Con mano temblorosa, Sheila abrió la compuerta de la sala de aislamiento de Harlan. Para entonces Harlan ya se hallaba de pie junto a la puerta.
—¿Qué demonios hace? —preguntó irritado—. Acaba de contaminar todo el recinto.
—No tenía elección —balbuceó Sheila—. ¡Están aquí!
—¿Quiénes?
—Beau y otra persona infectada —farfulló la doctora—. Han abierto la compuerta que utilizábamos para entrar. Debieron de seguir a Cassy. Estarán aquí en cualquier momento.
—¡Mierda! —exclamó Harlan. Se detuvo un instante para pensar y salió al pasillo. Allí tropezaron con Cassy y Pitt, que en ese momento salían de la sala de aislamiento contigua. Cassy, pese a estar adormilada y confusa, tenía ahora mejor color.
—¿Dónde está Jonathan? —preguntó Harlan.
—En el laboratorio —respondió Pitt—. Estaba buscando el Colt.
El grupo siguió a Harlan hasta el laboratorio. Inspeccionaron todas las salas y finalmente encontraron a Jonathan en la última, acurrucado junto a la puerta. Sostenía el revólver entre sus manos.
—¡Nos vamos de aquí! —le gritó Harlan. Harlan irrumpió en la incubadora y apareció instantes después con un montón de frascos de tejido tisular infectado de rinovirus.
Del pasillo llegó el ruido de un chisporroteo. Se volvieron hacia la puerta. En ese momento se produjo una lluvia de chispas, como si alguien estuviera soldando algo. La presión de la estancia disminuyó de golpe.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Sheila.
—¡Están abriendo una abertura en la esclusa! —Exclamó Harlan—. ¡Seguidme! ¡Deprisa!
Indicó al grupo que retrocediera hacia la enfermería. Antes de que pudieran reaccionar, un disco negro asomó por la esquina del pasillo y entró en el laboratorio. Brillaba con una intensa luz roja y estaba rodeado por una aureola neblinosa.
—¡Un disco! —advirtió. Sheila—. Manteneos alejados de él.
—¡Sí! —Bramó Harlan—. Cuando se activa es radioactivo y escupe partículas alfa.
El disco se detuvo frente a Jonathan, que logró esquivarlo y corrió a reunirse con los demás. Harlan condujo al grupo hasta la siguiente sala del laboratorio y cerró bruscamente la pesada puerta contra incendios de cinco centímetros de espesor.
—¡Deprisa! —ordenó. El grupo había recorrido medio camino del segundo laboratorio cuando el mismo chisporroteo que oyeran con anterioridad resonó por toda la habitación. Hubo otra lluvia de chispas. Harlan se volvió a tiempo de ver cómo el disco atravesaba limpiamente la puerta.
Entraron en la tercera sala del laboratorio y corrieron hacia la puerta de doble hoja que daba a la enfermería. Harlan se entretuvo en cerrar la segunda puerta contra incendios antes de reunirse con los demás. A su espalda sonó otro chisporroteo. Mientras corría hacia la enfermería, sobre su cabeza rebotaron chispas. Cerró la puerta tras de sí.
—¿Y ahora? —preguntó Sheila.
—¡A la sala de rayos X! —Gritó Harlan apuntando con el frasco de tejido tisular que sostenía en una mano.
—Jonathan fue el primero en llegar. Abrió la puerta de un empujón y la sostuvo para que los demás pasaran. El grupo se apiñó en el interior.
—¡No tiene salida! —Aulló Sheila—. ¿Por qué nos ha traído aquí?
—Colocaos detrás de la pantalla protectora —ordenó Harlan.
Entregó los frascos a Sheila y Pitt y conectó la máquina que dirigía los rayos. Orientó el haz hacia la puerta y corrió a reunirse con los demás.
Harlan empezó a manipular los interruptores y cuadrantes del tablero de mandos mientras en la puerta volvían a producirse chispazos. El revestimiento de plomo hizo que el disco tardara un poco más de lo normal en abrir un orificio. De repente, irrumpió en la habitación. Su brillo rojizo se había suavizado ligeramente.
Harlan pulsó el interruptor que enviaba alto voltaje a la fuente de rayos X. Se oyó un zumbido electrónico y la luz del techo perdió intensidad.
