21

Merle Haggard dormitaba en la cocina, que era donde el sol de abril daba con mayor fuerza. Green pasó con cuidado por encima del animal para llegar a la mesa, en la que había un tazón de café y una bandeja con dos barritas de pan y un paquetito de crema de queso marca Philadelphia.

—¿Dónde está el chico? —preguntó Green.

—El chico tiene un nombre, se llama Joey —dijo Shannon—. Hoy es su día de jogging.

La joven se acercó sosteniendo una taza humeante y se sentó frente a Green.

—¿Eso le sirve para sus notas del colegio? —dijo Green.

—Ya lo creo, forma parte de la educación física. Tiene que aprobar esa asignatura para pasar el examen final.

—Esas escuelas privadas son un mundo aparte… —dijo Green—. Yo en cambio, no tuve que hacer jogging, corría como alma que lleva el diablo todo el camino de ida y vuelta del colegio, para evitar el pogromo de cada día. Pero jamás se me ocurrió que aquello podía formar parte del plan de estudios.

Merle Haggard se estiró con lentitud mirando a Shannon. Ella le frotó la cabeza por detrás de las orejas y, cogiendo el cuenco lleno de agua del animal, lo vació y lo volvió a llenar.

—Tenía el cuenco lleno —dijo Green mientras untaba de queso media barrita.

—¿Verdad que a ti no te gustaría beberte el agua de la noche anterior? —dijo Shannon.

Green miró al perro y sacudió la cabeza.

—Han pasado cinco meses y no hay una sola pista —siguió diciendo Shannon—. Así entre tú y yo, ¿crees que descubrirás algún día lo que le ha pasado a Bama, y a Barney?

—No me doy por vencido —dijo Green—. Nunca he abandonado un caso. ¿Has abandonado tú un reportaje?

—Ni siquiera cuando me lo quitan —dijo sonriente Shannon—. Noah, ¿sigues pensando que algún día alguien se irá de la lengua, y lo que diga llegará a vuestros oídos?

—Si sólo se tratara de esta ciudad —dijo Green— tendríamos ciertas posibilidades. Es casi una norma: un tipo que ha matado tiene que hablar de ello, con quien sea que esté viviendo temporalmente, o con alguien con quien se emborrache en un bar. Puede que esto no ocurra durante años, pero una vez lo ha soltado, aunque no sea más que un susurro, puede llegar a oídos de uno de nuestros confidentes. Pero ¿cómo demonios saber adónde fueron esos dos? O el que queda de los dos. Sin embargo, algo se llegará a saber, tengo que creerlo.

—¿Cuándo se verá el juicio del profesor? —preguntó Shannon, y le sonrió a Merle Haggard que había levantado la cabeza para mirarla.

—¡Vaya tsimis[*]! —dijo Green con un suspiro—. Todavía están en los preliminares del juicio. Ginsburg dice que está deseando acabar con ello, pero su abogado se va entreteniendo.

—¿Y por qué no despide a ese abogado?

—El profesor dice que su abogado tiene todo el derecho a hacer lo que cree que debe hacerse y que él, el profesor, no va a tratar de impedírselo, porque al fin y al cabo, Ginsburg hizo lo que creía justo al confesar. Dice que el resto es cosa de la Justicia.

—Eso me suena muy hipócrita —dijo Shannon, poniendo una rebanada en el tostador—. ¿Quieres la otra rebanada, gordito?

—Antes me llamaban guapo —dijo Green.

Shannon se inclinó por encima de la mesa y le despeinó el cabello.

—Guapo y gordito —le dijo.

—El profesor no va a cumplir pena de prisión —dijo Green—, seguramente ni siquiera irá a la cárcel. En realidad el forense está completamente fermisht[*], porque Crocker ha confesado que la apuñaló una vez, mientras que Ginsburg ha asegurado que le clavó el cuchillo una y otra y otra vez. Pero ¿cómo saber si fue el primer golpe el que la mató y los demás fueron de propina? ¿Y cómo saber cuál fue el primero? Ojalá hubiera estudiado estos temas, ahora podría resolver el problema.

—Pero aunque de algún modo pudieras estar seguro de que la primera puñalada no la mató —dijo Shannon con animación—, ¿cómo puedes estar seguro de que Crocker ha dicho la verdad? A lo mejor le asestó tantas puñaladas como el profesor…

Green se quedó mirando a Merle Haggard con expresión sombría.

