La gasolinera parecía salida de una película de los años treinta o de la portada de un antiguo ejemplar del Saturday Evening Post. Sobre la superficie curvada de dos viejos surtidores que semejaban dos rascacielos en miniatura, todavía se adivinaba, pese al mal estado de la pintura, un Pegaso rojo.
El edificio pertenecía a la misma época. Por increíble que pareciera, todavía seguía en pie. Durante los últimos cincuenta años la arena del desierto había borrado de los tablones todo vestigio de pintura. Tan sólo el techo, construido con tejas de cemento, conservaba cierta entereza. La brisa caliente zarandeaba la puerta de rejilla sin rejilla: un homenaje vertical a la longevidad de su estructura.
Pitt detuvo la furgoneta en el lado opuesto de la carretera para examinar la gasolinera.
—Un lugar dejado de la mano de Dios —comentó Sheila mientras se enjugaba el sudor de los ojos.
El sol del mediodía comenzaba a mostrar su furia. Se hallaban en una carretera de dos carriles que en otros tiempos había sido una ruta importante en el desierto de Arizona. Pero la autopista interestatal situada a unos treinta kilómetros al sur había cambiado las cosas. Actualmente pocos coches se aventuraban por aquel asfalto cubierto de baches, tal como demostraban los vestigios de arena que lo invadían.
—Dijo que se reuniría con nosotros aquí —comentó Jonathan—. El sitio coincide con la descripción, incluida la puerta sin rejilla.
—¿Dónde está entonces? —preguntó Pitt mirando hacia el lejano horizonte.
Salvo por algunas dunas aisladas, el desierto era plano en todas las direcciones. El único movimiento perceptible provenía de las matas rodadoras.
—Lo mejor será esperar —sugirió Jonathan. La falta de sueño le hacía difícil mantener los ojos abiertos.
—No veo ningún refugio —protestó Pitt—. Este lugar me pone la piel de gallina.
—Quizá deberíamos entrar en el edificio —opinó Sheila.
Pitt puso en marcha el motor, atravesó la carretera y aparcó entre los surtidores y el ruinoso edificio. Contemplaron el inmueble con inquietud. El continuo balanceo de la puerta le daba un aire tenebroso. Ahora que la tenían delante podían oír el chirrido de las bisagras oxidadas. El cristal de las ventanas, sorprendentemente intacto, estaba demasiado sucio para poder ver a través de él.
—Echemos un vistazo al interior —dijo Sheila. Bajaron de la furgoneta y caminaron con cautela hasta el porche. Sobre él había dos mecedoras con el asiento de mimbre ya podrido. Cerca de la puerta descansaba la armazón oxidada de una vieja nevera de coca-cola. La cubierta estaba descorrida y dentro se apiñaba toda clase de escombros.
Pitt tiró de la puerta de rejilla y fue a abrir la puerta principal. No estaba cerrada con llave y sólo necesitó un empujón.
—¿Venís o no? —preguntó Pitt.
—Tú primero —dijo Sheila.
Pitt entró seguido de Jonathan y Sheila. El grupo se detuvo en el umbral y miró en derredor. Apenas entraba luz por las mugrientas ventanas. A la derecha había un escritorio de metal y detrás de él un calendario. Era del año 1938. El suelo estaba cubierto de polvo, arena, botellas rotas, periódicos, latas de aceite vacías y viejas piezas de automóvil. De las vigas del techo pendían telarañas. A la izquierda había una puerta entreabierta.
—Se diría que hace siglos que nadie viene por aquí. —Comentó Pitt—. ¿Creéis que nos ha tendido una trampa?
—Lo dudo —opinó Jonathan—. Quizá nos esté observando desde algún lugar del desierto para asegurarse de que somos de confianza.
—¿Desde dónde? —Preguntó Pitt—. El desierto es llano como una tabla.
Fue hasta la puerta y acabó de abrirla. Las bisagras protestaron con rabia. La segunda estancia era todavía más oscura, pues sólo contaba con una pequeña ventana. Por las estanterías de las paredes supo que se trataba del almacén.
—¿Qué importa ya si damos o no con él? —dijo Sheila, desanimada. Apartó unos escombros de una patada—. Creía que después de facilitarnos tan interesante información dispondría de un laboratorio. Es imposible trabajar en un lugar así. Creo que deberíamos irnos.
—Esperemos un poco más —dijo Jonathan—. Estoy seguro de que ese tipo es legal. Dijo que estaría aquí cuando llegáramos —recordó Sheila—. O nos ha mentido o…
—¿O? —preguntó Pitt.
—O le han descubierto —dijo Sheila—. Puede que a estas alturas ya sea uno de ellos.
—Una idea alentadora —comentó Pitt.
—Tenemos que ser realistas —dijo ella.
—Un momento —dijo Pitt—. ¿Habéis oído eso?
—¿Qué? —preguntó Sheila ¿La puerta?
—No, no —repuso Pitt—. Como una especie de roce.
Jonathan se llevó una mano a la cabeza.
—Me ha caído algo. —Alzó la vista—. Oh, oh, hay alguien arriba.
