9.00 h

Era una mañana hermosa, con un cielo despejado y de un azul cristalino. A lo lejos, la silueta dentada de las montañas color púrpura semejaban cristales de amatista bañados por una luz dorada.

Frente a la entrada de la finca se había formado una multitud expectante. Había gente de todas las edades y ocupaciones, desde mecánicos hasta científicos espaciales, desde amas de casa hasta empresarios, desde estudiantes de bachillerato hasta profesores de universidad. Todos estaban felices, ilusionados y rebosantes de salud. Se respiraba un ambiente festivo.

Beau salió de la casa acompañado de Rey, bajó la escalinata, avanzó quince metros y se volvió. La vista le complació enormemente. Durante la noche habían confeccionado una gran pancarta que iba de un lado a otro de la fachada. En ella se leía: «Bienvenidos al Instituto para un Nuevo Comienzo».

Beau contempló los vastos terrenos. Había hecho un gran trabajo en sólo veinticuatro horas. Se alegró de que, salvo por alguna cabezada que otra, ya no necesitara dormir. De lo contrario no habría sido posible.

A la sombra de un árbol o paseando por los prados salpicados de sol, Beau vio docenas de perros de diferentes razas. Casi todos eran grandes y ninguno llevaba correa. Beau comprobó que mostraban una actitud tan vigilante como la de un centinela y sonrió.

Con paso alegre regresó al porche para reunirse con Randy.

—Estamos listos para comenzar —dijo Beau.

—Es un gran día para la Tierra —declaró Randy.

—Que entre el primer grupo —dijo Beau—. Empezarán por el salón de baile.

Randy marcó un número en su teléfono móvil y ordenó a sus hombres que abrieran la verja. Gritos de entusiasmo horadaron el fresco aire de la mañana. Beau y Randy no podían ver la verja desde donde estaban, pero oían el vocerío de la gente.

La multitud corrió hasta la casa entre murmullos de excitación y formó un semicírculo espontáneo en torno a la entrada.

Beau extendió un brazo, al estilo de un cónsul romano, y se hizo el silencio.

—¡Bienvenidos! —gritó—. ¡Nos hallamos ante un nuevo comienzo! Vuestra presencia da fe de que compartimos las mismas ideas y sueños. Todos sabemos lo que debemos hacer, así que ¡hagámoslo!

La multitud estalló en vítores y aplausos. Beau se volvió hacia Randy, que sonreía feliz y también aplaudía. Le indicó que entrara en la casa y Beau lo siguió.

—Ha sido un momento cargado de energía positiva —declaró Randy mientras caminaban hacia el florido salón de baile.

—Como si fuéramos un enorme organismo —repuso Beau asintiendo con la cabeza.

Ambos entraron en el vasto salón bañado de sol y se hicieron a un lado. Los seguidores llenaron la estancia y, respondiendo a una orden tácita, procedieron a desmontarla.

Cassy suspiró aliviada cuando la puerta de la casa de los Sellers se abrió y Jonathan apareció en el umbral. Esperando lo peor, había previsto enfrentarse a Nancy Sellers desde el primer momento.

—¡Señorita Winthrope! —exclamó Jonathan con una mezcla de sorpresa y alegría.

—Me has reconocido fuera de la escuela —observó Cassy—. Estoy impresionada.

—¿Cómo no voy a reconocerla? —reveló impulsivamente Jonathan, esforzándose por evitar que sus ojos descendieran por el escote de Cassy. Entre.

—¿Están tus padres en casa?

—Sólo mi madre.

Cassy examinó la cara del muchacho. Parecía el de siempre, con aquel pelo rubio caído sobre la frente y aquellos ojos que revoloteaban de pura timidez. También la vestimenta la tranquilizó. Llevaba una camiseta enorme y unos pantalones holgados.

—¿Cómo está Candee? —preguntó Cassy.

—No sé nada de ella desde ayer.

—¿Y sus padres?

Jonathan sonrió.

—Como una chota. Mi madre estuvo hablando con la madre de Candee, pero no sirvió de nada.

—¿Y qué me dices de tu madre? —preguntó Cassy. Trató de penetrar en los ojos de Jonathan, pero era como intentar examinar una pelota de ping pong en pleno partido.

