Beau estaba sentado frente a los monitores que había hecho instalar en la librería. Las pesadas cortinas de terciopelo de los ventanales estaban corridas para facilitar la visualización. Verónica, detrás de él, le masajeaba los hombros.
Los dedos de Beau pasearon por el cuadro de mandos y las pantallas se iluminaron. Subió el volumen del monitor situado en el ángulo superior izquierdo. La NBC estaba emitiendo unas declaraciones de Arnold Lertein, secretario de prensa de la Casa Blanca.
«No hay motivos para alarmarse. Así lo afirman el presidente y la secretaria de Salud Pública, la doctora Alice Lyons. La gripe ha alcanzado niveles epidémicos, pero se trata de una dolencia breve sin efectos secundarios. Lo cierto es que la mayoría de la gente que la ha contraído afirma sentirse más enérgica después de superar la enfermedad. Sólo las personas con enfermedades crónicas deberían.».
Beau trasladó el sonido al siguiente monitor. El entrevistado, de origen claramente británico, estaba diciendo:
… «sobre las islas Británicas. Si usted o algún familiar empieza a mostrar síntomas, no se alarme. Lo único que la persona tiene que hacer es meterse en la cama, beber tisanas y controlar la fiebre».
Beau comenzó a saltar de un monitor a otro. El mensaje era el mismo ya hablaran en ruso, chino, español o cualquiera de los cuarenta y tantos idiomas representados.
—La plaga se está extendiendo como habíamos previsto —comentó.
Verónica asintió con la cabeza y continuó con su masaje. Beau saltó al monitor de vigilancia de la verja de entrada al instituto. El plano mostraba a un grupo de unos cincuenta manifestantes acribillando a preguntas al equipo reforzado de jóvenes guardas. Detrás, algunos perros del instituto permanecían al acecho.
—Mi esposa está ahí dentro y exijo verla —vociferó un manifestante—. No tenéis derecho a retenerla.
Las sonrisas de los guardas permanecían inmutables.
—Sé que mis dos hijos están ahí dentro —protestó otro manifestante—. Quiero hablar con ellos. Quiero asegurarme de que están bien.
Mientras los manifestantes gritaban, una riada de gente sonriente y tranquila cruzaba la verja. Eran personas infectadas que habían sido convocadas para prestar sus servicios al instituto. Los guardas las reconocían sin necesidad de hablar.
El hecho de que a ciertas personas se les permitiera la entrada sin más aumentó la furia de los manifestantes, que se habían sentido ignorados desde el principio. De repente arremetieron contra la verja.
Estalló una refriega con gritos y empujones. Hubo incluso algunos puñetazos. Fueron los perros, no obstante, quienes decidieron rápidamente el resultado. Se abalanzaron sobre la verja y cargaron contra los manifestantes. Era tal el ensañamiento con que gruñían y desgarraban ropas, que el ánimo de los manifestantes se aplacó rápidamente. El grupo retrocedió.
Beau apagó los monitores e inclinó la cabeza para que Verónica pudiera masajearle la nuca. Sólo había dormido una hora de las dos que necesitaba.
—Deberías estar contento —dijo ella—. Las cosas no podían ir mejor.
—Lo estoy —respondió Beau. Y cambiando de tema preguntó—: ¿Está Alexander Dalton en el salón de baile? ¿Lo viste allí?
—La respuesta a ambas preguntas es sí. Está haciendo lo que le dijiste. Alexander jamás quebrantaría tus órdenes.
—En ese caso iré a verle. Enderezó el cuello y se levantó. Un escueto silbido atrajo rápidamente a Rey a su lado y juntos bajaron por la escalinata central.
El nivel de actividad en el vasto salón había aumentado con respecto al día anterior, así como el número de trabajadores. Las vigas del techo, al igual que los tachones de las paredes, estaban ahora al descubierto. Las inmensas arañas de luces y las cornisas decorativas habían desaparecido. Los ventanales en arco estaban en su mayoría precintados. En el centro de la estancia se erigía una complicada estructura electrónica. La estaban construyendo con piezas obtenidas del observatorio, de algunas empresas de electrónica y del departamento de física de la universidad local.
Beau sonrió al observar la precisión con que se llevaban a cabo los trabajos destinados a tan magnífico fin. Le parecía increíble que ese salón hubiera sido utilizado en otros tiempos para algo tan frívolo como el baile.
Alexander vio a Beau y corrió a reunirse con él.
—Está quedando muy bien, ¿no te parece?
—Es una maravilla.
—Tengo buenas noticias. Estamos efectuando el cierre de las fábricas más contaminantes de los Grandes Lagos. Dentro de una semana ya no quedará ninguna abierta.