—Son los rayos X más potentes que esta máquina puede producir explicó Harlan.
Bombardeado por los rayos X, el disco pasó rápidamente del rojo pálido a un blanco luminoso. La aureola se hizo más intensa, se dilató y finalmente engulló al disco. El sonido de un enorme horno al encenderse cesó de súbito. En ese mismo instante la máquina de rayos X, la mesa, la bandeja del instrumental, parte de la puerta y el mobiliario ligero aparecieron completamente deformados, como si una fuerza los hubiera succionado hacia donde el disco había desaparecido. Los miembros del grupo, que también habían sentido la absorción, se abrazaban y agarraban a lo que podían.
Una capa de humo acre flotaba ahora sobre la habitación. El desconcierto era general.
—¿Estáis todos bien? —preguntó Harlan.
—Mi reloj ha explotado —comentó Sheila.
—También ése —dijo Harlan señalando el reloj que pendía de la pared. El cristal de la esfera estaba hecho añicos y las manecillas habían desaparecido.
—Ha sido un agujero negro en miniatura —dijo Harlan.
El estruendo de un golpe procedente del laboratorio les devolvió a la realidad.
—Han traspasado la esclusa —dijo Harlan—. ¡Vamos!
Arrebató el arma a Jonathan y a cambio le entregó un frasco de tejido tisular. Cassy y Pitt recogieron los demás frascos. Avanzaron hacia la puerta.
—No toquéis nada —advirtió Harlan—. Todavía puede haber radiación.
Fue preciso el esfuerzo de los tres hombres para abrir la desfigurada puerta. Harlan asomó la cabeza y vio la puerta de doble hoja que conducía al laboratorio. Un pequeño orificio chamuscado atravesaba la hoja derecha. Miró hacia el otro lado. El pasillo estaba despejado.
—Giraremos a la izquierda —dijo—. Llegaremos hasta la puerta del fondo y nos refugiaremos en la sala de estar. ¿Entendido?
Todos asintieron.
—¡Ahora! Harlan vigiló la puerta del laboratorio mientras los demás corrían por el pasillo en dirección opuesta. Se disponía a imitarles cuando una de las hojas se abrió en sentido inverso.
Harlan apretó el gatillo del Colt y un estrépito ensordecedor inundó el pasillo. La bala dio contra la hoja cerrada e hizo añicos el cristal de la portilla. La hoja abierta se cerró de golpe.
Harlan echó a correr por el pasillo. Sentía que las piernas le flaqueaban. Irrumpió en la sala de estar tambaleándose.
—¿Le han disparado? —gimió Sheila. Todos habían oído el disparo. Harlan negó con la cabeza. De la boca y los ojos le brotaba espuma.
—Creo que el rinovirus está expulsando al virus alienígena —logró farfullar. Se apoyó contra la pared—. Funciona, aunque por desgracia ha elegido un mal momento.
Pitt se acercó y colocó el brazo de Harlan sobre su hombro. Luego cogió el revólver.
—Dámelo —ordenó Sheila. Pitt obedeció.
—¿Cómo vamos a salir de aquí? —preguntó Sheila a Harlan. En el laboratorio se produjo un ruido de cristales rotos.
—Utilizaremos la entrada principal. Tengo el Range Rover aparcado allí. No la he utilizado nunca por miedo a ser descubierto, pero ahora ya no importa.
—Bien —dijo Sheila—. ¿Y cómo llegaremos hasta allí?
—Saldremos al pasillo principal y giraremos a la derecha. Pasaremos por unos almacenes hasta llegar a otra esclusa de aire. Luego viene un largo pasillo con carritos eléctricos. La salida está en un edificio que semeja una casa de campo.
Sheila entreabrió la puerta y asomó la cabeza con cautela. Notó la bala antes de oír el disparo. Pasó tan cerca de ella que le chamuscó un mechón de pelo antes de horadar la puerta.
Volvió a meter rápidamente la cabeza.
—Saben dónde estamos —dijo mientras se pasaba una mano por la frente. Se miró los dedos y le extrañó no ver rastros de sangre—. ¿Hay otra forma de alcanzar la salida? Está claro que no podemos salir al pasillo.
—El pasillo es el único camino —dijo Harlan.
