5.15 h.

Sombras violáceas iluminaban el cielo del desierto, hasta ahora bañado de estrellas, anunciando la llegada de un nuevo día por el horizonte del este. Amanecía.

Beau había pasado la noche en la terraza de sus aposentos, disfrutando del aire mientras saboreaba la buena noticia. Ahora esperaba pacientemente a que transcurrieran los últimos minutos. El encuentro iba a producirse de un momento a otro, pues había visto acercarse el coche por el camino y desaparecer frente a la mansión.

Se oyeron pisadas y luego el ruido de las puertaventanas de la terraza al abrirse. Beau no se volvió. Mantuvo la mirada fija en el punto del horizonte donde el sol se disponía a despuntar para dar vida a un nuevo día, a un nuevo comienzo.

—Tienes visita —dijo Alexander, y cerró las puertaventanas tras de sí.

Beau contempló el resplandor de los primeros rayos de sol. Sentía una extraña agitación en el cuerpo, una agitación que por un lado comprendía pero por otro encontraba misteriosa y amenazadora.

—Hola, Cassy —dijo Beau rompiendo el silencio.

Se volvió lentamente. Vestía un albornoz de terciopelo oscuro. Cassy levantó las manos para protegerse del sol que perfilaba el rostro de Beau. No podía verle las facciones.

—¿Eres tú, Beau? —preguntó.

—Claro que soy yo —dijo él, y avanzó hacia ella. Cassy podía ahora vislumbrar su rostro con claridad y se asustó. La mutación de Beau se había intensificado. El pequeño trozo de piel detrás de la oreja que Cassy descubriera en su primera visita se había extendido hasta la garganta y le subía por la mandíbula. Surcos de esa piel le alcanzaban las mejillas a modo de erupción. El cuero cabelludo era un mosaico de finos cabellos y piel alienígena. Los labios, aunque sonreían, estaban chupados y tensos, y los dientes, ahora amarillentos, habían retrocedido. Los ojos eran dos agujeros negros sin iris que parpadeaban continuamente, siendo el párpado inferior y no el superior el que subía.

Cassy retrocedió aterrorizada.

—No tengas miedo —dijo Beau. Se acercó y la abrazó. Ella se puso rígida. Los dedos de Beau le recorrían el cuerpo como serpientes. Había un olor salvaje indescriptible.

—No temas, cariño, te lo ruego —suplicó Beau—. Soy yo, Beau.

Cassy no respondió. Estaba tratando de vencer el deseo de gritar.

Beau echó la cabeza hacia atrás, obligándola a contemplar de nuevo su metamorfosis.

—Te he echado mucho de menos —dijo. Sintiendo un súbito impulso, Cassy gritó y retrocedió con brusquedad. Beau la miró desconcertado.

—¿Cómo puedes decir que me has echado de menos? —gritó ella—. Tú ya no eres Beau.

—Sí lo soy —repuso suavemente él—. Siempre lo seré lo que pasa es que ahora soy algo más. Soy una mezcla de mi antiguo ser humano y de una especie casi tan antigua como la propia galaxia.

Cassy lo miró con incredulidad. Una parte de ella quería huir, mientras que otra estaba paralizada por el horror.

—Serás parte de una nueva vida —prosiguió Beau—. Todo el mundo lo será, o por lo menos las personas que no tengan defectos genéticos irreparables. Yo tuve el honor de ser el primero, pero el hecho fue fortuito. Podría haberle tocado a cualquiera; a ti, por ejemplo.

—¿Estoy hablando con Beau ahora? ¿0 estoy hablando con la conciencia del virus a través de Beau?

—La respuesta, como ya he dicho, es con ambos —replicó él pacientemente—. Pero la conciencia alienígena aumenta con cada persona que cambia. La conciencia alienígena es un compuesto de todos los humanos infectados, del mismo modo que el cerebro humano es un compuesto de sus células individuales.

Beau alargó un brazo con cuidado para no asustar a Cassy más de lo que ya estaba. Ocultando sus dedos largos y tortuosos en una especie de puño, le acarició la mejilla.

Cassy tuvo que hacer acopio de valor para reprimir el asco que le provocaban las caricias de semejante criatura.

