Pitt pateó las piedras del camino de entrada a la vieja gasolinera. Se agachó, recogió algunas y las arrojó distraídamente hacia los viejos surtidores. Las piedras chocaron con estruendo contra el metal oxidado.
Protegiéndose los ojos de un sol cuya fuerza era mucho mayor que dos horas antes, Pitt siguió con la mirada la carretera hasta que ésta se perdió en el horizonte. Empezaba a inquietarse. Había supuesto que Cassy le estaría aguardando.
Se disponía a retroceder a la sombra del porche cuando divisó el reflejo de un parabrisas de coche. Alguien se acercaba.
Pitt se llevó la mano a la culata del Colt. No podía estar seguro de que fuera Cassy.
Cuando el vehículo estuvo más cerca, distinguió un todoterreno de enormes neumáticos y portaequipajes empotrado en el techo. El coche se aproximaba a gran velocidad.
Siguiendo el ejemplo de Harlan, Pitt observó la escena oculto en el interior del inmueble, mas enseguida cambió de idea. A fin de cuentas, la furgoneta de Jesse estaba aparcada fuera, a la vista de todo el mundo.
El coche entró en la gasolinera. Pitt sólo supo que era Cassy cuando ésta abrió la puerta y lo llamó. El cristal de las ventanillas del coche era tintado.
Pitt llegó a tiempo para ayudar a Cassy a bajar. La chica tosía y tenía los párpados enrojecidos.
—No te acerques tanto —advirtió Cassy con voz nasal—. No estamos seguros de que esta enfermedad no pueda transmitirse como una infección.
Ignorando el comentario, Pitt la estrechó en un fuerte abrazo. La única razón que le instó a soltarla fue que quería administrarle el anticuerpo.
—He traído una dosis del medicamento de que te hablé —dijo—. Es preciso que llegue a tu organismo lo antes posible, de modo que te lo administraré por vía intravenosa.
—¿Dónde? —preguntó Cassy—. En la furgoneta. Rodearon el vehículo y se detuvieron frente a la puerta corredera.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Pitt.
—Fatal. El volante de ese todoterreno requiere mucha fuerza. Me duelen todos los músculos y tengo fiebre. Aunque no lo creas, pese al calor hace media hora estaba temblando.
Pitt abrió la puerta de la furgoneta y tumbó a Cassy en el asiento de atrás. Preparó la jeringa, pero tras colocar el torniquete en el brazo de Cassy confesó su inexperiencia en venipuntura.
—No me cuentes historias —protestó Cassy mirando hacia otro lado—. Simplemente hazlo. Quieres ser médico, ¿no es así?
Pitt había visto administrar medicamentos por vía intravenosa miles de veces, pero nunca lo había hecho personalmente. Le horrorizaba la idea de perforar la piel de otra persona, sobre todo de una persona a la que quería. Las consecuencias de no hacer tal cosa, no obstante, le hicieron superar el miedo. Finalmente realizó un buen trabajo y Cassy lo elogió.
—Lo dices, para animarme —repuso Pitt.
—Va en serio. Apenas lo he notado. En ese momento Cassy comenzó a toser con tanta fuerza que se le cortó la respiración.
Pitt temió que fuera una reacción a la inyección, tal como Harlan le había advertido. Pese a haber estudiado la respiración boca a boca, Pitt jamás la había puesto en práctica. Angustiado, sostuvo la muñeca de Cassy para tomarle el pulso. Afortunadamente era fuerte y regular.
—Lo siento —logró farfullar Cassy cuando recuperó el aliento.
—¿Estás bien? Ella asintió con la cabeza. Pitt tragó saliva para aliviar la sequedad de su garganta y luego dijo:
—Quédate aquí tumbada. Tenemos veinte minutos de camino.
—¿Adónde vamos? —preguntó Cassy.
—A un lugar caído del cielo —respondió Pitt—. Un laboratorio subterráneo construido para combatir guerras bacteriológicas y químicas. Es el lugar idóneo para llevar a cabo nuestro proyecto. Si no podemos hacerlo allí quiere decir que no puede hacerse. Además dispone de una enfermería donde podremos cuidar de ti.
Pitt iba a subir al coche cuando Cassy le cogió del brazo.
—¿Y si el anticuerpo no funciona? Tú mismo dijiste que se trata de un medicamento preliminar de efecto débil. ¿Qué haréis conmigo si me convierto en uno de ellos? No quiero perjudicar vuestro trabajo.
—No te preocupes. En el laboratorio hay un médico llamado Harlan McCay que recibió una picadura y sigue sano gracias al anticuerpo. En el peor de los casos, existen lo que él llama salas de aislamiento. Pero no te preocupes, todo irá bien —añadió y le acarició el hombro.
—Deja las frases hechas para otro momento, Pitt —replicó ella—. Teniendo en cuenta lo ocurrido hasta ahora, dudo que ese medicamento funcione.
Pitt se encogió de hombros. Sabía que Cassy tenía razón.
Se sentó al volante, encendió el motor y salió a la carretera. Cassy iba tumbada en el asiento de atrás.
—Espero que ese laboratorio tenga aspirinas —dijo. En su vida se había encontrado tan mal.
—Si la enfermería está a la altura del resto de las instalaciones, seguro que tiene de todo.
Recorrieron unos kilómetros en silencio. Pitt conducía concentrado en la carretera para no pasarse el desvío. Camino de la gasolinera había marcado el lugar con unas piedras, pero ahora temía no verlas. Las piedras eran pequeñas y del mismo color que el resto del paisaje.
—Creo que no ha sido una buena idea que haya venido —se lamentó Cassy tras sufrir otro ataque de tos.
—¡No digas tonterías! No me gusta que hables así.
—Ya han pasado seis horas, puede que incluso más. La verdad es que no estoy segura de la hora en que recibí la picadura. Han pasado tantas cosas…
—¿Qué les ocurrió a Nancy y Jesse? —Había intentado evitar la pregunta, pero quería cambiar de tema.
—A Nancy la infectaron delante de mí —explicó Cassy. No entiendo por qué no me infectaron al mismo tiempo que a ella. Lo de Jesse es otra historia. Creo que le sucedió lo mismo que a Eugene, pero no estoy segura. No vi lo ocurrido, sólo lo oí. Hubo una especie de relámpago. Nancy dijo que era lo mismo que había sucedido en Atlanta.
—Harlan cree que esos discos negros pueden crear agujeros negros diminutos —dijo Pitt.
Cassy se estremeció. La idea de desaparecer en un agujero negro era el súmmum de la destrucción. Hasta los átomos de la persona desaparecerían del universo.
—Volví a ver a Beau —dijo. Pitt se volvió para mirarla brevemente. Era lo último que había esperado oír.
—¿Cómo está?