—¡Mierda! —masculló la doctora. Con la mirada fija en el revólver se preguntó a quién quería engañar: en su vida había disparado un arma.
—Podemos utilizar el sistema contra incendios —sugirió Harlan señalando un panel de seguridad en la pared—. Si tiramos de la alarma, el recinto entero se llenará de retardador de incendios. Los intrusos no podrán respirar.
—Oh, fantástico —repuso Sheila con tono sarcástico—. Y entretanto nosotros salimos sin respirar.
—No, no. En ese armario hay máscaras con oxígeno suficiente para media hora.
Ella abrió el armario. En su interior había unos aparatos que parecían caretas antigás. Sacó cinco y los repartió. Según las instrucciones impresas en el largo tubo, había que romper el sello y sacudir el aparato antes de ponérselo.
—¿Estáis todos de acuerdo? —preguntó.
—Qué remedio —dijo Pitt. Activaron las caretas y se las pusieron. Levantaron el pulgar para indicar que estaban listos y Sheila tiró de la palanca contra incendios.
Se oyó un ruido metálico y acto seguido se disparó una voz automatizada que repetía: «Fuego en el recinto». Un minuto después el sistema se accionó y comenzó a expulsar un líquido que se evaporaba con rapidez. La sala se llenó de una bruma blancuzca.
—¡No os separéis! —gritó Sheila.
Le era incómodo hablar con la careta puesta y cada vez era más difícil ver a través de ella. Abrió la puerta y se alegró de comprobar que la neblina del pasillo era tan espesa como en la sala de estar. Asomó la cabeza y miró en dirección al laboratorio. No se veía más allá de metro y medio.
Salió. No hubo disparos.
—Vamos —dijo a los demás—. Pitt y Harlan irán delante para enseñarnos el camino. Cassy y Jonathan llevarán los frascos.
Formando una piña, avanzaron por el pasillo. El trayecto se les hizo interminable a causa de la neblina. Finalmente llegaron a la esclusa y entraron. Sheila cerró la compuerta y Pitt abrió la puerta de salida.
Al otro lado de la esclusa el ambiente se había despejado. Cuando llegaron a la escalera que conducía a la salida, se quitaron las caretas.
Seis tramos de escalones los separaban de la superficie. Los subieron y por una trampilla del tamaño de un tapete salieron a la sala de estar de una casa de campo. Una vez cerrada la trampilla, era imposible sospechar lo que ocultaba.
—Mi coche debería estar en el granero —dijo Harlan mientras retiraba el brazo del hombro de Pitt—. Gracias, chico. No lo habría conseguido sin tu ayuda, pero ya me encuentro mejor. —Se sonó ruidosamente la nariz.
—Debemos continuar —dijo Sheila—. Puede que hayan encontrado las caretas antigás. El grupo salió de la casa por la puerta principal y se dirigió al granero. El sol se había puesto y el calor del desierto amainaba con rapidez. Una mancha de un rojo intenso bordeaba el horizonte del oeste. El resto del cielo semejaba un cuenco de color añil invertido. Algunas estrellas parpadeaban en lo alto. Tal como suponía Harlan, el Range Rover seguía aparcado en el granero. Harlan guardó los frascos de cultivo tisular en el maletero antes de sentarse al volante. Arrebató el Colt a Sheila y lo guardó en —la guantera de la puerta.
—¿Está seguro de que quiere conducir? —preguntó ella, asombrada por su rauda recuperación.
—Seguro. Me encuentro mucho mejor que hace quince minutos. Lo único que siento ahora es un ligero catarro. Me atrevo a decir que nuestro ensayo con seres humanos ha sido todo un éxito.
Sheila ocupó el asiento del pasajero. Cassy, Pitt y Jonathan se instalaron detrás. Pitt rodeó a Cassy con un brazo y ésta se acurrucó contra él.
Harlan salió del granero marcha atrás. Hizo un giro de ciento ochenta grados y puso rumbo hacia la carretera.
—La epidemia alienígena ha reducido significativamente el tráfico —comentó—. No se ve ni un coche, y sólo estamos a quince minutos de Paswell.
Giró a la derecha y aceleró.
—¿Adónde vamos? —preguntó Sheila.
