro saltos y cruzó el pasillo en dirección a la clase que le habían asignado. Estaba a la mitad de un mes de pruebas dando clase de lengua a estudiantes de último año. Sería la primera vez que llegara tarde.
Hizo una pausa delante de la puerta para arreglarse el pelo y alisarse la delantera de su recatado vestido de algodón. Entonces se dio cuenta del alboroto que parecía reinar en el aula. Había esperado oír la voz estridente de la señora Edelman; pero no, todo eran gritos y risas. Abrió un resquicio en la puerta y miró.
Los alumnos estaban desperdigados por el aula desordenadamente, unos de pie, otros encima de los radiadores o las mesas. Había varios corrillos que conversaban animadamente.
Empujando un poco más la puerta, Cassy averiguó el motivo de semejante desorden; la señora Edelman no estaba en clase.
Tragó saliva. De repente tenía la boca seca. Tardó unos segundos en decidirse. Apenas tenía experiencia con chicos de instituto. Siempre había hecho prácticas con clases de primaria. Respiró hondo y entró en el aula.
Nadie le hizo caso. Al acercarse a la mesa de la señora Edelman vio una nota escrita con la letra de la profesora: «Señorita Winthrope, tardaré unos minutos. Empiece usted, por favor».
Cassy contempló el panorama con el corazón a cien. Se sintió incompetente, una impostora. No era profesora al menos no todavía.
—¡Por favor! —exclamó Cassy, No hubo reacción. Lo repitió con más fuerza. Finalmente gritó a voz en cuello, obteniendo como respuesta un silencio lleno de asombro. Unos treinta pares de ojos la miraron fijamente. Las expresiones iban de la sorpresa a la irritación por haber sido interrumpidos, pasando por un abierto desdén—. Sentaos, por favor —dijo. Su voz tembló más de lo que habría querido.
Los alumnos obedecieron con desgana.
—Muy bien —dijo Cassy, tratando de afirmar su autoridad—. Estoy al corriente de vuestros deberes así que mientras llega la señora Edelman, ¿qué os parece si hablamos del estilo de Faulkner en sus aspectos generales? ¿Algún voluntario para empezar?
Recorrió el aula con la mirada. Los alumnos que un minuto antes eran la viva imagen del entusiasmo parecían ahora estatuas de mármol. Quienes seguían mirándola lo hacían con rostro inexpresivo. Viendo que los ojos de Cassy se posaban en él, un pelirrojo impertinente movió la boca como si le enviara un beso. Cassy no le hizo caso.
Notaba la frente llena de sudor. La cosa iba mal. Vio a un chico al final de la segunda fila absorto en la pantalla de su ordenador portátil. Mirando de reojo la ficha con los nombres de cada mesa, Cassy leyó el de aquel chico: Jonathan Sellers.
Alzó la vista para intentarlo de nuevo.
—Muy bien, chicos. Me doy cuenta de lo fácil y divertido que es dejarme en evidencia. A fin de cuentas sólo soy una estudiante de magisterio y cualquiera de vosotros sabe más que yo sobre lo que pasa por aquí, pero.
Alguien abrió la puerta, interrumpiéndola en mitad de la frase. Cassy se volvió con la esperanza de que fuese la señora Edelman, su salvadora. En lugar de ello la situación pasó de castaño a oscuro. Quien había entrado era el señor Partridge, el director.
El pánico se apoderó de Cassy. El señor Partridge era un hombre severo y estricto. Ella sólo lo había visto una vez, cuando el grupo de magisterio al que pertenecía pasaba la etapa de orientación. En aquel entonces Partridge había dejado muy claro que el programa de prácticas no era de su agrado, y que sólo lo aceptaba por obligación.
—Buenos días, señor Partridge —logró decir Cassy—. ¿Puedo ayudarle en algo?
—¡Siga, siga! —dijo Partridge con voz cortante—. Me han informado del retraso de la señora Edelman, y he venido a ver cómo va todo.
—Muy bien —dijo Cassy. Volvió a fijarse en los pétreos estudiantes y carraspeó—. Jonathan Sellers, empieza tú.
—Sí, señorita —dijo Jonathan sumisamente. Cassy, aliviada, soltó un inaudible suspiro.
—William Faulkner fue uno de los escritores más importantes de Estados Unidos —dijo Jonathan, intentando aparentar que improvisaba.