—¿Y Europa del Este? —Preguntó Beau—. Es la zona que más me preocupa.
—También, sobre todo Rumania. Para la próxima semana ya estarán todas cerradas.
—Excelente. Randy Nite vio a Beau y se acercó.
—¿Qué te parece? —preguntó mientras contemplaba con orgullo la estructura central.
—Está quedando perfecta —dijo Beau—, pero agradecería un poco más de celeridad.
—Para eso necesitaría más ayuda —repuso Randy.
—Toma cuanta ayuda necesites. Debemos estar listos para la llegada.
Randy sonrió agradecido antes de volver a su trabajo. Beau se volvió hacia Alexander.
—¿Qué sabes de Cassy Winthrope? —preguntó con tono repentinamente seco.
—Todavía nada. La policía y los funcionarios de la universidad están haciendo cuanto está en su mano para ayudarnos. No te preocupes, aparecerá, puede que incluso voluntariamente.
Beau lo cogió por el antebrazo con tal fuerza que le cortó el riego sanguíneo. Desconcertado por la repentina hostilidad del gesto, Alexander contempló la mano que lo sujetaba. No era una mano humana. Los dedos alargados le envolvían el brazo como si fueran pequeñas serpientes.
—Mi deseo de encontrar a esa chica no es un capricho —dijo Beau mirando a Alexander con unos ojos que eran todo pupilas—. Quiero a la chica ya.
Alexander levantó la vista. Sabía que no debía oponer resistencia.
—A partir de ahora será un asunto de máxima prioridad —respondió.
*****
Jesse había aparcado la furgoneta junto al cobertizo y la había cubierto con ramas de pino cortadas del bosque adyacente. Desde fuera la cabaña hubiese parecido abandonada de no ser por la columna de humo que escapaba por la chimenea.
La placidez exterior contrastaba con el interior de la cabaña, convertido en una bulliciosa estación de trabajo. El improvisado laboratorio biológico ocupaba casi todo el espacio.
Nancy se hallaba al mando en estrecha colaboración con Sheila. Todos intuían que Nancy estaba vertiendo su profundo dolor por la pérdida de Eugene en la tarea de encontrar una forma de detener el virus alienígena. Estaba poseída.
Pitt delante de un ordenador personal, trataba de elaborar un cálculo más preciso con la información emitida por las cadenas de televisión. Los medios de comunicación habían recogido al fin la historia de los discos negros, pero no en relación con la plaga de gripe. La historia estaba planteada de tal forma que pretendía despertar el interés del público por salir a buscarlos.
Jesse reconoció que su contribución había de ser más bien de tipo logístico, especialmente en cuestiones prácticas como cocinar y alimentar el fuego de la chimenea. Actualmente estaba dando los últimos retoques a una de sus especialidades: chile con carne.
Cassy y Jonathan trabajaban con el ordenador portátil en la mesa del comedor. Para alegría de Jonathan, se había producido una clara inversión de papeles: ahora él era el maestro. También para placer de Jonathan, Cassy llevaba puesto uno de sus finos vestidos de algodón. Puesto que era evidente que no llevaba sujetador, al adolescente le resultó muy difícil concentrarse.
—¿Y ahora qué hago? —preguntó Cassy.
—¿Qué? —dijo Jonathan como despertando de un sueño.
—¿Te estoy aburriendo?
—No, no —se apresuró a contestar Jonathan.
—Preguntaba si debo cambiar las tres últimas letras en el URL —dijo Cassy mirando la pantalla de cristal líquido, ajena al efecto que sus atributos físicos ejercían en Jonathan. Venía de nadar en el lago y sus pezones sobresalían como canicas.
—Sí… esto… sí —farfulló Jonathan—. Teclea Gov. Luego…
—Luego retroceso, 6 0 6, R mayúscula, minúscula y retroceso —prosiguió Cassy—. Y después intro.
Cassy miró a Jonathan y observó que estaba colorado.
—¿Ocurre algo? —preguntó.
—No.
—¿Aprieto? —preguntó Cassy.
Jonathan asintió y ella pulsó intro. La impresora se puso en marcha al instante y empezó a vomitar páginas.
—¡Voila! —Dijo Jonathan—. Hemos entrado en nuestro buzón sin que nadie haya podido localizarnos.
Cassy sonrió y le dio un codazo cariñoso.
—Eres un buen maestro. Jonathan volvió a sonrojarse y desvió la mirada. Se puso a recoger las páginas que salían de la impresora. Cassy se levantó y se acercó a Pitt.
—La comida estará lista dentro de tres minutos —anunció Jesse. Nadie respondió—. Lo sé, lo sé —añadió—, estáis todos muy ocupados, pero tenéis que comer. Pondré el guiso en la mesa para quien lo quiera.
