20

—¿Cuánto falta? —preguntó Bama desde la caja del camión.

—Unos quince kilómetros —dijo Carl—. ¡Vaya montañas!, ¿no?

—¿Cómo habrán hecho una carretera aquí?

—Mis gentes siempre hicieron lo que había que hacer, no les quedaba otro remedio. ¿Cómo está tu amigo?

—Tiene hambre —contestó Bama—, ¿no es verdad, chico?

Barney soltó un gruñido y dijo:

—Tengo que hacer mis necesidades.

—Háztelas en los pantalones —dijo Bama sin mirarle.

—Oiga, de ese modo no puedo andar.

—No tienes que ir a ningún sitio. Tú mismo, lo tomas o lo dejas.

Barney lanzó un suspiro y miró por la ventana trasera desde donde se divisaba un abrupto valle.

—¿Dónde estamos?

—En West Virginia —dijo Bama encendiendo un cigarrillo—. ¿Nunca has estado aquí?

—No se me ha perdido nada en West Virginia. ¿Qué parte de West Virginia es esta?

—Cerca de Bluefield —dijo Carl—. ¿Por qué quieres saberlo si lo mismo te da?

—Siempre es bueno saber dónde estás —rezongó Barney.

Carl se echó a reír y dijo:

—Pues el sitio adonde vamos ni siquiera tiene nombre.

Una hora más tarde, el camión salió de la estrecha carretera y comenzó a ascender por un camino de tierra todavía más estrecho.

—¿Fue tu padre el que hizo este camino? —preguntó Bama.

—Sí, aunque yo era el encargado de mantenerlo limpio —dijo Carl inclinándose hacia adelante para distinguir bien la curva.

El camión se detuvo frente a una larga caja de madera con ventanas, y Carl, con los miembros entumecidos, se bajó del vehículo con dificultad.

—A mi padre le encantaban los vagones de tren —explicó—, porque ellos viajaban mientras que él no. Siempre quiso tener uno en propiedad, y por eso cuando se construyó una casa, se la hizo en forma de vagón. Todavía no se le ha borrado del todo el nombre que le pintó, aunque con esta luz no se ve: «Ferrocarril de la Gracia Singular». Es que mi padre, de joven, se dedicó un tiempo a predicar.

Bama sacó el revólver, y cuando Carl abrió la puerta del vagón, el violinista empujó adentro a Barney. Carl encendió la débil bombilla y exclamó:

—¡Me cago en…! Siempre estoy diciendo que quiero poner una luz más fuerte.

Frente a ellos se extendía una amplia habitación que contenía un sofá desvencijado, dos butacas de tapicería muy desgastada, una mesa baja de madera y un taburete. A la derecha parecía estar la cocina y a la izquierda se veía una hilera de estrechas cámaras que daban la impresión de ser dormitorios para personas de corta estatura.

—Voy a sacar las cosas del coche —dijo Carl— y después prepararé café y algo de comer.

—No para mí, gracias —dijo Bama—, ni tampoco para él. Tenemos que hablar, cuando este haya cagado.

—Ya no tengo ganas —gruñó Barney—. No me saldría.

—Mejor, así la mierda está donde debe estar —dijo Bama, y señalando con el revólver la cámara más alejada, añadió—: Vamos allí.

En la cámara había una cama cubierta con una desteñida manta verde, una silla junto a la ventana, y en la pared, bastante necesitada de un nuevo enjabelgado, colgaba una fotografía color sepia recortada de un diario. Esta mostraba un hombre de rostro alargado, grandes orejas y nariz ancha que llevaba un traje recién planchado con corbata de lazo y se cubría la cabeza con un sombrero de paja. Encima de las rodillas sostenía una guitarra.

—¿Quién es este tonto presumido? —preguntó Barney.

—Un cantante de blues —dijo Bama.

—Imposible, no es un hombre de color.

—¿Nunca has oído a Jimmie Rodgers?

—No.

—Bueno, no tienes la culpa de estar culturalmente atrasado. Siéntate —dijo Bama señalando la cama.

—No soy ningún perro.

—Siéntate, o te convertiré en un perro con una sola oreja.

Barney se sentó en el borde de la cama, y Bama cogió la silla y la puso junto a la puerta, quedándose allí, con un pie apoyado en el asiento.

—Empecemos por lo fácil —dijo el violinista—. ¿Por qué mataste a tu muchacho?

Barney se echó a reír y contestó:

—Todo el mundo sabe que tú liquidaste a Tyrone.

—Excepto tú y yo. Soy un tirador de primera, mamón. Puedo meterte un montón de balas en el cuerpo sin dejar que pierdas el conocimiento. Sé que yo no maté a Tyrone, de modo que basta de gilipolleces.

Barney se puso a mirar la fotografía de Jimmie Rodgers.

—Tenías dos razones —comenzó a decir Bama—, la primera es hacer que la policía sospechara de mí. Pero la razón más importante es que no querías que Tyrone pudiera decir que él no mató a Emma.

—Ningún hombre blanco ha sabido nunca cantar blues —dijo Barney sin dejar de mirar la fotografía—, por más que se dedicara a follar con negras.

—Emma me lo contó. No pensaste que me lo diría ¿eh? Aquella noche entraste en su librería, fue el día en que ella le hizo el corte a Tyrone y luego se fue a buscarte al parque y te dejó muy excitado.

—Los blues son nuestros —dijo Barney—. No tenemos gran cosa, pero los blues son propiedad nuestra.