—Tengo que confesarte algo —dijo Beau—. Al principio me esforcé por no pensar en ti, lo cual me resultó fácil porque había mucho trabajo que hacer. No obstante, tu imagen seguía irrumpiendo en mis pensamientos, y entonces comprendí cuán fuerte era el poder de la emotividad humana. Una debilidad única en la galaxia. El ser humano que hay en mí te ama, Cassy, y me emociona la posibilidad de poder ofrecerte otros mundos. Estoy deseando que quieras ser uno de nosotros.

—No vienen —dijo Sheila—. Aunque resulte doloroso, me temo que debemos aceptar la realidad.

Se levantó para desperezarse. No había dormido en toda la noche.

Por las ventanas de la cabaña se veía el sol bañando las copas de los árboles de la orilla oeste del lago. La superficie del agua estaba cubierta por una neblina que el sol no tardaría en disipar.

—Y si ésta es la realidad —añadió Sheila—, tenemos que salir pitando de aquí antes de que recibamos una visita imprevista.

Ni Pitt ni Jonathan respondieron. Estaban sentados en sendas butacas, el uno frente al otro, cogiéndose el mentón con las manos y los codos apoyados en las rodillas. Sus rostros reflejaban una mezcla de agotamiento, incredulidad y dolor.

—No tenemos tiempo de recoger muchas cosas —decía Sheila—, pero por lo menos deberíamos llevarnos la información obtenida hasta ahora y los cultivos tisulares que teóricamente están produciendo viriones.

—¿Y mi madre? —Preguntó Jonathan—. ¿Y Cassy y Jesse? ¿Y si vuelven?

—Ya hemos discutido ese asunto —dijo Sheila—. No me lo pongas más difícil de lo que está.

—Yo tampoco creo que debamos irnos —opinó Pitt.

Aunque había perdido la esperanza de recuperar a Cassy, todavía confiaba en que Nancy y Jesse aparecieran.

—Escuchadme los dos —dijo Sheila—. Hace dos horas acordamos esperar hasta el amanecer y ya ha amanecido. Cuanto más esperemos más probabilidades hay de que nos atrapen.

—¿Pero dónde podemos ir? —preguntó Pitt.

—Tendremos que guiarnos por nuestro instinto. Arriba los dos. Es hora de recoger.

Pitt se levantó y miró a Sheila. Sus ojos reflejaban un profundo dolor. La doctora se ablandó y le dio un abrazo.

Con súbita determinación, Jonathan se puso en pie y caminó hasta su ordenador portátil. Lo abrió y comenzó a escribir con celeridad. Enviado el mensaje, quedó absorto contemplando la pantalla. A los pocos minutos llegó una respuesta.

—Vaya, he conectado con el doctor M. Ha cambiado de idea. Quiere vernos. ¿Qué decís a eso?

—No me fío un pelo —repuso Sheila—. Me parece un disparate encomendar nuestras vidas a alguien a quien sólo conocemos por el nombre de doctor M. No obstante, hay que reconocer que nos ha enviado información muy interesante.

—No tenemos mucho para elegir —repuso Jonathan.

—Déjame ver su mensaje —dijo Pitt. Se acercó y lo leyó. Cuando hubo terminado, miró a Sheila—. Creo que deberíamos arriesgarnos. Me cuesta creer que el doctor M no sea un tipo cabal. Maldita sea, él ha estado desconfiando de nosotros tanto como nosotros de él.

—Es preferible eso a coger la carretera y empezar a dar vueltas —opinó Jonathan—. Además, M está conectado a Internet, lo que significa que podemos dejar un mensaje aquí para que mi madre o los demás, si vuelven, puedan ponerse en contacto con nosotros.

—De acuerdo —cedió Sheila—. Supongo que es una solución intermedia. Iremos a ver a ese doctor M, pero para eso tenemos que largarnos ya.

—Cassy, sé que no es fácil —dijo Beau—. Yo ni siquiera me miro ya al espejo, pero has de intentar superarlo.

Ella estaba apoyada en la barandilla, contemplando la hermosa vista del instituto. El sol había despuntado y el rocío de la mañana comenzaba a remitir. Por el camino avanzaba una interminable fila de individuos infectados llegados de todo el mundo.