Cassy posó las manos en los hombros de Pitt y contempló la pantalla del ordenador. Mostraba otro gráfico de sectores, y ahora la cuña roja era mayor que la azul.
—¿Es ésta la situación actual? —preguntó Cassy. Pitt le cogió la mano y la estrechó con fuerza.
—Me temo que sí —dijo—. Aun cuando los datos que recogí de la televisión estuvieran por debajo de la realidad, las proyecciones sugieren que el sesenta y ocho por ciento de la población mundial está infectada.
Jonathan dio una palmadita a Nancy en la espalda.
—Siento molestarte, mamá —dijo—, pero tengo el último informe del web.
—¿Dice algo el grupo de Winnipeg sobre la secuencia de aminoácidos de la proteína? —preguntó Sheila.
—Sí.
Jonathan buscó la hoja correspondiente al grupo de Winnipeg y se la entregó a Sheila, que dejó lo que estaba haciendo para leerla.
—También he conectado con un grupo de Trondhiem, en Noruega —prosiguió el joven—. Están trabajando en un laboratorio oculto bajo el gimnasio de la universidad local.
—¿Les has enviado nuestros datos originales? —preguntó Nancy.
—Sí, como hice con los demás.
—Oye, los de Winnipeg han hecho progresos —observó Sheila—. Ya tenemos la secuencia completa de los aminoácidos de la proteína, lo que significa que podemos empezar a crear la nuestra.
—La gente de Noruega envió esto —dijo Jonathan. Tendió la hoja a Nancy pero Sheila se la arrebató. Tras una rápida lectura hizo una pelota con ella.
—Ninguna novedad —protestó—. Menuda pérdida de tiempo.
—Han estado trabajando totalmente aislados —replicó Cassy en defensa de los noruegos.
—¿Qué tiene que decir el grupo francés? —preguntó Pitt.
—Mucho —respondió Jonathan. Separó las páginas francesas y se las entregó a Pitt—. Parece que la plaga está extendiéndose en Francia a un ritmo menor que en los demás países.
—Será por el vino —ironizó Sheila.
—Quizá sea un dato significativo —dijo Nancy—. Si no se trata de un simple bache fortuito en la curva y podemos determinar el motivo, podría resultar de gran ayuda.
—Y ahora las malas noticias —anunció Jonathan mostrando otro folio—. Cada vez son más las personas afectadas de diabetes, hemofilia, cáncer y otras enfermedades crónicas que mueren en todo el mundo.
—Se diría que el virus está limpiando deliberadamente la reserva de genes —comentó Sheila.
Jesse apareció con la cazuela de chile y pidió a Pitt que retirara el ordenador de la mesa. Mientras esperaba, preguntó a Jonathan con cuántos centros de investigación del mundo había conectado el día anterior.
—Con ciento seis —respondió Jonathan—. ¿Y hoy? —Con noventa y tres.
—¡Uau! —Exclamó el teniente dejando el guiso sobre la mesa—. Una tasa decreciente muy alta —dijo mientras regresaba a la cocina en busca de platos y cubiertos.
—Puede que tres de ellos valieran la pena —repuso Jonathan—, pero empezaron a hacer demasiadas preguntas sobre quiénes éramos y dónde estábamos, de modo que corté la comunicación.
—Ante todo prudencia —declaró Pitt.
—Aun así sigue siendo una tasa muy alta —insistió Jesse.
—¿Qué hay del hombre que se hace llamar doctor M? —Preguntó Sheila—. ¿Ha dicho algo?
—Muchas cosas —respondió Jonathan.
—¿Quién es ese M? —quiso saber Jesse.
—La primera persona que respondió a nuestra carta difundida por Internet —explicó Cassy—. No había pasado todavía una hora. Creemos que está en Arizona, pero ignoramos exactamente dónde.
—Nos ha pasado un montón de información útil —dijo Nancy.
—Tanta que me parece sospechoso —dijo Pitt.
—Todos a la mesa —ordenó Jesse—. La comida se está enfriando.
—Yo sospecho de todo el mundo —dijo Sheila. Se acercó a la mesa y ocupó su sitio de siempre en uno de los extremos—. Pero si alguien está dispuesto a difundir información útil, no seré yo quien la rechace.
—Siempre y cuando la conexión no revele nuestra ubicación —puntualizó Pitt.
—Evidentemente —replicó Sheila con tono condescendiente.
Cogió las hojas del doctor M que Jonathan le tendía y, sosteniéndolas con una mano, comenzó a leer al tiempo que con la otra mano comía. Parecía una estudiante de bachillerato preparando un examen para el día siguiente.
