—Vienen conmigo —dijo Nancy Sellers.
Nancy, Sheila y Pitt estaban en el mostrador de vigilancia nocturna de Serotec Pharmaceuticals. El guarda estaba manoseando el carnet de Nancy. La mujer ya lo había mostrado en la barrera antes de entrar en el aparcamiento.
—¿Llevan algún documento de identidad? —preguntó a Sheila y Pitt.
Extrajeron sus respectivos carnets de conducir y el vigilante quedó satisfecho. El trío se encaminó al ascensor.
—El cuerpo de seguridad todavía está nervioso por lo del suicidio —explicó Nancy.
Nancy les había hecho madrugar para no encontrarse con los demás empleados. Y había hecho bien. Eran los primeros y la cuarta planta estaba desierta. Reservada a la investigación biológica, en un recodo había incluso una pequeña colección de animales experimentales.
Nancy abrió con su llave la puerta de su laboratorio privado y entraron. Cerró de nuevo con llave. No quería que nadie les interrumpiera ni hiciera preguntas.
—¡Perfecto! —Dijo Nancy—. Nos pondremos trajes de contención y todo se hará bajo una estructura de nivel tres. ¿Alguna pregunta?
Ni Sheila ni Pitt tenían preguntas. Nancy los llevó a la habitación contigua, donde estaban los vestidores individuales. Entregó a cada uno un traje de su talla y los dejó cambiarse. Ella también se cambió.
De nuevo en el laboratorio, dijo:
—Bien, veamos las muestras. Sheila sacó el bote de cristal que contenía el recorte de papel secante y varias muestras de sangre perteneciente a personas que habían contraído la gripe. Las muestras se habían tomado en diferentes etapas de la enfermedad.
—Muy bien —dijo Nancy frotándose los guantes con impaciencia—. En primer lugar os mostraré cómo se inocula un cultivo tisular.
—¿De dónde demonios has sacado eso? —preguntó Carl Maben a su jefe, Eugene Sellers.
Carl era un aspirante a doctor que trabajaba en el departamento de física.
Eugene miró asombrado a Jesse Kemper, al cual había invitado a presenciar el análisis de un disco. Jesse explicó que se lo había confiscado a un individuo detenido por conducta impúdica.
La historia despertó el interés de Eugene y Carl.
—Ignoro los detalles —dijo Jesse.
Eugene y Carl se mostraron decepcionados.
—Sólo sé que el hombre fue arrestado por follar en un parque.
—Caray, a la gente le gusta el riesgo —comentó Carl—. Si pasear por el parque de noche ya es peligroso, imagínate follar.
—No era de noche —corrigió Jesse. Ocurrió a mediodía.
—Debieron de pasar un mal rato —supuso Eugene.
—Todo lo contrario —dijo Jesse—, protestaron por la interrupción. Dijeron que la policía tenía cosas más importantes de qué preocuparse, como el aumento del dióxido de carbono en la atmósfera y el efecto invernadero resultante.
Eugene y Carl se echaron a reír. De pronto, Jesse recordó la conversación del día anterior sobre el interés que mostraban las personas infectadas por los temas ecológicos. En ningún momento había pensado que los amantes estuvieran infectados.
Centrando la atención en la tarea que tenían entre manos, Carl dijo a Eugene:
—No creo que funcione. Al otro lado del cristal tintado un rayo láser de alta potencia estaba bombardeando el disco negro para desprender algunas moléculas. Habían introducido un cromatógrafo para analizar el gas resultante. Por desgracia, el láser no estaba comportándose como era de esperar.
—Apágalo —dijo Eugene. El haz de luz coherente se extinguió nada más cortar la fuerza. Los dos científicos contemplaron extrañados el disco.
—A eso llamo yo una superficie dura —comentó Carl—. ¿De qué crees que está hecho?
—Ni idea —confesó Eugene—. Pero te aseguro que pienso averiguarlo. Al que lo hizo más le vale tener la patente, porque de lo contrario voy a quitársela.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Carl.
—Utilizaremos un taladro para diamantes —propuso Eugene—. Luego volatilizaremos las virutas y dejaremos que el cromatógrafo haga el resto.
*****
Llevándose a la boca un antiácido, Cassy salió de la terminal del aeropuerto y esperó su turno en la cola de taxis. Esa mañana, nada más despertarse, la angustia se había apoderado de ella y a medida que se acercaba a Santa Fe se había hecho más intensa. Para colmo, había empeorado la situación tomándose un café en el avión. Ahora tenía un nudo en el estómago.
—¿Adónde la llevo, señorita? —preguntó el taxista.
¿Ha oído hablar del Instituto para un Nuevo Comienzo?
—Cómo no. Aunque lo acaban de inaugurar, es el destino de la mitad de mis clientes. ¿Quiere ir allí?
—Sí, por favor —dijo Cassy, Se recostó en el asiento y miró distraídamente el paisaje que pasaba frente a la ventanilla. Pitt se había mostrado contrario a la idea de que Cassy visitara a Beau. Pero una vez que a ella se le metía algo en la cabeza, era imposible hacerla cambiar de parecer. Aunque reconocía, como bien había dicho Sheila, que podía ser peligroso, el corazón le decía que Beau era incapaz de hacerle daño.
—Tengo que dejarla en la verja —dijo el taxista al llegar al instituto—. No quieren tubos de escape cerca de la casa. Pero no está lejos. Sólo tendrá que andar unos doscientos metros.
Cassy pagó la carrera y bajó del coche. Era una finca inmaculada. Rodeada de una cerca blanca, parecía un rancho de caballos.
A la entrada del camino había una barrera medio levantada. Dos hombres bien vestidos de la edad de Cassy hacían guardia junto a ella. Tenían la piel bronceada y rebosaban salud. Sonreían plácidamente, pero cuando Cassy se acercó sus sonrisas no se alteraron. Era como si sus rostros estuvieran congelados en una expresión de regocijo.