—Estamos construyendo un entorno extraordinario —continuó Beau—, un entorno que pronto se extenderá a todo el planeta. Es un nuevo comienzo auténtico.

—A mí me gustaba el mundo de antes —dijo Cassy.

—No lo dices en serio. ¿Con todos los problemas que había? Los seres humanos han conducido a la Tierra a un enfrentamiento autodestructivo, sobre todo durante la segunda mitad de este siglo. Y no debería ser así, porque la Tierra es un lugar extraordinario. La galaxia tiene innumerables planetas, pero ninguno tan cálido, húmedo y atractivo como éste.

Cassy cerró los ojos. Estaba agotada y necesitaba dormir, pero algunas de las cosas que Beau estaba diciendo tenían sentido para ella. Se obligó a pensar.

—¿Cuándo llegó el virus por primera vez a la Tierra? —preguntó.

—¿La primera invasión? Hace unos tres mil millones de años telúricos, cuando las condiciones en la Tierra alcanzaron tal nivel que la vida empezó a evolucionar a un ritmo muy rápido. Una nave exploradora vertió los viriones en los principales mares y éstos se incorporaron al ADN.

—¿Es ésta la primera vez que una nave espacial regresa a nuestro planeta? —preguntó Cassy.

—Cielos, no. Cada cien millones de años telúricos regresaba una nave para despertar el virus y comprobar qué forma de vida había evolucionado en el planeta.

—¿Y en esas ocasiones la conciencia del virus no permanecía?

—En cada ocasión el virus permanecía —dijo Beau—, pero la conciencia desaparecía porque los organismos nunca eran los adecuados.

—¿Cuándo fue la última visita?

—Hace unos cien millones de años. Fue una visita desastrosa. La Tierra estaba plagada de una suerte de reptiles gigantes que se devoraban entre sí.

—¿Te refieres a los dinosaurios? —preguntó Cassy.

—Sí, creo que así los llamáis vosotros. Se llamen como se llamen, era una situación totalmente inaceptable para la conciencia. Así pues, la infestación se detuvo, pero se llevaron a cabo ajustes genéticos para que los reptiles murieran a fin de permitir la evolución de otras especies.

—Especies como el ser humano —dijo Cassy.

—Exacto. Cuerpos increíblemente versátiles con cerebros razonablemente grandes. El único inconveniente son las emociones.

Cassy soltó una carcajada. Encontraba ridícula la idea de que una cultura alienígena capaz de controlar la galaxia tuviera problemas con la emotividad humana.

—Es cierto —prosiguió él—. La primacía de las emociones da lugar a una importancia exagerada del individuo, hecho que va en contra del bien colectivo. Desde mi punto de vista dual, me parece increíble que los humanos hayan conseguido tantas cosas. En una especie en que cada individuo se afana por potenciar su circunstancia por encima y más allá de sus necesidades básicas. Las guerras y disensiones son inevitables. La paz se convierte en una aberración.

—¿Cuántas especies de la galaxia han sido invadidas por el virus?

—Miles. La invasión se produce cada vez que encontramos un envoltorio adecuado.

Ella seguía contemplando el infinito. No quería mirar a Beau porque su aspecto le resultaba tan perturbador que le impedía pensar, y quería pensar. Creía que cuanto más supiera más posibilidades tendría de mantener el control y evitar que la infectaran. Estaba aprendiendo muchas cosas. Cuanto más hablaba con Beau menos escuchaba el lado humano y más el lado alienígena.

—¿De dónde vienes? —preguntó Cassy.

—¿Dónde está nuestro planeta? —repuso Beau como si no hubiera oído la pregunta. Trató de recurrir a la información colectiva que poseía, mas no encontró respuesta—. Supongo que lo ignoro. Ni siquiera sé cuál era nuestra forma física original. ¡Qué extraño! Nunca nos habíamos planteado esa pregunta.

—¿Se le ha ocurrido alguna vez al virus que no está bien invadir un organismo que ya tiene conciencia propia? —preguntó Cassy.

—No si ofrecemos algo mucho mejor.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Muy sencillo —dijo Beau—, remontándome a la historia del ser humano. Mira lo que os habéis hecho mutuamente y lo que le habéis hecho a este planeta durante vuestro breve reinado.

Cassy asintió. Una vez más, las palabras de Beau estaban cargadas de sentido.