Pitt y Sheila levantaron la vista. Sólo entonces comprobaron que la habitación no tenía techo. La oscuridad allá en lo alto era aún mayor, pero ahora que sus ojos se habían acostumbrado a la penumbra pudieron divisar una figura de pie sobre las vigas.
Pitt se inclinó y recogió de entre los escombros una palanca de hierro.
—Tira eso —ordenó una voz áspera desde arriba.
Columpiándose con una sola mano, la figura saltó al suelo con una celeridad pasmosa. En la otra mano sostenía un Colt del 45. Examinó detenidamente a los visitantes. Se trataba de un hombre de algo más de sesenta años, de rostro rubicundo, pelo gris rizado y constitución nervuda.
—Tira eso —repitió.
Pitt arrojó el hierro con gran estruendo y levantó las manos.
—Soy Gato Veloz —dijo emocionado Jonathan golpeándose el pecho—. Así me hago llamar en Internet. ¿Es usted el doctor M?
—Puede —respondió el hombre—. Mi verdadero nombre es Jonathan Sellers.
—Yo soy la doctora Sheila Miller.
—Y yo, Pitt Henderson.
—¿Estaba espiándonos? —Preguntó Jonathan—. ¿Por eso se ocultaba ahí arriba?
—Puede —dijo el hombre. Con una mano indicó a sus tres invitados que entraran en el almacén.
—Somos amigos, se lo juro. Somos gente normal —dijo Pitt.
—¡Entra! —ordenó el hombre apuntando con su revólver hacia la cara de Pitt.
Pitt no había visto un Colt 45 en su vida, y todavía menos a través de su oscuro e intimidante cañón.
—Está bien —dijo Pitt.
—Los tres —dijo el hombre. El grupo se apiñó en el cuartito.
—Ahora giraos y miradme a los ojos —ordenó el hombre.
Temiendo lo peor, obedecieron. Con la garganta reseca, miraron al individuo que se había abalanzado literalmente sobre ellos. El hombre los miró a su vez. Hubo un momento de silencio.
—Sé lo que está haciendo —dijo Pitt—. Está comprobando si nos brillan los ojos.
El hombre asintió con la cabeza.
—Tienes razón, y me alegra comunicaros que no os brillan en absoluto. ¡Estupendo! —El hombre enfundó la pistola—. Me llamo McCay. Doctor Harlan McCay, Supongo que a partir de ahora trabajaremos juntos. No sabéis cuánto me alegro de veros.
Aliviados, Pitt y Jonathan siguieron al hombre hasta el exterior, donde se estrecharon las manos con entusiasmo. Sheila apareció instantes después, irritada por el recibimiento inicial. Se quejó de que el hombre la había asustado.
—Lo siento —se disculpó Harlan—, no era mi intención, pero con los tiempos que corren hay que ser precavido. Ya ha pasado todo. Os llevaré al lugar donde vamos a trabajar. No nos queda mucho tiempo.
—¿Dispone de un laboratorio? —preguntó Sheila con renovado ánimo.
—Sí, tengo un pequeño laboratorio a unos veinte minutos de aquí.
Harlan descorrió la puerta de la furgoneta y entró. Pitt se sentó al volante. Sheila ocupó el asiento del copiloto y Jonathan se instaló junto a Harlan.
Pitt encendió el motor.
—¿Hacia dónde? —preguntó.
—Todo recto —dijo Harlan—. Ya te avisaré cuando tengas que girar.
—¿Se dedicaba a la práctica privada antes de todo este jaleo? —preguntó Sheila mientras salían a la carretera.
—Sí y no. La primera parte de mi vida profesional la pasé en un puesto académico en la UCLA. Había estudiado medicina interna y me había especializado en inmunología. Hace cinco años comprendí que estaba quemado, de modo que me vine aquí y abrí una consulta de medicina general en una pequeña localidad llamada Paswell, un puntito diminuto en el mapa. Trabajé mucho con los indios americanos de las reservas.
—¡Inmunología! —Exclamó impresionada Sheila—. Ahora entiendo por qué nos envió información tan interesante.
—Lo mismo le digo a usted —repuso Harlan—. ¿Cuál es su especialidad?
—Principalmente y por desgracia, medicina de urgencias —contestó Sheila—, aunque hice mi residencia en medicina interna.
—¡Medicina de urgencias! —Exclamó Harlan—. En ese caso soy yo quien debería estar impresionado por la sofisticación de sus datos. Creía que me estaba comunicando con un colega inmunólogo.
—Me temo que el mérito no es mío —repuso ella.
La madre de Jonathan estaba con nosotros entonces. Era viróloga. Ella hizo la mayor parte del trabajo.
—Habla como si no debiera preguntar dónde se encuentra ahora —dijo Harlan.
—No lo sabemos —se apresuró a responder Jonathan—. Anoche fue a una farmacia a buscar medicamentos y no regresó.
—Lo siento —dijo Harlan.
—Se pondrá en contacto conmigo a través de Internet —aseguró Jonathan, dispuesto a no perder la esperanza.
Hubo un largo silencio. Nadie quería contradecir a Jonathan.