Los demás se sentaron de forma algo más civilizada y extendieron las servilletas sobre sus respectivos regazos.
—Jesse, esta vez te has superado —dijo Cassy después de catar el guiso.
—Se agradece el cumplido. El grupo comió en silencio durante un rato. Finalmente Nancy se aclaró la garganta y dijo:
—Odio sacar el tema, pero se nos están acabando las provisiones del laboratorio. No podremos trabajar mucho más tiempo si no hacemos otra incursión en la ciudad. Sé que es peligroso, pero no tenemos elección.
—No te preocupes —la tranquilizó Jesse. Hazme una lista de lo que necesitáis y me encargaré de conseguirlo. Es importante que tú y Sheila sigáis trabajando. Además, también necesitamos comida.
—Iré contigo —dijo Cassy.
—Y yo —dijo Pitt.
—Y yo —dijo Jonathan.
—Tú te quedas —ordenó Nancy.
—¡Venga ya, mamá! —Protestó su hijo—. Estoy metido en esto tanto como los demás.
—Si tú vas, yo voy también —dijo Nancy—. En cualquier caso, Sheila o yo deberíamos ir. Somos las únicas que sabemos exactamente qué necesitamos.
—¡Ostras! —exclamó Sheila de repente.
—¿Qué ocurre? —preguntó Cassy.
—Ese doctor M nos preguntó ayer qué habíamos descubierto sobre el porcentaje de sedimentación de la sección de ADN que sabíamos contenía el virus.
—Ya le enviamos nuestros cálculos, ¿no es cierto? —preguntó Nancy.
—Envié exactamente lo que me diste —respondió Jonathan—, incluido el hecho de que nuestro centrifugador no puede alcanzar tantas revoluciones por minuto.
—Pues por lo visto él tiene acceso a un centrifugador que sí puede —informó Sheila.
—Déjame ver —dijo Nancy cogiendo la hoja—. ¡Vaya! Estamos más cerca de aislar el virus de lo que pensábamos.
—Así es —repuso Sheila—. El aislamiento del virus no es lo mismo que un anticuerpo o una vacuna, pero supone un paso importante. Quizá el único.
—¿Qué hora es? —preguntó Jesse.
—Las diez y media —contestó Pitt sosteniendo el reloj frente a su cara para ver la esfera.
La oscuridad reinaba bajo los árboles de los riscos que dominaban el campus de la universidad. Jesse, Pitt, Cassy, Nancy y Jonathan estaban en la furgoneta. Llevaban ahí media hora porque Jesse había insistido en esperar. Quería entrar en el centro médico durante el cambio de turno de las once a fin de aprovechar ese momento de confusión para encontrar lo que necesitaban y llevárselo.
—Nos pondremos en marcha a las diez cuarenta y cinco —informó Jesse.
Desde los riscos se divisaba el asfalto levantado de algunos aparcamientos de la universidad. En los nuevos solares, ahora iluminados, había gente infectada plantando hortalizas.
—No hay duda de que están bien organizados —comentó Jesse—. Fijaos con qué compenetración trabajan.
—¿Dónde aparcará ahora la gente? —Preguntó Pitt—. Creo que están llevando lo del medio ambiente demasiado lejos.
—Puede que su intención sea acabar con los coches —opinó Cassy. Después de todo, los coches son una fuente importante de contaminación.
—Hay que reconocer que están dejando la ciudad bien limpia —dijo Nancy.
—Probablemente estén limpiando todo el planeta —señaló Cassy. Están consiguiendo darnos mala imagen. Supongo que hacía falta alguien de fuera para hacernos valorar lo que tenemos.
—Ya basta —espetó Jesse—. Empiezas a hablar como si estuvieras de parte de ellos.
—Es casi la hora —dijo Pitt—. A ver que os parece mi plan. Jonathan y yo nos encargaremos del laboratorio del hospital. Conozco el lugar y Jonathan sabe de ordenadores. Entre los dos podremos decidir qué necesitamos y sacarlo de allí.
—Iré con vosotros —dijo Nancy.
—¡Mamá! —Gimió Jonathan—. Tú tienes que ir a la farmacia y no hay nada que yo pueda hacer allí. Pitt me necesita.
—Es cierto —dijo éste.
—Cassy y yo acompañaremos a Nancy —propuso Jesse—. Iremos al supermercado y mientras ella consigue de la farmacia los medicamentos que necesita, nosotros reuniremos provisiones.
—De acuerdo —dijo Pitt—. Nos encontraremos aquí dentro de treinta minutos.
—Que sean cuarenta y cinco —sugirió Jesse—. El supermercado queda más lejos que el centro médico.