—Horrible —respondió Cassy—. Su aspecto ha cambiado notablemente. Está sufriendo una mutación progresiva. La primera vez que lo vi sólo tenía aquella especie de parche de piel detrás de la oreja, pero ahora se le ha extendido por casi todo el cuerpo. Lo extraño es que las demás personas infectadas no parecen cambiar. Ignoro si lo harán más adelante o si tiene que ver con que Beau fuera el primero. No hay duda de que es el líder. Todos le obedecen.
—¿Tuvo algo que ver con la picadura que recibiste?
—Me temo que sí. Él mismo la provocó.
Pitt meneó la cabeza. No podía creer que su mejor amigo pudiera hacer una cosa así, aunque en realidad ya no era su mejor amigo. Era un alienígena.
—Lo que más me dolió fue comprobar que dentro de ese ser todavía había una parte del viejo Beau —prosiguió Cassy—. Hasta me dijo que me echaba de menos y me amaba. ¿Puedes creerlo?
—No —respondió Pitt, molesto por la idea de que Beau, incluso en su condición de alienígena, todavía estuviera intentado robarle a Cassy.
Beau estaba de pie a un lado de la mesa de mandos del Pórtico. Los ojos le brillaban con furia. Le era muy difícil concentrarse en los problemas actuales, pero tenía que hacerlo. El tiempo se acababa.
—Quizá deberíamos volver a cargar algunas redes de distribución —comentó Randy, sentado frente a la mesa de mandos.
Se había producido un leve fallo técnico y Beau todavía no había ofrecido una solución. Arrancado de su ensimismamiento sobre Cassy, trató de pensar. El problema había consistido, desde el principio, en crear suficiente energía para convertir en anti gravedad la fuerte gravedad de un grupo de discos negros que trabajaran conjuntamente manteniendo al mismo tiempo la integridad del Pórtico. La reacción sólo tenía que durar un nanosegundo, esto es, el tiempo necesario para absorber materia de un universo paralelo e introducirla en la materia actual. Finalmente Beau encontró la respuesta: hacía falta más blindaje.
—De acuerdo —dijo Randy, contento de recibir instrucciones, y comunicó las órdenes a los trabajadores, quienes se apresuraron a trepar por la enorme estructura.
—¿Crees que funcionará? —preguntó Randy.
—Eso espero —respondió Beau.
Aconsejó que se aumentara la energía de las redes de distribución durante un breve instante en cuanto se hubiese terminado el blindaje.
—Lo que en realidad me preocupa fue que dijiste que los primeros visitantes tenían que llegar esta noche —dijo Randy. Sería una catástrofe que no estuviéramos listos. Los individuos desaparecerían en el vacío como meras partículas primarias.
Beau gruñó. Le interesaba más el hecho de que Alexander acabara de entrar en la sala. Lo observó acercarse. No sintió buenas vibraciones. Enseguida comprendió que no había encontrado a Cassy.
—Le seguimos la pista —informó Alexander manteniéndose deliberadamente fuera del alcance de Beau—. Llegamos hasta el lugar donde cogió el coche. Lo estamos buscando.
—¡Tienes que encontrarla! —gritó Beau.
—Lo haré —repuso Alexander con tono tranquilizador—. A estas alturas su conciencia ya debe de estar dilatándose, lo cual nos será de gran ayuda.
—Encuéntrala —insistió Beau.
—No me lo explico —dijo Sheila.
Ella y Harlan estaban en el laboratorio, sentados en sendos taburetes giratorios que les permitían deslizarse de una mesa a otra.
Harlan tenía el mentón apoyado en una mano y se mordisqueaba el interior de la mejilla. La postura indicaba que estaba reflexionando.
—Quizá hayamos cometido un error —dijo Sheila. Harlan negó con la cabeza—. Hemos repasado el proceso varias veces.
—Repasémoslo otra vez —propuso Sheila—. Nancy y yo tomamos un cultivo tisular de células nasofaríngeas humanas y añadimos la proteína promotora.
—¿Cuál fue el vehículo de la proteína? —preguntó Harlan.
—Un medio de cultivo tisular normal —respondió Sheila—. Supimos que el virus se había activado porque la síntesis de ADN superó en mucho la necesaria para un repliegue celular.
—¿Cómo lo demostraron?
—Utilizamos un adenovirus desactivado para introducir en las células sondas de ADN marcadas con fluorescina.
—¿Y luego?
—Ahí nos quedamos —dijo Sheila—. Pusimos los cultivos a incubar con la esperanza de obtener virus.
—Es evidente que lo consiguieron —dijo Harlan.
—Así es, pero fíjese en la imagen del microscopio electrónico. Se diría que el virus ha pasado por una picadora de carne. No es un virus infeccioso. Algo lo mató, pero no había nada en el cultivo capaz de hacer tal cosa. No tiene sentido.
—No tiene sentido, pero intuyo que está intentando decimos algo —repuso Harlan—. Simplemente somos demasiado estúpidos para verlo.
—Creo que deberíamos intentarlo de nuevo —dijo Sheila—. Puede que el cultivo se calentara demasiado durante el trayecto en coche.
—Estaba bien guardado —objetó Harlan—, así que dudo que ésa sea la respuesta. Pero sí, hagámoslo de nuevo. Además, he estado infectando algunos ratones y tal vez podríamos aislar el virus a partir de ellos.
—¡Buena idea! —Exclamó Sheila—. Eso facilitará las cosas.
—No esté tan segura. Los ratones infectados son sumamente fuertes e inteligentes. He de mantenerlos separados y encerrados.
—¿Insinúa que los ratones se están convirtiendo en alienígenas?
—En cierto modo, sí —respondió Harlan—. Presiento que si hubiera suficientes ratones en un mismo lugar, podrían actuar como un único individuo inteligente.
—En ese caso, será mejor que nos limitemos a los cultivos tisulares —sugirió Sheila—. De una forma u otra tenemos que aislar virus vivos e infecciosos. Tendrá que ser el próximo paso si queremos hacer algo contra la plaga.
El manómetro de la esclusa de aire emitió un silbido.
—Debe de ser Pitt —dijo Jonathan. Corrió hasta la esclusa y miró por la portilla—. ¡Y viene con Cassy!
Harlan cogió un frasco de anticuerpo monoclonal recién extraído.
—Creo que haré de médico durante un rato. Sheila alargó el brazo e indicó a Harlan que le entregara el frasco.
—La medicina de urgencias es mi especialidad —dijo—. A usted le necesitamos como inmunólogo.
—Encantado —dijo Harlan—. Siempre he sido mejor investigador que médico.
La esclusa de aire se abrió. Jonathan ayudó a Cassy a cruzar la compuerta. Estaba pálida y tenía fiebre. El entusiasmo de Jonathan se apagó al instante. Cassy estaba más enferma de lo que había imaginado. Con todo, no pudo evitar preguntarle por su madre.
Cassy posó una mano sobre el hombro del muchacho.