—¿Nos dirigimos a Paswell? —preguntó Sheila. Le atraía la idea de ir a un pueblo. Necesitaba una ducha y una cama.
—¡Cielos, no! —Replicó Harlan—. Todos los habitantes de Paswell están infectados.
—¿Cómo consiguió evitar que le infectaran? —preguntó Pitt.
—Al principio fue una cuestión de suerte. Estaba con un amigo en el momento en que uno de esos discos negros le picó y desde entonces los evité como si tuvieran la peste. Más tarde, cuando empecé a sospechar lo que estaba pasando y comprendí que no podía hacer nada para impedirlo, me vine al desierto. Y aquí he estado desde entonces.
—¿Cómo es posible que pueda solicitar y enviar semejantes datos hallándose en medio del desierto? —preguntó Sheila.
—Ya se lo he dicho. Tengo un pequeño laboratorio. Sheila miró por la ventanilla de la furgoneta. La monotonía del desierto se extendía hasta las lejanas montañas. No se veía ningún edificio y aún menos un laboratorio biológico. Se preguntó si Harlan McCay había perdido la chaveta.
—Tengo noticias alentadoras —prosiguió Harlan—. Cuando me proporcionaron la secuencia de los aminoácidos de la proteína promotora fui capaz de reproducir algunos y elaboré una especie de anticuerpo monoclonal.
Sheila se volvió rápidamente hacia Harlan y estudió con recelo el curtido rostro de ojos azules y barba de tres días.
—¿Está seguro? —preguntó.
—Seguro —afirmó Harlan—. Pero no se haga ilusiones, porque no es tan específico como desearía. Lo importante es que he demostrado que la proteína es lo suficientemente antigénica como para provocar la reacción de un anticuerpo en un ratón. Sólo tengo que escoger el linfocito B adecuado para hacer mi célula hibridoma.
Pitt miró a Sheila de reojo. Pese a sus cursos de biología avanzada, no tenía ni idea de lo que estaba hablando Harlan, ni siquiera de si lo que decía tenía sentido. Sheila, por el contrario, estaba visiblemente impresionada.
—Para crear un anticuerpo monoclonal se necesitan reactivos y material sofisticados, como una fuente de células de mieloma —declaró.
—Efectivamente —dijo Harlan—. Pitt, gira a la derecha justo después del cactus.
—Pero sí no hay carretera.
—Gira de todos modos —dijo Harlan.
Cassy despertó de una breve siesta, se levantó de la cama y caminó hasta la ventana. Se hallaba en una de las habitaciones de invitados situadas en el primer piso de la mansión y orientadas al sur. A su izquierda podía ver el camino por donde avanzaba la fila de peatones. Si miraba al frente, la vista de los terrenos quedaba interrumpida por un árbol alto y frondoso. A la derecha se apreciaba el extremo de la terraza que rodeaba la piscina y unos cien metros de terreno verde que desembocaban en un bosque de pinos.
Cassy consultó su reloj. Se preguntó cuándo empezaría a notarlo. Trató de recordar el tiempo transcurrido entre el momento en que Beau recibió la picadura y la aparición de los primeros síntomas, pero no lo consiguió. Beau sólo le había dicho que empezaron cuando se encontraba en clase. Cassy ignoraba qué clase.
Regresó a la puerta y giró de nuevo el pomo. Seguía cerrada con llave. Se apoyó contra la puerta y contempló la estancia. Era una habitación espléndida, de techo alto, pero la cama era su único mobiliario. Y la cama no era otra cosa que un mero colchón y un muelle.
La siesta la había reanimado ligeramente. Presa de una mezcla de depresión y rabia, pensó en tumbarse de nuevo, pero sabía que no podría dormir. Así pues, regresó a la ventana.
Viendo que no había cerrojo, trató de levantar el marco. Para su sorpresa, la ventana se abrió. Asomó la cabeza. Abajo, a unos seis metros de ella, un pasillo enlosetado con una baranda de piedra caliza conectaba la terraza de atrás con la parte frontal de la casa. Aunque el aterrizaje sería doloroso si decidía saltar, pensó seriamente en la idea. Tal vez la muerte fuera preferible a convertirse en uno de ellos. Por desgracia, una caída de seis metros sólo conseguiría dañarla, no matarla.
Cassy levantó la vista y contempló el árbol con más detenimiento. Le llamó la atención una rama especialmente robusta que nacía del tronco principal, avanzaba hacia la ventana formando un arco y luego se desviaba hacia la derecha. Se fijó en un pequeño tramo horizontal que se hallaba a unos dos metros de ella.
Cassy se preguntó si podría saltar hasta la rama. En la vida había hecho nada igual y le sorprendió la ocurrencia. No obstante, se hallaba bajo circunstancias anormales y enseguida sintió curiosidad por averiguarlo. A fin de cuentas, no era una proeza del todo imposible, sobre todo después de los ejercicios de pesa que había realizado durante los últimos seis meses por recomendación de Beau.
Además, pensó Cassy, ¿qué importaba si fallaba? Su porvenir ya era deprimente de por sí. Estrellarse contra la baranda no era mucho peor y quizá con eso conseguiría algo más que lesionarse.
