8.15 h.

—En mi vida he visto nada igual —dijo Jesse—. Pero decidme, ¿cuánto tiempo necesitan tres jóvenes para arreglarse antes de salir a desayunar?

—La culpa es de Cassy —dijo Pitt—. Se ha pasado dos horas en el baño.

—Eso es mentira —protestó la joven—. No he tardado ni la mitad que Jonathan. Además, tenía que lavarme el pelo.

—Yo apenas he tardado —se defendió Jonathan.

—Desde luego que has tardado —dijo Cassy.

—¡Basta! —ordenó Jesse. Y bajando el tono de voz añadió—: Había olvidado lo que es estar entre niños.

Juzgándolo el lugar más seguro, el grupo había pasado la noche en el apartamento del primo segundo de Pitt. Y se las habían arreglado bastante bien. Pitt y Jonathan habían compartido una habitación. El único problema era que sólo había un cuarto de baño.

—¿Dónde podríamos desayunar? —preguntó Jesse.

—Generalmente vamos al bar de Costa —dijo Cassy—, pero creo que la camarera está infectada.

—Encontraremos gente infectada allá donde vayamos —dijo Jesse—. Vamos al bar de Costa, así evitaré encontrarme con mis compañeros de trabajo.

Hacía una mañana preciosa. Los muchachos esperaron en el portal mientras Jesse examinaba su coche. Tras comprobar que seguía intacto, hizo señas de que se acercaran.

—Tengo que poner gasolina —dijo Jesse al salir a la carretera.

—Sigue habiendo mucha gente paseando por la calle —observó Jonathan—, igual que anoche. No hay quien les quite esa sonrisa de gilipollas.

—Ya no está de moda decir palabrotas —le amonestó Cassy.

—Ostras, hablas como mi madre —dijo Jonathan. Llegaron a una gasolinera. El teniente bajó del coche para llenar el depósito. Pitt lo imitó.

—¿Has notado lo mismo que yo? —preguntó Jesse. La gasolinera estaba muy animada a esa hora de la mañana.

—¿Se refiere a que todo el mundo parece tener la gripe?

—Exacto. Casi todas las personas tosían, estornudaban o tenían mal aspecto.

Poco antes de llegar al bar, Jesse detuvo el coche frente a un quiosco y pidió a Pitt que comprara un periódico. Pitt bajó y esperó su turno. El quiosco estaba tan animado como la gasolinera. Sobre cada una de las pilas de periódicos había un disco negro.

Pitt preguntó al propietario por los pisapapeles.

—Son bonitos, ¿eh?

—¿De dónde los ha sacado? —preguntó Pitt.

—Los encontré esta mañana desparramados por el jardín de mi casa.

Con el periódico en la mano, Pitt regresó al coche y explicó a los demás lo ocurrido.

—¡Estupendo! —exclamó Jesse con tono sarcástico. Leyó los titulares: «Brote de gripe leve»—. Como si no lo supiéramos.

Cassy, que iba en el asiento de atrás, cogió el periódico y leyó el artículo mientras Jesse conducía.

—Dice que la enfermedad es fastidiosa pero breve —comentó—, al menos para las personas sanas. A la gente con enfermedades crónicas se les aconseja que busquen atención médica al primer síntoma.

—Como, si fuera a servirles de mucho — comentó Pitt.

Una vez en el bar de Costa, eligieron una mesa próxima a la entrada. Pitt y Cassy buscaron a Marjorie con la mirada pero no la vieron. Cuando un muchacho de la edad de Jonathan se acercó para anotar los pedidos, Cassy le preguntó por la camarera.

—Está en Santa Fe —explicó el muchacho—. Muchos de nuestros empleados se han ido allí, por eso estoy trabajando. Soy Stephanos, el hijo de Costa.

Cuando Stephanos regresó a la cocina, Cassy contó a los demás lo que había visto en Santa Fe.

—Están todos trabajando en esa especie de castillo —añadió.

—¿Qué hacen? —preguntó Jesse.

La joven se encogió de hombros.

—Lo pregunté con naturalidad, pero Beau se fue por la tangente y empezó a hablarme de un nuevo comienzo y de arreglar las cosas. A saber de qué demonios estaba hablando.

Pitt consultó su reloj por enésima vez desde que entraran en el local.

—Deben de estar a punto de llegar al CCE.

—Probablemente esperarán a que abran —dijo Cassy—. Ya llevan en Atlanta varias horas, pero con la diferencia horaria es posible que el CCE tarde una o dos horas más en abrir.

Una familia de cuatro miembros sentada en la mesa contigua comenzó a toser y estornudar casi simultáneamente. La gripe se estaba propagando con rapidez. Pitt los miró y reconoció ese aspecto pálido y febril, particularmente en el padre.

—Ojalá pudiera prevenirles —dijo.

—¿Y qué les dirías? —Repuso Cassy—. ¿Que tienen un monstruo dentro del cuerpo que está siendo activado y que mañana ya no serán ellos?

—Tienes razón —admitió Pitt—. A estas alturas poco se puede decir. La prevención es la clave.

—Por eso hemos recurrido al CCE —dijo Cassy. La prevención es lo suyo. Sólo nos queda cruzar los dedos para que se lo tomen en serio antes de que sea demasiado tarde.

Sentado a su escritorio, el doctor Marchand se recostó sobre el alto respaldo del sillón y cruzó los brazos sobre su prominente abdomen, jamás había seguido las recomendaciones de su organización en lo referente a dieta y ejercicio físico. Parecía más el propietario de una cervecería del siglo diecinueve que el director del Centro para el Control de las Enfermedades.

El doctor Marchand había convocado urgentemente a algunos de sus jefes de departamento para una reunión. Con él estaban los doctores Isabel Sánchez, jefa del departamento de gripe; Delbert Black, jefe de patógenos especiales; Patrick Delbanco, jefe de virología; y Hamar Eggans, jefe de epidemiología. Marchand habría reunido a algunos más, pero estaban fuera de la ciudad o tenían otros compromisos.