—Lo siento —dijo—, nos separaron nada más apresarnos en el supermercado. No sé dónde está.
—¿La infectaron? —preguntó Jonathan.
—Me temo que sí.
—Vamos —dijo Sheila—, tenemos trabajo que hacer. —Colocó el brazo de Cassy sobre su hombro—. Te llevaremos a la enfermería.
Sheila y Pitt condujeron a Cassy por el laboratorio en dirección a la enfermería. Por el camino le presentaron a Harlan, que sostuvo la puerta para que pasaran.
—Es preferible alojarla en una sala de aislamiento —aconsejó Harlan mientras se adelantaba para mostrarles el camino.
La estancia semejaba una habitación de hospital salvo por la entrada, que tenía una esclusa de aire para mantener el cuarto a una presión menor que la del resto del recinto. La puerta interna podía trabarse y el cristal de la portilla era de dos centímetros de espesor.
Ayudada por Sheila y Pitt, Cassy se tumbó en la cama y suspiró aliviada.
Sheila enseguida puso manos a la obra. Con suma destreza, introdujo una dosis elevada de anticuerpo monoclonal en una jeringa y la inyectó en una vena de Cassy.
—¿Sufriste alguna reacción con la primera inyección? —preguntó mientras aceleraba la entrada de los últimos resquicios del anticuerpo en el organismo de Cassy.
Cassy negó con la cabeza.
—Tuvo un ataque de tos que me alarmó —explicó Pitt—, pero no creo que se debiera a la medicación.
Sheila conectó a Cassy a un monitor cardíaco. Los latidos eran normales y el ritmo regular.
—¿Notas alguna diferencia desde la primera inyección? —preguntó Harlan.
—No.
—Es lógico —dijo Sheila—. Los síntomas proceden básicamente de tus propias linfocinas, las cuales sabemos que se dispararon en las primeras fases.
—Gracias por acogerme —dijo Cassy—. Sé que represento un peligro para vosotros.
—Estamos contentos de tenerte aquí —aseguró Harlan, y le pellizcó una rodilla—. Quién sabe, puede que seas un valioso objeto de experimentación, como yo.
—Ojalá —dijo Cassy.
—¿Tienes hambre? —preguntó Sheila.
—No, pero no me iría mal una aspirina. —Sheila miró a Pitt—. Creo que dejaré esa tarea en manos del doctor Henderson —dijo con una sonrisa irónica—. Los demás tenemos que volver al trabajo.
Harlan fue el primero en despedirse. Al salir, Sheila se volvió y miró a Jonathan.
—Vamos. Dejemos a la paciente en manos de su médico particular.
Jonathan obedeció a regañadientes.
—Tenías razón —dijo Cassy—, este lugar es increíble.
—Es justo lo que el médico te recetó —dijo Pitt—. Voy a por la aspirina.
Tardó unos minutos en encontrar la farmacia y otros tantos en dar con las aspirinas. Cuando regresó a la sala de confinamiento Cassy dormía.
—Siento molestarte —se disculpó él.
—No te preocupes.
Cassy tomó la aspirina y volvió a tumbarse. Luego dio unas palmaditas en el colchón.
—Siéntate. Tengo que contarte lo que he averiguado a través de Beau. La pesadilla está a punto de empeorar.
Las vibraciones del rotor y el rugido del motor del helicóptero militar Huey que sobrevolaba a baja, altura el árido paisaje perturbó de súbito la tranquilidad del desierto. Vince Garbon escudriñaba el terreno con unos prismáticos. Había ordenado al piloto que siguiera la franja de alquitrán que cruzaba el desierto de horizonte a horizonte. En el asiento de atrás viajaban dos ex agentes de policía de la antigua brigada de Vince.
—Lo último que sabemos es que el vehículo circuló por esta carretera —gritó Vince al piloto.
El piloto asintió.
—Veo algo a lo lejos —dijo Vince—. Parece una gasolinera abandonada, y hay un vehículo que coincide con la descripción.
El piloto aminoró la velocidad. Vince tenía dificultades para mantener los prismáticos firmes.
—Sí, creo que es el coche que buscábamos. Bajemos a echar un vistazo.
El helicóptero levantó un remolino de arena y polvo antes de tocar tierra. Vince bajó del aparato y fue a examinar el vehículo. Abrió la puerta y enseguida percibió que Cassy había estado allí. Miró en el portaequipajes. Estaba vacío.
Los ex policías entraron en el edificio. Vince se quedó fuera escudriñando el horizonte. El sol ardía con tal ferocidad que podía verse el calor elevándose en el aire.
Los policías salieron del inmueble y negaron con la cabeza. Cassy no estaba allí.
Vince se encaminó al helicóptero. La muchacha estaba cerca. Lo intuía. Después de todo, ¿cuán lejos podía llegarse a pie con ese, calor?
Pitt entró en el laboratorio. Los demás estaban tan absortos en su trabajo que ni siquiera levantaron la cabeza.
—Se ha dormido —dijo.
—¿Trabaste la puerta? —preguntó Harlan.
—No —respondió Pitt—. ¿Cree que es necesario?
—Por supuesto —dijo Sheila—. No queremos sorpresas.
—Vuelvo enseguida —dijo Pitt. Regresó a la sala de aislamiento y miró por la portilla. Cassy dormía plácidamente. La tos había remitido. Pitt aseguró la puerta.
Volvió al laboratorio y se sentó. Esta vez tampoco repararon en él. Sheila estaba absorta inoculando la proteína promotora en cultivos tisulares. Harlan estaba ocupado en extraer más anticuerpo. Jonathan llevaba puestos unos auriculares y estaba frente a un ordenador jugando con una palanca de control.
Pitt preguntó a Jonathan qué estaba haciendo. Éste se quitó los auriculares y dijo:
—Es fantástico. Harlan me enseñó a conectar con el equipo de seguridad exterior. Hay cámaras ocultas en cactus artificiales que pueden dirigirse con esta palanca de control. También hay dispositivos de escucha y sensores de movimiento. ¿Quieres probar?
Pitt rehusó la invitación y comunicó a los demás que Cassy le había explicado algunas cosas sorprendentes e inquietantes sobre los alienígenas.
—¿Qué cosas? —preguntó Sheila sin dejar de trabajar.
—La peor es que la gente infectada está construyendo una enorme máquina futurista que llaman el Pórtico.
—¿Y para qué sirve? —inquirió Sheila mientras giraba con precaución un frasco de tejido tisular.
—Es una especie de transportador que, según le contaron, trasladará a la Tierra toda clase de criaturas, alienígenas procedentes de otros planetas.
—¡Dios santo! —Exclamó la doctora dejando el frasco sobre la mesa—. No podemos enfrentarnos a tantos adversarios. Quizá deberíamos rendirnos.
—¿Cuándo entrará en funcionamiento ese Pórtico? —Preguntó Harlan.