—Está bien. ¿Por qué lo pregunta? —últimamente mucha gente actúa de forma extraña. Ya me entiendes, como los padres de Candee o el señor Partridge.

—Lo sé, pero no es el caso de mi madre.

—¿Y tu padre?

—También está bien.

—Estupendo —dijo Cassy—. Y ahora, si no te importa, aceptaré tu invitación de pasar. He venido para hablar con tu madre.

Jonathan cerró la puerta y gritó que había visita. La voz resonó en toda la casa y Cassy se estremeció. Aunque trataba de actuar con serenidad, estaba más tensa que la cuerda de una guitarra.

—¿Le apetece tomar algo? —preguntó Jonathan.

Antes de que Cassy pudiera responder, Nancy apareció en la barandilla del primer piso. Vestía unos tejanos lavados y una blusa holgada.

—¿Quién es, Jonathan? —preguntó.

Podía ver a Cassy, pero por la forma en que el sol entraba por la ventana su rostro se perdía en la penumbra.

Jonathan respondió a voces e indicó a Cassy que lo siguiera hasta la cocina. Tan pronto Cassy se sentó en el banco apareció Nancy.

—Qué sorpresa —dijo—. ¿Te apetece una taza de café?

—Sí, gracias.

Cassy observó a la mujer mientras ésta se acercaba a la encimera para coger la cafetera y pedía a Jonathan que sacara una taza del armario. Por ahora Nancy guardaba la misma apariencia y actuaba del mismo modo que cuando Cassy la conoció.

Cassy estaba empezando a relajarse cuando Nancy alargó la mano para servirle café. Llevaba puesta una tirita en el dedo índice. A Cassy le dio un vuelco el corazón. Una herida en la mano era lo último que deseaba ver.

—¿A qué debemos tu visita? —preguntó Nancy mientras se servía media taza de café.

—¿Qué le ha pasado en el dedo? —barboteó Cassy. Nancy contempló la tirita como si fuera la primera vez que la veía.

—Me he cortado —dijo.

—¿Con un utensilio de cocina? —preguntó Cassy.

Nancy la miró intrigada.

—¿Acaso importa? —preguntó.

—Pues… —balbuceó Cassy—. Pues sí, y mucho.

—Mamá, la señorita Winthrope está preocupada porque hay gente que está cambiando —dijo Jonathan, socorriendo una vez más a Cassy. Gente como la madre de Candee, ya sabes. Le he contado que hablaste con ella y llegaste a la conclusión de que está como una cabra.

—¡Jonathan! —Exclamó Nancy—. Tu padre y yo acordamos que no hablaríamos de los Taylor fuera de esta casa. Al menos hasta que…

—Me temo que no podemos esperar —interrumpió Cassy.

La reacción de Nancy la había convencido de que no estaba infectada.

—Hay otra gente que está cambiando en esta ciudad, no sólo los Taylor. Puede que incluso esté ocurriendo en otras ciudades. Es algo que no sabemos. El cambio se produce a causa de una enfermedad parecida a la gripe. Según hemos podido comprobar, se propaga a través de unos pequeños discos negros que pican a la gente en la mano.

Nancy la miró fijamente.

—¿Estás hablando de unos discos negros de unos cuatro centímetros de diámetro con una joroba en el centro?

—Exacto. ¿Ha visto alguno? Muchas personas lo tienen.

—La madre de Candee trató de regalarme uno —explicó Nancy—. ¿Por eso te llamó la atención mi tirita?

Cassy asintió.

—Fue un cuchillo —aclaró Nancy. Un cuchillo y un panecillo reacio.

—Disculpe mi suspicacia —dijo Cassy.

—Es comprensible. Bien, ¿para qué has venido?

—Para pedirle ayuda —dijo Cassy—. Formo parte de un pequeño grupo que intenta averiguar qué está pasando, pero necesitamos ayuda. Hemos obtenido una pequeña muestra de un líquido que sueltan esos discos, y como usted es viróloga pensamos que tal vez sabría qué hacer con ella. No nos atrevemos a utilizar el laboratorio del hospital porque muchos de sus empleados están infectados.

—¿Crees que se trata de un virus? —inquirió Nancy.

Cassy se encogió de hombros.

—No soy médico, pero la enfermedad se parece mucho a la gripe. Tampoco sabemos nada de los discos. Pensamos que su marido podría ayudarnos por ese lado. No sabemos cómo funcionan, ni siquiera de qué están hechos.