Aunque las sonrisas eran artificiales, la pareja se mostró muy amable. Cuando ella les dijo que deseaba ver a Beau Stark, le indicaron el camino hasta la casa.
Algo intimidada, Cassy siguió el tortuoso camino que se abría entre los árboles. De tanto en tanto, bajo la sombra de algún árbol, descansaba un perro enorme. Aunque todos se volvían para mirarla, ninguno le ladró.
Cuando las sombras de los pinos dieron paso a los majestuosos mantos de césped que rodeaban la mansión, Cassy quedó maravillada pese a su nerviosismo. El único detalle que estropeaba la espléndida vista era la enorme pancarta que pendía de la fachada.
Estaba subiendo por la escalinata de la entrada cuando apareció una mujer que debía de tener su misma edad. Lucía la misma sonrisa que los vigilantes de la verja. Del interior de la casa llegaban ruidos de obras.
—He venido a ver a Beau Stark —dijo Cassy.
—Lo sé —respondió la mujer—. Sígame, por favor. Bajaron de nuevo la escalinata y rodearon el edificio.
—Es una casa preciosa —comentó Cassy para dar conversación.
—¿Verdad que sí? Y esto es sólo el principio. Estamos muy ilusionados.
Una amplia terraza con pérgolas cubiertas de hiedra dominaba la parte posterior. Al fondo de la terraza había una piscina. Una enorme sombrilla junto a la piscina protegía del sol una mesa ocupada por ocho personas. Beau presidía la mesa. A unos seis metros de él estaba tumbado Rey.
Mientras se acercaba, Cassy observó detenidamente a Beau. Tenía que reconocer que estaba imponente. En su vida había tenido tan buen aspecto. Su espesa cabellera tenía un brillo especial y su piel resplandecía como recién salida de un refrescante baño en el mar. Vestía una camisa blanca y holgada cuidadosamente planchada. El resto de los presentes, menos dos mujeres, llevaba traje y corbata.
Sobre varios caballetes descansaban altas pilas de papel de ordenador. Las páginas superiores mostraban ecuaciones misteriosas e incomprensibles. La mesa estaba cubierta de papeles con similar contenido. Había media docena de ordenadores portátiles encendidos.
Cassy jamás se había sentido tan insegura. La angustia le fue aumentando a medida que se acercaba a Beau. No sabía qué iba a decirle. Para colmo, estaba interrumpiendo una reunión que parecía importante. Los congregados eran todos mayores que Beau y parecían profesionales expertos, como abogados o médicos.
Antes de que Cassy llegara a la mesa Beau se volvió y, reconociéndola, esbozó una sonrisa de oreja a oreja. Se levantó de la silla y, sin decir palabra, corrió hasta Cassy y le tomó las manos. Le brillaban los ojos. Ella creyó que iba a desmayarse. Por un momento sintió que podía zambullirse en aquellas enormes pupilas.
—Cuánto me alegro de verte —dijo él—. Estaba deseando hablar contigo.
Las palabras de Beau la despertaron de su momentánea impotencia.
—¿Por qué no me llamaste? —inquirió. Era una pregunta que no había osado formularse hasta ese momento.
—Porque he estado ocupado las veinticuatro horas del día. Ha sido una locura.
—En ese caso supongo que debería estar agradecida por poder verte —repuso Cassy mientras advertía que el grupo esperaba pacientemente, incluido Rey, que ahora estaba sentado—. Te has convertido en un hombre importante.
—Tengo ciertas responsabilidades —admitió él.
Se alejaron unos metros y Beau señaló la casa. Su otra mano todavía sostenía la de Cassy.
—¿Qué te parece? —preguntó con orgullo.
—Estoy un poco abrumada —dijo Cassy—. No sé qué pensar.
—Lo que ves aquí es sólo el principio, la punta del iceberg. Es emocionante.
—¿Sólo el principio de qué? —preguntó Cassy. ¿Qué estáis haciendo aquí?
—Vamos a arreglar las cosas —dijo Beau—. ¿Recuerdas estos últimos seis meses, cuando te decía que tendría un papel importante en el mundo si conseguía un trabajo con Randy Nite? Pues está ocurriendo, y de un modo que jamás imaginé. Beau Stark, el muchacho de Brookline, ayudará a dirigir el mundo hacia un nuevo comienzo.
Cassy se sumergió en los ojos de Beau. Sabía que él estaba allí. Deseaba llegar al ser que se ocultaba tras esa fachada megalómana. Bajando el tono de voz y sin apartar la mirada, dijo:
—Sé que no eres tú quien habla, Beau. No eres tú quien actúa. Algo… algo te está controlando.
Beau echó la cabeza hacia atrás y rió con fuerza.
—Oh, Cassy, siempre tan escéptica. Nadie me está controlando, créeme. Soy Beau Stark, el mismo tipo a quien quieres y que te quiere.
—Sí, te quiero, Beau —dijo Cassy con súbita vehemencia—, y creo que tú también me quieres. Y por el bien de ese amor te pido que vuelvas a casa. Vayamos al centro médico. Hay una doctora que quiere examinarte para averiguar qué te ha hecho cambiar. Cree que todo empezó con esa gripe. Tienes que luchar contra ello, Beau, sea lo que sea.
Pese a su promesa de mantener a raya las emociones, Cassy estalló. De los ojos le brotaron lágrimas que formaron hilillos en sus mejillas. No quería llorar, pero no le quedaban fuerzas para impedirlo.
—Te quiero —logró balbucir.
Beau le enjugó las lágrimas y la miró con genuina ternura. Atrayéndola hacia sí, la envolvió con sus brazos y apretó su cara contra la de ella.
