Poco a poco, Pitt Henderson se había ido arrellanando en su asiento, hasta adoptar una postura casi horizontal. Descansaba sobre el raído diván de su angosto dormitorio, en el tercer piso del bloque de viviendas del campus, frente al televisor en blanco y negro de 14 pulgadas. Se lo habían regalado sus padres para su último cumpleaños. La pantalla era pequeña, pero cogía bien la señal y la imagen no podía ser más nítida.
Pitt era estudiante de último curso, y esperaba licenciarse ese mismo año. Después del preparatorio se había especializado en química. Aunque sus resultados estaban muy cerca de la media, había conseguido una buena posición en la universidad gracias a una perseverancia y empeño manifiestos. Pitt había sido el único de su especialidad en pedir la beca de departamento, y llevaba trabajando en el centro médico de la universidad desde primero, sobre todo en laboratorio. En la actualidad hacía guardias y turnos de despacho en el departamento de urgencias. Año tras año, Pitt había ido aprendiendo a ser lo más servicial posible fuera cual fuese el hospital al que se le asignaba.
Bostezó hasta que se le saltaron las lágrimas, y el partido de la NBA que estaba mirando empezó a desvanecerse entre las brumas del sueño. Pitt era un joven de veintiún años musculoso y fortachón, estrella del béisbol en sus años de instituto, pero que no había logrado meterse en el equipo de la universidad. Había vuelto la desilusión a su favor, sacando provecho de ella para concentrarse todavía más en su carrera de futuro médico.
En el momento mismo en que sus párpados se tocaban, el tubo catódico de su querido televisor estalló, lanzando cristales sobre su pecho y abdomen. El fenómeno había sido simultáneo a la destrucción de la radio de Candee y Jonathan y la del video de Sheila.
Pitt tardó un poco en reaccionar. Estaba anonadado, incapaz de discernir si lo que le había despertado venía de fuera o de dentro, como uno de esos espasmos que le daban de vez en cuando antes de dormirse. En cuanto se subió las gafas sobre la nariz y posó la mirada en las profundidades del tubo catódico chamuscado, tuvo la plena seguridad de que no había estado soñando.
—¡Joder! —exclamó, al tiempo que se levantaba y se quitaba con cuidado los trozos de cristal. Oyó el rechinar de varias puertas abriéndose al pasillo.
Pitt salió a echar un vistazo. Topó con muchos estudiantes, chicos y chicas, vestidos del modo más diverso, todos con la misma cara de asombro.
—Se me ha encallado el ordenador —dijo John Barkly—. Estaba navegando por Internet.
John vivía en el apartamento contiguo al de Pitt.
—Pues a mí se me ha jodido la tele —comentó otro estudiante.
—A mí casi se me incendia el radio-despertador —dijo un tercero—. ¿Qué demonios pasa? ¿Es una broma o qué?
Pitt volvió a cerrar la puerta y contempló los tristes despojos de su querido televisor. «Pues menuda broma», pensó. Como cogiera al culpable se lo iba a hacer pagar caro.