Cassy se dio cuenta de que lo estaba leyendo en la pantalla de su ordenador portátil, pero no le importó. Al contrario, se alegró de que fuera un chico con recursos.
—Es célebre por la vida que infundió a sus personajes, y, al igual que su intrincado estilo.
Tim Appleton, compañero de mesa de Jonathan, advirtió lo que estaba haciendo su amigo e intentó ahogar una risita.
—Muy bien —dijo Cassy—. Vamos a ver cómo se aplica lo que dices al relato que teníais que leer para hoy. —Volviéndose hacia la pizarra, escribió «personajes llenos de vida» y luego «estructura compleja del relato». Oyó entonces abrirse y cerrarse la puerta del pasillo. Miró de reojo, y comprobó con alivio que el siniestro Partridge se había marchado.
Y se alegró de ver en alto las manos de varios alumnos deseosos de intervenir. Antes de nombrar al primero de ellos dirigió a Jonathan una leve sonrisa de gratitud. No estaba segura, pero le pareció que el chico enrojecía un poco antes de volcar su atención en el ordenador.
La sala Olgavee era una de las mayores aulas con gradas de la facultad de empresariales. Pese a no haberse licenciado todavía, Beau había obtenido un permiso especial para asistir a un curso superior de marketing muy popular entre los alumnos de la facultad. Su popularidad era tanta que hacía necesario recurrir al aforo de Olgavee. Las clases eran atractivas y estimulantes. El curso estaba planteado desde un punto de vista interactivo, con un profesor distinto cada semana. En contrapartida, cada clase requería un trabajo previo. Era necesario ir preparado, dispuesto a intervenir en cualquier momento.
Pero aquella mañana a Beau le estaba resultando más difícil de lo normal concentrarse en lo que oía. No era culpa del profesor, sino del propio Beau. Se pasaba el rato revolviéndose en su asiento, para fastidio de quienes tenía al lado. Sentía fuertes dolores musculares y, para colmo, le dolía la cabeza. Lo peor era que estaba sentado en el centro de la sala, en cuarta fila, justo en la línea de visión del profesor. Beau tenía la costumbre de llegar pronto para conseguir el mejor asiento.
Se daba cuenta de que el profesor empezaba a irritarse, pero no sabía cómo remediarlo.
Había empezado a notarlo cuando se dirigía a la sala Olgavee. El primer síntoma había consistido en una sensación punzante en la nariz, traducida en violentos estornudos. Beau no tardó en tener que sonarse cada dos por tres. Al principio lo había atribuido a un resfriado, pero empezaba a creer que había algo más. La irritación se propagó rápidamente de la nariz a la garganta; ahora la notaba irritada, sobre todo al tragar. Como si no bastara empezó a toser convulsivamente, sintiendo aún más dolor que cuando tragaba saliva.
Respondiendo a un acceso de tos particularmente explosivo, la persona sentada delante de Beau se volvió y lo fulminó con la mirada.
El tiempo pasaba con exasperante lentitud, y Beau fue notando una tortícolis cada vez más molesta. Intentó darse masajes, pero no sirvió de nada. Hasta la solapa de su americana parecía empeorar la sensación de rigidez. Pensando que quizá aquel objeto que llevaba en el bolsillo, y que pesaba como el plomo, pudiera tener su parte de culpa, Beau lo sacó y lo dejó sobre la mesa. Resultaba harto curioso verlo encima de los apuntes. Por su perfecta redondez y exquisita simetría parecía artificial, aunque Beau no habría sabido decir si lo era. Se le ocurrió que tal vez fuera un pisapapeles futurista, pero era más probable que se tratase de una pequeña escultura; de todos modos no había manera de saberlo. Se le pasó por la cabeza llevarlo al departamento de geología para averiguar si era el resultado de un fenómeno natural, una geoda por ejemplo.
Llegó un momento en que, reflexionando acerca del objeto, Beau se fijó en la pequeña herida de su dedo índice. Se había convertido en un punto rojo rodeado por una zona amoratada de unos milímetros, circundada a su vez por un halo rojizo de dos milímetros de ancho. Al tocarla la notó un poco irritada. Le recordó a cuando los médicos extraen una pequeña muestra de sangre haciendo una incisión con una de esas lancetas tan extrañas.