Cassy trepó hasta el alféizar y subió la ventana por completo, creando una abertura de cincuenta centímetros cuadrados. Desde esa posición la altura parecía aún mayor.
Cerró los ojos. Respiraba con rapidez y el corazón le latía con fuerza. De repente le flaqueó el ánimo. Se recordó de niña en el circo, contemplando a los trapecistas y pensando que ella nunca podría hacer una cosa así. Luego pensó en Eugene y Jesse y en la mutación de Beau. Pensó en el pavor que le causaba la idea de perder su identidad.
Con súbita determinación, abrió los ojos y saltó al vacío.
Le pareció que pasaba una eternidad antes de notar el contacto. Tal vez inspirada por un instinto que ignoraba poseer, Cassy había calculado la distancia al milímetro. Sus manos entraron en perfecto contacto con la rama y se aferraron a ella. Ahora el problema era aguantar mientras su cuerpo se balanceaba en el aire.
Tras unos instantes de pánico, el balanceo cesó. ¡Lo había conseguido! Con todo, todavía se hallaba a seis metros del suelo, si bien ahora estaba suspendida sobre una superficie de césped.
Columpiando las piernas para ayudarse, avanzó por la rama hasta que pudo posar un pie sobre una rama inferior. A partir de ahí apenas tuvo problemas para descender por el árbol y saltar al césped.
Tan pronto sus pies tocaron tierra, Cassy se levantó y echó a andar, conteniendo el impulso de salir corriendo por la extensa explanada. Sabía que con ello sólo conseguiría llamar la atención. Saltó la baranda y se obligó a caminar con paso ocioso. Siguió el pasillo que conducía a la fachada de la casa.
Con una sonrisa amplia, la mirada al frente y el andar relajado, Cassy se mezcló con la multitud infectada que se dirigía a la salida. Tenía un nudo en el estómago y estaba aterrorizada, pero nadie se fijó en ella. Lo que más le costaba era ignorar el entorno y los perros.
—¿Cómo sabe adónde vamos? —preguntó Pitt.
Habían recorrido varios kilómetros por un sendero que en algunos tramos se confundía con el desierto.
—Falta poco —dijo Harlan.
—¡Ya! —Espetó impaciente Sheila—. Estamos en medio del maldito desierto, en un lugar mucho más dejado de la mano de Dios que aquella gasolinera. ¿Se trata de una broma?
—No es ninguna broma. ¡Tenga paciencia! Le estoy dando la oportunidad de ayudar a salvar a la raza humana.
Sheila miró a Pitt, pero éste tenía la atención puesta en el sendero. La doctora suspiró ruidosamente, justo ahora que había empezado a confiar en Harlan, al hombre le daba por jugar al escondite. No había ningún laboratorio en el desierto. La situación era del todo absurda.
—Muy bien —dijo Harlan—. Para junto a ese cactus florecido.
Pitt lo hizo.
—Y ahora, todo el mundo abajo.
Harlan abrió la puerta y bajó. Jonathan le imitó.
—Vamos, abajo —animó Harlan al resto.
Sheila y Pitt se miraron con escepticismo. Estaban en medio del desierto. Por los alrededores apenas si se veían algunos cantos rodados, un puñado de cactus y unas cuantas dunas.
Harlan se alejó unos seis metros antes de mirar atrás. Se sorprendió de que nadie le siguiera. Jonathan había bajado de la furgoneta, pero al ver que los demás seguían dentro se había detenido.
—¡Maldita sea! —Protestó Harlan—. ¿Necesitáis una invitación especial?
Sheila suspiró y salió del coche. Pitt hizo otro tanto. El trío siguió con aire cansino a Harlan, que continuaba abriéndose paso entre la nada.
Sheila se enjugó la frente.
—Ya no sé qué pensar —susurró—. Este tipo tan pronto parece un regalo caído del cielo como un chiflado. Y para colmo hace un calor de mil demonios.
Harlan se detuvo para esperarlos. Señalando el suelo, dijo:
—Bienvenidos al Laboratorio Washburn-Kraft dedicado al estudio de las reacciones de las guerras biológicas.
Antes de que nadie pudiera responder a tan ridícula declaración, Harlan se puso en cuclillas y cogió una anilla que estaba camuflada. Tiró de ella y un fragmento circular de la superficie del desierto se alzó. Debajo había un orificio con un borde de acero inoxidable. A través de él se divisaba el extremo de una escalera.
Harlan agitó una mano.
—Toda esta zona, que comprende varios kilómetros en dirección a Paswell, está llena de edificios subterráneos. Teóricamente es un gran secreto, pero los indios americanos conocen su existencia.
—¿Se trata de un laboratorio en activo? —preguntó Sheila. Era demasiado bonito para ser verdad.
—Digamos que su actividad se hallaba en suspenso. Fue construido en plena guerra fría, pero cuando la amenaza de una guerra bacteriológica por parte de Estados Unidos amainó, su existencia dejó de tener sentido. Salvo por algunos burócratas que se dedicaban al mantenimiento del lugar, todo el mundo se olvidó de él, o por lo menos ésa es mi impresión. Cuando comenzó todo este problema, logré entrar y lo puse en marcha. De modo que la respuesta es sí, es un laboratorio en activo.
