—Nancy, ya hemos llegado —dijo Sheila con suavidad.
Nancy despertó sobresaltada.
—¿Qué hora es? —preguntó tras comprender dónde estaba.
Sheila se lo dijo.
—Me encuentro fatal —dijo Nancy.
—Yo también.
Habían pasado la noche caminando arriba y abajo por el aeropuerto internacional de Hartsfield, Atlanta, dominadas por el temor de que alguien las reconociera. El embarque en el avión a primera hora de la mañana había supuesto un alivio para ambas. Una vez en el aire, las dos se habían sumido en un sueño profundo.
—¿Qué voy a decirle a mi hijo? —preguntó Nancy sin esperar una respuesta.
Cada vez que recordaba la brutal desaparición de su marido se le llenaban los ojos de lágrimas.
Ambas recogieron sus cosas y bajaron del avión. Tenían la sensación de que todo el mundo las miraba. Cuando salieron del pasadizo Nancy vio a Jonathan y corrió hacia él. Madre e hijo se fundieron en un largo abrazo mientras Sheila saludaba a Jesse, Pitt y Cassy.
—Salgamos de aquí —dijo el teniente dando una palmadita a la apesadumbrada pareja.
Caminaron hacia la terminal. La cabeza de Jesse giraba sin cesar, evaluando a la gente de alrededor. Se alegró de que nadie les prestara atención, en especial el personal de seguridad del aeropuerto.
Quince minutos después se hallaban en la furgoneta de Jesse camino de la ciudad. Sheila y Nancy describieron con detalle el dramático viaje. Con voz temblorosa, Nancy relató los últimos momentos de Eugene. La tragedia fue recibida con un dolorido silencio.
—Tenemos que decidir adónde vamos —dijo Jesse.
—Nuestra casa será el lugar más cómodo —propuso Nancy—. Aunque carece de lujos, es muy espaciosa.
—No creo que sea una buena idea —repuso Jesse, y explicó a Nancy y Sheila lo ocurrido la noche anterior.
Nancy se sintió ultrajada.
—Sé que es muy egoísta por mi parte estar tan enfadada por una casa teniendo en cuenta lo que está pasando —dijo—, pero se trata de mi hogar.
—¿Dónde dormisteis ayer? —preguntó Sheila.
—En el apartamento de mi primo —respondió Pitt—. Sólo tiene tres dormitorios y un cuarto de baño.
—Dadas las circunstancias, la comodidad es un lujo que no podemos permitirnos —declaró Sheila.
—En Today de esta mañana una pandilla de médicos de Sanidad dijo que el brote de gripe no es preocupante —explicó Cassy.
—Probablemente eran del CCE —dijo Sheila—. ¡Cabrones!
—Lo que me inquieta es que los medios de comunicación no han dicho ni una palabra sobre los discos negros —dijo Pitt—. ¿Por qué nadie ha cuestionado la presencia de esos discos, y aún más después de que aparecieran tantos?
—Para la gente son una curiosidad inofensiva —explicó Jesse—. Se habla de ellos, pero nadie los considera importantes para convertirlos en noticia. Por desgracia, no encontrarán motivos para relacionar los discos con la gripe hasta que sea demasiado tarde.
—Tenemos que buscar un modo de alertar a la gente —dijo Cassy. No podemos esperar más.
—Cassy tiene, razón —convino Pitt—. Es hora de que salgamos a la luz, ya sea a través de la televisión, la radio o la prensa. La gente tiene que enterarse.
—Al diablo la gente —espetó Sheila—. Lo que necesitamos es la intervención de la comunidad científica y médica. Dentro de poco no quedará nadie con la formación necesaria para encontrar un modo de detener esa cosa.
—Creo que los chicos tienen razón —intervino Jesse. Lo intentamos con el CCE y no funcionó. Tenemos que buscar personas de los medios de comunicación que no estén infectadas para que anuncien al mundo entero la noticia. No conozco a nadie en ese campo, salvo algunos detestables periodistas de sucesos.
—Sheila tiene razón… —comenzó Nancy.
Jonathan se apartó de la discusión. Estaba destrozado por la pérdida de su padre. A su edad, la idea de la muerte era totalmente irreal. En cierto modo no podía aceptar lo que le habían contado. Se dedicó a contemplar la ciudad. Las calles parecían llenas de gente a todas horas del día y la noche. Y todos mostraban aquella estúpida y falsa sonrisa.