—Gracias —dijo Marchand a Sheila, que acababa de finalizar una encendida exposición del problema.

Miró a sus jefes de departamento, abocados y absortos en la lectura del informe que Sheila les había entregado.

Sheila miró a Eugene y Nancy, sentados a su derecha. La sala se había quedado en silencio. Nancy asintió con la cabeza para comunicar a Sheila que había hecho un excelente trabajo. Eugene se encogió de hombros y enarcó las cejas como respuesta al silencio imperante. Se estaba preguntando cómo era posible que aquellos jefazos del CCE pudieran asimilar semejante información con tanta serenidad.

—Disculpen —dijo finalmente Eugene, incapaz de soportar por más tiempo el largo silencio—. Como físico, debo destacar que estos discos negros están hechos de un material que no puede haberse fabricado en la Tierra.

El doctor Marchand cogió la fiambrera que tenía sobre la mesa y aguzó la mirada para examinar los objetos.

—Y se trata sin duda de una fabricación —continuó Eugene—. Quiero decir que no son naturales. En otras palabras, tienen que proceder de una cultura avanzada… ¡Una cultura alienígena!

Era la primera vez que utilizaban la palabra «alienígena». La habían dado a entender, pero habían evitado ser explícitos.

Marchand sonrió para indicar a Eugene que comprendía su planteamiento. Tendió la fiambrera al doctor Black.

—Pesan mucho —comentó Black antes de pasar el recipiente al doctor Delbanco.

—¿Y dice que en su ciudad hay muchos objetos como éstos? —preguntó Marchand.

Llevada por la exasperación, Sheila alzó los brazos y se puso en pie. No podía seguir sentada.

—Podría haber miles —dijo—, pero ésa no es la cuestión. La cuestión es que nos hallamos en los albores de una epidemia provocada por un provirus que habita en nuestros genomas. De hecho, se encuentra en los genomas de todos los animales que hemos analizado, lo que sugiere que podría llevar en este planeta mil millones de años. Y lo más espeluznante es que ha de ser, por fuerza, de origen extraterrestre.

—Cada elemento, cada átomo y cada partícula de nuestro cuerpo es extraterrestre —puntualizó severamente Black—. Toda nuestra estructura ha sido forjada en la supernova de estrellas agonizantes.

—Ya —repuso Eugene—, pero no estamos hablando de meros átomos, sino de una forma de vida.

—Exacto —dijo Sheila—, de un organismo parecido a un virus que ha estado dormitando en los genomas de las criaturas terrestres, incluidos los seres humanos.

—Un organismo que, según usted, fue transportado a la Tierra en esas diminutas naves espaciales que hay en la fiambrera —apuntó Marchand con escepticismo.

Sheila se frotó la mejilla para no perder el control. Estaba cansada y emocionalmente agotada y, al igual que Nancy y Eugene, no había pegado ojo en toda la noche.

—Sé que resulta inverosímil —dijo con lentitud deliberada—, pero está ocurriendo. Estos discos negros inyectan un líquido en los organismos vivos. Tuvimos la suerte de obtener una gota de ese líquido, de la cual hemos aislado una proteína que creemos funciona como un prion.

—Los priones sólo transportan una de las encefalopatías espongiformes —declaró el doctor Delbanco con una amplia sonrisa—. Dudo que su proteína sea un prión.

—¡Dije «como un prión»! —Especificó Sheila con enojo—. No dije que fuera un prión.

—La proteína reacciona con el segmento de ADN que hasta hace poco se consideraba sin codificación —intervino Nancy, consciente de que Sheila empezaba a enfadarse. Quizá sea preferible decir que funciona como un promotor.

—Creo que es hora de un descanso —dijo Sheila—. Necesito un café.

—No faltaba más —dijo el doctor Marchand—. Ha sido un descuido por mi parte.

Beau frotó enérgicamente las orejas de Rey y contempló los verdes terrenos que se extendían frente al instituto. Desde la balconada de hierro forjado de la biblioteca él y Rey podían divisar un largo tramo del camino antes de que desapareciera entre los árboles. El camino hervía de nuevos conversos que avanzaban pacientemente hacia el cháteau. Algunos saludaron a Beau con la mano. Beau devolvió el saludo.

Paseando la mirada por el resto de la propiedad, comprobó que sus amigos caninos cumplían con su deber y se alegró. No quería interrupciones.

Entró de nuevo en la casa y bajó al salón de baile. La estancia estaba llena de personas trabajando con entusiasmo. Prácticamente desmantelada ahora, tenía un aspecto muy diferente al del día anterior.

Los trabajadores formaban un grupo diverso, integrado por personas de todas las profesiones y edades. No obstante, trabajaban como un equipo de natación sincronizada. Para Beau era una estampa digna de contemplar y la viva imagen de la eficiencia. Nadie necesitaba dar órdenes. Como células individuales de un organismo complejo, cada persona tenía en su mente la heliografía de todo el proyecto.

Beau encontró a Randy trabajando animadamente en una mesa improvisada en el centro de la sala. El equipo de Randy era especialmente dispar, con edades que iban desde los diez años hasta los ochenta. Estaban trabajando en una sofisticada batería de material electrónico. Cada obrero llevaba una careta de aumento que le daba aspecto de un oftalmólogo.

Beau se acercó.

—¡Hola, Beau! —Saludó jovialmente Randy—. ¡Un gran día!

—Maravilloso —respondió Beau con igual entusiasmo—. Lamento interrumpirte, pero esta tarde voy a necesitarte. Tus abogados vendrán con más documentos que firmar. Quiero que firmes el traspaso de tus fondos al instituto.

—Cuenta con ello —dijo Randy mientras se quitaba el polvo de escayola que tenía en la frente—. Creo que deberíamos retirar el material electrónico. Hay escombros por todas partes.

—Probablemente —reconoció Beau—, pero la demolición ya casi ha terminado.