—¿Y ésta es la entrada? —inquirió Sheila. Miró por el orificio. Abajo había luz. La escalera, de unos diez metros, llegaba hasta el suelo.
—No. Es una salida de emergencia que hace las veces de respiradero —explicó Harlan—. La verdadera entrada está cerca de Paswell, pero no la utilizo por temor a que alguno de mis antiguos pacientes me vea.
—¿Podemos entrar? —preguntó Sheila.
—Para eso hemos venido —repuso Harlan—. Pero antes me gustaría camuflar la furgoneta.
Bajaron hasta un pasillo blanco de alta tecnología, iluminado por hileras de luces fluorescentes. Harlan extrajo una tela de camuflaje de la taquilla situada al pie de la escalera. Pitt le acompañó para ayudarle.
—Es genial —comentó Jonathan a Sheila mientras esperaban.
El pasillo se extendía sin fin en ambas direcciones. —Genial es poco, repuso la doctora—, es una bendición. Resulta irónico que fuera construido para frustrar el ataque bacteriológico de los rusos y acabe empleándose para combatir una invasión alienígena.
Cuando Harlan y Pitt estuvieron de vuelta, Harlan condujo al grupo hacia lo que denominó dirección norte.
—Tardaréis un tiempo en orientaros —dijo—, y hasta entonces os aconsejo que no os separéis.
—¿Dónde están los tipos que mantenían el lugar en funcionamiento? —preguntó Sheila.
—Venían por turnos, como los que cuidaban de los silos para misiles —respondió Harlan—. Pero una vez infectados, o bien se olvidaron del laboratorio o se mudaron a otro lugar. En Paswell corría el rumor de que mucha gente se marchaba a Santa Fe. El caso es que ya no rondan por aquí y a estas alturas dudo que vuelvan a aparecer.
Llegaron hasta una esclusa de aire. Harlan abrió la compuerta y el grupo descendió hasta una cámara donde había duchas y varios monos azules. Harlan cerró la puerta y giró los cierres herméticos. En la esclusa comenzó a entrar aire.
—Esta cámara se construyó para impedir que los agentes de la guerra bacteriana entraran en el laboratorio salvo en recipientes especiales —comentó Harlan—. Pero eso no nos preocupa ahora.
—¿De dónde proviene la energía? —preguntó Sheila.
—Es energía nuclear. Estamos en una especie de submarino nuclear. Este laboratorio funciona con total independencia del exterior.
El aumento de presión les obligó a destaponarse los oídos. Cuando la presión de la esclusa y la del laboratorio se igualaron, Harlan abrió una compuerta interior.
Sheila estaba atónita. En su vida había visto un laboratorio igual. Formado por tres salas espaciosas provistas de incubadoras y congeladores empotrados, le sorprendió aún más que el equipo fuera lo último en tecnología.
—Estos congeladores son un poco peligrosos —dijo Harlan dando una palmadita a una de las puertas de acero inoxidable—. Contienen prácticamente todos los agentes biológicos conocidos hasta ahora, tanto bacterianos como virales. —Señaló una puerta con grandes cerrojos que semejaba una caja fuerte. La biblioteca de agentes químicos. Los enemigos de James Bond se lo pasarían en grande ahí dentro.
—¿Qué hay al otro lado de esas puertas? —preguntó Sheila señalando unas compuertas con ojos de buey.
—Salas de confinamiento y una enfermería —respondió Harlan—. Se vio la necesidad de construirlas por si la gente que trabajaba aquí sucumbía a aquello que trataba de derrotar.
—¡Mirad eso! —dijo Jonathan señalando una hilera de discos negros colocados debajo de una campana.
—¡No los toques! —advirtió Harlan.
—No se preocupe —le tranquilizó Jonathan—. Sabemos qué son.
El grupo se acercó y contempló la colección.
—Infectar a las personas es sólo parte del daño que pueden hacer —dijo Sheila.
—Dígamelo a mí —replicó Harlan—. Seguidme. Quiero mostraros algo.
Guió al grupo por un breve pasillo a cuyos lados había varias salas de rayos X así como una máquina para resonancias magnéticas. Abrió la puerta de la primera sala. La máquina de rayos X estaba deformada, como si se hubiera derretido y doblado hacia dentro.
—¡Dios mío! —Exclamó Sheila—. Lo mismo ocurrió en una habitación del centro médico de la universidad. ¿Tiene idea de cómo sucedió?
—Creo que sí —dijo Harlan—. Intenté radiografiar uno de esos discos negros, pero la idea no le gustó. Tal vez parezca una locura, pero creo que el disco hizo un pequeño agujero negro. Tengo la impresión de que así es como vienen y se van.
—Genial —dijo Jonathan—. ¿Cómo lo hacen?
—Ojalá lo supiera —suspiró Harlan—. Pero te diré lo que pienso. Yo diría que estos discos pueden generar suficiente energía interna para crear un enorme campo gravitatorio instantáneo que les permite implosionar subatómicamente.