—No tenemos muchas opciones —dijo Harlan—. Estoy seguro de que el rinovirus se hará cargo de la epidemia. El problema ahora es el Pórtico. Tenemos que hacer algo al respecto. ¿Cómo sabe del Pórtico? —exclamó Cassy enderezándose—. ¿Le ha hablado Pitt de él?
—Desde luego —respondió Harían—. Dijo que tú creías que estaba a punto de entrar en funcionamiento. ¿Tienes idea de cuándo ocurrirá?
—No —dijo Cassy—, pero supongo que lo harán funcionar en cuanto esté terminado.
—Espero que lleguemos a tiempo para aguarles la fiesta.
—¿Qué es esa historia del rinovirus? —preguntó Cassy.
—Una buena noticia —respondió Harlan mirándola por el retrovisor—. Sobre todo para ti y para mí.
Harlan relató para Cassy los hechos que les habían llevado a descubrir el modo de liberar a la raza humana del azote viral alienígena. Harlan y Sheila alabaron la información que Cassy había facilitado a Pitt.
—El hecho de que el virus hubiese venido a la Tierra hace tres mil millones de años fue el dato clave —dijo Sheila—. De lo contrario, jamás habríamos deducido que podía ser sensible al oxígeno.
—¿No debería respirar un poco de ese rinovirus? —Preguntó Cassy.
—No es necesario —dijo Harían—. Estáis siendo todos debidamente infectados ya sólo con viajar en este coche. Puesto que nadie es inmune a él, imagino que un par de viriones bastarán.
Cassy se recostó en el asiento y se acurrucó de nuevo contra Pitt.
—Hace apenas unas horas pensaba que todo estaba perdido. Es una sensación increíble volver a tener esperanzas.
Pitt le estrechó el hombro.
—Hemos tenido mucha suerte.
Alcanzaron las afueras de Santa Fe poco después de las once de la noche. Por el camino sólo se habían detenido una vez para llenar el depósito en una gasolinera abandonada, parada que aprovecharon para aprovisionarse de dulces y cacahuetes de una vendedora automática.
Durante ese rato Cassy había permanecido en el coche, presa de los síntomas de debilidad, malestar y expulsión de espuma por la boca y los ojos que Harlan había padecido mientras huían del laboratorio. Harlan estaba feliz. El malestar temporal de Cassy era para él una prueba más de lo que había denominado «la rinocura».
Bordeando el centro urbano de Santa Fe, siguieron las indicaciones de Cassy y llegaron al Instituto para un Nuevo Comienzo. A esa hora de la noche la barrera de la entrada estaba iluminada con potentes focos. Los manifestantes se habían marchado, pero muchas personas infectadas salían del recinto.
Harlan detuvo el coche en el arcén y apagó el motor. Se inclinó hacia adelante para examinar la situación.
—¿Dónde está la mansión? —preguntó. Por el camino Cassy había explicado cuanto recordaba sobre el trazado del instituto, principalmente que el Pórtico estaba instalado en el salón de baile de la planta baja, a la derecha de la puerta principal.
—La casa se encuentra detrás de esa línea de árboles —dijo Cassy—. No puede verse desde aquí.
—¿Adónde dan las ventanas del salón de baile? —Preguntó Harlan.
—Creo que a la parte de atrás, pero no estoy segura porque las han tapiado con tablones.
—En ese caso, la idea de entrar por las ventanas queda desechada.
—Teniendo en cuenta la finalidad del Pórtico, es probable que precise mucha energía, y ésta, por tanto, ha de ser eléctrica —dijo Pitt. Podríamos desenchufarlo.
—Muy agudo —repuso Harlan—, pero dudo que para transportar alienígenas por el tiempo y el espacio dependan de la misma energía que nosotros utilizamos para hacer funcionar nuestra tostadora. Después de ver lo que uno solo de esos diminutos discos puede hacer, no quiero ni pensar lo que podrían conseguir si se unen unos cuantos.
—Sólo era una idea —protestó Pitt. Se sentía estúpido, así que decidió guardarse las ideas para él sólo.
—¿Qué distancia hay entre la verja de entrada y la mansión? —preguntó Sheila.
—Unos doscientos metros, o puede que más —dijo Cassy—. El camino atraviesa la arboleda y luego un extenso terreno de césped.