Los pensamientos de Beau se vieron interrumpidos por un agudo escalofrío, al que sucedió un acceso de tos. Por fin, recuperado el aliento, se dio cuenta de que era inútil seguir en la clase. No estaba entendiendo nada, y encima molestaba tanto a sus compañeros como al profesor.
Beau cogió sus apuntes, volvió a meterse en el bolsillo la supuesta escultura y se levantó. Tuvo que pedir perdón varias veces antes de llegar al pasillo. Lo abarrotado del aula hizo que su salida suscitara gran revuelo, hasta el punto de que a un alumno se le cayó el clasificador y se le resbalaron todas las hojas por la pendiente.
Cuando, después de muchas dificultades, Beau consiguió llegar al pasillo, vio de refilón que el profesor se protegía los ojos de la luz para ver quién armaba semejante escándalo. A ése seguro que no le pediría una carta de recomendación.
Al final de las clases, sintiéndose agotada en cuerpo y mente, Cassy descendió por la escalera principal del instituto y salió al camino delantero, que se acercaba a la escalinata describiendo una curva. Tenía claro que en cuestión de enseñanza prefería con mucho la escuela primaria al instituto. Los alumnos de instituto le parecían demasiado egocéntricos y obsesionados en poner constantemente a prueba sus límites. Algunos hasta le parecían francamente malintencionados. ¡Quién tuviera delante a un cándido y esforzado alumno de tercero!
El cálido sol del atardecer acariciaba el rostro de Cassy. Se cubrió los ojos para observar la larga hilera de coches aparcados en el camino de entrada. Buscaba el todo terreno de Beau. Pasaba a recogerla cada tarde, y solía ser puntual. Por lo visto aquel día era la excepción.
Mientras buscaba un lugar para sentarse, Cassy reconoció a alguien entre los que estaban esperando. Era Jonathan Sellers, uno de los alumnos de lengua de la señora Edelman. Cassy se acercó para saludarlo.
—Hola —farfulló Jonathan. Nervioso, echó un vistazo alrededor, confiando en que no hubiera ningún compañero de clase cerca. Sintió que se ruborizaba. Lo cierto era que Cassy le parecía la profesora más atractiva que había tenido en su vida, y así se lo había dicho a Tim al salir de clase.
—Gracias por haber roto el hielo esta mañana —dijo Cassy—. Ha sido una gran ayuda. Empezaba a tener la sensación de que iba a presenciar mi propio entierro.
—Sólo ha sido porque leía lo que ponía de Faulkner mi ordenador portátil.
—De todos modos has sido muy valiente al intervenir —dijo Cassy—. Me has hecho un gran favor. Después todo ha ido como una seda, pero al principio tenía miedo de que nadie quisiera hablar.
—A veces mis amigos se ponen bastante burdos —admitió Jonathan.
Una furgoneta azul oscuro apareció por la curva y se detuvo. Nancy Sellers se inclinó y abrió la puerta del pasajero.
—¡Hola, mamá! —la llamó Jonathan, con un movimiento un poco forzado de la mano.
La mirada vivaz e inteligente de Nancy Sellers se posó alternativamente en su hijo de diecisiete años y en aquella joven con pinta de universitaria, más bien sexy. Sabía que su hijo había empezado a interesarse por las chicas de la noche al día, pero aquella situación le pareció un poco fuera de lugar.
—¿No me presentas a tu amiga? —preguntó Nancy.
—Sí claro —dijo Jonathan—. La señorita Winthrope. Cassy se acercó tendiendo la mano.
—Encantada, señora Sellers. Llámeme Cassy.
—Hola, Cassy —contestó Nancy, estrechando la mano que le tendían. Transcurridos unos instantes de cierta tensión, Nancy preguntó cuánto hacía que se conocían.
—¡Mamá! —Gimió Jonathan lleno de vergüenza, dándose cuenta de por dónde iban los tiros—. La señorita Winthrope está de prácticas dándonos clase de lengua.
—¡Ah, ya! —dijo Nancy, algo aliviada—. Mi madre es viróloga —dijo Jonathan para cambiar de tema, y para justificar en parte que hubiera podido decir tamaña estupidez.
—¿De veras? —Repuso Cassy—. Vaya, hoy en día se hacen cosas muy importantes en ese campo. ¿Trabaja en el centro médico de la universidad?