—¿Y adónde van? —preguntó Jonathan.
—Para entenderlo tendrías, que liberar tu imaginación —dijo Harlan— y quizá aceptar la teoría del cosmos que habla de un universo paralelo.
—¡Uau! —dijo Jonathan.
—Es demasiado para mí —opinó Pitt.
—Y para mí —convino Sheila—. Volvamos al laboratorio.
Por el camino, preguntó:
—¿Disponemos de ratones y células de mieloma para producir el anticuerpo monoclonal?
—No sólo de ratones —dijo Harlan—, sino también de ratas, cobayas, conejos e incluso algunos monos. De hecho, me insume mucho tiempo darles de comer.
—¿Qué me dice de un lugar donde descansar? —preguntó Sheila.
Estaba cansada y sucia, y soñaba con una ducha y una siesta.
—Por aquí —dijo Harlan. Llegaron al pasillo principal y cruzaron una puerta de doble hoja. La primera estancia era una sala de estar espaciosa con una pantalla de televisión enorme y toda una pared llena de libros, junto a la sala de estar había una especie de comedor que lindaba con una cocina moderna. A ambos lados del pasillo había varios dormitorios para invitados, cada uno con su propio cuarto de baño.
—No está nada mal —dijo Jonathan al comprobar que cada dormitorio tenía su propio ordenador.
—Es fantástico —dijo Pitt echando un vistazo a la cama—, realmente fantástico.
Una vez lejos del instituto, Cassy no tuvo problemas para encontrar un coche. Había cientos de vehículos abandonados por las calles, como si la gente infectada ya no estuviera interesada en ellos y prefiriera caminar. Se detuvo en la primera cabina telefónica que vio y llamó a la cabaña. Tras dejar que el teléfono sonara con insistencia, colgó. Era evidente que no había nadie, lo cual sólo podía significar una cosa: que habían sido descubiertos. Cassy sintió una terrible punzada en el corazón y durante una hora estuvo sentada en el coche, presa de una depresión que la tenía paralizada. Su deseo de hablar aunque sólo fuera una vez con Pitt y los demás se había frustrado.
Un repentino cosquilleo en la nariz seguido de varios estornudos la sacó finalmente de las profundidades de su letargo. Enseguida comprendió lo que estaba ocurriendo: los síntomas de la gripe alienígena habían comenzado.
Regresó a la cabina y, aun sabiendo que no obtendría respuesta, telefoneó de nuevo a la cabaña. Nadie contestó, pero mientras el teléfono sonaba se le ocurrió la posibilidad de que alguien hubiese logrado escapar. Fue entonces cuando recordó lo que Jonathan le había enseñado con tanta paciencia: cómo acceder a Internet.
Para cuando Cassy hubo regresado al coche, el malestar en la nariz se había extendido hasta la garganta. Comenzó a toser. Al principio fue un ligero carraspeo, pero pronto derivó en una fuerte tos.
Cassy se adentró en la ciudad. Aunque todavía transitaban algunos coches, el tráfico era ligero. En cambio había miles de personas paseando por la calle u ocupadas en satisfacer las necesidades básicas de la naturaleza. Mucha gente se dedicaba a la jardinería. Todos sonreían y apenas hablaban entre sí.
Aparcó el coche. Todavía había muchos comercios en funcionamiento, pero otros estaban vacíos, como si en un momento dado los empleados se hubiesen levantado y, sin más, hubiesen salido por la puerta. Ninguno de esos locales estaba cerrado con llave.
Uno de los negocios abandonados era una tintorería. Cassy entró pero no encontró lo que buscaba. Lo encontró en el comercio contiguo, una fotocopiadora. Buscaba un ordenador conectado a un módem.
Se sentó y encendió la pantalla. Los empleados ni siquiera se habían molestado en apagar el ordenador antes de marcharse. Recordando el apodo de Jonathan en Internet, Gato Veloz, comenzó a escribir.
—¿Es todo lo que tiene? —preguntó Sheila a Harlan mientras sostenía un frasquito con un líquido transparente.
—Así es —admitió Harlan—, pero tengo toda una colección de ratones con hibridomas implantados en las cavidades peritoneales y un montón de cultivos celulares cociéndose en la incubadora. Podemos extraer más anticuerpos monoclonales, pero de efecto débil. Preferiría encontrar una célula productora de anticuerpos más ávida.
Sheila, Pitt y Jonathan habían descansado brevemente después de darse una ducha, pero la tensión les había impedido dormir. Sheila, ansiosa por poner manos a la obra, había instado a Harlan a que le mostrara cuanto había hecho.
Jonathan y Pitt les seguían de cerca. Pitt tenía problemas para asimilar las explicaciones de Harlan, mientras que Jonathan ni siquiera lo intentaba. Apenas había estudiado biología, por lo que todo le sonaba a chino. Finalmente acabó por ignorarlos. Se sentó frente a un ordenador y empezó a escribir.
—Le mostraré el proceso utilizado para seleccionar linfocitos B del bazo emulsionado de un conejo —dijo Harlan—, siempre que me enseñe los viriones que usted y la madre de Jonathan aislaron.