Estaban atravesando el centro de la ciudad cuando Jonathan se percató de algo. La gente se ayudaba mutuamente. Desde el peatón que ayudaba a un obrero a descargar sus herramientas hasta el niño que transportaba el paquete de un anciano, todo el mundo trabajaba en grupo. La ciudad tenía el aspecto de una colmena.
La discusión en el interior del coche alcanzó su punto álgido cuando Sheila elevó la voz para ahogar la de Pitt.
—¡Basta ya! —gritó Jonathan. Para su sorpresa, el grito funcionó. Todos le miraron, incluso Jesse, que conducía.
—Esta discusión no tiene sentido —dijo Jonathan y, señalando la calle con un movimiento de la cabeza, añadió—: Tenemos que trabajar en grupo. Como ellos.
Vapuleados por un adolescente, todos aceptaron la sugerencia y miraron por las ventanillas del coche. Comprendiendo a qué se refería Jonathan, se calmaron.
—Es aterrador —comentó Cassy. Parecen autómatas.
Jesse giró por la calle del apartamento del primo de Pitt. Había aminorado la marcha cuando de repente divisó dos coches sin identificación que supo eran de la policía. No le cabía duda de que estaban vigilando el lugar. Los coches, aunque camuflados, parecían proclamarlo a gritos.
—Es ahí —dijo Pitt al ver que Jesse iba a pasarse de largo el edificio.
—No voy a detenerme —dijo el teniente y señaló a su derecha—. ¿Ves esos dos Ford último modelo. Sus ocupantes son policías vestidos de paisano?
Cassy se giró para mirar.
—¡No mires! —Advirtió Jesse—. Lo último que queremos es atraer su atención. —Siguió conduciendo.
—Podríamos ir a mi apartamento —sugirió Sheila—, aunque sólo tiene un dormitorio y está muy alto.
—Tengo un lugar mejor —dijo Jesse—. De hecho, es el lugar idóneo.
Beau y un grupo de ayudantes de confianza se dirigían en dos de los Mercedes de Randy Nite al Observatorio Donaldson construido en lo alto de la montaña Jackson. La vista desde la cima era espectacular, sobre todo en un día despejado como aquel.
El Observatorio, una enorme cúpula situada justo encima de la cúspide rocosa de la montaña, era tan impresionante como su ubicación. Pintado de un blanco brillante, el sol se reflejaba en él con una luz cegadora. La persiana de la cúpula estaba cerrada para proteger el enorme telescopio reflector.
Nada más detenerse el coche, Beau bajó de un salto seguido de Alexander Dalton. Alexander había sido abogado en su anterior vida. Verónica Paterson descendió por el lado del conductor, luciendo todavía su ajustado mono de espandex.
Beau vestía una camisa de manga larga con un estampado oscuro. Llevaba el cuello levantado y los puños abotonados.
—Espero que el equipo merezca el esfuerzo —comentó Beau.
—Tengo entendido que es lo último en tecnología —dijo Alexander.
Era un hombre alto y enjuto con unos dedos especialmente largos y delgados. Actualmente era uno de los ayudantes de más confianza de Beau.
El segundo Mercedes aparcó y de él salió un equipo de técnicos portando sus propias herramientas.
—Hola, Beau Stark —dijo una voz. El equipo se giró y vio a un hombre de unos ochenta años y pelo blanco, de pie bajo la puerta abierta de la base del observatorio. Tenía el rostro poblado de arrugas y agrietado como una pasa a causa del fuerte sol de la montaña.
Beau se acercó al doctor Carlton Hoffman, le estrechó la mano y le presentó a Verónica y Alexander.
Luego comunicó a sus ayudantes que acababan de conocer al rey de la astronomía norteamericana.
—Eres muy amable —dijo Carlton—. Entremos y empecemos a trabajar.
Beau indicó a sus técnicos que entraran en el observatorio. El equipo lo hizo en silencio.
—¿Necesitas algo? —preguntó Carlton.
—Creo que hemos traído cuanto necesitamos —dijo Beau.
Sin más tardanza, los técnicos procedieron a desmontar el inmenso telescopio.
—¡Ante todo me interesa la cápsula de observación de enfoque primario! —gritó Beau a uno de los técnicos. Luego se volvió hacia Carlton—: Sabes que siempre serás bienvenido en el instituto.
—Gracias. Iré cuando estéis preparados.
—No falta mucho —dijo Beau.