Al principio ella se resistió, pero al sentir la fuerza de Beau cedió. También ella lo abrazó y, cerrando los ojos, lo estrechó con fuerza. No quería dejarlo ir, nunca.
—Te quiero —susurró Beau. Sus labios rozaban la oreja de Cassy—. Y quiero que te unas a nosotros. Quiero que te conviertas en uno de nosotros, porque no podrás detenernos. ¡Nadie podrá!
Cassy se puso rígida. Aquellas palabras le habían atravesado el corazón como un cuchillo. Desconcertada, abrió los ojos. Con el rostro todavía presionado contra el de Beau, reparó en la extraña forma de su oreja. Pero lo que le heló la sangre fue la pequeña zona de piel gris azulada que tenía detrás de la oreja. Instintivamente, alzó la mano y acarició la zona. Era áspera, de textura casi escamosa, y estaba fría. ¡Beau estaba sufriendo una mutación!
Presa de un asco repentino, trató de liberarse del abrazo, pero él la apretó con más fuerza. Parecía más fuerte de lo que Cassy recordaba.
—Pronto serás uno de nosotros —susurró Beau sin reparar en el forcejeo de Cassy—. ¿Por qué no ahora? ¡Por favor!
Cambiando de táctica, ella dejó de resistirse y se escurrió por debajo de sus brazos. Cayó al suelo y se levantó de un brinco. El amor y la preocupación se habían transformado en pavor. Retrocedió unos pasos. Lo único que le impidió huir fueron las lágrimas que en ese momento se formaron en los ojos de Beau.
—¡Por favor! —suplicó él—. Únete a nosotros, amor mío.
Pese a aquella inesperada muestra de emotividad, Cassy se apartó y cruzó a todo correr la pérgola más próxima en dirección al fondo de la casa.
La mujer que la había recibido en el porche se acercó a Beau. Durante la conversación entre ambos se había mantenido discretamente alejada. Miró a Beau y señaló con la cabeza la difusa figura de Cassy.
Él comprendió el gesto. La mujer le estaba preguntando si debía enviar a alguien en pos de Cassy. Vaciló. Luchó consigo mismo y finalmente negó con la cabeza. Se volvió hacia los hombres y mujeres que le aguardaban.
Habiendo encontrado casi todos los artículos que figuraban en la lista, Jonathan se premió con un cargamento de coca-cola. Acto seguido, recorrió el pasillo de las patatas fritas y seleccionó sus sabores favoritos. Iba camino de la carnicería cuando su carrito chocó con el de Candee.
—¡Caray, Candee! —exclamó—. ¿Dónde te habías metido? Te he llamado veinte veces.
—¡Jonathan! Cuánto me alegro de verte —dijo jovialmente ella—. Te he echado mucho de menos.
—¿De veras?
A Jonathan le fue imposible no fijarse en su espléndido aspecto. La muchacha vestía una minifalda y una camiseta ajustada que marcaban cada curva de su cuerpo prieto y ágil.
—De veras —respondió Candee—. He pensado mucho en ti.
—¿Por qué no fuiste al colegio? Te estuve buscando.
—Yo también te he estado buscando —dijo Candee.
Jonathan consiguió finalmente levantar la mirada hacia aquel rostro mágico. Fue entonces cuando reparó en su sonrisa. Había algo extraño en ella, aunque no sabía qué.
—Quería decirte que estaba equivocada con respecto a mis padres —prosiguió—. Totalmente equivocada.
Antes de que él pudiera digerir tan imprevisto cambio de parecer, los padres de Candee aparecieron por el fondo del pasillo y se acercaron. Stan, el padre, posó una mano sobre el hombro de su hija y sonrió.
—¿No te parece un bombón? —Preguntó con orgullo—. Créeme si te digo que estos ovarios tienen unos genes excelentes.
Candee miró a su padre con adoración. Jonathan desvió la mirada, desconcertado. Esa gente estaba como un cencerro.
—Te hemos echado de menos en casa —dijo Joy, la madre de Candee. ¿Por qué no vienes esta noche? Los mayores tenemos una reunión, pero eso no significa que vosotros no podáis pasar un buen rato juntos.
—Eh… sí, sería fantástico —dijo Jonathan. De pronto notó que Joy se colocaba a su lado, acorralándolo contra la estantería, y se asustó. Candee y Stan le bloqueaban el paso por delante.
—¿Vendrás? —preguntó Joy. Jonathan echó una rápida mirada a Candee. La muchacha seguía esbozando la misma sonrisa y él comprendió qué había de extraño en ella: era una sonrisa falsa, esa que la gente pone cuando le dicen que sonría. No era el reflejo de un sentimiento genuino.
—Tengo que estudiar —se excusó Jonathan mientras retrocedía con el carro.
Joy examinó las compras de Jonathan.
—Por lo que veo has estado muy ocupado. ¿También tú tienes una reunión esta noche? Quizá deberíamos acudir todos.
—No, qué va —respondió nervioso Jonathan—. Son sólo cosillas para picar mientras veo la tele. —Se preguntó si los Taylor sabían algo de su pequeño grupo.
Contemplando una vez más las falsas sonrisas, Jonathan se estremeció y decidió que era hora de largarse. Tiró bruscamente del carro hacia atrás y, exclamando que tenía que irse, se encaminó con paso ligero hacia la caja registradora. Mientras se alejaba sintió los ojos de la familia Taylor clavados en su espalda.
—Ésta es la calle.
Pitt estaba indicando a Nancy el camino al apartamento de su primo, donde todos habían acordado reunirse de nuevo. Sheila iba en el asiento trasero de la furgoneta, aferrada a una pila de papeles.