—El otro problema es que estos instrumentos no son lo bastante sofisticados para satisfacer nuestras necesidades.

—Sacaremos de ellos lo que podamos. Sabíamos que su grado de precisión era limitado. Lo que no tengamos habremos de crearlo nosotros mismos.

—Como quieras —respondió Randy sin demasiada convicción.

—Ánimo —dijo Beau—. ¡Relájate! Todo va a salir bien.

—Por lo menos están haciendo un gran trabajo con el salón. —Randy paseó la mirada por la habitación—. Parece otro. La agente inmobiliaria me dijo que esta estancia era una réplica de un salón de baile de un famoso palacio francés.

—Será mucho más útil cuando lo hayamos terminado —aseguró Beau al tiempo que le daba una amistosa palmada en la espalda—. No te entretengo más. Te veré cuando lleguen los abogados.

Stephanos recogió los platos de Jesse, Cassy y Pitt. El teniente pidió otro café.

—¿Oísteis cómo tosía antes de acercarse a la mesa? —Preguntó Cassy.

Pitt asintió.

—Está claro que la ha pillado, pero no es de extrañar. La última vez que estuvimos aquí pensamos que su padre estaba infectado.

—A la porra con el café —dijo Jesse—. Este lugar me está poniendo carne de gallina. Salgamos de aquí.

El grupo se levantó. Jesse dejó una propina sobre la mesa.

—Invito yo —dijo. Recogió la cuenta y se dirigió a la caja registradora situada junto a la salida.

—¿Qué crees que estará haciendo Beau en estos momentos? —preguntó Pitt mientras el grupo seguía a Jesse.

—No quiero pensar en ello —dijo Cassy.

—No puedo creer que mi mejor amigo sea el cabecilla de todo esto —comentó el joven.

—¡No es el cabecilla! —espetó ella—. No es Beau. Lo controla un virus.

—Tienes razón —admitió Pitt, consciente de que había tocado un punto doloroso para Cassy.

—¿Crees que el CCE encontrará una vacuna? —Preguntó ésta.

—Las vacunas sirven para prevenir enfermedades, no para curarlas.

Cassy se detuvo en seco y lo miró con ojos desesperados.

—¿No crees que encontrarán un remedio?

—Bueno, existen los fármacos antivirales —repuso Pitt tratando de sonar optimista—. Sí, es posible que lo encuentren.

—Oh, Pitt, eso espero —dijo ella con voz entrecortada.

Él sintió un nudo en la garganta. Sus sentimientos hacia Cassy hacían que su parte egoísta celebrara que Beau hubiese desaparecido del mapa. Pero le afectaba la angustia de su amiga. Se acercó y la abrazó. Ella correspondió al abrazo.

—Eh, chicos, mirad esto —dijo Jesse tocando distraídamente el hombro de Pitt.

El teniente tenía la mirada puesta en el pequeño televisor situado detrás de la caja registradora.

«Noticia de última hora en la CNN —dijo el presentador—. Ayer noche se produjo una lluvia de meteoritos sin precedentes que fue vista en medio mundo, desde el extremo este de Europa hasta Hawai. Los astrónomos creen que su alcance fue mundial, si bien la otra mitad del planeta no pudo verla a causa del sol. Se desconoce la causa, pues el fenómeno sorprendió a los astrónomos desprevenidos. Volveremos a informarles en cuanto dispongamos de más datos».

—¿Creéis que tiene relación con lo que ya sabéis? —preguntó Jonathan.

—¿Más discos negros? —Sugirió Jesse—. Probablemente.

—¡Dios mío! —Exclamó Pitt—. Eso significa que el mundo entero está afectado.

—No habrá quien lo pare —se lamentó Cassy sacudiendo la cabeza.

—¿Algún problema, muchachos? —preguntó Costa, el dueño del bar.

Jesse se hallaba en la cola y le había llegado el turno de pagar.

—No —respondió Pitt—. Estaba todo sumamente delicioso.

El teniente pagó la cuenta y salieron a la calle.

—¿Habéis visto esa sonrisa? —Preguntó Jonathan—. ¿Visteis qué falsa era? Apuesto cinco pavos a que está infectado.

—Tendrás que buscarte a otros con quien apostar —dijo Pitt—. Ya sabíamos que era uno de ellos.

Tras un breve descanso que Sheila y Nancy aprovecharon para ir al lavabo, el trío regresó al despacho del doctor Marchand. Sheila seguía irritada, de modo que fue Nancy quien habló.

—Sabemos que cuanto hemos dicho es en gran medida anecdótico y que nuestro informe es parco en datos reales —declaró—. Pero lo cierto es que somos tres profesionales con referencias impecables que estamos aquí porque el asunto nos preocupa. Este fenómeno está ocurriendo de verdad.

—No ponemos en duda su buena fe —dijo el doctor Marchand—, sino sus conclusiones. Dado que ya enviamos a un investigador epidemiológico al lugar de los hechos, es lógico que nos mostremos recelosos. Tenemos su informe aquí. —Levantó un memorando de una sola página—. En opinión de nuestro enviado, ustedes están sufriendo el brote de una forma leve de gripe. El informe describe una larga entrevista que el doctor Horn mantuvo con el director de su hospital, el doctor Halprin.

—La visita del doctor Horn tuvo lugar antes de que supiéramos a qué nos enfrentamos —dijo Sheila—. Además, Halprin ya había contraído la enfermedad. Intentamos dejárselo bien claro a su investigador.

—Su informe, señores, es bastante impreciso —declaro el doctor Eggans al tiempo que lo arrojaba sobre la mesa tras haberlo leído—. Demasiadas conjeturas y poca sustancia. Sin embargo…

Sheila tuvo que controlarse para no levantarse y abandonar la sala. No entendía que semejante banda de ineptos hubiera ascendido hasta sus actuales cargos dentro de la burocracia del CCE.

—Sin embargo —repitió Eggans acariciándose pensativamente la barba—, creo que es suficientemente convincente para justificar una investigación sobre el terreno.