—¡Alto! —gritó una voz que resonó en la cúpula del observatorio. El proceso de desmontaje se detuvo en seco—. ¿Qué están haciendo? ¿Quiénes son ustedes?
Todos los ojos se volvieron hacía la puerta de la esclusa de aire. Bajo el umbral había un hombrecillo de aspecto tímido. Tosía violentamente pero sin apartar la vista de los obreros, que ya habían desmontado algunas piezas del telescopio.
—¡Fenton, estamos aquí! —Gritó Carlton—. No pasa nada. Ven, quiero que conozcas a alguien.
El nombre del recién llegado era Fenton Tyler. Ocupaba el cargo de astrónomo auxiliar y, como tal, era el heredero forzoso de Carlton Hoffman. Fenton dirigió una rápida mirada a Carlton, pero enseguida se desvió hacia los obreros para asegurarse de que no desenroscaran un tornillo más.
—Acércate, Fenton, te lo ruego —insistió Carlton. Fenton avanzó de lado sin apartar los ojos de su amado telescopio. Mientras se acercaba, Beau y los demás advirtieron que estaba enfermó.
—Tiene la gripe —susurró Carlton a Beau—. No esperaba que viniera por aquí.
Beau asintió.
—Entiendo —dijo Fenton llegó junto a su jefe. Estaba pálido y tenía fiebre. Estornudó con vehemencia.
Carlton hizo las presentaciones y explicó que Beau estaba tomando prestadas algunas piezas del telescopio.
—¿Prestadas? —repitió Fenton desconcertado—. No entiendo nada.
Carlton posó una mano sobre el hombro de Fenton.
—Es lógico —dijo—, pero te prometo que acabarás entendiéndolo, y antes de lo que imaginas.
—¡Muy bien! —Exclamó Beau—. Volved al trabajo. Terminemos cuanto antes.
Pese a los comentarios de Carlton, Fenton se sentía horrorizado ante el desmontaje que estaba presenciando y expresó su desacuerdo. Carlton se lo llevó a un recodo para intentar explicarle la situación.
—Ha sido una suerte que el doctor Hoffman estuviera aquí —dijo Alexander.
Beau asintió, pero ya no pensaba en la interrupción. Estaba pensando en Cassy.
—Alexander, ¿conseguiste localizar a la mujer de quien te hablé? —preguntó.
—Cassy Winthrope —dijo Alexander, comprendiendo a quién se refería Beau—. No la hemos localizado. Está claro que todavía no es uno de nosotros.
—Mmmm —murmuró pensativamente Beau—. No debí dejarla marchar cuando vino a verme. No sé qué me ocurrió. Supongo que todavía conservaba algún vestigio de romanticismo humano. Tienes que encontrarla cueste lo que cueste.
—La encontraremos lo aseguro —respondió Alexander.
*****
El último kilómetro fue duro, pero la furgoneta de Jesse consiguió navegar con éxito por los baches del deteriorado camino de tierra.
—La cabaña está justo después de la próxima curva —anunció Jesse.
—¡Menos mal! —protestó Sheila. La furgoneta se detuvo al fin. Al abrigo de un bosquecillo de enormes pinos vírgenes se alzaba una cabaña de troncos. El sol penetraba entre las acículas formando haces de sorprendente fulgor.
—¿Dónde estamos? —Preguntó Sheila—. ¿En Tombuctú?
—Ni mucho menos —rió Jesse. Aquí disponemos de electricidad, teléfono, televisión, agua corriente y retrete.
—Hablas como si fuera un hotel de cinco estrellas —ironizó Sheila.
—A mí me encanta —dijo Cassy.
—Seguidme —dijo Jesse. Os enseñaré el interior y el lago que hay detrás.
Bajaron del coche con el cuerpo entumecido, sobre todo Sheila y Nancy, y recogieron las escasas pertenencias que habían traído consigo. Jonathan cogió su ordenador portátil.
El aire, limpio y quebradizo, olía a pino. La fresca brisa suspiraba suavemente a través de las elevadas copas de hoja perenne. En todas partes se oía el canto de los pájaros.
—¿Cómo se te ocurrió comprar esta cabaña? —preguntó Pitt mientras subían al porche.
Los postes y la barandilla eran troncos de árbol. Toscos tablones de pino conformaban el suelo.
—Tengo este lugar básicamente por la pesca —explicó Jesse. Annie era la pescadora, no yo. Cuando murió fui incapaz de venderlo, aunque lo cierto es que durante los dos últimos años apenas he venido.