—Tendré que hablarlo con él —dijo Nancy—. ¿Cómo puedo ponerme en contacto contigo?

Cassy le dio el teléfono del apartamento del primo de Pitt donde había pasado la noche. También le dio el número directo de la doctora Miller.

—Bien —dijo Nancy—. Te llamaré más tarde.

Cassy se levantó.

—Gracias. Y repito, les necesitamos. Esta enfermedad se está propagando como una plaga.

La calle estaba a oscuras. La única luz provenía de algunas farolas muy distanciadas entre sí. A lo lejos se acercaban dos hombres acompañados de dos pastores alemanes. Tanto los unos como los otros actuaban como si estuvieran patrullando la calle. Giraban constantemente la cabeza de un lado a otro, como si buscaran algo.

Un sedán oscuro se detuvo junto a ellos. La ventanilla se abrió y reveló el rostro pálido de una mujer. Los hombres la miraron, pero nadie habló. Parecían comunicarse sin necesidad de hablar. Al cabo, la ventanilla se cerró silenciosamente y el coche se alejó.

Los dos hombres reanudaron su paseo. Cuando los ojos de uno de ellos pasaron por la línea de visión de Jonathan, a éste le pareció que brillaban.

Jonathan se apartó rápidamente de la ventana y dejó caer la cortina. Ignoraba si el hombre le había visto.

Luego, lentamente, separó las cortinas con un dedo, dejando una pequeña abertura. Como la habitación estaba a oscuras, no temía que la luz lo delatara.

Acercó un ojo a la abertura y comprobó que la pareja y los perros seguían paseando. Jonathan suspiró aliviado. No le habían visto.

Salió del cuarto de baño y se reunió con los demás en la sala de estar. Él y sus padres habían acudido al apartamento del primo de Pitt. La espaciosa vivienda, de tres dormitorios, formaba parte de un complejo residencial con jardín. Jonathan estaba encantado. El apartamento tenía una colección impresionante de acuarios y plantas tropicales.

Pensó en contar lo que había visto, pero estaban todos demasiado preocupados. Todos salvo su padre, que permanecía de pie junto a la chimenea con el codo apoyado en la repisa, manteniéndose al margen del grupo. Jonathan conocía muy bien esa expresión condescendiente, la misma que adoptaba cuando le pedía ayuda con las matemáticas.

Jonathan había sido presentado a los demás. Conocía y admiraba al policía negro. Jesse Kemper había visitado el instituto Anna C. Scott el otoño anterior para dar una charla sobre su profesión. A la doctora Miller no la conocía, pero no le inspiraba confianza. Pese a ser rubia, le recordaba a la madrastra del video de Blancanieves que sus padres le obligaban a ver cuando era niño. A diferencia de Cassy, no había nada de femenino en ella. Las largas uñas no engañaban a nadie, pues se las pintaba de un color demasiado oscuro.

El amigo de Cassy parecía un buen tipo, aunque Jonathan estaba algo celoso. Ignoraba si eran novios, pero al parecer vivían en el mismo apartamento. Jonathan deseó parecerse físicamente a Pitt y hasta ser moreno de pelo si así le gustaba a Cassy.

Sheila se aclaró la garganta.

—En resumen —dijo—, nos enfrentamos a un agente infeccioso que ha contaminado con suma rapidez a las cobayas, aunque éstas no han producido microorganismos detectables, concretamente virus. La enfermedad no se transmite por el aire, o de lo contrario todos estaríamos infectados. Cuando menos yo que prácticamente vivo en la sección de urgencias. Durante los dos últimos días he estado rodeada de gente que no paraba de toser y estornudar.

—¿Ha inoculado algún cultivo tisular? —preguntó Nancy.

—No —respondió Sheila—. No tengo suficiente experiencia en ese campo.

—De modo que cree que la enfermedad se transmite por la sangre —dijo Nancy.

—Así es —confirmó Sheila—. A través de estos discos negros.

Los discos estaban dentro de una fiambrera sin tapadera sobre la mesa del café. Con un tenedor, Nancy comenzó a moverlos para examinarlos. Trató de girar uno, pero como no quería tocarlo con los dedos le fue imposible. Finalmente desistió.