Sheila miró a Nancy. No estaba segura de haber oído bien. Nancy alzó el pulgar en señal de victoria.

—¿Han repartido este informe por otras agencias gubernamentales? —preguntó Halpran. Recogió el informe y lo hojeó distraídamente.

—No —respondió Sheila—. Pensamos que el CCE era el lugar de partida idóneo.

—¿No lo han enviado al Departamento de Estado o a las autoridades sanitarias?

—No —insistió Nancy.

—¿Han intentado determinar la secuencia de aminoácidos de la proteína? —preguntó Delbanco.

—Todavía no —respondió Nancy, pero no será difícil.

—¿Han determinado si es posible aislar el virus de los pacientes una vez éstos se han recuperado? —prosiguió el doctor Delbanco.

—¿Y qué nos dicen de la naturaleza de la reacción entre la proteína y el ADN? —Preguntó la esbelta doctora Sánchez.

Nancy sonrió y levantó las manos satisfecha por el repentino interés.

—Uno a uno —dijo—. No puedo responder todas las preguntas al mismo tiempo.

El interrogatorio fue rápido y expositivo. Nancy respondió como mejor supo y Eugene la ayudó. Sheila, al principio, estaba tan satisfecha como Nancy, pero al ver que las preguntas eran cada vez más hipotéticas comenzó a decepcionarse.

Respiró profundamente. Quizá estaba demasiado cansada. Quizá, después de todo, las preguntas eran razonables teniendo en cuenta que venían de profesionales centrados en la investigación. Pero Sheila había esperado acción, no intelectualización. En ese momento los doctores estaban preguntando a Nancy cómo se le había ocurrido utilizar la proteína como una sonda de ADN.

Sheila paseó la mirada por la habitación. Las paredes estaban decoradas con la típica ristra de diplomas profesionales, licencias y premios académicos. Había fotografías del doctor Marchand con el presidente y otros políticos. De repente, sus ojos se detuvieron en una puerta que estaba abierta unos treinta centímetros. Al otro lado había un hombre. Sheila reconoció al doctor Clyde Horn, en parte por la brillante calvicie.

Horn la miró y esbozó una amplia sonrisa. Sheila cerró los ojos y al abrirlos vio que Horn ya no estaba. Volvió a cerrarlos. ¿Estaba alucinando debido a la fatiga y la tensión? No estaba segura, mas la imagen del doctor Horn le había traído a la memoria el momento en que éste abandonó su despacho en compañía del doctor Halprin. Con la misma claridad que si hubiese ocurrido una hora antes, oyó a Haprin decir: «Por otro lado, tengo algo que me gustaría que se llevara a Atlanta. Algo que estoy seguro interesará al CCE».

Sheila abrió los ojos. Con súbita clarividencia y total certeza cayó en la cuenta de qué era ese algo. Un disco negro. Sheila miró a los jefes del CCE y con igual certeza comprendió que todos estaban infectados. Su interés en la epidemia no iba dirigido a contenerla. Estaban interrogando a Nancy y Eugene para averiguar cómo habían descubierto lo que sabían.

Sheila se levantó, agarró a Nancy por un brazo y tiró de ella.

—Vamos, Nancy, es hora de tomamos un descanso. Sorprendida por la interrupción, Nancy se liberó bruscamente de Sheila.

—Ahora estamos consiguiendo algo —susurró enérgicamente.

—Eugene, necesitamos dormir un poco —dijo Sheila—. Debes comprenderlo aun cuando Nancy no lo comprenda.

—¿Ocurre algo, doctora Miller? —preguntó Marchand.

—En absoluto. Sólo que estamos agotados y no deberíamos robarles más tiempo hasta que hayamos dormido un poco. Hablaremos con más lógica tras un pequeño descanso. Sabemos que hay un Sheraton cerca de aquí. Será lo mejor para todos.

Sheila se acercó a la mesa y alargó una mano hacia el informe que ella y los Sellers habían traído consigo. El doctor Marchand la detuvo.

—Si no le importa, me gustaría leerlo con detenimiento mientras ustedes descansan.

—Como quiera —dijo Sheila. Retrocedió y volvió a tirar del brazo de Nancy.

—Sheila, creo que… —comenzó Nancy, pero al levantar la mirada reparó en el nerviosismo y la determinación de su amiga.

Nancy se levantó. Había comprendido que Sheila sabía algo que Eugene y ella ignoraban.

—¿Qué les parece si volvemos a reunimos después de comer? —Propuso Sheila—. Digamos entre la una y las dos.

—De acuerdo —respondió Marchand. Miró a sus jefes de departamento y todos asintieron.

Eugene cruzó las piernas. No había presenciado el intercambio tácito de miradas entre su esposa y Sheila.

—Yo me quedo —dijo.

—Tú te vienes —ordenó Nancy, levantándolo de la silla. Luego sonrió a sus anfitriones y éstos le devolvieron la sonrisa.

Los tres abandonaron el despacho del doctor Marchand con Sheila en cabeza. Cruzaron la secretaría y el impersonal pasillo de color verde claro.

Mientras esperaban el ascensor, Eugene empezó a protestar pero Nancy le ordenó callar.

—Por lo menos hasta que lleguemos al coche —susurró Sheila.

Entraron en el ascensor y sonrieron a los demás ocupantes. Éstos sonrieron a su vez y comentaron que hacía un día precioso.

Para cuando llegaron al coche, Eugene estaba visiblemente irritado.

—¿Qué demonios os pasa? —Preguntó mientras introducía la llave en el contacto—. Tardamos una hora en despertar el interés de esos tipos y de repente, paff, tenemos que descansan ¿Os habéis vuelto locas?

—Están infectados —dijo Sheila—. Todos.

—¿Estás segura? —preguntó horrorizado Eugene.

—Completamente.

—Supongo que del Sheraton nada —dijo Nancy.