—Muy bien. En marcha.
El grupo bajó de la furgoneta. Nancy dio un fugaz abrazo a Jonathan. Pitt tomó a Cassy del brazo.
—Ten cuidado —le dijo.
—Tú también —repuso ella—. Y sobre todo —advirtió Jonathan—, sonreíd en todo momento como gilipollas.
—¡Jonathan! —le reprendió su madre.
Antes de partir, Cassy besó a Pitt en los labios. Luego corrió en dirección a Nancy y Jesse mientras Pitt daba alcance a Jonathan. El grupo se alejó en medio de la noche.
La fotografía era de Cassy y había sido tomada seis meses antes en un prado cubierto de flores silvestres. Cassy estaba tumbada, la espesa melena extendida formando una oscura aureola en torno a su cabeza. Sonreía a la cámara con picardía.
Beau alargó una mano arrugada que parecía de goma. Con sus dedos de reptil envolvió el marco y se lo acercó a la cara. El brillo de sus ojos iluminó el retrato, permitiéndole apreciar con mayor claridad las facciones de Cassy. Estaba sentado en la biblioteca del primer piso con las luces apagadas. También los monitores estaban apagados. La única fuente de luz provenía de un débil rayo de luna que se filtraba por los ventanales.
Beau advirtió que alguien había entrado en la habitación.
—¿Puedo encender la luz? —'preguntó Alexander.
—Si no hay más remedio. La sala se iluminó y Beau entrecerró los ojos.
—¿Te ocurre algo? —preguntó Alexander antes de reparar en la fotografía que sostenía Beau.
Éste no respondió.
—No quiero parecer entrometido —dijo Alexander—, pero creo que no deberías dejarte obsesionar por esa persona. No es nuestro estilo. Va en contra del bien colectivo.
—Lo he intentado, pero no puedo evitarlo. —Golpeó la mesa con el marco de la fotografía y el cristal se hizo añicos.
—Se supone que a medida que produzco ADN éste va reemplazando Mi ADN humano. No obstante, los cables de mi cerebro todavía evocan emociones humanas.
—Yo he sentido algo parecido, pero mi ex novia tenía un defecto genético y no superó la etapa del despertar. Supongo que eso facilitó las cosas.
—La emotividad es una debilidad espantosa —dijo Beau—. Nuestra raza jamás había tropezado con una especie con semejantes lazos interpersonales. Carezco de precedentes que puedan orientarme.
Deslizó una mano por debajo del marco quebrado. Un fragmento de cristal le hizo un corte en un dedo y de éste brotó una espuma verde.
—Te has cortado.
—No es nada —repuso Beau. Levantó el marco y contempló la fotografía—. Tengo que encontrarla e infectarla. Sólo entonces me sentiré satisfecho.
—Hemos corrido la voz —insistió Alexander—. En cuanto la localicen nos lo harán saber.
—Probablemente esté escondida. Me estoy volviendo loco, soy incapaz de concentrarme.
—En cuanto al Pórtico…
—¡Déjate de pórticos! Tienes que encontrar a Cassy Winthrope —gritó Beau.
—¿Qué demonios ha pasado aquí? —preguntó Jesse.
El aparcamiento del supermercado Jefferson estaba a rebosar de coches abandonados con las puertas entreabiertas, como si sus ocupantes hubiesen echado a correr para salvar la vida.
Los escaparates estaban rotos y había cristales esparcidos por toda la acera. El interior estaba iluminado únicamente por las luces de emergencia, las cuales bastaban para comprender que el supermercado había sufrido un saqueo.
—¿Qué ha ocurrido aquí? —preguntó Cassy. La escena recordaba a un país tercermundista en plena guerra civil.
—A saber —dijo Nancy—. Puede que cundiera el pánico entre las pocas personas que todavía no han sido infectadas —sugirió Jesse—. Quizá lo que conocemos como fuerzas de orden público ya no existan.
—¿Qué hacemos? —preguntó Cassy.
—Lo que habíamos planeado —respondió Jesse A decir verdad, nos han facilitado las cosas. Pensaba que tendríamos que forzar la puerta.
El grupo se acercó a un escaparate roto y miró. Dentro reinaba una extraña quietud.
—Menudo desastre, aunque no parece que se hayan llevado mucha cosa —dijo Nancy. Al parecer los saqueadores estaban más interesados en las cajas registradoras.
Desde donde estaban podían ver los cajones de todas las cajas registradoras abiertos.
—¡Qué imbéciles! espetó Jesse. Si la autoridad civil desaparece, los billetes dejarán de tener valor. —Echó otro vistazo al aparcamiento. No había un alma—. Me pregunto por qué no hay nadie —dijo—. Debe de ser el único lugar de la ciudad donde no hay gente. Pero a caballo regalado no le mires la dentadura. Vamos.