—Me cuesta creer que estas cosas puedan picar. Tienen una superficie demasiado uniforme.

—Pues pueden —aseguró Cassy. Lo vimos con nuestros propios ojos.

—Justo en el canto se abre una hendidura —explicó Jesse señalando con el tenedor— y aparece una aguja de cromo.

—No veo por dónde puede abrirse una grieta replicó Nancy.

Jesse se encogió de hombros.

—Lo mismo nos preguntamos nosotros.

—La enfermedad es única —prosiguió Sheila reconduciendo la conversación—. Los síntomas parecen gripales, pero el período de incubación es de pocas horas. También el tiempo que dura la enfermedad es breve, apenas unas horas, salvo en personas con enfermedades crónicas como la diabetes. Por desgracia, para esa gente es mortal.

—Y en personas con enfermedades sanguíneas —añadió Jesse en memoria de Alfred Kinsella.

—Cierto —convino Sheila.

—Hasta ahora no se ha aislado ningún virus de la gripe procedente de las víctimas —declaró Pitt.

—Así es —dijo Sheila—. Pero lo más increíble y perturbador de esta enfermedad es que la personalidad de los pacientes cambia una vez se han curado. Incluso se encuentran mejor de como se encontraban antes de enfermar. Y les da por hablar de problemas ecológicos. ¿No es cierto, Cassy?

Ella asintió.

—Descubrí a mi prometido conversando con gente extraña en mitad de la noche. Me dijo que hablaban del medio ambiente. Al principio pensé que bromeaba, pero estaba equivocada.

—Joy Taylor me contó que ella y su marido celebraban cada noche una reunión para hablar del medio ambiente —explicó Nancy—. Luego sacó a relucir el tema de la destrucción de las selvas tropicales.

—¡Un momento! —Dijo Eugene—. Como científico, sólo estoy oyendo rumores y anécdotas. Estáis sacando las cosas de quicio.

—No es cierto —repuso Cassy—. Vimos cómo el disco se abría y disparaba la aguja. También hemos visto cómo picaba a algunas personas.

—Aun así, carecéis de pruebas que demuestren que la picadura es la causante de la enfermedad —objetó Eugene.

—Quizá tengamos pocas pruebas, pero es innegable que las cobayas enfermaron —dijo Sheila.

—Bajo circunstancias controladas es preciso establecer la causalidad —repuso Eugene—. Es el método científico. De lo contrario, sólo pueden hacerse generalizaciones. Necesita pruebas reproducibles.

—Tenemos los discos —intervino Pitt—. No son producto de nuestra imaginación.

Eugene se acercó a la mesa para observar de cerca los discos.

—A ver si lo he entendido bien. Intentas decirme que en esta pieza sólida se abrió una hendidura a pesar de que no se ve ninguna marca o resquicio microscópico.

—Sé que parece una locura —dijo Jesse—. Yo tampoco lo creería si no fuera porque los tres lo vimos. Fue corno si se hubiese abierto una cremallera que luego se soldó a sí misma.

—Acabo de recordar un suceso extraño producido en el hospital —dijo Sheila—. Un hombre del equipo de limpieza murió con un orificio en la mano que ignoramos cómo se produjo. Los muebles de la habitación donde fue encontrado estaban extrañamente deformados. ¿Lo recuerda, teniente? Usted estaba allí.

—¿Cómo iba a olvidarlo? —Dijo Jesse—. Corrió el rumor de una posible radiación, pero no encontraron rastro de ella.

—Era la misma habitación donde mi prometido estuvo ingresado —añadió Cassy.

—Si ese suceso tiene relación con esta gripe y los discos negros, nos enfrentamos a un problema más grave de lo que imaginamos —declaró Sheila.

Todos excepto Eugene, que había regresado junto a la chimenea, contemplaron fijamente los discos, reacios a aceptar la conclusión obvia. Finalmente habló Cassy:

—Tengo la impresión de que todos estamos pensando lo mismo pero nadie se atreve a decirlo. Por tanto, lo diré yo: puede que estos discos no sean de aquí, de este planeta.

Salvo por Eugene, que suspiró impaciente, el comentario de Cassy fue recibido con un silencio sepulcral. Tan sólo se oía la respiración de los presentes y el tictac del reloj de pared. Del exterior llegó el sonido lejano de un claxon.