Había anochecido y las farolas estaban encendidas. Al acercarse al complejo de apartamentos ajardinados, Nancy redujo la velocidad.
—Hay mucha gente en la calle esta noche —observó Nancy.
—Parece que estemos en el centro de la ciudad en lugar de en las afueras —comentó Pitt.
—Es lógico que las personas que tienen perro salgan a pasear —dijo Sheila—. Pero ¿qué hace toda esa otra gente? ¿Caminar sin rumbo fijo?
—Sí, es muy extraño —admitió Pitt—. No se hablan pero todos sonríen.
—¿Qué hago? —preguntó Nancy.
Ya casi estaban en su destino.
—Da una vuelta a la manzana —sugirió Sheila—. Veamos si se fijan en nosotros.
Durante el recorrido nadie pareció prestarles atención.
—Entremos —dijo Sheila.
Nancy aparcó la furgoneta. Pitt dejó que las mujeres se adelantaran. Para cuando llegó al portal ya habían alcanzado la escalera interior. Pitt miró atrás. Por el camino había tenido la sensación de que alguien le observaba, pero cuando se volvió no vio a nadie mirando en su dirección.
Pitt llamó a la puerta y Cassy abrió. Contento de verla, el rostro del muchacho se iluminó.
—¿Cómo te fue el viaje? —preguntó.
—No muy bien —reconoció Cassy.
—¿Viste a Beau?
—Sí, pero ahora no me apetece hablar de ello.
—Como quieras.
Era evidente que Cassy estaba angustiada. Pitt la siguió hasta la sala de estar.
—Por fin ya estamos todos —dijo Eugene. Llevaba el cuello de la camisa de batista azul abierto y se había aflojado el nudo de la corbata de punto. Su oscura mirada saltaba de una persona a otra. Estaba tenso, lo que contrastaba con su actitud condescendiente del día anterior.
Sentados en torno a la mesa del café estaban Jesse, Nancy y Sheila. Sobre la mesa, junto a un amplio surtido de patatas fritas, descansaba la fiambrera con los dos discos negros. Jonathan estaba junto a la ventana, por la que miraba de vez en cuando. Pitt y Cassy acercaron dos sillas.
—Hay un mogollón de gente paseando por la calle —comentó Jonathan.
—Jonathan, habla con propiedad —le reprendió Nancy.
—Los hemos visto —dijo Sheila—, pero nadie se fijó en nosotros.
—¿Puedo reclamar vuestra atención? —Preguntó Eugene—. Me quedaría corto si os digo que he tenido un día interesante. Carl y yo hemos disparado contra este disco cuanto teníamos a mano. Es increíblemente duro.
—¿Quién es Carl? —preguntó Sheila.
—Mi ayudante —respondió Eugene.
—Pensé que habíamos acordado guardar el secreto —dijo Sheila—, por lo menos hasta que sepamos a qué nos enfrentamos.
—Carl es de confianza —repuso Eugene—, pero tienes razón, hubiera debido trabajar solo. He de reconocer que ayer tenía mis dudas con respecto a este asunto, pero ya no las tengo.
—¿Qué has averiguado? —preguntó Sheila.
—El disco no está hecho de una materia natural —replicó Eugene—. Es un tipo de polímero. De hecho, algo parecido a una cerámica pero sin ser una auténtica cerámica, porque contiene un elemento metálico.
—Contiene hasta diamante —dijo Jesse. Eugene asintió.
—Diamante, silicona y un metal que aún no hemos identificado.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Cassy.
—Que está hecho de una sustancia que nuestra tecnología actual no puede imitar.
—Habla claro, papá —intervino Jonathan—. Es extraterrestre, ¿verdad?
La cruda afirmación pilló a todos por sorpresa, aunque todos excepto Eugene esperaban algo así.
—Nosotras también hemos hecho ciertas averiguaciones —dijo Sheila mirando a. Nancy.
—Hemos localizado un virus —declaró Nancy.
—¿Un virus alienígena? —preguntó Eugene mientras su rostro empalidecía.
—Sí y no —respondió Sheila.
—Dejaos de rodeos e id al grano —protestó Eugene.
—De acuerdo con mis investigaciones iniciales —dijo Nancy—, e insisto en lo de iniciales, existe un virus, pero dicho virus no ha llegado en estos discos negros. Al menos no ahora. Este virus lleva mucho tiempo aquí en la Tierra, porque se halla en todos los organismos que he analizado. Me atrevería a decir que está en todo organismo terrestre poseedor de un genoma lo bastante grande para alojarlo.
—¿Insinúas que no llegó en estas naves espaciales? —preguntó decepcionado Jonathan.
—Si no es un virus, ¿qué hay en el líquido infeccioso? —quiso saber Eugene.
—Una proteína —dijo Nancy. Una especie de prión. Ya sabes, como la que causa la enfermedad de las vacas locas. Pero no se trata exactamente de la misma, porque ésta reacciona con el ADN viral. De hecho, así es como encontré tan fácilmente el virus, utilizando la proteína como sonda.
—La proteína desenmascara el virus —explicó Sheila.
—Así pues, los síntomas gripales son una reacción del cuerpo a esta proteína —dijo Eugene.
—Eso creo —respondió Nancy. La proteína es antigénica y provoca una especie de respuesta inmunológica excesiva. Por eso la producción de linfocinas es tan alta, y de hecho las linfocinas son las verdaderas responsables de los síntomas.
—Una vez desenmascarado el virus, ¿qué hace? —preguntó Eugene.
—Necesitamos investigar un poco más antes de responder a esa pregunta —reconoció Nancy—. Pero creemos que, a diferencia de un virus normal, que sólo toma posesión de una célula, éste es capaz de hacerse con todo un organismo, en particular con el cerebro. Por consiguiente, sería un error llamarlo virus. Pitt tuvo una buena sugerencia. Lo llamó megavirus.