—No; en Laboratorios Serotec —contestó Nancy. Pero mi esposo sí está en la universidad. Dirige el departamento de física.
—¡Vaya! —Exclamó Cassy, impresionada—. No me extraña que tengan un hijo tan inteligente.
Mirando por encima de la furgoneta de los Sellers, Cassy vio aparecer el coche de Beau por el camino.
—Bueno, pues me alegro mucho de haberla conocido —dijo a Nancy, y se volvió hacia Jonathan—. Gracias de nuevo por lo de antes.
—No tiene importancia —repitió Jonathan. Cassy se dirigió al lugar donde había aparcado Beau. Jonathan la vio alejarse, hipnotizado por el contoneo de sus nalgas bajo el fino vestido de algodón.
—¿Qué, te llevo a casa o no? —preguntó su madre para romper el hechizo, recelando de que algo se le estuviera escapando.
Jonathan subió al vehículo, no sin antes depositar el ordenador portátil en el asiento de atrás.
—¿De qué te ha dado las gracias? —preguntó ella al tiempo que arrancaba. Vio a Cassy subir a un coche conducido por un joven atractivo de su misma edad. Sus inquietudes volvieron a desvanecerse. No era fácil tener un hijo adolescente. Nancy oscilaba constantemente entre el orgullo y la preocupación, en una especie de montaña rusa emocional para la que no se sentía preparada.
Jonathan se encogió de hombros.
—No tiene importancia.
—¡Por Dios! —dijo Nancy, contrariada—. Obtener una respuesta de ti es como sacar agua de las piedras.
—No me agobies —dijo Jonathan. Al pasar junto al todoterreno negro volvió a mirar de reojo a Cassy. Estaba sentada hablando con el conductor.
—¡Sí haces mala cara! —dijo Cassy. Nunca había visto a Beau tan pálido. Tenía la frente cubierta de gotas de sudor, como pequeños topacios tallados. Sus ojos estaban enrojecidos y llenos de legañas.
—Gracias por el piropo —dijo él.
—Lo digo en serio —insistió ella—. ¿Qué te pasa?
—No lo sé —contestó Beau, y tosió, tapándose la boca con la mano—. Me ha dado antes de la clase de marketing, y cada vez me siento peor. Debe de ser una gripe. Lo típico, ya sabes; dolores musculares, garganta irritada, nariz tapada, dolor de cabeza.
Cassy aplicó una mano a su frente sudada.
—Estás ardiendo.
—Pues es curioso. Tengo frío —repuso él—. He tenido escalofríos. Hasta me he metido en la cama, pero ha sido taparme y morirme de calor.
—Deberías haberte quedado en cama —dijo ella.
Me habría llevado alguno de los que hacen prácticas conmigo.
—No tenía manera de localizarte.
—¡Hombres! —Suspiró Cassy, bajando del coche—. No hay manera de haceros admitir que estáis enfermos.
—¿Adónde vas? —preguntó Beau. Cassy rodeó el coche y abrió la puerta de Beau.
—Apártate. Conduciré yo.
—Si no me pasa nada…
—No protestes. ¡Venga, muévete!
Beau no tenía fuerzas para protestar. Además, aunque no quisiera admitirlo, se daba cuenta de que era lo mejor.
Cassy arrancó. Una vez en la embocadura del camino, giró a la derecha en lugar de a la izquierda.
—Pero bueno, ¿adónde me llevas? —preguntó Beau. Tenía la cabeza a punto de estallar, y deseaba volver a la cama.
—A la sala de estudiantes del centro médico —dijo Cassy. No me gusta nada el aspecto que tienes.
—Me repondré —se quejó él; pero sus protestas no fueron más allá. Cada vez se encontraba peor.
Dado que a la sala de estudiantes se accedía por la entrada de urgencias, Pitt vio entrar a Cassy y Beau y salió de detrás del mostrador.
¡Dios santo! —Exclamó en cuanto vio a Beau—. ¿Qué pasa, han anulado la entrevista los de Nite o te ha pasado por encima una locomotora?
—Tus chistes sobran —masculló Beau—. He pillado la gripe.
—¡Vaya! —Dijo Pitt—. Ven, te meteré en urgencias. No creo que te quieran en la clínica de estudiantes.