Abrió la puerta principal. Dentro olía ligeramente a humedad. La estancia estaba presidida por una enorme chimenea construida con piedra del lugar que llegaba hasta el techo. A la derecha había una cocina de fogones con una bomba manual que vertía sobre una pila de piedra. A la izquierda había dos dormitorios. La puerta del cuarto de baño se hallaba a la derecha de la chimenea.
—Es encantadora —comentó Nancy.
—Y es cierto que está en el quinto pino —dijo Sheila.
—Dudo que hubiéramos podido encontrar un lugar mejor —dijo Cassy.
—Vamos a ventilarla —propuso Jesse. Durante la siguiente media hora el grupo se afanó en acondicionar la cabaña. Por el camino se habían detenido en un supermercado para aprovisionarse de comida. Los hombres sacaron las provisiones del coche y las mujeres las guardaron.
Aunque no hacía frío, Jesse insistió en encender un fuego.
—Para que se coma la humedad —explicó—. Cuando anochezca os alegraréis de tener un fuego. Aquí siempre refresca por las noches, incluso en esta época del año.
Finalmente todos cayeron derrengados sobre los sofás de guinga y las sillas de capitán, en torno a la chimenea. Pitt estaba utilizando el ordenador de Jonathan.
—Aquí estaremos seguros —comentó Jonathan mientras masticaba una patata frita.
—Al menos durante un tiempo —dijo Jesse—. Que yo sepa, ninguno de mis compañeros conoce la existencia de esta cabaña. Pero no hemos venido aquí de vacaciones. ¿Qué vamos a hacer con lo que está ocurriendo en el mundo?
—¿Con qué rapidez puede extenderse esa gripe? —preguntó Cassy.
—¿Con qué rapidez? —Repitió Sheila—. Creo que lo ha demostrado con creces.
—Se extiende como el fuego, básicamente porque el período de incubación es de pocas horas, se trata de una dolencia breve y la gente infectada intenta infectar a los demás —dijo Pitt sin dejar de escribir en el ordenador—. Podría hacer un cálculo preciso si supiera cuántos discos negros han aterrizado en la Tierra. Pero aun tirando por lo bajo, la cosa tiene mal aspecto.
Pitt giró la pantalla para mostrarla a los demás. En ella aparecía un gráfico de sectores con una cuña de color rojo.
—Esto es sólo después de unos días —dijo.
—Estamos hablando de millones y millones de personas —observó Jesse.
—Teniendo en cuenta el espíritu de equipo con que trabajan las personas infectadas y su tendencia evangelizadora, no tardarán en ser miles de millones —dijo Pitt.
—¿Y los animales? —preguntó Jonathan.
Pitt suspiró.
—No he pensado en ellos —admitió—, pero seguro que son igual de vulnerables, como cualquier organismo que tenga el virus en su genoma.
—Así es —dijo Cassy pensativamente—. Beau debió de infectar a su perro. Desde el principio tuve la impresión de que el animal actuaba de forma extraña.
—Por tanto estos alienígenas invaden los cuerpos de otros organismos —dijo Jonathan.
—De la misma forma que un virus normal invade células individuales —observó Nancy—. Por eso Pitt lo llamó megavirus.
Todos se alegraron de oír la voz de Nancy. Llevaba horas sin abrir la boca.
—Los virus son parásitos —continuó—, de modo que necesitan un organismo huésped. Solos no pueden hacer nada.
—Está claro que necesitan un huésped —dijo Sheila—, y esta extraña raza todavía más. Es imposible que un virus microscópico construyera esas naves espaciales.
—Estoy de acuerdo —dijo Cassy. El virus alienígena debió de infectar a otras especies de algún otro lugar del universo que poseen los conocimientos, el tamaño y la capacidad para construir esos discos.
—Yo no estaría tan segura —repuso Nancy. Cabe que los construyeran ellos mismos. Recuerda cuando sugerí que los alienígenas podrían ser capaces de adoptar una forma viral para resistir el viaje intergaláctico. Lo que significa que su forma normal puede ser muy diferente de la viral. Antes de desaparecer, Eugene sugirió la posibilidad de que un número finito de humanos infectados pudieran alcanzar la conciencia alienígena si trabajaban en común.
—Cada vez entiendo menos de lo que habláis —comentó Jesse.
—Sea como sea —dijo Jonathan—, es posible que estos alienígenas controlen millones de formas de vida alrededor de la galaxia.