Pitt se ruborizó.
—Fue sólo una idea —dijo.
—Al parecer este megavirus lleva mucho tiempo rondando por nuestro planeta, desde mucho antes de que apareciera el hombre —dijo Sheila—. Nancy lo encontró en un segmento de ADN muy bien conservado.
—Un segmento que los investigadores han ignorado —prosiguió Nancy—. Es uno de esos segmentos sin codificación, o eso pensaba la gente. Y es grande. Mide cientos de miles de pares de longitud.
—De modo que ese megavirus simplemente estaba esperando —dijo Cassy.
—Eso pensamos —repuso Nancy—. Tal vez una raza viral alienígena, o una raza alienígena capaz de adoptar una forma viral para viajar por el espacio, visitó la Tierra hace eones, cuando la vida comenzaba a dar sus primeros pasos. Los virus se plantaron en el ADN como centinelas a la espera de comprobar qué tipo de vida evolucionaba. Supongo que es posible despertarlos con estas pequeñas naves espaciales. Sólo necesitan la proteína promotora.
—Y ahora resulta que hemos evolucionado en algo que ellos desean habitar —dijo Eugene—. Quizá eso explique el bombardeo de ondas de radio de la otra noche. A lo mejor estos discos pueden comunicarse con el lugar de donde proceden.
—Un momento —intervino Jonathan—. ¿Insinúas que ese virus está dentro de mí en estado de hibernación?
—Eso creemos —respondió Sheila—, suponiendo que nuestras impresiones iniciales sean correctas. La capacidad del virus para expresarse está en nuestros genomas, del mismo modo que un oncógeno tiene el poder de expresarse como un cáncer. Sabemos que en nuestro ADN anidan trocitos de virus ordinarios. Lo que ocurre es que este virus es un trocito humongus.
Durante unos minutos la sala estuvo dominada por un silencio de pavor y respeto. Pitt cogió una patata. Los crujidos sonaron extrañamente fuertes. De repente se dio cuenta de que todos lo observaban.
—Lo siento —dijo.
—Tengo el presentimiento de que a estos megavirus no les basta con invadirnos —habló de repente Cassy—. Me temo que tienen el poder de provocar mutaciones en los organismos.
Todas las miradas se volvieron hacia Cassy.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Sheila.
—Porque hoy fui a ver a Beau Stark, mi prometido.
—Me temo que cometiste una imprudencia —espetó irritada Sheila.
—Tenía que hacerlo —se defendió la joven—. Tenía que intentar hablar con él y hacerle volver para que se sometiera a un reconocimiento.
—¿Le hablaste de nosotros? —inquirió Sheila.
Cassy negó con la cabeza. Recordando la visita, hizo un esfuerzo por no llorar.
Pitt se acercó a Cassy y le rodeó los hombros con un brazo.
—¿Qué te hizo pensar en una mutación? —Preguntó Nancy—. Te refieres a una mutación somática, como que su cuerpo está cambiando, ¿es eso?
—Sí —dijo Cassy. Tomó la mano de Pitt—. La piel de detrás de su oreja ha cambiado, no es piel humana. Nunca había acariciado una textura semejante.
La nueva revelación provocó otro silencio. La amenaza parecía ahora aún mayor. En cada uno de ellos se ocultaba un monstruo.
—Tenemos que hacer algo —dijo Jesse—, y tenemos que hacerlo ya.
—Estoy de acuerdo —convino Sheila—. Tenemos algunos datos, aunque no sean muchos.
—Tenemos la proteína —recordó Nancy—, aunque aún no sepamos mucho de ella.
—Y tenemos los discos con el análisis preliminar de su composición —añadió Eugene.
—Lo malo es que no sabemos quién está infectado y quién no —observó Sheila.
—Tendremos que correr el riesgo —dijo Cassy.
Nancy asintió.
—No tenemos elección. Reuniremos toda la información en un informe más o menos formal. Podemos hacerlo en mi despacho de Serotec. Allí nadie nos molestará y tendremos acceso a tratamientos de texto, impresoras y fotocopiadoras. ¿Qué decís?
—Digo que no podemos perder más tiempo —declaró Jesse levantándose del sofá.
Eugene guardó la fiambrera en una mochila que también contenía los informes de las pruebas que había realizado. Se la echó al hombro y siguió a los demás.
El grupo se apiñó en la furgoneta de los Sellers, con Nancy al volante. Mientras se alejaban, Jonathan miró por la ventana de atrás. Algunas personas los estaban mirando, pero la mayoría los ignoraba.
En menos de una hora estaban trabajando a fondo. Habían dividido la tarea de acuerdo con las habilidades de cada uno. Cassy y Pitt se encargaban de teclear en los ordenadores con la asistencia técnica de Jonathan. Nancy y Eugene hacían copias de los resultados de sus análisis. Sheila cotejaba los cuadros de cientos de casos de gripe. Jesse estaba al teléfono.
—Opino que deberías ser tú quien hablara —dijo Nancy a Sheila—. Eres médico.
—Es cierto —dijo Eugene. Resultarás más convincente que nosotros. Nancy y yo podemos respaldarte proporcionando los datos que hagan falta.
—Es mucha responsabilidad —repuso Sheila.
Jesse colgó el auricular.
—Hay un vuelo a Atlanta dentro de una hora y diez minutos. He reservado tres billetes. Supuse que sólo irían Sheila, Nancy y Eugene.
Nancy miró a Jonathan.
—Eugene, creo que uno de los dos debería quedarse —dijo.
—¡Mamá! —gimió Jonathan.
—Creo que es importante que me acompañéis los dos —opinó Sheila—. A fin de cuentas, vosotros habéis hecho las pruebas.