Beau se dejó llevar a uno de los cubículos. Pitt facilitó las cosas llamando a una de las enfermeras más compasivas y saliendo después en busca, de uno de los médicos de urgencias con más experiencia.
Enfermera y médico examinaron a Beau. Le extrajeron una muestra de sangre y le administraron una inyección.
—Es sólo para hidratar —dijo el doctor, señalando el frasco de la inyección—. Creo que has cogido una buena gripe, pero los pulmones están bien. De todos modos sugiero que te quedes en la clínica de estudiantes; al menos unas horas, para ver si podemos bajarte la fiebre y aliviarte la tos. Y así también tendremos tiempo de hacerte un análisis, por si se me escapa algo.
—No quiero quedarme en el hospital —se quejó Beau—. Si el doctor lo dice, te quedas y a callar —ordenó Cassy—. Y no me vengas con protestas.
Pitt volvió a ocuparse de agilizar los trámites, y en media hora Beau estaba cómodamente instalado en una de las habitaciones de estudiantes. Era la típica habitación de hospital con suelo de vinilo, mobiliario metálico, televisión y una ventana orientada al sur, al césped del hospital. Beau llevaba un pijama del centro. Su ropa colgaba en el armario, y su reloj, su maletín y la pequeña escultura estaban a salvo en una caja de seguridad adosada a la mesa. Cassy había programado la combinación con los últimos cuatro dígitos de su número de teléfono.
Pitt tuvo que volver al mostrador de urgencias.
—¿Estás cómodo? —preguntó Cassy. Beau estaba tendido de espaldas, con los ojos cerrados. Le habían dado un antitusivo que ya había surtido efecto. Se sentía agotado.
—Dentro de lo que cabe, sí —murmuró.
—El doctor me ha dicho que vuelva en un par de horas —dijo ella—. Ya habrán hecho todas las pruebas y seguramente podré llevarte a casa.
—Aquí estaré —respondió él, abandonándose a la extraña y placentera languidez que se estaba apoderando de su cuerpo.
Cassy cerró la puerta al salir. Beau nunca había dormido tan profundamente. Ni siquiera soñó. Después de unas horas en aquella especie de trance similar a un estado de coma, su cuerpo empezó a emitir una leve fosforescencia. Lo mismo hizo el objeto negro disciforme metido en la caja de seguridad, sobre todo una de las ocho excrecencias abombadas dispuestas por su circunferencia. De pronto el minúsculo disco se desprendió y flotó por sí solo. Su resplandor fue creciendo hasta convertirse en un punto de luz, como una estrella brillando a lo lejos.
El punto luminoso se desplazó a un lado hasta tocar la pared de la caja. No por ello se detuvo. Atravesó el metal con un leve chisporroteo, dejando a su paso un pequeño agujero perfectamente simétrico.
Una vez libre de trabas, el punto de luz se dirigió hacia Beau en línea recta, provocando un aumento de luminosidad en el cuerpo del joven. Se aproximó al ojo derecho y se quedó flotando a escasos milímetros. La intensidad del punto luminoso fue decreciendo hasta recuperar su color negro habitual.
Un minúsculo rayo luz visible salió del pequeño objeto e incidió en el párpado de Beau. El ojo se abrió de inmediato, mientras el otro permanecía cerrado. La pupila estaba dilatada por completo, con apenas una franja de iris visible.
Una serie de radiaciones electromagnéticas fueron transmitidas al ojo abierto de Beau, casi todas en una longitud de onda visible. Era un trasvase de información entre computadoras, y duró prácticamente una hora entera.
—¿Cómo está nuestro paciente favorito? —preguntó Cassy a Pitt, entrando por la puerta de urgencias.
Pitt sólo reparó en su presencia en el momento de oír la pregunta. Reinaba un gran ajetreo en la sección, y Pitt estaba abrumado de trabajo.
—Que yo sepa, bien —dijo—. He pasado a verlo un par de veces, y la enfermera también. Dormía como un tronco. Creo que no se ha movido ni una vez. Debía de estar agotado.
—¿Ya tienen los resultados del análisis? —preguntó Cassy.
—Sí, todo normal. Sólo un poco altos los linfocitos mononucleares.
—¡Eh, que no soy una experta! —exclamó Cassy.
—Perdona —dijo Pitt—. La conclusión es que puede volver a casa. Después de eso lo normal; ya sabes, aspirina y reposo.