—No estoy segura de que los viriones estén en el cultivo tisular —repuso Sheila—, sólo lo sospecho. Nos disponíamos a aislarlos cuando la madre de Jonathan desapareció.
—En ese caso será fácil averiguarlo —dijo Harlan.
—¡Ostras! —exclamó Jonathan. Todos se volvieron. Jonathan tenía los ojos clavados en la pantalla.
—¿Qué ocurre? —preguntó Pitt.
—¡Es un mensaje de Cassy! Pitt saltó por encima de un taburete para llegar junto a Jonathan. Miró la pantalla con ojos como platos.
—En estos momentos está escribiendo en mi buzón —dijo Jonathan—, quiero decir que lo está haciendo en directo.
—¡Es increíble! —logró farfullar Pitt.
—Qué gran chica —comentó Jonathan—. Lo está haciendo tal como le enseñé.
—¿Qué dice? —Preguntó Sheila—. ¿Dice dónde está?
—No —contestó Jonathan—. Dice que está infectada.
—¡Mierda! —gimió Pitt.
—Dice que ya está notando los primeros síntomas de la gripe —continuó Jonathan—. Quiere deseamos buena suerte.
—¡Ponte en contacto con ella! —Gritó Pitt—. Vamos, antes de que corte la transmisión.
—Olvídalo —dijo Sheila—. Sólo nos traerá problemas. ¡Está infectada!
—Por muy infectada que esté, es evidente que sigue siendo Cassy —repuso Pitt—, de lo contrario no estaría deseándonos buena suerte.
Pitt empujó a Jonathan a un lado y empezó a escribir con furia.
Jonathan miró a Sheila y ésta sacudió la cabeza. Aunque sabía que no era una buena idea, no tuvo el valor de detenerlo.
Para Cassy la imagen de la pantalla apareció momentáneamente borrosa. Los ojos se le habían llenado de lágrimas mientras escribía. Los cerró y trató de serenarse al tiempo que se enjugaba las lágrimas con el dorso de la mano. Quería dejar un último mensaje para Pitt. Quería decirle que le amaba.
Abrió los ojos y posó las manos nuevamente sobre el teclado. Estaba a punto de escribir la última frase cuando brotó un mensaje en la pantalla. Lo miró atónita. El mensaje decía: «Cassy, soy Pitt. ¿Dónde estás?».
Fueron los segundos más largos de la vida de Pitt. Con la mirada clavada en la pantalla, rogó que contestara. Respondiendo a sus plegarias, sobre el fondo luminoso comenzaron a despuntar caracteres negros.
—¡Bravo! —Gritó Pitt lanzando un puño al aire—. Ya la tengo. Sabe que estoy aquí.
—¿Qué dice? —preguntó Sheila con aprensión, segura de que la conexión sólo iba a traer problemas y angustia.
—Dice que no está lejos de aquí. Voy a decirle que se reúna conmigo.
—¡No! —Gritó Sheila—. Aunque todavía no sea uno de ellos, no tardará en serlo. No puedes correr ese riesgo, y aún menos poner en peligro el laboratorio.
Pitt la miró. Su dolor era patente y respiraba entrecortadamente.
—No puedo abandonarla —dijo—, sencillamente no puedo.
—Debes hacerlo —insistió Sheila—. Ya viste lo que le ocurrió a Beau.
Pitt tenía los dedos sobre el teclado. Jamás había sentido una indecisión tan dolorosa.
—Un momento —intervino Harlan—. Pregúntale cuánto hace que la infectaron.
—¿Qué importa eso? —espetó Sheila, molesta por la interferencia.
—Pregúntaselo —insistió Harlan mientras se acercaba a Pitt. Éste tecleó la pregunta. La respuesta fue inmediata: unas cuatro horas. Harlan consultó su reloj y se mordió el labio.
—¿En qué está pensando? —inquirió Sheila mirándolo a los ojos.
—Tengo una pequeña confesión que hacer —dijo Harlan—. No he dicho toda la verdad sobre esos discos negros. Uno de ellos me picó cuando salí a recoger el último lote.
—¡Entonces usted es uno de ellos! —exclamó Sheila horrorizada.
—No, o por lo menos creo que no. Añadí el anticuerpo monoclonal a la proteína promotora y he estado inyectándomelo desde entonces. Estuve sorbiendo un tiempo por la nariz, pero no llegué a tener la gripe.
—¡Eso es fantástico! —Exclamó Pitt—. Voy a decírselo a Cassy.
—¡Espera! —Dijo Sheila—. ¿Cuánto tiempo llevaba infectado la primera vez que se suministró el anticuerpo?
—Eso es justamente lo que me preocupa. Unas tres horas. Estaba en Paswell cuando me infecté y tardé tres horas en regresar al laboratorio.
—Cassy ya lleva cuatro horas infectada —dijo Sheila—. ¿Qué opina?
—Opino que vale la pena intentarlo —respondió Harlan—. Podemos ponerla en una sala de aislamiento y ver qué ocurre. Si no funciona, no podrá salir de ella. Son como mazmorras.