—Y ahora ven a los humanos como un hogar agradable donde vivir y crecer —añadió Cassy. ¿Pero por qué ahora? ¿Qué tiene de especial el momento presente?
—Yo diría que es pura casualidad —dijo Pitt—. Quizá tengan como norma enviar cada varios millones de años una nave espacial a la Tierra para comprobar qué forma de vida ha evolucionado aquí.
—Si es así —dijo Jesse—, el informe debió de ser excelente, porque ahora hay montones de ellas.
—Tiene sentido —opinó Cassy—. Y Beau debió de Ser el primer huésped.
—Probablemente —convino Sheila—. Pero si el guión es correcto, podría haberle tocado a cualquiera en cualquier lugar.
—Teniendo en cuenta los hechos —dijo Cassy dirigiéndose más a Pitt que a los demás—, Beau tuvo que ser el primero. ¿Y sabéis una cosa? De no haber sido por Beau ahora nos hallaríamos en la misma situación que el resto de la gente. Ignoraríamos por completo lo que está pasando.
—O seríamos uno de ellos —dijo Jesse. El discurso fue recibido con un silencio. Durante un rato sólo se oyó el chisporroteo de la madera candente y el gorjeo de los pájaros al otro lado de las ventanas abiertas.
—¡Eh! —Exclamó Jonathan rompiendo el silencio—. ¿Vamos a quedarnos de brazos cruzados?
—¡Por supuesto que no! —Dijo Pitt—. Tenemos que hacer algo. Es hora de contraatacar.
—Estoy de acuerdo —dijo Cassy—. Es nuestra responsabilidad. A fin de cuentas, es posible que seamos las personas de este mundo que más sabemos sobre el desastre que se nos viene encima.
—Necesitamos un anticuerpo —dijo Sheila—. Un anticuerpo y probablemente una vacuna, —ya sea para el virus o para la proteína promotora. 0 tal vez un medicamento antivírico. ¿Qué opinas tú, Nancy?
—No se pierde nada por intentarlo. Pero necesitamos instrumental y mucha suerte.
—Podríamos crear un laboratorio aquí mismo —propuso Sheila—. Necesitaremos cultivos tisulares, incubadoras, microscopios, centrifugadores. Disponemos de todo eso, sólo hay que traerlo hasta aquí.
—Haced una lista con todo lo que necesitéis —dijo Jesse—. Probablemente pueda conseguir casi todo.
—Necesito ir a mi laboratorio —dijo Nancy.
—Y yo —dijo Sheila—. Necesitamos muestras de sangre de los pacientes que murieron de gripe, así como la muestra del líquido del disco.
—Haremos un resumen del informe que elaboramos para el CCE y lo difundiremos —declaró Cassy.
—Eso es dijo Pitt comprendiendo las intenciones de Cassy. Lo difundiremos por Internet.
—Buena idea —dijo Jonathan—. Empecemos por enviarlo a los laboratorios de virología más importantes —propuso Sheila.
—Desde luego —dijo Nancy—. Y a las empresas farmacéuticas que se dedican a la investigación. Es imposible que todas esas fuentes estén infectadas. Estoy segura de que encontraremos a alguien que nos escuche.
—Puedo establecer una red de enlaces —dijo Jonathan—. Si los voy cambiando nadie podrá localizarnos.
Se miraron unos a otros. Estaban mareados a la vez que abrumados por la magnitud y dificultad de lo que estaban a punto de emprender. Cada uno había elaborado su propio cálculo de las probabilidades de éxito, pero, dejando a un lado las valoraciones personales, todos estaban de acuerdo en que había que hacer algo. A esas alturas la inacción habría resultado, a nivel psicológico, mucho más dura.
El sol acababa de ponerse cuando Nancy, Sheila y Jesse salieron de la cabaña y subieron a la furgoneta. Cassy, Jonathan y Pitt se despidieron desde el porche.
El grupo había decidido, después de una merecida siesta por parte de Sheila y Nancy, hacer una incursión en la ciudad para recoger instrumental de investigación. También habían decidido que los jóvenes permanecieran en la cabaña para tener espacio en la furgoneta. Al principio los muchachos habían protestado, sobre todo Jonathan, pero tras una larga discusión comprendieron que era lo mejor.
Jonathan regresó al interior de la cabaña en cuanto la furgoneta se hubo perdido de vista. Cassy y Pitt fueron a dar un paseo. Bordearon la cabaña y bajaron por el pinar hasta el lago. Caminaron hasta el final de un pequeño muelle y contemplaron en silencio la belleza natural del paisaje. La noche caía rauda, salpicando los montes con pinceladas de color púrpura y azul perla.