—Tú le dijiste —continuó Bama hablando despacio y en tono imperturbable—, que hacía años que no estabas con una mujer. Que no necesitabas a ninguna mujer porque las mujeres dejan sin fuerzas a los hombres, los joden de muchas maneras, y ocupan sus pensamientos. Una mujer tiene mucho poder sobre un hombre, incluso mientras está debajo de él sin poderse mover. Le dijiste que hacía años que habías decidido no dejar que ninguna mujer te jodiera metiéndosete en la cabeza como hacen todas ellas, que lo saben hacer muy bien. Y lo habías conseguido, vaya si lo habías conseguido, ninguna te pudo atrapar durante todos estos años.

—¿Te contó Emma que le dije esto? —Barney bostezó y cerró los puños sobre las rodillas. Después miró a Bama a los ojos—. Emma tiene una boca muy sucia.

—Pero entonces —dijo Bama sosteniendo la mirada del negro—, va Emma y te jode el tinglado, porque fue a buscarte a tu banco y se plantó ante ti, tan preciosa y tan llena de furia que de poco te le echas encima allí mismo.

—Demasiado flaca, es toda huesos, con un trasero de muchacho.

—De modo que entraste en la librería aquella noche. Fuiste para entregarle algo especial, algo que ninguna mujer había poseído desde que decidiste ser dueño de ti mismo. Podías tener a cualquier mujer cuando te viniera en gana, pero la querías a ella, no a la primera que pasara. Y la querías durante todo el tiempo. Y se lo dijiste a ella, le dijiste que debía sentirse orgullosa de que la hubieras escogido, después de tantos años.

Bama bajó la vista a los pantalones de Barney.

—Se te ha puesto dura —comentó—. ¿Lo ves?, tenías razón todos estos años: las mujeres te pueden joder mentalmente aún después de muertas.

Barney cruzó los brazos sobre su regazo.

—Así que le dijiste todo esto, y estabas tan excitado que apenas podías estarte quieto. ¿Y qué hizo ella, qué hizo la mujer escogida?

Barney se mordió con rabia el pulgar.

—Se echó a reír —dijo Bama siempre imperturbable—. Se quedó allí plantada, preciosa y enfadada, con su trasero de muchacho, y se rio de Barney y su enamoramiento. Una carcajada larga y fuerte. Y te acercaste a ella, pero ella dijo: «¿Quieres el cuchillo de Tyrone? Te cortaré con él los huevos», y viste que lo tenía en la mano. Te disponías a cogérselo y clavárselo mientras la follabas al mismo tiempo, cuando entraron en la tienda dos viejorros que venían a por libros. ¡Libros! Te hubiera sido muy fácil, mucho, cargártelos también, pero de pronto recordaste quién eras. Eras el gran hombre, y no valía la pena dar el espectáculo así, en público. Por eso te escurriste fuera de la tienda, con la polla tan dura que te dolía, mientras a tus espaldas Emma se partía de risa.

Bama se puso de pie y continuó:

—Ella no tenía intención de contármelo porque sabía que yo iría a cortarte esa asquerosa picha tuya, pero una noche empezó a reír sin poder reprimirse y le pregunté de qué se reía. Cuando por fin pudo hablar me dijo que me lo contaría si le juraba por el niño que llevaba en su vientre que no haría nada que ella no quisiera. Y entonces me lo contó. Y dijo que aquel asunto estaba liquidado, que nunca volverías a por ella porque no te atreverías a mirarle a la cara.

»Y añadió que yo se lo había prometido, que no quería que me acercara a ti porque sabía que si lo hacía te mataría, y eso significaría que nunca vería al bebé ni el bebé me conocería, y que una mierda como tú no valía tanto sacrificio. Tenía razón, y además, no rompíamos nunca las promesas que nos hacíamos. ¡Ojalá hubiera roto esta!

Barney, sentado en el borde de la cama con el cuerpo en tensión, dijo a su vez:

—Ella no te lo contó todo, mamón. No te dijo que me la tiré aquella misma noche cuando se fueron aquellos tipos. No te dijo que se la metí por su trasero de muchacho.

Diciendo estas últimas palabras, Barney se lanzó a través de la habitación sobre Bama, que se apartó haciendo que Barney chocara contra la pared. Tranquila y cuidadosamente, el violinista le disparó a Barney en la rodilla.

—¿Necesitáis algo? —gritó Carl desde la cocina.

—Estamos divinamente —contestó Bama mientras Barney aullaba en el suelo.

El violinista se volvió a sentar, apuntando con el revólver a la mole que se retorcía, y siguió diciendo:

—Pero tú seguiste oyendo su risa, y no podías pensar en otra cosa. Tanto es así, que empezaste a sospechar que todo el mundo se reía de ti en cuanto volvías la espalda. De modo que la estuviste vigilando y cuando salí aquella última noche y viste que la casa quedaba a oscuras, forzaste la entrada. Fuiste directo a por Merle, aunque no entiendo cómo pudiste herirle, pero se está recuperando. Y te quedaste escondido hasta que ella entró en la cocina, y como no podías soportar que se riera otra vez de ti la atacaste por la espalda y le clavaste el cuchillo una vez y otra y otra más.

—Pero ella me vio —dijo Barney con un gemido—, y se dio la vuelta para coger un cuchillo o una botella, no sé. Pero no se reía, esa perra no se reía.

Con todas sus fuerzas, Bama le dio una patada a Barney en la rodilla cubierta de sangre, y dijo a gritos, para cubrir los chillidos del negro:

—¡Bonita noche para viajar, Carl!

—Ya lo creo. Ahora me reúno contigo. Traeré cerveza.

—Mejor whisky —gritó Bama—. Oh, y tráete la Biblia de tu padre. El whisky lo tomaremos después.