—He ahí el primer inconveniente —declaró Sheila—. Si queremos hacer algo tenemos que llegar hasta la casa.
—Buena observación —dijo Harlan.
—¿Y si saltamos el muro de atrás? —Propuso Jonathan—. Únicamente se ven luces en la entrada.
—El recinto está vigilado por unos perros enormes que también están infectados y trabajan en grupo —explicó Cassy. Intentar acercarse a la casa cruzando el césped sería peligroso.
En ese momento el cielo se iluminó con unas bandas de energía parecidas a la aurora boreal. Formaron una esfera y empezaron a dilatarse y contraerse, como si respiraran. Cada expansión, no obstante, era mayor que la anterior, de modo que el fenómeno aumentaba por segundos.
—Oh, oh —dijo Sheila—, presiento que la función ha empezado.
—Bien, todo el mundo fuera —ordenó Harlan.
—¿Por qué? —preguntó Sheila.
—Porque no quiero a nadie en el coche. Voy a hacer algo impulsivo. Voy a irrumpir con el Range Rover en el salón de baile. No puedo permitir que esto siga adelante.
—Pues no lo hará solo —repuso Sheila.
—Como quiera —dijo Harlan—, no tengo tiempo para discutir. Pero los demás, abajo.
—No tenemos a donde ir —dijo Cassy. Miró a Pitt y Jonathan y éstos asintieron—. Estamos metidos en esto tanto como vosotros.
—¡Maldita sea! —Protestó Harlan mientras encendía el motor—. Justo lo que la raza humana necesita: un vehículo lleno de estúpidos mártires.
Revolucionó el motor y ordenó a todos que se abrocharan el cinturón de seguridad mientras él tensaba el suyo. Encendió el casete compacto y seleccionó su obra favorita —La consagración de la primavera de Stravinski—. La adelantó hasta la parte que más le gustaba: el momento en que resonaban los timbales. Con el volumen casi al máximo, salió a la carretera.
—¿Qué piensa decir a los guardas de la puerta? —gritó Sheila.
—¡Qué me sigan si pueden! En la entrada había una barrera blanca y negra de madera maciza que bloqueaba el camino. Los peatones pasaban rodeándola. Harlan arremetió contra la barrera a cien kilómetros por hora y el guardabarros del Ranger Rover la hizo picadillo. Los sonrientes vigilantes se lanzaron a los lados del camino.
Sheila se giró para mirar por la ventanilla de atrás.
Los guardas se habían repuesto y corrían tras ellos. También les perseguía una manada de perros que ladraba furiosamente. Harlan salvó una curva doble entre coníferas y tanto vigilantes como perros desaparecieron de la vista.
El Range Rover dejó atrás la arboleda y la magnífica mansión apareció ante ellos en medio de la noche. El edificio al completo brillaba, especialmente las ventanas. Las bandas de luz que se expandían rítmicamente sobre el cielo parecían brotar del tejado de la casa como llamas gigantescas.
—¿No piensa aminorar un poco? —gritó Sheila. El motor zumbaba como el reactor de un avión. Sumado al estruendo de los timbales, parecía que la orquesta al completo se hallara dentro del coche. Sheila se agarró al asidero superior del copiloto.
Harlan no respondió. Su rostro reflejaba una profunda concentración. Hasta ese momento había mantenido el vehículo dentro del camino, pero ahora que la casa estaba a la vista decidió seguir por el césped para evitar a los peatones. De la mansión emergía un flujo constante de gente marchando en fila en dirección a la salida.
A unos treinta metros de la escalinata de entrada Harlan redujo una marcha a pesar de que las revoluciones del motor rozaban la zona roja del marcador. El coche aminoró la velocidad al tiempo, que las ruedas posteriores adquirían potencia.
—¡Joder! —gritó Jonathan al ver que la escalinata se les venía encima.
La gente se arrojó contra los pasamanos de piedra caliza para esquivar aquellas tres toneladas de hierro.
El Range Rover chocó contra el primer peldaño y el morro se elevó por los aires. El impulso levantó el vehículo del suelo y las ruedas aterrizaron a tres metros del portal acristalado. Una ristra de focos rodeaba los costados y la parte superior del portal.