—¿Qué tengo que hacer para llevármelo? —preguntó Cassy.
—Nada —contestó Pitt—. Ya me he ocupado del papeleo. Sólo falta meterlo en el coche. Venga, te echo una mano.
Pitt dijo a la enfermera jefe que se ausentaba unos minutos. Encontró una silla de ruedas y la empujo por el pasillo en dirección a las habitaciones de estudiantes.
—¿Hará falta una silla de ruedas? —preguntó Cassy con inquietud.
—Mejor tenerla. Cuando lo trajiste le temblaban las piernas.
Llegaron frente a la puerta y Pitt llamó con suavidad. Al no obtener respuesta abrió un resquicio y echó un vistazo.
—Lo que pensaba —dijo. Abrió la puerta de par en par para meter la silla de ruedas—. El bello durmiente todavía no ha despertado.
Pitt dejó la silla a un lado y se acercó a la cama seguido por Cassy. Se colocaron uno a cada lado.
—¿Qué te he dicho? —Dijo Pitt—. La viva imagen de la tranquilidad. Dale un beso, a ver si se convierte en rana.
—¿Qué hacemos, lo despertamos? —preguntó Cassy, ignorando los comentarios jocosos de Pitt.
—Sería un poco difícil llevarlo a casa durmiendo.
—¡Se le ve tan tranquilo! Y muchísimo mejor que antes. De hecho vuelve a tener su color de siempre.
—Sí, supongo que sí —dijo Pitt.
Cassy asió a Beau de un brazo y lo sacudió con dulzura, al tiempo que pronunciaba su nombre. Sacudió con más fuerza, viendo que no respondía.
Beau abrió los ojos y miró a sus dos amigos.
—¡Hola! ¿Qué tal? —preguntó.
—Me parece que eso tendríamos que preguntártelo nosotros —dijo Cassy.
—Estoy bien —dijo Beau. Su mirada recorrió la habitación—. ¿Dónde me encuentro?
—En el centro médico —dijo Cassy.
—¿Y qué hago aquí?
—¿No te acuerdas? —preguntó ella, preocupada.
Beau negó con la cabeza. Echó las mantas a un lado y puso los pies en el suelo.
—¿No te acuerdas de haberte encontrado mal en clase? —Preguntó Cassy—. ¿Ni de que te traje aquí?
—Ah, sí —dijo él—. Empiezo a recordar. Sí, claro. ¡Qué mal estaba! —Miró a Pitt—. Pero bueno, ¿qué me habéis puesto? Me siento como nuevo.
—Parece que lo único que te hacía falta era planchar la oreja un rato —dijo Pitt—. No te hemos administrado ningún tratamiento, aparte de un poco de hidratación.
Beau se levantó y se desperezó.
—Igual vengo más a menudo a que me hidraten —dijo—. ¡Qué diferencia! —Se fijó en la silla de ruedas—. ¿Y ese trasto para quién es?
—Para ti, por si hacía falta —dijo Pitt—. Cassy ha venido a llevarte a casa.
—No necesito una silla de ruedas —dijo Beau. Después tosió e hizo una mueca—. Bueno, la garganta sí la tengo un poco reseca, y aún no se me ha ido la tos. En fin, salgamos de aquí. —Se acercó al armario y cogió la ropa. Se metió en el baño y cerró la puerta casi del todo—. Cassy, ¿podrías coger mi maletín y ocuparte de la caja? —exclamó desde dentro.
Ella se dirigió al escritorio e introdujo la combinación.
—Volveré al mostrador, si es que no me necesitáis para nada más —dijo Pitt.
Cassy volvió la cabeza, con la mano metida en la caja de seguridad.
—No sé qué habríamos hecho sin ti —dijo, al tiempo que cogía el maletín y el reloj de Beau. Los sacó y cerró la caja. Acto seguido fue hacia Pitt y le dio un abrazo—. Gracias por tu ayuda.
—Siempre a vuestra disposición —dijo Pitt, sintiéndose algo violento. Bajó la vista; después miró por la ventana—. Me alegro de que esté mejor —dijo—. Nos vemos.
Cogió la silla de ruedas y la empujó hacia el pasillo.
—Es un buen chico —dijo Beau. Cassy asintió.
—Será un médico estupendo. ¡Se preocupa tanto!