—No lo sabe. Presiente que es algo inminente. Beau le dijo que estaba casi terminado. Cassy me contó que había miles de personas trabajando en el proyecto.
Sheila soltó un bufido.
—¿Qué otras buenas noticias nos traes? —ironizó.
—Algunos datos interesantes. Por ejemplo, que el virus alienígena llegó a la Tierra hace tres mil millones de años. Fue entonces cuando introdujo su ADN en la vida que había en ese momento.
Sheila entornó los ojos.
—¿Tres mil millones de años?
Pitt asintió.
—Eso le contó Beau. También le dijo que los alienígenas enviaban la proteína promotora cada cien millones de años telúricos para «despertar» el virus a fin de observar qué tipo de vida había evolucionado en la Tierra y si valía la pena habitarla. Cassy no le preguntó a qué se refería con lo de años telúricos.
—Quizá tenga que ver con la capacidad del virus para trasladarse de un universo a otro —comentó Harlan—. Nosotros los terrestres tenemos una dimensión de tiempo/espacio limitada. Sin embargo, desde el punto de vista de otro universo, lo que aquí son mil millones de años allí puede equivaler a diez. Todo es relativo.
La explicación provocó un largo silencio. Pitt se encogió de hombros.
—Me cuesta entenderlo —reconoció.
—Es como una quinta dimensión —dijo Harlan—. De acuerdo —repuso Pitt—, pero volviendo a lo que Cassy me contó, al parecer esos virus alienígenas son los responsables de las extinciones en masa que ha presenciado la Tierra. Cada vez que regresaban a nuestro planeta encontraban que las criaturas infectadas no eran adecuadas y se marchaban.
—¿Y todas las criaturas infectadas morían? —preguntó Sheila.
—Eso me ha parecido entender —respondió Pitt—. Probablemente el virus provocaba algún cambio mortal en el ADN, causando de ese modo la desaparición de especies enteras y generando la oportunidad de que nuevas criaturas evolucionaran. Cassy me dijo que Beau había mencionado los dinosaurios para ilustrar la idea.
—Adiós a la teoría de los asteroides y cometas —dijo Harlan.
—¿Cómo morían las criaturas? —Preguntó Sheila—. ¿Existía una causa específica?
—No creo que Cassy lo sepa —respondió Pitt—, o por lo menos no me lo dijo. Puedo preguntárselo más tarde.
—Podría ser importante —dijo Sheila. Su mirada se perdió en el vacío. La mente le daba vueltas—. ¿Y dices que el virus llegó por primera vez a la Tierra hace tres mil millones de años telúricos?
—Eso dijo Cassy.
—¿En qué está pensando? —preguntó Harlan.
—¿Disponemos de bacterias anaeróbicas? —inquirió Sheila.
—Sí.
—Propongo que las infectemos con la proteína promotora —dijo Sheila con súbito entusiasmo.
—De acuerdo —convino Harlan poniéndose en pie—. ¿Qué le ronda por la cabeza? ¿Por qué quiere una bacteria que crece sin oxígeno?
—Confíe en mí —dijo Sheila—. Vaya a buscarla mientras yo preparo más proteína promotora.
Beau abrió las puertaventanas de la sala de estar que daban a la terraza de la piscina. Salió a grandes zancadas. Alexander le seguía.
—¡Beau, no te vayas, te lo ruego! Te necesitamos aquí.
—Han encontrado su coche —dijo Beau—. Eso significa que anda perdida por el desierto y sólo yo puedo encontrarla. Ya debe de faltarle poco para convertirse en uno de nosotros.
Beau bajó los escalones que descendían hasta el césped y echó a andar hacia el helicóptero que le aguardaba.
—Esa mujer no puede ser tan importante —dijo Alexander—. Puedes tener la mujer que quieras. No es un buen momento para abandonar el Pórtico. Todavía no hemos sometido las redes de distribución a una tensión máxima. ¿Y si fallan?
Beau se volvió con brusquedad. Sus finos labios estaban tensos de furia.
—Esa mujer me está volviendo loco. Debo encontrarla. Volveré, pero entretanto seguid trabajando sin mí.
—¿Por qué no esperas a mañana? —Insistió Alexander—. Para entonces ya se habrá producido la llegada y podrás salir a buscarla. Tendrás todo el tiempo que necesites.
—Si se ha perdido en el desierto, mañana ya estará muerta —dijo Beau—. Estoy decidido.
Se volvió de nuevo y caminó hacia el helicóptero. Los dos últimos metros tuvo que recorrerlos con el torso inclinado para evitar las paletas del rotor. Se instaló en el asiento del copiloto, saludó con la mano a Vince, que estaba sentado detrás, y ordenó al piloto que despegara.
—¿Cuánto tiempo ha pasado? —preguntó Sheila.
—Alrededor de una hora —respondió Harlan.
—Eso debería bastar —dijo Sheila con impaciencia—. Una de las primeras cosas que descubrimos era la rapidez con que la proteína promotora funcionaba una vez era absorbida por una célula. Ahora daremos al cultivo una dosis suave de rayos X.
Harlan miró a Sheila de soslayo.
—Creo que empiezo a comprender —dijo—. Está utilizando el virus como si fuera un provirus. Y ahora quiere hacer que pase de su estado latente a su estado lítico. Pero ¿por qué una bacteria anaeróbica? ¿Por qué no oxígeno?
—Antes de explicárselo me gustaría ver qué ocurre. Cruce los dedos. Esto podría ser lo que estamos buscando, el punto flaco del virus alienígena.
Harlan y Sheila administraron la dosis de rayos X al cultivo bacteriano infectado sin perturbar su atmósfera de dióxido carbónico. Mientras preparaba los montajes para el microscopio electrónico, Sheila advirtió que las manos le temblaban de excitación. Deseó con todo su corazón que se hallaran a las puertas de un gran hallazgo.
Beau dio una patada a la puerta de la gasolinera abandonada. El golpe arrancó la hoja de cuajo y la envió contra la pared del fondo. Los ojos de Beau refulgieron al penetrar en la oscura habitación. El viaje en helicóptero no había conseguido calmar su furia.
Permaneció en medio de la penumbra unos instantes. Luego giró sobre sus talones y salió al deslumbrante sol.
—No ha estado aquí —declaró.
—Lo suponía —dijo Vince. Estaba inclinado sobre la arena, al otro lado de los surtidores—. Aquí hay otras huellas frescas de neumáticos. —Se levantó y miró hacia el este—. Es probable que la recogiera otro vehículo.
—¿Qué insinúas? —preguntó Beau.
—No ha sido vista en ninguna ciudad, o de lo contrario nos habríamos enterado, lo que significa que está aquí, en el desierto. Sabemos que hay grupos aislados de prófugos que han escapado a la infección y viven ocultos por esta zona. Puede que se uniera a uno de ellos.
—Pero ella está infectada —dijo Beau.