Entraron por el escaparate roto y se dirigieron al pasillo central que conducía a la farmacia, al fondo del local. La tenue luz dificultaba el trayecto, pues el suelo estaba cubierto de latas, botellas y cajas de víveres arrojadas de los estantes.
La farmacia estaba separada del resto del local por una persiana de rejilla que iba del suelo al techo y estaba cerrada con candado. Los saqueadores de la sección de alimentación habían irrumpido también en la farmacia. La persiana mostraba una tosca abertura hecha con unas grandes tenazas que descansaban en el suelo. Jesse separó los bordes mellados de la abertura para que Nancy pudiera pasar.
—¿Qué aspecto tiene? —preguntó el teniente desde fuera.
—Los narcóticos han desaparecido, pero no importa —dijo Nancy. Todavía siguen aquí los medicamentos antivirales y los antibióticos. Necesito diez minutos para reunir lo preciso.
Jesse se volvió hacia Cassy.
—Vamos a buscar provisiones.
Cassy y Jesse regresaron al vestíbulo del supermercado. Cogieron algunas bolsas y partieron en busca de lo que necesitaban. Cassy seleccionaba los artículos mientras Jesse hacía de porteador.
En un pasillo Jesse resbaló con el contenido de una botella rota. El suelo parecía una pista de hielo.
Cassy le agarró del brazo para ayudarle a recuperar el equilibrio, pero los pies de Jesse seguían resbalando. Finalmente optó por caminar con las piernas totalmente separadas. La escena parecía salida de una película de Charlot.
Cassy examinó la botella.
—No me extraña —dijo—, es aceite de oliva. Ve con cuidado.
—Me llaman Prudencio —bromeó él—. ¿Cómo, si no, crees que he durado treinta años en la policía? —Sonrió y sacudió la cabeza—. Es curioso, siempre pensé que me caería un gran caso antes de retirarme, pero este asunto supera en mucho mis predicciones.
—Supera en mucho las predicciones de todos.
Doblaron y enfilaron el pasillo de los cereales. Cassy tuvo que abrirse paso por una enorme pila de cajas de gran tamaño. De repente dio un grito. Jesse corrió a su lado.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
Cassy señaló con el dedo. En medio de lo que había sido una choza construida con cajas de cereales apareció el rostro de un niño de unos cinco años. Estaba sucio y tenía las ropas desgarradas.
—¡Dios! —Exclamó Jesse—. ¿Qué está haciendo aquí?
Instintivamente, Cassy se inclinó para levantar al niño, pero el teniente la detuvo con un brazo.
—Espera —dijo—. No sabemos nada de él. Cassy intentó liberarse pero él le sujetó con más fuerza.
—Es sólo un niño —dijo ella—. Está aterrorizado.
—Pero no sabemos…
—No podemos dejarle aquí.
A regañadientes, Jesse soltó a Cassy y ésta se inclinó para sacar al muchacho de su hogar de cartón. El niño se cogió rápidamente a Cassy y hundió la cara en la curva de su cuello.
—¿Cómo te llamas? —preguntó ella mientras le acariciaba la espalda. Se sorprendió de la fuerza con que la sujetaba.
Cassy y Jesse se miraron. Ambos estaban pensando lo mismo. ¿Qué efecto iba a tener este nuevo acontecimiento en su ya desesperada situación?
—Ya estás a salvo —le dijo Cassy—, pero necesitamos saber cómo te llamas para poder hablar contigo.
Lentamente, el chico echó el cuerpo hacia atrás. Cassy sonrió con ternura. Se disponía a tranquilizarlo cuando se percató de que sonreía como si estuviera en éxtasis. Lo más sorprendente, no obstante, eran sus ojos. Tenían unas pupilas enormes y brillaban como con una luz interior.
Sintiendo un rechazo instintivo, Cassy se inclinó para dejarlo en el suelo. Trató de sujetarle la mano, pero el chico era más fuerte de lo que había imaginado y consiguió soltarse. Luego echó a correr hacia la salida.
—¡Eh! —gritó Jesse ¡Vuelve aquí! El teniente fue tras el muchacho.
—Está infectado —vociferó Cassy.
—Lo sé, por eso no quiero que se escape. Jesse tenía problemas para correr por el sombrío pasillo, pues las suelas de sus zapatos conservaban restos de aceite. Para colmo estaban todas aquellas latas, botellas y cajas esparcidas por el suelo.
El niño, que no parecía tener dificultades para salvar los obstáculos, llegó al vestíbulo mucho antes que Jesse. Tras colocarse delante de un escaparate roto, levantó una mano regordeta y desplegó los dedos. De su palma se elevó un disco negro que desapareció en la noche.