—Entonces ¿Crocker tampoco tiene gran cosa que temer? —preguntó Shannon haciéndole cosquillas a Merle debajo de la oreja.

—No en días de cárcel. En cuanto a sus negocios con Barney, seguramente le caerá algún tiempo de prisión y de libertad condicional. Y se saldrá también de esta.

—Es como una cucaracha —dijo Shannon, después de tomar un sorbo de té—, nada puede acabar con él.

—Lo hará algún muchacho de Barney, y Crocker lo sabe —dijo Green haciéndole una morisqueta a Merle Haggard—. Esta es su sentencia, que Arthur no estará para siempre lejos de la ciudad.

Shannon se levantó y se dirigió al fregadero. Al pasar junto a la silla de Green, el detective la abrazó por las caderas, y, mientras Merle Haggard gruñía por lo bajo, le preguntó a la joven:

—¿Qué te parece si lo hacemos ahora, sabelotodo?

—Llegarás tarde —contestó Shannon mirando hacia el reloj de la cocina.

Green la soltó diciendo:

—¡Tienes razón!

Shannon se echó a reír mientras él se ponía la chaqueta.

—¿Lo ves? ¿Lo ves? —dijo la joven.

—¿Qué es lo que tengo que ver?

—Que la ilusión ha muerto.

—Eso ni se te ocurra, jovencita.

—Ahí está —dijo McKibbon una hora más tarde a su compañero cuando los dos hubieron dado la vuelta a una esquina. En un extremo del parque, en la parte inferior del East Side, había una cancha de baloncesto, y junto a ella, una extensión de terreno yermo en donde yacía el cuerpo de un hombre bajo y fornido de piel amarronada y rostro afable. De su pecho sobresalía un cuchillo de cocina.

Los jugadores de baloncesto, a pesar de advertir la presencia de Green y McKibbon y dirigirles una rápida mirada, continuaron con el juego.

—¡Dios mío! —dijo Green apretando los puños—, se han cargado a Domingo.

McKibbon meneó la cabeza y se arrodilló junto al cuerpo.

—Ya lleva muerto algún tiempo, tal vez desde anoche.

La cara de Domingo tenía una expresión contemplativa, todo lo contemplativa que las circunstancias lo permitían.

—Parece como si lo hubiera estado esperando —dijo McKibbon—. Lo curioso es que no ha sido en la garganta.

—Tal vez estaba demasiado oscuro para matarle con precisión —dijo Green con un suspiro—. Pero te aseguro que es como perder a un pariente, no, todavía peor, a un amigo. De verdad que ese tipo me gustaba. Mucha gente no lo entendería, pero ese soplón tenía clase, y se arriesgaba mucho por nosotros.

—Y nunca lo arrestaron por aquellas pildoritas raras que vendía —dijo McKibbon.

—Sí, bueno, le habría ido mucho mejor si lo hubieran arrestado en lugar de estar trabajando para la poli.

Los detectives se acercaron a los jugadores de baloncesto. La mayoría de ellos eran hispanos, algunos negros, y todos tenían unos veinte años.

—¡Me cago en… —exclamó Green—, parad un momento!

Sólo cuando la jugada culminó en un enceste fallido, interrumpieron los jóvenes el juego, de mala gana y con cara de enfado.

—¿Alguno de vosotros sabe quién es este hombre? —preguntó Green señalando el cadáver con la cabeza.

Ninguno lo conocía.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí?

—Antes de que llegáramos nosotros —dijo un joven negro muy alto.

—¿Y ninguno de vosotros lo había visto antes de ahora? —preguntó a su vez McKibbon.

Todos sacudieron la cabeza con indiferencia.

—Y ninguno de nosotros lo volverá a ver —comentó con una risita uno de los atletas puertorriqueños

—¿Y a ninguno de vosotros se le ha ocurrido denunciar este suceso? —dijo Green con una mirada feroz.

Los jugadores lo contemplaron como si les hablara en un dialecto incomprensible y reanudaron el partido.

—Me gustaría poner aquí en medio de la cancha el cadáver de la madre de uno de ellos —dijo Green.

—Continuarían jugando —dijo McKibbon sacando la pipa—, sólo que darían un rodeo para no pisarla. Me ponen enfermo.