—Lo sé —convino Vince—, y he ahí el misterio. En cualquier caso, creo que deberíamos seguir la carretera en dirección este para ver si encontramos huellas de neumáticos que se desvíen hacia el interior del desierto. Tiene que haber algún campamento por los alrededores.
—De acuerdo —dijo Beau—, hagámoslo ya. No nos queda mucho tiempo.
Subieron al helicóptero y el aparato se elevó. Beau ordenó al piloto que intentara no levantar demasiada arena para poder ver si había huellas de neumáticos que se desviaban de la carretera.
—Dios mío, ahí está —dijo Harlan.
Habían enfocado un virión a sesenta mil aumentos. Era un virus largo y filamentoso, semejante a un filoviridae, con diminutas proyecciones a modo de cilios.
—Parece increíble que estemos contemplando forma de vida alienígena de inteligencia superior —dijo Sheila—. Siempre hemos considerado los virus y las bacterias como seres primitivos.
—No creo que sea el alienígena en sí —comentó Pitt—. Cassy me explicó que la forma viral era lo que permitía al alienígena soportar el viaje espacial e infectar otras formas de vida de la galaxia. Por lo visto, Beau ignoraba qué aspecto tenía la forma alienígena original.
—Tal vez el Pórtico sea para eso —comentó Jonathan—. Tal vez al virus le ha gustado tanto esto que los propios alienígenas han decidido venirse.
—Podría ser —dijo Pitt.
—¿Y bien? —Preguntó Harlan a Sheila.
El pequeño truco con la bacteria anaeróbica ha funcionado, hemos visto el virus. ¿Cuál es la misteriosa explicación?
—Al parecer el virus llegó a la Tierra hace tres mil millones de años —dijo Sheila—. En aquella época nuestro planeta era un lugar muy distinto. Había muy poco oxígeno en la atmósfera. Desde entonces las cosas han cambiado. El virus está bien cuando se halla en estado latente o incluso cuando ha sido promovido y ha transformado la célula. Pero si se le induce a formar viriones, el oxígeno lo destruye.
—Una idea interesante —dijo Harlan. Contempló la superficie del cultivo expuesta al aire de la habitación—. En ese caso, si hacemos otro montaje veremos un virus no infeccioso.
—Eso espero —dijo Sheila. Sin perder tiempo, Sheila y Harlan procedieron a crear una segunda muestra. Pitt ayudó en lo que pudo. Jonathan volvió al sistema de seguridad dirigido por ordenador.
Cuando Harlan enfocó el nuevo montaje enseguida comprobó que la doctora tenía razón. Los virus estaban como carcomidos.
Ambos se levantaron de un brinco, chocaron manos y se abrazaron. Estaban extasiados.
—Qué idea tan brillante —comentó Harlan—. Mis más sinceras felicitaciones. Es un placer ver la ciencia en acción.
—Si realmente estuviéramos haciendo ciencia —dijo ella— procederíamos a demostrar exhaustivamente nuestra hipótesis. Por ahora lo consideramos un valor preliminar.
—Oh, por supuesto. Con todo, tiene mucho sentido. El oxígeno es un agente muy toxico, pero curiosamente muy poca gente lo sabe.
—Hay algo que no entiendo —terció Pitt—. ¿De qué modo puede ayudarnos ese descubrimiento?
Las sonrisas de Sheila y Harlan se apagaron. Se miraron y enseguida volvieron a sus asientos para perderse en sus propias reflexiones.
—Ignoro la forma en que este hallazgo puede ayudarnos —dijo finalmente Sheila—, pero tiene que hacerlo. Tiene que ser el punto flaco del virus.
—Así debieron matar a los dinosaurios —comentó Harlan—. Una vez decidieron poner fin a la infestación, todos los virus abandonaron su estado latente para convertirse en viriones. Y entonces, ¡bum!, chocaron contra el oxígeno y todo se fue al garete.
—No suena muy científico —dijo Sheila con una sonrisa.
Harlan rió.
—Ya, pero por lo menos es un indicio. Tenemos que inducir al virus de la gente infectada a abandonar su estado latente y salir de la célula.
—¿Cómo se induce a un virus latente? —preguntó Pitt.
Harlan se encogió de hombros.
—De muchas maneras —respondió—. En un cultivo tisular generalmente se hace mediante radiación electromagnética, ya sean rayos ultravioletas o rayos X como los que utilizamos con el cultivo bacteriano anaeróbico.
—También puede hacerse mediante algunos agentes químicos añadió Sheila.
—Así es. Ciertos antimetabolitos y otros venenos celulares. Pero en nuestro caso no nos sirven, y tampoco los rayos X. No podemos radiografiar todo el planeta.
—¿Existen virus corrientes en estado latente? —preguntó Pitt.
—Muchos —respondió Sheila.
—Por ejemplo, el del sida —comentó Harlan.
—O toda la gama de virus del herpes —añadió Sheila—. Estos virus pueden permanecer inactivos durante toda la vida o causar problemas intermitentes.
—¿Como un herpes labial? —preguntó Pitt.
—Exacto —dijo Sheila—. El herpes labial es un herpes simple. Permanece en estado latente en algunas neuronas.
—¿Así que cuando aparece un herpes labial significa que un virus latente ha sido inducido a formar partículas virales? —inquirió Pitt.
—Exacto.
—Pues a mí me sale un herpes labial cada vez que me resfrío —repuso Pitt.
—Muy interesante —dijo Sheila—, pero creo que deberías dejarnos solos. Necesitamos pensar. Esto no es una clase de medicina.
—Un momento —intervino Harlan—. Pitt acaba de darme una idea.
—¿Yo? —preguntó inocentemente Pitt.
—¿Sabéis cuál es el mejor agente de inducción viral? —Replicó Harlan—. Otra infección viral.
—¿Y de qué nos serviría? —inquirió Sheila.
Harlan señaló la enorme puerta del congelador situado al otro lado de la sala.
—Ahí dentro tenemos toda clase de virus. Estoy pensando que quizá deberíamos atacar con las mismas armas.
—¿Insinúa que deberíamos iniciar algún tipo de epidemia? —preguntó Sheila.
—Exacto. Algo extraordinariamente infeccioso.
—Pero ese congelador está lleno de virus diseñados para su uso en guerras bacteriológicas. Sería como escapar del fuego para dar en el relámpago.
—Ese congelador contiene tanto virus inofensivos como virus mortales —explicó Harlan—. Sólo tenemos que elegir el que más nos convenga.
—Ya… —musitó Sheila—. Probablemente nuestro cultivo tisular original fue inducido por el medio adenoviral que utilizamos para la prueba del ADN.
—Acompáñeme —dijo Harlan—. Le enseñaré el inventario.
Sheila se levantó. Aunque no le entusiasmaba la idea de luchar con las mismas armas, tampoco quería descartarla.