Todos excepto Harlan cerraron los ojos justo antes de chocar contra la casa. Por encima de la música se oyó un ruido sordo de cristales, pero la colisión apenas había detenido el impulso del coche. Harlan pisó el freno y giró el volante hacia la derecha para eludir la escalinata del vestíbulo.
El Range Rover patinó sobre el suelo de mármol ajedrezado, rozó una araña de luces, arrolló una consola de mármol y derribó una pared de yeso. Los pasajeros fueron arrojados contra el respaldo de sus asientos. El airbag del copiloto se infló y empujó hacia atrás a una Sheila alucinada.
Harlan trató de controlar el volante mientras el coche traqueteaba sobre los escombros. El impacto final se produjo contra una estructura de madera y metal cubierta de cables eléctricos. El vehículo quedó empotrado en una viga de hierro y el parabrisas se rompió en mil pedazos.
En el salón todo eran chispazos y un zumbido mecánico que se sentía, más que se oía, por encima de la música clásica.
—¿Estáis todos bien? —preguntó Harlan mientras despegaba los dedos del volante. Lo sujetaba con tanta fuerza que se le había cortado la circulación. Tenía las manos y los brazos rígidos. Bajó el volumen de la música.
Sheila se estaba librando del airbag. Todos respondieron que habían superado la colisión sin dificultades graves.
Harlan miró por él parabrisas roto. Tan sólo veía cables y escombros.
—Cassy, ¿crees que estamos en el salón de baile?
—Sí.
—En ese caso, misión cumplida. Tanto cable me hace suponer que hemos chocado contra un aparato de alta tecnología. No hay duda de que lo hemos dañado, a juzgar por los chispazos.
Puesto que el motor seguía encendido, Harlan pisó el acelerador y dio marcha atrás. El Range Rover reculó sobre la estela de destrozos que había dejado a su paso. Al poco abandonó la superestructura del Pórtico y todos pudieron ver una plataforma que parecía de plexiglás, a la que se subía por unos peldaños ovales del mismo material. De pie sobre la plataforma había una horrible criatura alienígena iluminada por las incesantes chispas. Los ojos, negros como el carbón, miraban incrédulos a los ocupantes del vehículo.
De repente, la criatura echó la cabeza hacia atrás y soltó un grito desgarrador. Luego se dejó caer lentamente sobre la plataforma y se llevó las manos a la cabeza.
—¡Dios mío, es Beau! —gritó Cassy.
—Eso me temo —dijo Pitt—, pero su mutación es ahora total.
—¡Tengo que salir! —dijo la joven mientras se desabrochaba el cinturón de seguridad.
—No —dijo Pitt.
—Hay demasiados cables sueltos —advirtió Harlan—. Es muy peligroso sobre todo con todos esos chispazos. El voltaje debe de ser astronómico.
—No me importa —repuso Cassy. Pasó un brazo por encima de Pitt y abrió la puerta.
—No puedo permitírtelo —dijo Pitt.
—Suéltame, tengo que hacerlo. Finalmente, Pitt la dejó ir. Cassy sorteó los cables y subió lentamente por los peldaños de la plataforma. Poco a poco los gemidos de Beau se fueron haciendo más perceptibles.
—¿Cassy? —Preguntó Beau—. ¿Por qué no te he sentido?
—Porque ya no tengo el virus. ¡Hay esperanza, Beau! Aún hay posibilidades de volver a nuestra vida de antes.
Él negó con la cabeza.
—No para mí —dijo—. Ya no puedo ir hacia atrás, y tampoco hacia adelante. No he respondido como se esperaba de mí. Las emociones humanas son un obstáculo insalvable. Mi deseo por ti me ha llevado a dar la espalda al bien colectivo.
La intensidad de los chispazos aumentó, provocando una ligera vibración creciente.
—Huye, Cassy —dijo Beau—. La red eléctrica está cortada. No habrá ninguna fuerza que contrarreste la anti gravedad. Va a producirse una dispersión.
—Ven conmigo, Beau —rogó ella—. Disponemos de un medio para librarte del virus.
—Yo soy el virus —dijo él. La vibración era ahora tan fuerte que Cassy tenía dificultades para mantener el equilibrio sobre los escalones.