—¡Desde luego que no! —Respondió Sheila—. Directos al aeropuerto. Volvemos a estar como al principio.

Los periodistas se habían reunido frente a la verja del instituto. Pese a no haber sido invitados, Beau había previsto su llegada. Cuando los guardas comunicaron a Beau la presencia de los periodistas, éste les ordenó que los entretuvieran durante quince minutos para tener tiempo de llegar al punto en que el camino desaparecía entre los árboles. Beau no quería periodistas en el salón de baile, por lo menos de momento.

Cuando Beau se acercó a recibir al grupo, se sorprendió del número. Había esperado diez o quince personas, pero había más de cincuenta. Pertenecían a periódicos, revistas y cadenas de televisión. Les acompañaban diez cámaras de televisión. Todos llevaban micrófono.

—Bienvenidos al Instituto para un Nuevo Comienzo —dijo Beau señalando el chateau.

—Tenemos entendido que está llevando a cabo muchas reformas en el edificio —comentó un periodista.

—No tantas. Pero sí, estamos realizando algunos cambios para adaptarlo a nuestras necesidades.

—¿Podemos ver el interior? —preguntó otro periodista.

—Hoy no —dijo Beau—. Interrumpirían el trabajo.

—De modo que hemos venido hasta aquí para nada —comentó un tercero.

—Yo no diría eso. Pueden comprobar que el instituto es una realidad, no un producto de nuestra imaginación.

—¿Es cierto que todos los fondos de Cipher Software los controla ahora el Instituto para un Nuevo Comienzo?

—La mayor parte —respondió vagamente Beau—, pero esa pregunta debería hacérsela al señor Randy Nite.

—Eso querríamos, pero nunca está disponible. Llevo veinticuatro horas intentando conseguir una entrevista con él.

—Está muy ocupado, lo sé —dijo Beau—. Se ha entregado de lleno a los objetivos del instituto. Pero creo que podré convencerle para que hable con ustedes en un futuro próximo.

—¿Qué es el «nuevo comienzo»? —preguntó un periodista escéptico.

—Exactamente eso —dijo Beau—. La idea ha nacido de la necesidad de tomarnos en serio la administración de este planeta. Los humanos han hecho un terrible trabajo hasta ahora, tal como demuestra la contaminación, la destrucción de los ecosistemas, las constantes disensiones y las guerras. La situación exige un cambio o, si lo prefieren, un nuevo comienzo, y el instituto será quien dirija dicho cambio.

El periodista sonrió con ironía.

—Pura retórica —comentó—. Suena presuntuoso y, aunque hasta sea cierto que los humanos han hecho barbaridades con este planeta, la idea de un instituto capaz de conseguir un cambio desde aquí, desde una mansión aislada, resulta ridícula. La operación, con todos esos cerebros lavados, recuerda más a una secta que a otra cosa.

Beau miró fijamente al periodista y sus pupilas se dilataron. Caminó hacia el hombre ajeno a la gente que le bloqueaba el paso. La mayoría se echó a un lado. Beau tuvo que empujar a algunos, pero lo hizo con suavidad.

Llegó hasta el periodista, el cual le miraba a su vez con expresión desafiante. El grupo calló y se dispuso a observar la confrontación. Beau estuvo tentado de agarrar por el cuello a aquel imbécil y exigirle que mostrara más respeto. Pero en lugar de eso decidió llevárselo al instituto e infectarlo.

Mas luego pensó que sería más fácil infectarlos a todos. Entregaría a cada uno un regalo de despedida. Un disco negro.

—¡Beau! —gritó de repente una atractiva mujer. Se llamaba Verónica Paterson. Había llegado corriendo desde la casa y resoplaba. Vestía un seductor mono de espándex, tan ajustado que parecía que lo hubieran pegado sobre su ágil y curvada figura. Los periodistas contemplaron a la mujer con curiosidad.

Verónica se llevó a Beau a un lado para comunicarle que tenía una llamada importante en el instituto.

—¿Crees que podrás manejar a estos periodistas? —preguntó él.

—Desde luego —respondió Verónica.

—No dejes que pasen de aquí.

—No te preocupes —dijo ella.

—Y tienen que marcharse con un regalo —dijo Beau—. Entrega un disco negro a cada uno. Diles que es nuestro emblema.

Verónica sonrió.

—Una idea fantástica.

—Escúchenme todos —dijo Beau—. Ha surgido un imprevisto y tengo que dejarles, pero no me cabe duda de que volveremos a vernos. La señorita Paterson responderá al resto de preguntas. También les entregará un pequeño obsequio corno recuerdo de su paso por el instituto.

El anuncio generó un torrente de preguntas. Beau se limitó a sonreír y se alejó dando una palmada. Rey, que se había mantenido a distancia mientras su amo hablaba con los periodistas, corrió a su lado… Beau reunió a los demás perros con un silbido agudo y, chasqueando los dedos, señaló al grupo de periodistas. Los perros tomaron posiciones en torno al grupo y se sentaron sobre sus patas traseras.

De vuelta en la casa, fue directamente a la biblioteca y marcó el número de teléfono del doctor Marchand.

—Han escapado —dijo Marchand—. Fue una estratagema inesperada. Nos dijeron que iban al hotel a descansar, pero no era verdad.

—¿Tiene el informe? —preguntó Beau.

—Desde luego.

—Destrúyalo.

—¿Qué quiere que hagamos con ellos? ¿Los detenemos?

—Por supuesto. No debería hacer preguntas cuyas respuestas conoce perfectamente.

Marchand sonrió.

—Tiene razón —dijo—. Por lo visto se me ha pegado esa extraña tendencia de los humanos a ser diplomáticos.

Aunque el tráfico de Atlanta por la mañana no era excesivo comparado con el de la hora punta, Eugene no estaba acostumbrado a él.

—La gente de aquí conduce de forma muy agresiva. —Protestó.

—Lo estás haciendo muy bien, cariño —le animó Nancy, quien no había advertido cuán cerca había estado Eugene de chocar con otro coche en el cruce anterior.