Jesse llegó hasta el niño casi sin resuello a causa de los tropiezos y resbalones sufridos por el camino. Para colmo, se había golpeado la cadera y cojeaba ligeramente. Había caído cerca de una caja registradora y aplastado una lata de salsa de tomate.
—De acuerdo, hijo —dijo tratando de recuperar el aliento—. ¿Qué estás haciendo aquí?
Sin abandonar su desmedida sonrisa, el muchacho alzó la vista hacia Jesse. No dijo nada.
—Venga, muchacho. No pido tanto. Cassy se acercó.
—¿Qué ha hecho? —preguntó.
—Nada que yo sepa —respondió Jesse—. Corrió hasta aquí y se detuvo. Ojalá dejara de sonreír así. Tengo la sensación de que se está burlando de nosotros.
Ambos divisaron los faros al mismo tiempo. Un coche había entrado en el aparcamiento del supermercado y se acercaba a ellos.
—¡Oh, no! —Exclamó Jesse—. Tenemos compañía, justo lo que necesitábamos.
El vehículo se aproximaba a gran velocidad. Cassy y Jesse retrocedieron unos pasos. Con un agudo chirrido de neumáticos, el coche se detuvo en seco delante de la tienda. La luz cegadora de los faros inundó el interior. Cassy y Jesse se protegieron los ojos con las manos. El niño corrió hacia la luz y desapareció en medio del resplandor.
—¡Ve a buscar a Nancy y salid por la puerta de atrás! —ordenó Jesse.
—¿Y tú?
—Voy a entretenerles un rato. Si no he vuelto al punto de encuentro dentro de quince minutos, marchaos sin mí. Ya buscaré algún coche para regresar a la cabaña.
—¿Estás seguro?
A ella no le hacía gracia dejarlo solo.
—Claro que lo estoy. Y ahora vete. Los ojos de Cassy se habían acostumbrado lo suficiente a la luz como para divisar dos figuras que en ese momento bajaban del coche. El resplandor de los faros todavía le impedía apreciar los detalles.
Cassy dio media vuelta y se adentró en el supermercado. A mitad del pasillo miró atrás y vio a Jesse cruzar el escaparate roto en dirección a la luz.
Cassy cogió carrera y arremetió deliberadamente contra la persiana de la farmacia. La agarro y comenzó a sacudirla y a gritar el nombre de Nancy. Nancy asomó la cabeza por detrás del mostrador y enseguida reparó en la luz procedente de la fachada del supermercado.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Tenemos problemas —respondió entre jadeos—. Hay que salir de aquí.
—De acuerdo. Ya tengo todo lo que necesito. Rodeó el mostrador e intentó cruzar la persiana, pero quedó enganchada en el canto mellado de la abertura.
—Cógela —dijo Nancy tendiendo la bolsa de los medicamentos a Cassy.
Trató de salir empujando la rejilla con ambas manos, pero sin éxito.
La luz que llegaba del vestíbulo se hizo más intensa. De pronto se oyó un silbido que aumentó con rapidez, hasta hacerse ensordecedor. Luego, el silbido cesó con tal brusquedad que la consecuente sacudida volcó algunos artículos de las estanterías.
—¡Oh, no! —gimió Nancy.
—¿Qué ocurre?
—Es el mismo silbido que oímos cuando Eugene desapareció ¿Dónde está Jesse?
—¡Vamos! —gritó Cassy. Tenemos que salir de aquí.
Dejó la bolsa de medicamentos en el suelo y trató de agrandar el hueco de la rejilla. La luz de varias linternas empezó a barrer el interior de la tienda.
—¡Vete! —gritó Nancy. Coge la bolsa y corre.
—No me iré sin ti —dijo Cassy mientras bregaba con la persiana.
—De acuerdo. Empuja por este lado y yo empujare por el otro.
El esfuerzo conjunto logró finalmente liberar a Nancy. Cogieron la bolsa y, siguiendo la pared del fondo de la tienda, echaron a correr sin rumbo. Seguras de que el local dispondría de una puerta trasera, cuanto encontraron fue una enorme nevera de alimentos congelados.
Al llegar al final doblaron por el primer pasillo. Confiaban en que si seguían el contorno del edificio tarde o temprano tropezarían con una puerta. Pero no llegaron muy lejos. En ese momento varios individuos con linternas asomaron por el otro extremo del pasillo.
Cassy y Nancy soltaron un grito de pavor. Lo que daba al grupo un aire especialmente terrorífico eran los ojos, que brillaban en la penumbra como lejanas estrellas en un cielo oscuro.