—Ven conmigo —dijo Beau—, quiero enseñarte algo. Abrió la puerta que daba al dormitorio y la sujetó con una mano.

Armándose de valor, Cassy se volvió y se enfrentó a la imagen de Beau, la cual encontró tan perturbadora como al principio.

—Está en la planta baja —dijo. Descendieron por la escalinata. La planta baja, a diferencia de la tranquilidad del primer piso, hervía de gente atareada y sonriente. Nadie prestó atención a la pareja. Beau la condujo hasta el salón de baile donde la actividad era casi frenética. Resultaba difícil creer que tanta gente pudiera trabajar al unísono.

El suelo, las paredes y el techo del enorme salón estaban cubiertos por un laberinto de cables. En medio de la habitación descansaba una enorme estructura cuyo diseño parecía de otro mundo. En su centro se erigía un inmenso cilindro de acero que recordaba vagamente a un explorador gigante. Vigas de acero salían en direcciones diversas. La superestructura soportaba lo que a Cassy le pareció un equipo destinado al almacenamiento y transmisión de electricidad de alta tensión. A un lado había un centro de control que contenía un número apabullante de monitores, cuadrantes e interruptores.

Beau dejó que Cassy se dejara abrumar por la escena.

—Está casi terminado —dijo finalmente.

—¿Qué es?

—Lo llamamos el Pórtico. Permite la conexión formal con otros mundos que hemos infectado.

—¿Qué quieres decir con lo de conexión? —Preguntó Cassy—. ¿Se trata de un dispositivo de comunicación?

—No; de transporte.

Cassy tragó saliva. Tenía la garganta seca.

—¿Insinúas que otras especies de otros planetas que tú, quiero decir el virus, ha infectado podrán venir aquí, a la Tierra?

—Y nosotros a sus planetas —añadió triunfalmente Beau—. La Tierra, de este modo, quedará conectada con esos otros mundos y su aislamiento habrá terminado. Pasará a formar parte de la galaxia.

Cassy sintió que las piernas le flaqueaban. Al temor de lo que pudiera pasarle a ella se sumaba ahora el temor de que la Tierra fuera invadida por criaturas alienígenas. Combinado con el torbellino de actividad que la rodeaba y su agotamiento físico, emocional y mental, empezó a marearse. La habitación comenzó a dar vueltas y oscureció. Finalmente, Cassy se desmayó.

Cuando recobró el conocimiento, ignoraba cuánto tiempo había permanecido inconsciente. Lo primero que sintió fue una leve náusea que se disipó tras un escalofrío. Luego notó que su mano estaba cerrada en un puño que alguien sujetaba con fuerza.

Cassy abrió los ojos. Estaba tumbada en el suelo del salón de baile, mirando el artilugio futurista que supuestamente era capaz de transportar criaturas alienígenas a la Tierra.

—Te pondrás bien —dijo Beau. Cassy se estremeció. Era lo que solía decirse a los pacientes independientemente de su pronóstico. Miró a Beau, que estaba arrodillado junto a ella sujetándole el puño. De repente, Cassy notó que tenía algo en la mano, un objeto pesado y frío.

—¡No! —gritó. Trató de liberarse, pero él se lo impidió—. No, por favor.

—No tengas miedo —dijo suavemente Beau—. Al final me lo agradecerás.

—Beau, si realmente me quieres no lo hagas.

—Tranquilízate. Te quiero.

—Si conservas algún control sobre tus acciones, suéltame la mano —rogó Cassy. Quiero ser yo misma.

—Lo serás —repuso Beau con convicción—, serás mucho más que eso. Controlo mis acciones y estoy haciendo lo que quiero hacer. Quiero el poder que se me ha otorgado y te quiero a ti.

—¡Ahhh! —aulló Cassy. Beau le soltó la mano. Cassy se enderezó y con un grito de asco lanzó el disco negro lejos de ella. Éste patinó por el suelo antes de chocar contra una maraña de cables.

Cassy se cogió la mano herida y contempló la gota de sangre que crecía lentamente en la base de su dedo índice. El disco la había asaeteado. Dándose cuenta de lo que ello significaba, se desplomó de nuevo. De sus párpados brotaron sendas lágrimas. Ahora era uno de ellos.