—Jonathan puede quedarse con nosotros —sugirió Cassy.
El rostro de Jonathan se iluminó.
Frente al edificio de Serotec frenaron varios coches. Algunos transeúntes detuvieron su paseo y se acercaron. Ayudaron a abrir las puertas. Del primer coche salió el capitán Hernández. El conductor bajó por la otra puerta; era Vince Garbon. Del segundo vehículo salieron dos policías vestidos de paisano así como Candee y sus padres.
Los peatones señalaron las ventanas iluminadas de la cuarta planta. Dijeron al capitán que los «no mutados» estaban allí arriba. El capitán asintió con la cabeza e indicó a los demás que le siguieran. Entraron en el edificio.
Cassy había terminado de redactar los informes y esperaba junto a la impresora, viéndola vomitar las hojas. Jonathan se acercó.
—Sigo sin comprender por qué Atlanta —dijo—. ¿Por qué no acudimos a las autoridades sanitarias locales?
—Porque no sabemos de qué lado están —explicó Cassy—. El problema se está produciendo aquí, en esta ciudad, y no podemos arriesgarnos a desvelar todo lo que sabernos a alguien que podría ser uno de ellos.
—¿Cómo sabes que no está ocurriendo también en Atlanta? —preguntó Jonathan.
—No lo sabemos, pero esperemos que no.
—Además —intervino Pitt—, el CCE es el organismo que mejor puede tratar este tipo de problemas. Al ser una organización internacional, tiene poder para poner en cuarentena esta ciudad o incluso todo el estado si es necesario. Y lo que es más importante, pueden hacer que el asunto se haga público. Todo ha ocurrido con tanta rapidez que los medios de comunicación todavía no saben nada.
—O eso, o la gente que controla los medios de comunicación está infectada —sugirió Cassy.
Cassy apiló las hojas y las unió a las de Pitt. Estaba grapándolas cuando las luces parpadearon.
—¿Qué coño ha sido eso? —preguntó Jesse. Estaba tenso, como todos.
Nadie se movió. Las luces se apagaron. La única luz provenía ahora de las pantallas de los ordenadores provistos de batería.
—Tranquilos —dijo Nancy—. El edificio tiene sus propios generadores.
Jonathan se acercó a la ventana, la abrió y sacó la cabeza. Entonces advirtió que de las demás plantas salía luz. Preocupado, informó del hecho a los demás.
—Esto no me gusta nada —dijo Jesse. De pronto se oyó el suave ronroneo del ascensor. El aparato se acercaba a la cuarta planta.
—¡Salgamos de aquí! —gritó Jesse. Reunieron rápidamente los papeles y los guardaron en un maletín de piel antes de abandonar la sala a todo correr. Una vez en el oscuro vestíbulo, comprobaron por el indicador de plantas que el ascensor estaba a punto de llegar.
Nancy indicó que la siguieran. El grupo corrió por el pasillo y cruzó la puerta que daba a la escalera. Comenzaron a bajar, pero justo en ese momento oyeron una puerta que se abría tres pisos más abajo, en la planta baja.
Jesse, que ahora iba en cabeza, giró por el pasillo de la tercera planta. El resto lo siguió.
Corrieron hacia la escalera del otro extremo del pasillo y Jesse esperó a que Sheila cerrara la marcha. Se disponía a abrir la puerta cuando miró por la ventanilla y vio que alguien subía. Se agachó e indicó a los demás que lo imitaran. Todos oyeron los pasos contundentes de varias personas que se dirigían al cuarto piso.
En cuanto la puerta de la cuarta planta se cerró, Jesse abrió la puerta que tenía frente a él. Miró hacia arriba y comprobó que la escalera estaba despejada. Indicando a los demás que lo siguieran, comenzó a bajar.
Desembocaron ante una puerta que advertía que disponía de alarma y que sólo se utilizara en caso de emergencia.
—¿Estamos todos? —preguntó Jesse.
—Todos —respondió Eugene.
—Subiremos a la furgoneta y saldremos disparados —comunicó Jesse. Yo conduciré. Pasadme las llaves.
Nancy obedeció gustosamente.
—Muy bien. ¡Vamos! Jesse atravesó la puerta y la alarma se disparó. Los demás corrieron tras él con el cuerpo medio encorvado. En pocos segundos estaban dentro del coche con el motor en marcha.
—Agarraos fuerte —advirtió Jesse. Pisó el acelerador y, con un chirrido de neumáticos, salió como un cohete del aparcamiento. Se abstuvo de detenerse en la barrera de seguridad y la furgoneta arrancó de cuajo la barra de madera blanca y negra.
Jonathan miró por la ventanilla de atrás. En medio de la oscuridad del cuarto piso vislumbró varios pares de ojos que brillaban. Eran como ojos de gato reflejando la luz de un faro.
Jesse conducía con rapidez y determinación pero respetando el límite de velocidad. Había visto varios coches patrulla y no quería llamar la atención.
Al llegar al primer semáforo el grupo comenzó a serenarse lo bastante para especular sobre la identidad de la persona que había intentado acorralarlos en el edificio de Serotec. Nadie sabía quién era. Tampoco quién les había delatado. Nancy se preguntó si el vigilante nocturno era uno de «ellos».
Cuando llegaron al segundo semáforo, Pitt contempló el coche que se había detenido al lado. El conductor lo miró a su vez con una expresión de reconocimiento. Pitt advirtió que alargaba el brazo hacia el teléfono móvil.
—Aunque parezca increíble —dijo Pitt—, creo que ese tipo nos ha reconocido.
Jesse optó por hacer caso omiso de la luz roja. Se abrió paso entre los coches y se desvió de la calle principal. Desembocaron en una callejuela.
—¿No estamos yendo en dirección contraria al aeropuerto? —preguntó Sheila.