—Ahora que lo pienso —dijo finalmente Pitt—, la noche antes de que Beau encontrara el disco mi televisor estalló. De hecho, muchos estudiantes perdimos televisores, radios, ordenadores y otros aparatos eléctricos que teníamos enchufados en ese momento.

—¿A qué hora ocurrió eso? —preguntó Sheila.

—A las diez y cuarto.

—Justo cuando mi aparato de video explotó —dijo Sheila.

—También a esa hora estalló mi radio —dijo Jonathan.

—¿Qué radio? —preguntó Nancy. Era la primera vez que oía hablar del asunto.

—Quería decir la radio de Tim —corrigió Jonathan.

—¿Cree que todos esos sucesos podrían estar relacionados con los discos? —preguntó Pitt.

—Podría ser —respondió Nancy. Eugene, ¿se ha encontrado alguna explicación a la sobretensión de las ondas de radio de aquella noche?

—No —reconoció Eugene—, pero yo no emplearía esa excusa para apoyar una teoría a medio cocer.

—Ya —dijo Nancy—, pero en mi opinión resulta sospechoso.

—¡Uau! —Exclamó Jonathan—. Eso querría decir que estamos hablando de un virus extraterrestre. ¡Genial!

—¡No tiene nada de genial! —espetó Nancy. Sería terrible.

—Un momento —interrumpió Sheila—. No dejemos volar tanto la imaginación. Si empezamos a sacar conclusiones precipitadas y a hablar de una cepa de Andrómeda, nos será muy difícil encontrar ayuda.

—Eso precisamente intentaba deciros —dijo Eugene—. Estáis empezando a sonar como una panda de chiflados paranormales.

—Venga de la Tierra o del espacio, la enfermedad existe —dijo Jesse. En vez de discutir tanto, deberíamos tratar de averiguar qué es y qué podemos hacer al respecto. No hay tiempo que perder. Si es cierto que se propaga con tanta rapidez, podríamos llegar demasiado tarde.

—Tiene toda la razón —convino Sheila.

—Aislaré el virus, si es que está en la muestra —dijo Nancy—. Puedo utilizar mi propio laboratorio. Nadie se entrometerá en mi trabajo. Una vez tengamos el virus, podremos llevar el caso a Washington y a las autoridades sanitarias.

—Suponiendo que las autoridades sanitarias no hayan sido infectadas para cuando obtengamos los resultados —puntualizó Cassy.

—Buena observación —dijo Nancy.

—De todos modos no tenemos elección —sentenció Sheila—. Eugene tiene razón. Si damos la alarma sin más fundamento que rumores y conjeturas, nadie nos creerá.

—Iniciaré el aislamiento del virus mañana por la mañana —dijo Nancy.

—¿Puedo ayudar de algún modo? —Preguntó Pitt—. Estoy especializado en química, pero he estudiado microbiología y trabajado en el laboratorio del hospital.

—Claro que sí —dijo Nancy—. He observado que algunas personas de Serotec se comportan de forma extraña. No sabré en quién confiar.

—Me gustaría ayudar a averiguar qué son estos discos negros —dijo Jesse—, pero no sabría por dónde empezar.

—Me los llevaré a mí laboratorio —se ofreció Eugene—. Valdrá la pena perder parte de mi tiempo aunque sólo sea para demostrar que no proceden de Andrómeda.

—Recuerde que no debe tocar los cantos —le previno Jesse.

—No se preocupe —dijo Eugene—. Tenemos medios para manipular estos discos a distancia, como si fueran radiactivos.

—Es una pena que no podamos hablar directamente con alguna persona infectada —comentó Jonathan—. Podríamos preguntarles qué está ocurriendo. Quizá ellos lo sepan.

—Sería peligroso —repuso Sheila—. Hay razones para creer que están reclutando gente. En realidad quieren que todos nos infectemos. Es posible que hasta nos consideren enemigos.

—Tiene razón —dijo Jesse. Creo que el capitán se está dedicando a infectar a la gente de la brigada que todavía no ha enfermado.

—Podría resultar peligroso, pero también revelador —dijo Cassy.

De repente se quedó pensativa, mirando al vacío.

—Cassy —dijo Pitt—, ¿en qué estás pensando? No me gusta la expresión de tu cara.