—Voy a llamar a comisaría —dijo Green—. Qué raro que no le hayan birlado los zapatos.

—Y el cuchillo de cocina.

—Sam —dijo Green—, aunque las cuestiones profundas no son lo mío, me pregunto qué coño va a ocurrir con esta ciudad.

—Vamos, Noah —dijo McKibbon mirando el cadáver—, ¿de qué sirve hacerse una pregunta como esta? Si lo único que podemos hacer es ir tirando. Piensa que si cada uno de nosotros pudiera saber lo que le espera, probablemente se pegaría un tiro, ¿y quieres saber lo que le va a ocurrir a esta maldita y enorme ciudad?

—Bueno, lo que pasa es que me gustaría tener un hijo, ¿sabes?, y ya no me queda mucho tiempo. Pero ¿se puede traer a un chico a un ambiente así? —Green miró hacia el cadáver y hacia los jugadores de baloncesto.

McKibbon se echó a reír.

—Chorradas. Supón que en Europa tu bisabuelo, viendo a su alrededor a los odiadores de judíos que no hacían más que engendrar más odiadores de judíos, se hubiera dicho: «Os vais a joder, no os daré más víctimas…». Pues en este caso tú no estarías aquí.

—Y si todos hubieran dicho lo mismo, no habría habido ningún holocausto —concluyó Green disponiéndose a encender un cigarro.

—Desde entonces han vivido muchos judíos —dijo McKibbon— y a muchos les ha ido estupendamente. Incluso habéis obtenido vuestra propia patria.

Una delgada muchacha de color, de unos catorce años, pasó junto a ellos y se detuvo a contemplar a los jugadores que estaban totalmente inmersos en su actividad.

—Fueron tres hombres —susurró de prisa—. Es lo único que vi. Era tarde, alrededor de la una.

—¿Reconocerías sus rostros? —Green habló con la chica mientras McKibbon se colocaba ante ellos para ocultarlos a la vista de los jugadores.

—No —contestó la chica.

—¿Eran corpulentos? ¿Había alguno alto o alguno bajo?

—Estaba oscuro, no estoy segura. Pero todos eran hombres.

—¿No oíste nada?

—No. Le vi caer y ellos se marcharon corriendo.

—¿Había alguien más por los alrededores?

—No, no creo.

—¿Dónde podremos encontrarte? —le preguntó Green con amabilidad.

—Ya se lo he dicho todo. Adiós. —Y la chica se fue corriendo.

McKibbon y Green se miraron.

—No hemos sacado nada —dijo McKibbon—. Sabemos que fueron tres hombres, y el resto tendremos que adivinarlo por eliminación.

—¡Joder! —exclamó Green sentándose en un banco y encendiendo un cigarro—. Esos tres tipos que vio la chica tienen que estar relacionados de algún modo con Stubblefield… y con los asesinatos de la bodega.

—¿Y cómo demonios vamos a saberlo? No hemos adelantado nada en ninguno de los dos casos —dijo McKibbon—. Ya sabes que algunos casos acaban mal para nosotros. Y que algunas veces, si no hacen ruido, los asesinos pueden escapar impunes…, algunas veces.

—Fuimos nosotros, que en ninguno de los dos casos logramos encontrar un pretexto para poder meterles mano —dijo Green con la mirada puesta en la lejanía—. Tenía esperanzas de que Domingo acabaría diciéndonos algo, y me temo que no era el único que lo esperaba. —Green se puso en pie—. Quiero este caso, Sam.

McKibbon asintió con la cabeza.

—Por mucho tiempo que me tome —prosiguió Green—, el caso es mío, oficialmente o no.

Caminaron unos minutos en silencio.

—Oye —dijo McKibbon—, se me acaba de ocurrir. Tienes que tener un niño, sino ¿quién rezará Kaddish[*] por ti?

Green se detuvo y, frunciendo el ceño, dijo:

—Esto es una tontería. Nunca lo he comprendido, porque si estás muerto, estás muerto, y ¿qué importa que alguien rece una oración por ti o no? —Miró a McKibbon y le dirigió una sonrisa—. Sin embargo —continuó—, pensándolo bien, creo que me gustaría.

—¿Ves, hombre? —dijo McKibbon dándole un golpe cariñoso en el hombro—, siempre se encuentra algo en qué pensar con ilusión.