Cassy y Nancy retrocedieron, sólo para tropezar con un segundo grupo que se acercaba por la otra punta del pasillo. Acurrucadas la una contra la otra, vieron cómo ambos grupos las rodeaban. Ahora estaban suficientemente cerca para advertir que había tantos hombres como mujeres, tantos viejos como jóvenes, y que todos poseían el mismo brillo en los ojos y la misma sonrisa de plástico.
Los infectados rodearon a las mujeres, pero eso fue cuanto ocurrió durante unos instantes. Espalda contra espalda, Cassy y Nancy se cubrieron la boca con las manos. La bolsa de las medicinas cayó al suelo.
Horrorizada ante la idea de que la tocaran, Cassy soltó un chillido cuando uno de los infectados la cogió e a muñeca.
—Cassy Winthrope, ¿verdad? —Dijo el hombre con una carcajada—. Es un verdadero placer conocerla. Se le ha echado mucho de menos.
Pitt tamborileó el volante con los dedos. Jonathan se revolvió en el asiento trasero de la furgoneta. Estaban preocupados.
—¿Cuánto tiempo ha pasado? —preguntó Jonathan.
—Veinticinco minutos —dijo Pitt.
—¿Qué vamos a hacer?
—Ni idea. Pensaba que los problemas los íbamos a tener nosotros.
—A nadie le importó lo que hacíamos porque no dejamos de sonreír —dijo Jonathan.
—Quédate aquí —ordenó Pitt—. Tengo que ir a ese supermercado. Si no he vuelto dentro de quince minutos regresa a la cabaña sin mí.
—¿Y cómo volverás tú? —repuso Jonathan.
—Hay un montón de coches abandonados para elegir —dijo Pitt—. No te preocupes.
—Pero…
—Haz lo que te digo.
Pitt salió de la furgoneta y descendió por el risco. Tras dejar atrás la arboleda, desembocó en una calle desierta y emprendió el camino hacia el supermercado. Calculó que tenía unas seis manzanas por delante antes de girar.
De un edificio salió un individuo que echó a andar en dirección a Pitt, que reparó en el brillo de sus ojos. Reprimiendo las ganas de salir corriendo, esbozó una amplia sonrisa, la misma que él y Jonathan habían mostrado en el centro médico. Los músculos de la cara le dolían de tanto sonreír.
Para Pitt, la experiencia de caminar directamente hacia el individuo resultaba desquiciante. No sólo debía concentrarse en sonreír, sino en mantener la mirada al frente. Él y Jonathan habían aprendido que el contacto con los ojos levantaba sospechas.
El hombre pasó de largo y Pitt suspiró aliviado. Vaya vida, rumió con tristeza. ¿Cuánto tiempo iban a ser capaces de soportar aquel juego del ratón y el gato?
Dobló en la esquina y puso rumbo al supermercado. Desde lejos divisó un grupo de coches estacionados frente a la entrada. El hecho de que los faros estuvieran encendidos le inquietó. Se acercó un poco más y comprobó que también los motores estaban encendidos.
Pitt se detuvo en el margen exterior del aparcamiento. En ese momento varias personas salieron del supermercado y subieron a los coches. Luego se oyó el ruido de puertas al cerrarse.
Caminando con paso rápido, Pitt se ocultó en el oscuro portal del edificio que lindaba con la entrada del aparcamiento del supermercado. Los coches se pusieron en marcha y giraron en dirección a Pitt. Poco a poco fueron formando una sola fila. Pitt se acurrucó en su escondite en el momento en que los faros del primer coche le rozaban.
El primero de los seis coches pasó a unos cinco metros de Pitt. El vehículo se detuvo un instante antes de girar, dándole la oportunidad de divisar los rostros sonrientes de sus ocupantes.
Los coches fueron pasando. Al llegarle el turno al último, Pitt quedó petrificado y un escalofrío le recorrió la espalda. Sentada en el asiento de atrás iba Cassy.
Incapaz de contenerse y sin pensar en las consecuencias, dio un paso al frente, como si pretendiera echar a correr hacia el coche y abrir la portezuela. La luz de la calle lo envolvió y en ese momento Cassy miró en su dirección.
Por una milésima de segundo sus ojos se encontraron. Pitt hizo ademán de avanzar, pero Cassy sacudió la cabeza y el instante pasó. Con un brusco bandazo, el coche aceleró y se esfumó en la noche.
Temblando, Pitt se apoyó contra el portal. Estaba furioso consigo mismo por no haber actuado, aunque en el fondo sabía que no habría servido de nada. Cada vez que cerraba los ojos veía el rostro de Cassy enmarcado en la ventanilla del coche.