—¡Vete, Cassy! —gritó Beau apasionadamente. Tras una última caricia al dedo extendido de Beau, Cassy inició el descenso. El salón de baile temblaba como si estuviera en medio de un terremoto.
Pitt esperaba a Cassy con la puerta abierta. Subieron al vehículo.
—Beau dice que tenemos que salir de aquí —dijo Cassy. Va a producirse una dispersión.
Sin tiempo que perder, Harlan pisó el acelerador y dio marcha atrás. Tras innumerables botes y sacudidas, finalmente llegaron al vestíbulo.
Harlan maniobró diestramente el Range Rover hasta colocarlo de cara a la destartalada puerta de entrada. La araña de luces temblaba con tanta vehemencia que trocitos de cristal volaban en todas direcciones. Como no había parabrisas, Sheila tuvo que protegerse la cara.
—¡Agarraos fuerte! —gritó Harlan. Resbalando sobre el lustroso mármol, el Range Rover salió disparado por la puerta, atravesó el porche y superó la escalinata. El impacto al chocar contra el asfalto del camino fue tan fuerte como el que habían sufrido al estrellarse contra la pared del salón de baile.
Harlan atravesó en línea recta el césped en dirección a la arboleda por donde continuaba el camino.
—¿Es preciso que conduzca tan deprisa? —protestó Sheila.
—Cassy dijo que iba a haber una dispersión —dijo Harlan—. Supongo que cuanto más nos alejemos, mejor.
—¿Qué demonios es una dispersión? —preguntó Sheila.
—No tengo la menor idea —admitió Harlan—, pero parece algo peligroso.
En ese momento se produjo una tremenda explosión a sus espaldas, la cual, no obstante, no generó el ruido o la onda expansiva habituales. Cassy se volvió justo a tiempo de ver cómo la casa volaba literalmente por los aires. No hubo ningún destello que indicara el origen de la explosión.
De pronto los ocupantes del Range Rover se dieron cuenta de que estaban volando. Sin tracción alguna, el motor había empezado a acelerarse hasta que Harlan retiró el pie.
El vuelo duró apenas cinco segundos. Las ruedas se habían detenido, pero no la inercia del coche, de modo que el aterrizaje fue acompañado de un fuerte bandazo.
Desconcertado por el extraño fenómeno, Harlan detuvo el vehículo. El hecho de haber perdido totalmente el control del coche aunque sólo fuera por unos segundos lo había acobardado.
—Hemos volado. —Declaró Sheila—. ¿Cómo ha podido ocurrir?
—Lo ignoro —dijo Harlan. Contempló los indicadores, como si buscara en ellos una respuesta.
—La casa ha desaparecido —dijo Cassy. Todos se volvieron para mirar. A los peatones les estaba ocurriendo lo mismo. No se veía humo ni escombros. La casa simplemente se había desvanecido.
—Ahora ya sabemos qué es una dispersión —sentenció Harlan—. Ha de ser lo contrario de un agujero negro. Supongo que la dispersión reduce el objeto a sus partículas primarias, las cuales simplemente desaparecen.
Cassy sintió una fuerte congoja. Embargada por una intensa sensación de pérdida, de sus ojos brotaron lágrimas.
Pitt vio las lágrimas con el rabillo del ojo. Enseguida comprendió el motivo y la rodeó con un brazo.
—Yo también le echaré de menos —dijo. Cassy asintió—. Supongo que siempre le querré —dijo secándose los ojos con el nudillo de un dedo. No obstante, añadió—: Pero eso no significa que no te quiera a ti.
Con un ímpetu que dejó a Pitt sin habla, Cassy lo estrechó en un fuerte abrazo. Con timidez al principio y luego con igual ardor, Pitt la estrechó a su vez.
Harlan se dirigió al maletero del coche y sacó los frascos.
—Todo el mundo abajo —dijo—. Tenemos una infección que llevar a cabo.
—¡Ostras! —Gritó Jonathan—. ¡Es mi madre! El grupo siguió con la mirada el dedo del chico.
—Creo que tienes razón —dijo Sheila. Jonathan bajó del coche con la intención de echar a correr en dirección a su madre. Harlan lo detuvo y le entregó un frasco.
—Que aspire fuerte, hijo —le dijo—, cuanto antes mejor.
FIN