Junto al congelador había una mesa y encima un estante. Sobre el estante descansaban tres grandes carpetas de anillas. Harlan entregó una a Sheila y otra a Pitt. Él abrió la tercera.
—Parece la lista de vinos de un restaurante de lujo —bromeó Harlan—. Recordad que necesitamos algo infeccioso.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Pitt—. Capaz de transmitirse de una persona a otra a través del aire —dijo Harlan—, no como el sida o la hepatitis. Queremos una epidemia a nivel mundial.
—Caray —repuso mientras observaba el índice de su volumen—. Jamás imaginé que existieran tantos virus. Sale el filoviridae. ¡Uau, y el ébola!
—Demasiado virulento —objetó Harlan—. Buscamos una enfermedad que no mate para que el individuo infectado pueda transmitirla a tantas personas como sea posible. Lo creas o no, las enfermedades rápidamente mortales tienden a autolimitarse.
—Aquí sale el arenoviridae —dijo Sheila.
—Demasiado virulento —repuso Harlan.
—¿Qué me dice del ortomixoviridae? —Preguntó Pitt—. La gripe es infecciosa y se han dado algunas epidemias de alcance mundial.
—Es una posibilidad, pero exige un período de incubación relativamente largo y además puede ser mortal. Me gustaría encontrar algo de rápida infección y un poco más benigno. Ya lo tengo… aquí está.
Harlan dejó la carpeta sobre la mesa, abierta por la página 99. Sheila y Pitt se inclinaron para verla.
—Picornaviridae —barboteó Pitt—. ¿Qué hace?
—Es este género el que me interesa —dijo Harlan señalando uno de los subgrupos.
—Rinovirus —leyó Pitt.
—Exacto. El resfriado común. ¿No resultaría irónico que un resfriado común salvara a la humanidad?
—No todo el mundo pilla el resfriado aunque este en el aire —observó Pitt.
—Cierto —convino Harlan—. Cada persona posee niveles de inmunidad diferentes frente a los cientos de cepas existentes. Pero veamos a qué conclusiones han llegado nuestros microbiólogos contratados por el Pentágono.
Harlan fue girando páginas hasta llegar a la sección del rinovirus, que abarcaba treinta y siete folios. La primera hoja contenía el índice de los serotipos y un breve resumen.
Los tres leyeron en silencio. El resumen decía que los rinovirus tenían una utilidad limitada como agentes de guerras bacteriológicas, pues aunque las infecciones respiratorias superiores afectaban al rendimiento, de un ejército, era de forma poco significativa y desde luego en un grado mucho menor que un enterovirus, el cual era capaz de provocar enfermedades diarreicas.
—No parece muy eficaz —comentó Pitt.
—Tienes razón —dijo Harlan—, pero nosotros no estamos intentando incapacitar un ejército. Sólo querernos que el virus provoque problemas metabólicos para que el virus alienígena salga a la luz.
—Aquí hay algo interesante —dijo Sheila señalando un apartado del índice referente a rinovirus artificiales.
—Eso es justamente lo que necesitamos —declaró entusiasmado Harlan.
Buscó la sección de rinovirus artificiales y comenzó a leer con rapidez. Pitt trató de imitarlo, pero para él era como leer chino. Todo eran tecnicismos.
—¡Es perfecto, simplemente perfecto! —exclamó Harlan. Miró a Sheila—. Parece hecho a la medida de nuestras necesidades. Los microbiólogos han creado un rinovirus que jamás ha visto la luz, lo que significa que no hay nadie inmune a él. Se trata de un serotipo al que nadie ha estado expuesto, por tanto todo el mundo lo pillará.
—Me parece que nos estamos precipitando —dijo la doctora—. ¿No cree que deberíamos poner a prueba, la hipótesis?
—Desde luego —repuso Harlan con excitación. Se acercó al congelador—. Iré a buscar una muestra del virus para cultivarlo. Luego lo probaremos con los ratones. Cómo me alegro de haberlos infectado. —Harlan abrió el congelador y desapareció en su interior.
Pitt miró a Sheila.
—¿Crees que funcionará?
Ella se encogió de hombros.
—Parece muy seguro —dijo.
—Y si funciona, ¿matará a la persona?
—Estaba pensando en Cassy, e incluso en Beau.
—No podemos saberlo. Pese a todo lo que hemos descubierto hasta ahora, quedan muchos puntos por resolver.
—¡Un momento! —gritó Vince, mirando con los prismáticos—. Creo ver unas huellas de neumático que se desvían hacia el sur.
—¿Dónde? —preguntó Beau. Vince señaló el lugar. Beau asintió.
—Aterrice —ordenó al piloto. Pese a aterrizar sobre la carretera, el helicóptero volvió a levantar un torbellino de arena y polvo.
—Espero que la arena no cubra las huellas —comentó Vince.
—Estamos demasiado lejos de ellas —dijo el piloto. Vince y el policía que tenía al lado, Robert Sherman, bajaron rápidamente y corrieron hacia las huellas. Beau y el piloto bajaron también, pero se quedaron cerca del aparato.
Beau comenzaba a respirar dificultosamente por la boca y la lengua le colgaba como a un perro cansado. Su piel alienígena no estaba provista de glándulas sudoríparas y empezaba a recalentarse. Buscó una sombra, pero era imposible escapar del despiadado sol.
—Subamos al helicóptero —dijo Beau.
—Hará demasiado calor —objetó el piloto.
—Quiero que ponga en marcha el motor.
—Si lo hago, los demás tendrán problemas para regresar.
—¡He dicho que ponga en marcha el motor! —gruñó Beau.
El piloto obedeció. El aire acondicionado del aparato se encendió y la temperatura disminuyó al instante.
Fuera, las alas del rotor levantaron una pequeña tormenta de arena. Apenas podía divisarse a los dos hombres que examinaban el suelo a cien metros de distancia.
La radio emitió una señal y el piloto se puso los auriculares. Beau desvió la mirada hacia el monótono horizonte del sur. Además de furioso, cada vez se sentía más angustiado. Odiaba esa clase de emociones humanas.
—Es un mensaje del instituto —informó el piloto—. Tienen problemas. No pueden llevar las redes de distribución a la máxima potencia. El sistema desconecta los interruptores automáticos.
Beau apretó los puños. Su pulso se aceleró. La cabeza iba a estallarle.
—¿Qué les digo? —preguntó el piloto.
—Diles que estaré de vuelta pronto —respondió Beau.
El piloto cortó la comunicación y se quitó los auriculares, pues estaba experimentando el estado mental de Beau a través de la conciencia colectiva. Se agitó en su asiento. Al ver que los dos hombres regresaban, se tranquilizó.
Vince y Robert tuvieron que protegerse la cara de la punzante arena e inclinar el cuerpo bajo las paletas del rotor para subir al helicóptero. No intentaron hablar hasta que la puerta estuvo cerrada.