Sheila iba mirando por la ventanilla trasera.

—¿Nos sigue alguien? —preguntó Eugene mirándola por el retrovisor.

—Creo que no. Supongo que se tragaron el cuento de que necesitábamos descansar. Después de todo, no era ninguna tontería. Lo que me preocupa es que ahora saben que lo sabemos. O quizá debería decir «sabe» que lo sabemos.

—Hablas como si se tratara de un solo ente —dijo Eugene.

—Las personas infectadas tienen tendencia trabajar en grupo —dijo Sheila—. Es aterrador. Son como los virus, todos trabajando para el bien común. O como una colonia de hormigas, donde cada hormiga sabe lo que las demás están haciendo y lo que, por consiguiente, ella debería estar haciendo.

—Eso significa que existe una red de conexión entre las personas infectadas —comentó él—. Quizá su constitución alienígena sea un compuesto de organismos diversos, lo que significaría que nos enfrentamos a una forma de organización sin par. Quién sabe, quizá necesitan un número finito de organismos infectados para alcanzar una masa crítica.

—El físico se está poniendo demasiado teórico para mi gusto —protestó Sheila—. ¡Concéntrate en la carretera! Has estado a punto de rozar al coche rojo de al lado.

—De una cosa no hay duda —dijo Nancy. Sea cual sea el nivel de organización, no debemos olvidar que nos enfrentamos a una forma de vida, y eso significa que la autoconservación es una de sus prioridades.

—Y la autoconservación depende de poder reconocer y destruir al enemigo —añadió Sheila—. Es decir, ¡nosotros!

—Una idea tranquilizadora —ironizó Nancy sintiendo un escalofrío.

—¿Adónde iremos una vez lleguemos al aeropuerto? —preguntó Eugene.

—Estoy abierta a cualquier sugerencia —dijo Sheila—. Todavía tenemos que dar con alguna persona u organización dispuesta a tomar cartas en el asunto.

El coche rojo les estaba adelantando. Al ver la cara del conductor, Sheila se quedó sin respiración.

—¡Dios mío! —exclamó. Nancy se giró bruscamente.

—¿Qué ocurre?

—El conductor del coche rojo es el tipo de la barba, el epidemiólogo del CCE.

—¿Cómo se llamaba?

—Hamar Eggans; —dijo Nancy volviéndose de nuevo hacia delante para mirar—. Tienes razón, es él. ¿Crees que nos ha visto?

En ese momento el coche hizo un viraje brusco y se colocó delante de Eugene. Éste comenzó a soltar improperios. Los parachoques habían estado a punto de tocarse.

—Tenemos un coche negro a la izquierda —anunció Nancy. Creo que es Delbanco.

—¡Oh, no! Y un coche blanco a la derecha —dijo Sheila—. Es el doctor Black. Estamos rodeados.

—¿Qué hago? —Preguntó aterrorizado Eugene—. ¿Tenemos a alguien detrás?

—Varios coches —dijo Sheila—, pero no reconozco a nadie.

Sin pensárselo dos veces, Eugene pisó el freno a fondo. El pequeño coche de alquiler comenzó a derrapar. Los neumáticos de los coches de detrás chirriaron contra el asfalto.

Aunque Eugene no se había detenido del todo, el coche de atrás le dio un golpe. Con todo, había conseguido lo que quería, que los tres coches del CCE se adelantaran antes de poder reaccionar, dándole la posibilidad de girar a la derecha. Nancy soltó un grito al darse cuenta de que venían coches por su lado.

Eugene pisó el acelerador para evitar la colisión y se zambulló en un callejón repleto de escombros y cubos de basura. La anchura del mismo estaba hecha a la medida del pequeño coche, de modo que los desperdicios, las cajas de cartón y los cubos de basura se unieron en las alturas formando una explosión de despojos voladores.

—¡Dios santo, Eugene! —gritó Nancy cuando el coche arremetió contra un pesado cubo que salió volando y rebotó sobre el techo.

Eugene trató de enderezar la trayectoria pese a los obstáculos. El coche, no obstante, seguía rebotando contra las paredes de cemento con un chirrido estremecedor, como el de uñas al rayar una pizarra.

Hacia el final del callejón el camino se despejaba. Eugene se atrevió a mirar por el retrovisor y observó horrorizado que el morro del coche rojo asomaba por la boca de la callejuela.

—¡Eugene, cuidado! —gritó Nancy. Él desvió la mirada del retrovisor a tiempo de ver que una valla contra ciclones se les echaba encima. Tras decidir que no tenía elección, gritó a las mujeres que se agarraran fuerte y pisó el acelerador a fondo.

El coche ganó velocidad y arrolló la valla. Eugene y Nancy fueron lanzados contra el cinturón de seguridad mientras Sheila salía despedida hacia el asiento delantero.

Pese a los fragmentos de valla que arrastraba, el coche aterrizó en un campo rodeado de una nube de polvo. Derrapó varias veces, pero Eugene consiguió finalmente enderezar el volante.

El terreno medía unos cien metros cuadrados y no tenía árboles. Delante había una pequeña colina salpicada de matorrales y más allá un poblado barrio. Sobre la cresta de la colina se veían automóviles avanzando lentamente en el denso tráfico.

Con la boca seca y los brazos doloridos, Eugene echó otro vistazo por el retrovisor. El coche rojo intentaba abrirse paso por el espacio abierto en la valla mientras el coche blanco le seguía.

Eugene concibió precipitadamente un plan. Subirían hasta lo alto de la colina y se mezclarían con el tráfico. El terreno, no obstante, tenía otras intenciones. La tierra del montículo estaba especialmente reblandecida, de modo que cuando las ruedas delanteras del coche golpearon la base, se hundieron. El coche giró hacia la izquierda y, tras un fuerte bandazo, se detuvo en seco envuelto en una nube de polvo.