Sin tiempo que perder, Pitt explicó a Cassy que tenían un anticuerpo contra la proteína y le indicó cómo llegar a la gasolinera abandonada.
—¿Por qué no nos dijo que un disco le había picado? —preguntó Sheila.
No sabía si enfadarse o alegrarse por el nuevo avance.
—Para serie sincero —dijo Harlan—, temía que no creyeran que estaba bien. Pensaba contárselo tarde o temprano. El hecho de que aparentemente haya funcionado me hace sentir optimista.
—¡No me extraña! —Dijo Sheila—. Es la primera buena noticia que hemos tenido desde que todo esto empezó.
Pitt cerró su conexión con Cassy y se acercó a Sheila y Harlan.
—Espero que hayas sido discreto con las indicaciones —dijo Harlan—. No queremos que un camión cargado de infectados te esté aguardando a tu regreso.
—Lo intenté —repuso Pitt—, pero por otro lado quería asegurarme de que encontraba el lugar. Está muy aislado.
—La verdad es que el riesgo es ínfimo —dijo Harlan—. Creo que la gente infectada no está utilizando Internet. Puesto que todos saben lo que el otro está pensando, no lo necesitan.
—¿No me acompaña? —preguntó Pitt a Harlan.
—No me parece una buena idea. Sólo me queda una dosis de anticuerpos. He de obtener más para cuando tu amiga llegue. Tendrás que arreglártelas solo. ¿Crees que podrás?
—Qué remedio —dijo Pitt.
Harlan le entregó una jeringa y un frasquito con la dosis de anticuerpos que le quedaba.
—Espero que sepas poner inyecciones —dijo.
Pitt contestó que no le sería difícil, pues había trabajado en la recepción del hospital de la universidad durante tres años.
—Dásela por vía intravenosa —dijo Harlan—, pero si sufre una reacción anafiláctica, tendrás que hacerle el boca a boca.
Pitt tragó saliva pero asintió con la cabeza.
—Será mejor que te lleves esto —añadió Harlan mientras se desabrochaba la cartuchera del Colt 45—. No dudes en utilizarlo si es necesario. Recuerda que los infectados harán cualquier cosa por infectarte si descubren que no eres uno de ellos.
—Iré con Pitt —dijo Jonathan—. Podría tener problemas para encontrar el camino de vuelta. Cuatro ojos ven más que dos.
—Será mejor que te quedes —dijo Sheila mientras se subía las mangas del mono—. Hay mucho trabajo que hacer.
Una vez Cassy fue localizada, trasladada al instituto e infectada, la actividad en el Pórtico había recuperado su ritmo normal. Aunque no era preciso indicar a cada uno de los miles de trabajadores lo que tenía que hacer, las instrucciones provenían en última instancia de Beau. Así pues, éste estaba obligado a pasar mucho tiempo en los alrededores de la obra y su mente tenía que estar libre de pensamientos extraños. Con Cassy en la habitación de arriba y a punto de convertirse en uno de ellos, Beau encontró fácil cumplir con sus obligaciones.
El trabajo estaba tan avanzado que llegó el momento de activar brevemente una parte de la red eléctrica. La prueba fue un éxito, aunque demostró que algunas partes del sistema requerían un blindaje mayor. Tras dar las instrucciones, Beau se tomó un descanso.
Subió la escalinata como un bípedo normal aun sabiendo que a partir de ese momento iba a serle más fácil subir los escalones de seis en seis. Sus cuádriceps habían aumentado considerablemente.
Al llegar al rellano presintió que algo iba mal. No lo había notado mientras estaba en la planta baja porque el nivel de comunicación tácita referente al Pórtico era muy intenso. Pero ahora que estaba solo las cosas eran diferentes. A estas alturas debería estar recibiendo señales del desarrollo de una conciencia colectiva en Cassy. Al no ser así, Beau empezó a temer que estuviera muerta.
Beau aceleró el paso. Pensó en la posibilidad de que Cassy alojara un gen funesto todavía en estado latente, en cuyo caso el virus se habría, autodestruido.
Presa de un pánico que no comprendía, giró torpemente la llave de la puerta. Dispuesto a hallar el cuerpo sin vida de Cassy sobre la cama, se sorprendió de que la habitación estuviera vacía.
Se acercó a la ventana y miró abajo. Divisó el pasillo y la baranda. Luego sus ojos recorrieron el árbol y se detuvieron en la rama. Entonces lo comprendió: Cassy había huido.
Con un aullido que resonó en toda la mansión, Beau corrió hacia la escalinata. Le dominaba la ira, y la ira no era buena para el bien colectivo. La conciencia colectiva raras veces experimentaba la sensación de ira y no sabía cómo manejarla.
Beau irrumpió en el salón de baile y la actividad se detuvo al instante. Todos los ojos se volvieron hacia él sintiendo la misma ira pero sin comprender la causa. Resoplando por la nariz, Beau buscó a Alexander con la mirada. Lo encontró en la consola del control de mandos.
Avanzó enérgicamente hacia él y le clavó los largos y tortuosos dedos en el brazo.
—¡Ha huido! —Exclamó—. ¡Tienes que encontrarla!