—Son las mismas huellas que vimos en la vieja gasolinera —dijo Vince—. Se dirigen al sur. ¿Qué quieres hacer?
—¡Seguirlas! —dijo Beau.
Con gran dificultad, Harlan, Sheila, Pitt y Jonathan habían conseguido introducir seis ratones infectados en una caja de seguridad biológica de tipo III.
—Menos mal que no eran ratas —comentó Pitt—, de lo contrario dudo que hubiéramos, podido manejarlas.
Entretanto, Harlan dejaba que Sheila le desinfectara y vendara las mordeduras que había recibido.
—Sabía que no iba a ser fácil —dijo Jonathan. El experimento había despertado su curiosidad.
—Introduciremos el virus —explicó Harlan—. Está en el frasco de cultivo tisular que hemos metido en la caja.
—¿Qué sistema de ventilación tiene este receptáculo? —Preguntó Sheila—. No podemos permitir que el virus salga al exterior si no va a funcionar.
—El aire es irradiado —dijo Harlan—. No hay de qué preocuparse.
Introdujo las manos vendadas en los gruesos guantes de goma que traspasaban el receptáculo por la parte frontal. Cogió el frasco, retiró el tapón y vertió el contenido en un plato llano.
—Ya está —dijo—. Pronto se vaporizará y nuestros amiguitos empezarán a respirar el virus artificial.
—¿Qué significan los lunares negros que tienen en el lomo?
—Indican el día en que fueron infectados —explicó Harlan—. Los infecté sucesivamente para seguir el proceso a nivel fisiológico. Ahora me alegro de haberlo hecho así. Es posible que se produzcan reacciones diferentes según el tiempo que el virus alienígena haya tenido para manifestarse.
Observaron el ir y venir de los ratones durante un rato.
—No ocurre nada —protestó Jonathan.
—Nada en cuanto al organismo en general —dijo Harlan—, pero intuyo que están ocurriendo muchas cosas a nivel molecular y celular.
Al cabo de un rato, Jonathan bostezó.
—Buf, es como mirar cómo se seca la pintura de una pared. Me vuelvo a mi ordenador.
Al cabo de otro rato, Pitt rompió el silencio.
—Lo más curioso es la consonancia con que trabajan. Fijaos en las pirámides que erigen para explorar el cristal.
Sheila masculló. Había observado el fenómeno pero no le interesaba; quería ver una reacción física en los ratones. Su nivel de actividad no había variado y eso la preocupaba. Si el experimento fracasaba, estarían como al principio.
Como si le hubiera leído el pensamiento, Harlan dijo:
—Está tardando demasiado. Teóricamente sólo hace falta la inducción de una célula para desencadenar el proceso. Me preocupa el hecho de que no comprobáramos la viabilidad del virus. Quizá deberíamos hacerlo.
Harlan se volvió para poner en práctica su propia sugerencia cuando Sheila le agarró del brazo.
—¡Espere! Fíjese en el ratón con los tres lunares.
Harlan lo hizo. Pitt se apretó contra Harlan y miró por encima de su hombro. El ratón había detenido bruscamente su incesante ir y venir y ahora se frotaba los ojos con las patas delanteras. De repente sufrió una serie de espasmos.
Sheila, Harlan y Pitt se miraron.
—¿Son estornudos de ratón? —preguntó Sheila.
—No lo sé —dijo Harlan. El ratón se tambaleó y cayó al suelo.
—¿Ha muerto? —preguntó Pitt.
—No —dijo Sheila—, sigue respirando, pero no tiene buen aspecto. Fijaos en esa especie de espuma que le sale por los ojos.
—Y por la boca —añadió Harlan—. Y ese otro ratón empieza a mostrar síntomas. ¡Creo que está funcionando!
—Todos empiezan a reaccionar —observó Pitt—. Fijaos en el ratón que tiene más lunares. Se diría que está sufriendo un ataque epiléptico.
Atraído por el alboroto, Jonathan regresó y consiguió meter la cabeza entre Harlan y Sheila.
—¡Agg! —dijo—. Qué espuma tan verde. Harlan metió las manos en los guantes y cogió al primer ratón. El animal, a diferencia de su beligerancia previa, no se resistió, sino que permaneció inmóvil sobre la palma de la mano respirando entrecortadamente. Harlan lo soltó y cogió al ratón que había sufrido el ataque.
—Está muerto —dijo—. Puesto que era el que llevaba más tiempo infectado, supongo que significa algo.
—Probablemente acabamos de presenciar cómo murieron los dinosaurios —comentó Sheila—. Un proceso realmente rápido.
Harlan dejó el ratón en el suelo. Retiró las manos y se las frotó con entusiasmo.
—Bien. La primera parte del experimento ha sido un éxito. Ahora que ya hemos ensayado con animales, es hora de ensayar con humanos.
—¿Está proponiendo que liberemos el virus? —Preguntó Sheila—. ¿Que abramos la puerta y lo arrojemos al exterior, sin más?
—No, todavía no estamos preparados para el trabajo de campo —dijo Harlan con un brillo malicioso en los ojos—. Había pensado en realizar la siguiente fase en casa. En realidad, había pensado en ofrecerme como cobaya.
—Un momento… —protestó Sheila. Él levantó una mano.
—A lo largo de la historia muchos médicos se han utilizado como cobayas —dijo—. Ésta es una oportunidad idónea para seguir su ejemplo. Estoy infectado y aunque ya han pasado varios días he mantenido la infección a raya mediante el anticuerpo monoclonal. Es hora de quitarme por completo el virus. Así que en lugar de verme como un cordero a punto de ser sacrificado, considéreme un beneficiario de nuestro ingenio.
—¿Cómo quiere hacerlo? —preguntó Sheila. Una cosa era experimentar con ratones y otra muy diferente con seres humanos.
—Sígame —dijo él. Cogió uno de los cultivos tisulares inoculados de rinovirus artificial y se dirigió hacia la enfermería—. Seguiremos el mismo método que empleamos con los ratones, con la diferencia de que usted me encerrará en una sala de confinamiento.
—Creo que deberíamos probar primero con otro animal —sugirió Sheila—. Tonterías. No nos sobra el tiempo. Recuerde la situación del Pórtico.
El grupo siguió a Harlan, quien era evidente que estaba decidido a ser objeto de experimentación. Camino de la sala de aislamiento, Sheila trató de disuadirle en vano.
—Prométame que asegurará la puerta —dijo Harlan—. Si algo extraño me ocurre, no quiero perjudicarles.
—¿Y si necesita atención médica? Por ejemplo, la respiración boca a boca.
—Es un riesgo que debo correr —repuso él con tono fatalista—. Ahora váyase y déjeme pillar el resfriado en paz.