Eugene fue el primero en recuperarse de la violenta sacudida. Alargó el brazo para tocar a su mujer. Nancy respondió como si despertara de un mal sueño. Eugene se volvió para mirar a Sheila, que estaba aturdida pero ilesa. Eugene se desabrochó el cinturón de seguridad y con piernas temblorosas bajó del coche. Miró hacia la valla. El coche rojo estaba atrapado en el mellado orificio. Desde donde estaban podía oírse el chirrido de los neumáticos.

—¡Es el momento de escapar! —Gritó a las mujeres—. Subiremos hasta lo alto de la colina y entraremos en la ciudad.

Ambas bajaron del coche mientras él vigilaba nerviosamente el coche rojo. En ese momento el hombre de la barba se apeó.

—¡Rápido! —las urgió Eugene. Convencido de que el hombre echaría a correr tras ellos, le sorprendió ver que extraía algo del coche. Cuando lo alzó, Eugene reconoció la fiambrera que habían traído a Atlanta.

Desconcertado, siguió observando al hombre mientras Nancy y Sheila se ayudaban a subir por la colina. De pronto, Eugene se encontró mirando fijamente un disco negro, para su sorpresa, suspendido en el aire delante de su cara.

—¡Vamos, Eugene! —Gritó Nancy—. ¿A qué esperas?

—Es un disco negro —replicó él. Advirtió que el disco giraba a gran velocidad. Los bultos en torno al canto semejaban ahora una diminuta cordillera. El disco se acercó más a su cara. Eugene sintió un hormigueo.

—¡Eugene! —gritó Nancy. Él retrocedió un paso sin apartar la vista del disco, que ahora estaba rojo y emanaba calor. Se quitó la chaqueta, la enrolló y la lanzó contra el disco con intención de derribarlo. Pero no ocurrió así. El disco perforó la chaqueta con tal celeridad que Eugene no notó ninguna resistencia, como si un cuchillo hubiera cortado un trozo de mantequilla.

—¡Eugene! —Aulló Nancy—. ¡Ven!

Como físico, Eugene estaba perplejo. Su estupefacción aumentó cuando alrededor del disco comenzó a formarse una corona y el color pasó del rojo al blanco. Eugene sentía un hormigueo cada vez mayor.

La corona se expandió hasta formar una bola de luz tan deslumbradora que la imagen del disco se desvaneció.

Nancy no podía ver lo que estaba entreteniendo a Eugene. Se disponía a gritarle de nuevo cuando vio cómo una bola de luz se dilataba y engullía a su marido. El grito de Eugene fue rápidamente ahogado por un silbido ensordecedor que duró un instante y cesó con tal brusquedad que Nancy y Sheila sintieron una fuerte sacudida, como si se hubiera producido una explosión silenciosa.

Eugene había desaparecido. El coche de alquiler parecía el casco de un barco hundido. Había quedado extrañamente retorcido, como si algo lo hubiese derretido y arrastrado hacia el lugar donde había estado Eugene.

Nancy echó a correr colina abajo pero Sheila la detuvo.

—¡No! —gritó—. ¡No podemos! Se estaba formando otra bola de luz cerca de los despojos del coche.

—¡Eugene! —gritó desesperada Nancy con lágrimas en los ojos.

—Se ha ido —dijo Sheila—. Tenemos que salir de aquí.

La segunda bola de luz se estaba dilatando para envolver el coche.

Sheila cogió a Nancy del brazo y la arrastró por la pendiente en dirección a la ciudad. Frente a ellas circulaba un tráfico intenso y, por fortuna, miles de peatones. A sus espaldas sonó una vez más el extraño silbido y otra sacudida.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Nancy entre lágrimas.

—Creo que suponían que estábamos en el coche —dijo Sheila—. Y puestos a suponer, me parece que acabamos de presenciar la creación de dos diminutos agujeros negros.

—¿Por qué no han llamado? —preguntó Jonathan. Su preocupación había ido en aumento a medida que avanzaba el día. Ahora que había oscurecido, estaba muy inquieto—. Es tarde incluso en Atlanta.

Jonathan, Jesse, Cassy y Pitt circulaban lentamente por la calle de Jonathan. Habían pasado por delante de la casa de los Sellers dos veces. Jesse se había mostrado reacio a visitarla, pero había cedido cuando Jonathan insistió en que necesitaba ropa limpia y su ordenador portátil. También quería comprobar si sus padres habían llamado o dejado un mensaje en el ordenador.

—Probablemente tus padres y la doctora Miller estén muy ocupados —dijo Cassy. Su corazón, no obstante, rechazaba esa explicación. También ella estaba preocupada.

—¿Qué opina teniente? —Preguntó Pitt mientras pasaban frente a la casa de Jonathan por tercera vez—. ¿Cree que es prudente?

—No veo moros en la costa —dijo Jesse—. De acuerdo, entraremos, pero hay que actuar con rapidez.

Penetraron en el sendero de entrada y apagaron los faros. Por insistencia de Jesse, aguardaron unos minutos para ver si se producía algún cambio en las casas vecinas o en los vehículos estacionados en la calle. Reinaba la calma.

—Muy bien —dijo Jesse—, adelante. Entraron por la puerta principal y Jonathan corrió a su habitación del primer piso. El teniente encendió el televisor de la cocina y encontró cerveza fría en la nevera. Ofreció una a Cassy y Pitt. Pitt aceptó. El televisor estaba sintonizado en el canal de la CNN.

«Noticia de última hora —anunció el presentador—. Hace unos instantes la Casa Blanca canceló la cumbre internacional sobre terrorismo alegando que el presidente tenía la gripe. El secretario de prensa de la Casa Blanca, Arnold Lerstein, dijo que la reunión se habría llevado a cabo sin el presidente si no fuera porque casi todos los demás líderes también han contraído la misma enfermedad. El médico personal del presidente dijo estar convencido de que éste padecía la misma gripe "breve" que corre por Washington desde hace unos días y que reanudaría sus actividades por la mañana».