—Tranquila —dijo Jesse—, conozco la ciudad como la palma de mi mano.
Hicieron algunos giros sorprendentes más por calles estrechas y apartadas y salieron, para asombro de todos, a una entrada a la autopista cuya existencia sólo Jesse conocía.
El resto del trayecto transcurrió en silencio. Empezaban a comprender hasta dónde llegaba la conspiración y el hecho de que no podían bajar la guardia.
Jesse condujo hasta la terminal de salidas del aeropuerto y detuvo el coche en la C. Todos bajaron del vehículo.
—A partir de aquí ya podemos cuidarnos solos —dijo Sheila mientras cogía el maletín que contenía los informes—. ¿Por qué no volvéis todos a casa?
—No nos iremos hasta que hayáis subido al avión —dijo Jesse—. Quiero asegurarme de que no habrá más problemas.
—¿Y qué hacemos con la furgoneta? —Preguntó Pitt—. Puedo quedarme aquí fuera con ella.
—No —dijo Jesse—. Entraremos todos. A esa hora la terminal se hallaba casi vacía. El equipo de limpieza estaba puliendo el suelo. El mostrador de Delta era el único abierto. Las pantallas informaban que el vuelo de Atlanta iba a salir puntual.
—Voy a buscar los billetes —dijo Jesse—. Nos veremos en la puerta de embarque. Tened a mano el carnet de identidad.
El grupo cruzó la terminal y se detuvo en el control de equipajes. Otros pasajeros esperaban su turno para poner su equipaje de mano en el detector de rayos X.
—¿Dónde están los discos negros? —susurró Cassy a Pitt.
—En la mochila de Eugene. En ese instante éste dejó la mochila sobre la cinta transportadora, que desapareció en el interior de la máquina. Eugene pasó por el detector de metales.
—¿Y si los discos disparan la alarma? —preguntó Cassy.
—Me preocupa más que el personal de seguridad sea de ellos y reconozca los discos a través de la pantalla —dijo Pitt.
Pitt y Cassy contuvieron la respiración al ver que la agente de seguridad detenía la máquina y clavaba la mirada en la pantalla de rayos X. Tras lo que pareció una eternidad, la mujer conectó de nuevo la cinta transportadora. Cassy suspiró aliviada. Ella y Pitt pasaron por el detector de metales y dieron alcance a los demás.
Mientras se dirigían a la puerta de embarque trataron de evitar la mirada de los demás pasajeros. Era angustioso no saber quién estaba infectado. Como si hubiera leído el pensamiento de los demás, Jonathan dijo:
—Creo que es posible saber si son de ellos por la sonrisa y los ojos.
—¿A qué te refieres? —preguntó Nancy.
—Si tienen una sonrisa falsa o les brillan los ojos —explicó—. Claro que lo de los ojos sólo puede verse en la oscuridad.
—Creo que tienes razón, Jonathan —dijo Cassy. Ella había visto ambas cosas. Llegaron a la puerta de embarque. Casi todos los pasajeros habían subido ya al avión. Se hicieron a un lado para esperar a Jesse.
—¿Veis a esa mujer de ahí? —Dijo Jonathan señalándola con un dedo—. Fijaos en su estúpida sonrisa. Apuesto cinco pavos a que es una de ellos.
—Jonathan —susurró enérgicamente Nancy—, sé más disimulado.
Vince Garbon detuvo el coche de policía camuflado justo detrás de la furgoneta de los Sellers.
—No hay duda de que están aquí —dijo el capitán Hernández mientras salía del coche.
Detrás de ellos aparcó un segundo coche. De él bajaron Candee, sus padres y dos agentes vestidos de paisano.
Como limaduras de hierro atraídas por un imán, varios trabajadores del aeropuerto infectados se acercaron inmediatamente al capitán.
—Puerta 5, terminal C —informó uno de ellos—. Vuelo 917 con destino a Atlanta.
—Vamos —ordenó Hernández. Cruzó la puerta automática de la terminal e indicó a los demás que le siguieran.
—¿Dónde está Jesse? —preguntó Sheila. Miró atrás y lo buscó por la terminal—. No me gustaría perder el avión.
—Eugene —susurró Nancy—, con tantos problemas estoy empezando a pensar que no deberíamos dejar solo a Jonathan. Quizá uno de nosotros debería quedarse.
—Yo cuidaré de él —dijo Jesse. Había asomado por detrás del grupo a tiempo para oír el comentario de Nancy. Vosotros tenéis trabajo que hacer en Atlanta. A Jonathan no le pasará nada.
—¿De dónde sale? —preguntó Sheila. Jesse señaló la puerta lisa que había a su espalda.
—He estado tantas veces en el aeropuerto investigando delitos que lo conozco mejor que mi propio sótano.
Entregó los billetes a Nancy, Eugene y Sheila. Nancy dio a su hijo un último abrazo. Jonathan estaba rígido, con los brazos caídos a los lados.
—¡Mamá! —protestó.
—Vamos —dijo Sheila—. Es el último aviso.
Con Sheila a la cabeza y Nancy cerrando la marcha para dar a su hijo un último adiós, el trío presentó los billetes en la puerta, mostró sus respectivos carnets de identidad y desapareció por el tubo. Poco después el tubo se apartaba del avión y éste se alejaba lentamente.
Jesse se volvió con un suspiro de alivio.
—Ya están en camino, gracias a Dios —dijo—. Pero ahora…
No llegó a terminar la frase. Por el centro de la terminal se acercaban a paso raudo el capitán Hernández y Vince Garbon, seguidos de un tropel de gente.
Cassy advirtió que el rostro de Jesse se ensombrecía y le preguntó qué ocurría. Jesse no respondió. En lugar de eso, empujó bruscamente al grupo contra la puerta lisa.