Sheila titubeó mientras trataba de pensar en otra forma de disuadirlo de hacer algo que ella calificaba de locura. Finalmente, salió a la esclusa y cerró la compuerta tras de sí. Miró por la portilla y Harlan alzó el dedo pulgar.
Admirando su valor, Sheila le devolvió el gesto.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Pitt desde el pasillo.
—En la esclusa sólo cabía una persona. Está destapando el frasco del cultivo tisular —dijo Sheila.
—Me vuelvo al ordenador —dijo Jonathan. Tanta tensión empezaba a incomodarle.
Pitt entró en la esclusa contigua y miró a Cassy a través de la portilla. Seguía durmiendo apaciblemente.
Pitt regresó junto a Sheila.
—¿Sucede algo?
—Todavía no —respondió Sheila—. Está tumbado en la cama haciéndome muecas. Se comporta como un niño de diez años.
Pitt se preguntó cómo se habría comportado él de haberse hallado en el lugar de Harlan. Probablemente estaría aterrorizado y no tendría ganas de bromear.
—¡Espere! —Gritó Vince—. Gire para que pueda ver lo que acabarnos de pasar.
El piloto ladeó el helicóptero hacia la izquierda y trazó un amplio círculo.
Vince cogió los prismáticos. El terreno no había alterado su monotonía de la última hora. Había sido muy difícil seguir las huellas desde el aire y habían hecho innumerables giros falsos.
—Hay algo ahí abajo —dijo Vince.
—¿Qué? —gruñó Beau. Se sentía decaído. Se había equivocado al pensar que sacar a Cassy del desierto iba a ser tarea fácil.
—No estoy seguro. Pero valdría la pena echar un vistazo. Creo que deberíamos bajar.
—¡Aterrice! —ladró Beau al piloto. El helicóptero tocó tierra en medio de un torbellino de arena aún más denso por la ausencia de alquitrán. Cuando el aire se hubo aclarado, el grupo vislumbró lo que había atraído la atención de Vince. Se trataba de una furgoneta parcialmente cubierta con una tela de camuflaje.
—Por fin un hallazgo positivo —comentó Beau mientras descendía del helicóptero.
Caminó lentamente hasta la furgoneta. Tiró de la tela y abrió la puerta del pasajero.
—Cassy estuvo aquí —dijo. Inspeccionó el asiento de atrás y se volvió para examinar el área.
—¡Beau, hay otro mensaje del instituto! —Gritó el piloto, quien había permanecido cerca del helicóptero—. Les han confirmado que la llegada tendrá lugar dentro de cinco horas telúricas. Te recuerdan que el Pórtico no está listo. ¿Qué les digo?
Beau se sujetó la cabeza con sus dedos de reptil y se presionó las sienes para aliviar la tensión. Exhaló lentamente e ignorando al piloto, gritó a Vince que Cassy estaba cerca.
—Puedo sentirla, pero la señal es extrañamente débil. Vince y Robert se habían ido alejando de la furgoneta formando círculos cada vez más amplios. De repente, Vince se acuclilló. Luego se levantó y pidió a Beau que se acercara.
Beau se reunió con los dos hombres. Vince señaló el suelo.
—Es una compuerta camuflada —dijo—. Está cerrada por dentro.
Beau deslizó los dedos por debajo del canto y tiró hacia arriba. La compuerta salió volando. Vince y Beau se asomaron por la abertura y vieron un pasillo subterráneo iluminado. Se miraron.
—Está ahí abajo —dijo Beau.
—Lo sé —respondió Vince.
—¡Joder! —exclamó Jonathan con ojos desorbitados—. ¡Pitt, Sheila, venid aquí!
Pitt dejó la jeringa con anticuerpos que estaba preparando para Cassy y salió corriendo de la enfermería. Ignoraba qué ocurría, pero la voz de Jonathan denotaba pánico. Oyó los pasos de Sheila a su espalda.
Jonathan estaba sentado delante del ordenador. Tenía los ojos fijos en la pantalla y el semblante pálido.
—¿Qué ocurre? —preguntó Pitt. Jonathan se había quedado sin habla. No podía hacer otra cosa que señalar la pantalla del ordenador. Pitt la miró y se llevó una mano a la boca.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Sheila cuando llegó junto a Pitt.
—¡Un monstruo! —logró farfullar Jonathan. Ella miró la pantalla y tragó aire.
—¡Es Beau! —exclamó Pitt horrorizado—. Cassy dijo que había cambiado, pero no imaginé…
—¿Dónde está? —preguntó Sheila haciendo un esfuerzo por mantener la compostura pese al horripilante aspecto de Beau.
—Se disparó una alarma y el ordenador activó automáticamente la mini cámara correspondiente —explicó Jonathan.
—Quiero saber dónde está —repitió Sheila. Jonathan manipuló torpemente el teclado hasta que obtuvo un plano del recinto. Una flecha roja parpadeaba en una de las salidas de emergencia.
—Creo que es la puerta por la que entramos —dijo Pitt.
—Me temo que tienes razón —dijo Sheila—. ¿Qué significa la alarma, Jonathan?
—Dice: «compuerta abierta» —leyó Jonathan.
—¡Dios santo! —Exclamó Sheila—. Eso significa que están entrando.
—¿Qué hacemos? —preguntó Pitt.
Sheila se mesó el pelo con mano temblorosa. Sus ojos verdes recorrieron angustiados la habitación. Se sentía como un ciervo acorralado.
—Pitt, intenta atrancar la puerta que da a la esclusa de aire —barboteó—. Eso los entretendrá un rato.
Pitt salió disparado.
—¿Dónde está la pistola de Harlan? —preguntó Jonathan.
—No lo sé. Búscala. Sheila salió hacia la enfermería.
—¿Adónde vas?
—Tengo que sacar a Harlan y Cassy de las salas de aislamiento.
—¿Qué quieres hacer? —preguntó Vince, rompiendo lo que le había parecido un largo silencio.
—¿Qué crees que es esto? —inquirió Beau mientras señalaba desde la compuerta el pasillo blanco e impoluto que corría por debajo.
—No tengo ni idea. Beau miró hacia el helicóptero. El piloto estaba de pie junto al aparato. Se asomó de nuevo por la compuerta. La cabeza le daba vueltas y las emociones lo embargaban.
—Quiero que tú y tu ayudante bajéis y busquéis a Cassy —dijo. Hablaba pausadamente, como si se esforzara por no estallar en un acceso de furia—. Quiero que me la traigas en cuanto la encuentres. Debo volver al instituto, pero enviaré el helicóptero de vuelta para que os recoja.
—Como digas —respondió muy cautelosamente Vince.
Temía decir alguna inconveniencia. La fragilidad de las emociones de Beau era obvia.
Éste extrajo de su bolsillo un disco negro y se lo entregó a Vince.
—Utilízalo si es necesario —dijo—, ¡pero no se te ocurra hacerle daño a Cassy!
Giró sobre sus talones y se dirigió al helicóptero.