—En medio de este maravilloso lugar el asunto parece un mal sueño —comentó Pitt—, como si fuera irreal.
—Lo sé —dijo Cassy—. Por otro lado, el hecho de saber qué es real y que toda la raza humana está en peligro me hace sentir unida a ella de una forma nueva para mí. Quiero decir que existe una relación entre todos nosotros. Por primera vez siento que los seres humanos somos una gran familia. Y cuando pienso en cómo nos hemos tratado unos a otros… —Se estremeció.
Pitt la rodeó con sus brazos para consolarla y darle calor. Cumpliendo las previsiones de Jesse, la temperatura había bajado nada más ponerse el sol.
—El temor a perder tu identidad también te hace reflexionar sobre tu vida —prosiguió Cassy—. Me resulta muy difícil tener que renunciar a Beau, pero no me queda más remedio. Me temo que el Beau que conocía ya no existe. Es como si hubiera muerto.
—Quizá desarrollemos un anticuerpo. Pitt la miró y deseó fervientemente besarla, pero no se atrevió.
—Ya —repuso ella con desdén—, y Papá Noel vendrá a vernos mañana.
—¡Venga, Cassy! —exclamó zarandeándola ligeramente—. ¡No puedes rendirte!
—¿Quién ha hablado de rendirse? Simplemente estoy intentando aceptar la realidad de la mejor forma posible. Todavía quiero al viejo Beau, y probablemente siempre le querré. Pero con el tiempo me he dado cuenta de otra cosa.
—¿De qué? —preguntó inocentemente Pitt.
—De que siempre te he querido a ti también —dijo Cassy—. No pretendo violentarte, pero cuando tú y yo salíamos juntos siempre creí que en el fondo no te importaba, que mantenías conmigo una relación informal a propósito, de modo que nunca me detuve a analizar mis sentimientos. No obstante, durante estos dos últimos días he recibido una impresión diferente sobre tus sentimientos hacia mí y he comprendido que quizá estaba equivocada.
De lo más profundo de Pitt brotó una sonrisa que se elevó hasta extenderse por todo su rostro como una aurora.
—Si pensabas que no me importabas —dijo—, te aseguro que estabas absoluta y rigurosamente equivocada.
Ambos se miraron en medio de la creciente penumbra. Pese a la situación, estaban experimentando una inesperada euforia. La magia del momento se vio interrumpida por un grito agudo.
—¡Eh, chicos, venid aquí enseguida! —Era Jonathan—. ¡Tenéis que ver esto!
Temiendo lo peor, echaron a correr hacia la cabaña. Durante los escasos minutos que habían estado en el lago había oscurecido considerablemente bajo los encumbrados pinos y tropezaron varias veces con las raíces. Al irrumpir en la cabaña encontraron a Jonathan delante del televisor con una pierna colgando del brazo del sofá, comiendo patatas fritas mecánicamente.
—Escuchad —farfulló señalando el televisor—… «Todo el mundo coincide en que el presidente posee un vigor y una energía desconocidas en él hasta ahora. Según palabras de un empleado de la Casa Blanca, "es otro hombre"»…
La presentadora empezó a toser. Tras disculparse, prosiguió:
…«Entretanto, la curiosa gripe sigue extendiéndose por la capital. Algunos ministros, así como la mayoría de los miembros clave de ambas cámaras del Congreso, se han visto afectados por esta repentina enfermedad. El país entero lamenta la muerte del senador Pierson Canmore. Diabético declarado, fue toda una inspiración para la gente con enfermedades crónicas»…
Jonathan bajó el volumen con el mando a distancia.
—Por lo visto controlan casi todo el gobierno —dijo.
—Ya nos habíamos dado cuenta de eso —dijo Cassy. ¿Qué hay del resumen que elaboramos esta tarde? Pensaba que ibas a tenerlo listo para difundirlo por Internet.
—Ya lo he introducido —dijo Jonathan. Giró con un dedo el ordenador, que descansaba sobre la mesa del café, para que Cassy viese la pantalla. La máquina estaba conectada a la línea telefónica.
—Todo listo.
—En ese caso, lánzalo —dijo Cassy. Jonathan pulsó una tecla y la primera descripción y advertencia de lo que estaba ocurriéndole al mundo salió a la vasta autopista electrónica. El mensaje estaba ahora en Internet.