La doctora Sheila Miller vivía en uno de los pocos bloques de pisos de la ciudad. Le gustaba la vista, la brisa del desierto y la proximidad del centro médico de la universidad. Este último factor era el más importante.
A sus treinta y cinco años tenía la sensación de haber vivido dos vidas. De muy joven, en la universidad, se Había casado con un compañero del curso preparatorio. ¡Era tanto lo que tenían en común! Ambos creían que la medicina iba a absorber todas sus energías e intereses, y que había que compartir ese sueño. Por desgracia, lo apretado de sus horarios había impuesto a la fuerza una realidad ajena a todo romanticismo. Y aun así su relación podría haber sobrevivido, de no ser por la irritante convicción de George de que su carrera de cirujano era más valiosa que la desarrollada por Sheila, primero en medicina interna y después en urgencias. En lo tocante a responsabilidades domésticas, Sheila había tenido que cargar con todo.
La irrevocable decisión de George de aceptar una beca de dos años en Nueva York había sido la gota que colmó el vaso. El hecho de que esperase que fuera con él a Nueva York cuando acababan de nombrarla jefa de la sección de urgencias del centro médico de la universidad mostró a Sheila lo poco que se entendían. Hacía tiempo que entre ellos se había desvanecido todo rastro de pasión; así pues, sin discusiones ni violencias, dividieron su colección de CDs y revistas médicas y tomaron caminos distintos. A Sheila, la experiencia le había dejado poco más que un tenue resentimiento hacia las prerrogativas masculinas aceptadas sin discusión.
Aquella noche, como casi todas, Sheila se dedicaba a leer revistas especializadas. Al mismo tiempo grababa en video un clásico en blanco y negro que estaban pasando por la tele, para verlo el fin de semana. De resultas de todo ello, el apartamento estaba tranquilo; sólo de vez en cuando se oía el tintineo del móvil colgado en la terraza.
A diferencia de Candee, Sheila no vio la estrella fugaz; sin embargo, en el mismo instante en que Candee y Jonathan asistían estupefactos a la destrucción de la radio del coche de Tim, Sheila presenciaba con igual estupefacción una catástrofe similar en su video. De repente empezó a soltar chispas y zumbar, como si fuera un cohete a punto de salir disparado.
Interrumpida su concentración, Sheila tuvo la suficiente presencia de ánimo para desenchufar el aparato tirando del cable. Por desgracia sirvió de poco. Sólo al desconectar la entrada de la señal cesaron los ruidos, aunque no el humo. Sheila tocó la carcasa con cuidado. Estaba caliente, pero no había riesgo de incendio.
Sheila volvió a sus revistas mascullando entre dientes. Se le ocurrió llevar el video al hospital por la mañana, para ver si uno de los técnicos electrónicos podía arreglarlo. No tenía tiempo de llevarlo hasta la tienda de electrodomésticos donde lo había comprado.