—¿Qué ocurre? —preguntó Pitt. Jesse ignoró la pregunta y se apresuró a marcar el código en el teclado numérico que había junto al picaporte. La puerta se abrió.
—¡Por aquí! —ordenó. Cassy fue la primera en entrar, seguida de Jonathan y Pitt. Jesse cerró la puerta tras de sí.
—¡Seguidme! —susurró enérgicamente. Bajó un tramo de escalones metálicos y echó a correr por un pasillo hasta detenerse frente a una puerta que daba al exterior, junto a ella había unos ganchos de los que pendían varios chubasqueros amarillos con capucha. Arrojando uno a cada uno, les ordenó que se los pusieran con capucha y todo.
El trío obedeció. Cassy preguntó a Jesse a quién había visto.
—Al jefe de policía —respondió Jesse—, y sé a ciencia cierta que es uno de ellos.
Tecleó por segunda vez el código y la puerta se abrió. El grupo salió al exterior. Se hallaban justo debajo del tubo de la puerta de embarque 5.
—¿Veis ese vehículo portaequipajes? —preguntó Jesse señalando una especie de tractor unido a una hilera de cinco plataformas. Estaba aparcado a unos quince metros de distancia—. Caminaremos hasta él con naturalidad, pues se nos verá desde las ventanas de arriba. Cuando lleguemos, subiréis a una de las plataformas. Luego, si Dios lo quiere, conduciremos hasta la terminal A.
—Pero el coche está en la terminal C —dijo Pitt.
—Dejaremos el coche aquí —repuso Jesse.
—¿De veras? —preguntó Jonathan desconcertado. Era el coche de sus padres.
—Como que dos y dos son cuatro —dijo Jesse—. ¡Vamos!
Llegaron al vehículo sin incidentes. Aunque todos estuvieron tentados de mirar hacia las ventanas, nadie lo hizo.
Jesse puso en marcha el motor mientras los demás subían, agradeciendo el carácter firme de Jesse. El vehículo giró cual serpiente y, una vez enfiló la terminal A, suspiraron con alivio.
Pasaron junto a algunos trabajadores de las líneas aéreas, pero nadie reparó en ellos. Una vez más se estaban beneficiando de los conocimientos de Jesse con respecto a la distribución y los procedimientos del aeropuerto. A los pocos minutos se hallaban en el sector de llegadas esperando el autobús.
—Volveremos a la ciudad en autobús —dijo Jesse—. Una vez allí podré coger mi coche.
—¿Qué haremos con la furgoneta de mis padres? —preguntó Jonathan.
—Me ocuparé de ella mañana —respondió el teniente.
Los reactores de un gigantesco avión tronaron sobre sus cabezas, imposibilitando momentáneamente la conversación.
—Probablemente sean ellos —dijo Jonathan en cuanto el estruendo hubo amainado.
—Ya sólo cabe esperar que en el CCE encuentren personas que les escuchen —dijo Pitt.
—Tienen que encontrarlas —dijo Cassy—. Podría ser nuestra única oportunidad.
Beau ocupaba la habitación principal de la casa, con vistas a la terraza y la piscina. La puertaventana del balcón estaba entreabierta y una suave brisa nocturna removía los papeles que descansaban sobre la mesa. Randy Nite y algunos de sus empleados más antiguos estaban allí, revisando el trabajo de ese día.
—Estoy realmente encantado —declaró Randy.
—Y yo —dijo Beau—. Las cosas no pueden ir mejor. Se mesó el pelo y sus dedos rozaron el trozo de piel mutante que tenía detrás de la oreja derecha. Lo rascó y sintió placer.
El teléfono sonó. Uno de los ayudantes de Randy contestó y, tras una breve conversación, pasó el auricular a Beau.
—Capitán Hernández —dijo jovialmente Beau—, me alegro de oírle.
Randy trató de oír las palabras del capitán, pero no pudo.
—De modo que se dirigen al CCE de Atlanta —dijo Beau—. Le agradezco la llamada, pero le aseguro que no habrá ningún problema.
Beau cortó la comunicación pero no colgó el auricular. Marcó otro número con el prefijo 404 delante. Al oír una voz al otro lado de la línea, Beau dijo:
—Doctor Clyde Horn, soy Beau Stark. La gente de quien le hablé va camino de Atlanta. Imagino que aparecerán en el CCE mañana por la mañana, de modo que manéjelos como acordamos.
Beau colgó.
—¿Crees que habrá problemas? —preguntó Randy.
Beau sonrió.
—En absoluto.
—¿Estás seguro de que hiciste bien dejando marchar a esa Cassy Winthrope?
—Caray, Randy, esta noche estás muy aprensivo. —Protestó Beáu—. Pero sí, estoy seguro. Ha sido una persona especial para mí y decidí que no quería presionarla. Quiero que se sume a la causa voluntariamente.
—No entiendo por qué te importa tanto esa chica —dijo Randy.
—Yo tampoco. Pero basta de palabras. Salgamos. Es casi la hora.
Ambos salieron al balcón. Tras examinar el cielo nocturno, Beau se asomó a la habitación y pidió a un ayudante que bajara a apagar las luces de la piscina.
Poco después la piscina quedaba a oscuras. El efecto fue espectacular. Las estrellas brillaban con mucha mayor intensidad, sobre todo las del núcleo galáctico de la Vía Láctea.
—¿Cuánto falta? —preguntó Randy.
Dos segundos. Y al punto el cielo se iluminó con una profusión de estrellas fugaces. Miles de astros descendieron como una lluvia gigante de fuegos artificiales.
—Hermoso, ¿no crees? —dijo Beau.
—Maravilloso —respondió Randy—. Es la última señal. ¡La última señal!