Pitt sacudió la cabeza consternado.

—Se está apoderando de todo el mundo, del mismo modo que un virus del sistema nervioso central invade a su portador. Está yendo directamente al cerebro.

—Necesitamos una vacuna —dijo Cassy.

—La necesitábamos ayer —puntualizó Jesse.

El teléfono les sobresaltó. Cassy y Pitt miraron a Jesse preguntándose si debían contestar. Antes de que el teniente tuviera tiempo de responder, Jonathan contestó desde su habitación.

Seguido de Cassy y Pitt, Jesse echó a correr escaleras arriba e irrumpió en el cuarto de Jonathan.

—Un momento —dijo Jonathan a su interlocutor al verlos—. Es la doctora Miller —les informó.

—Conéctala al altavoz —ordenó Jesse. Jonathan apretó el botón.

—Estamos todos aquí —dijo el teniente—. Te oímos por el altavoz. ¿Cómo os ha ido?

—Fatal —confesó Sheila—. Nos tendieron una trampa. Tardé varias horas en darme cuenta de que estaban todos infectados. Lo único que querían saber era cómo habíamos averiguado lo que estaba pasando.

—¡Mierda! —Masculló Jesse—. ¿Os costó mucho escapar? ¿Intentaron deteneros?

—Al principio no. Les dijimos que nos íbamos al hotel a dormir un poco. Debieron de seguirnos porque nos interceptaron cuando nos dirigíamos al aeropuerto.

—¿Tuvisteis problemas?

—Sí —reconoció Sheila—. Lamento decir que perdimos a Eugene.

Los chicos se miraron unos a otros. Cada uno tuvo una interpretación diferente de lo que quería decir «perder». Sólo Jesse comprendió el significado auténtico.

—¿Lo habéis buscado? —preguntó Jonathan.

—Se produjo el mismo fenómeno que en la habitación del hospital —dijo Sheila—, ya me entendéis.

—¿Qué habitación? ¿Qué hospital? —preguntó Jonathan, empezando a asustarse.

Cassy le rodeó los hombros con un brazo.

—¿Dónde estáis? —preguntó Jesse.

—En el aeropuerto de Atlanta. Nancy no se encuentra bien, como podéis imaginar, aunque nos las estamos arreglando. Hemos decidido volver a casa, pero necesitamos que otra persona nos consiga billetes. Tenemos miedo de utilizar nuestras tarjetas de crédito.

—Haré la reservación enseguida —dijo Jesse—. Nos veremos a vuestro regreso.

El teniente cortó la comunicación y se apresuró a marcar el número de las oficinas de la compañía aérea. Mientras hacía las reservaciones, Jonathan preguntó a Cassy si le había ocurrido algo a su padre.

Cassy asintió con la cabeza.

—Me temo que sí, pero ignoro qué. Tendrás que esperar a que llegue tu madre para preguntárselo.

Jesse colgó y miró a Jonathan. Buscó palabras de aliento, pero antes de pronunciarlas llegó hasta ellos el chirrido de unos neumáticos. Por la ventana entraba el parpadeo de unas luces de colores.

Jesse corrió hasta la ventana y separó las cortinas. En la calle, detrás de su coche, había un coche patrulla con las luces encendidas. Unos agentes uniformados bajaban en ese momento del vehículo en compañía de Vince Garbon. Cada uno llevaba un pastor alemán atado a una correa corta.

Aparecieron otros coches de policía, algunos con identificación y otros camuflados, entre ellos un vehículo celular. Se detuvieron delante de la casa de los Sellers y bajaron.

—¿Qué ocurre? —preguntó Pitt.

—La policía —dijo Jesse—. Debían de estar vigilando el lugar. Hasta ha venido mi antiguo compañero, o lo que queda de él.

—¿Se dirigen hacia aquí? —preguntó Cassy.

—Me temo que sí. Apagad las luces. El grupo recorrió a toda prisa la casa apagando las pocas luces que habían encendido. Se reunieron en la cocina. Luces de linternas atravesaban como cuchillos las ventanas. Era una imagen estremecedora.

—Seguro que saben que estamos aquí —dijo Cassy.

—¿Qué hacemos? —preguntó Pitt.

—Me temo que no tenemos mucho donde elegir —respondió Jesse.

—Esta casa tiene una salida secreta en el sótano —dijo Jonathan—. Solía escaparme por ella por las noches.

—¿A qué esperamos? —Dijo Jesse—. ¡Vamos! Jonathan dirigió la expedición portando su ordenador en la mano. Avanzaron lenta y sigilosamente, evitando los haces de las linternas. Cuando llegaron a la escalera del sótano, cerraron la puerta y se sintieron un poco menos vulnerables. La oscuridad, no obstante, dificultaba el avance. No querían encender las luces porque el sótano tenía ventanucos.

Caminaban en fila, pegados unos a otros para no perderse. Jonathan los condujo hasta la pared del fondo. Una vez allí, abrió una puerta que rechinó sobre las bisagras. Un aire frío les acarició los tobillos.

—Es un refugio antiaéreo construido en los años cincuenta —dijo Jonathan—. Mis padres lo utilizan como bodega.

Entraron y Jonathan pidió al último que cerrara la puerta. Ésta encajó en la jamba con un ruido sordo.

Jonathan encendió una luz. Se hallaban en un pasadizo de cemento flanqueado por estantes de madera. Había algunas cajas de vino esparcidas desordenadamente.

—Por aquí —indicó Jonathan. Llegaron hasta otra puerta. Al otro lado había una habitación de cuatro metros cuadrados provista de literas y con una pared de armarios. También disponía de un depósito de agua y un pequeño lavabo.

La siguiente habitación era una cocina. Al fondo había otra puerta sólida. Ésta conducía a un segundo pasillo que daba al exterior, a un cauce seco situado detrás de la casa de los Sellers.

—¡Caray! —exclamó Jesse. Parece el pasadizo secreto de un castillo medieval. Es genial.