19

Barney caminaba muy deprisa, como cualquiera lo hubiera hecho en una noche tan fría. Sin mirar a derecha ni izquierda, pasó de largo la bocacalle de la calle Doce y siguió derecho por la Quinta avenida.

«Tengo el presentimiento de que aquí hay algo raro. Tal vez Arthur me haya delatado, ¿por qué no?, todos pueden hacerlo. Yo mismo vendería a mi madre, si estuviera aquí. Todos venderían a su madre, y cuando dicen que no lo harían, se están engañando a sí mismos. Eso es algo que nunca he hecho, engañarme a mí mismo. ¡Mierda!, ese maldito marica. No me basta con un loco mordiéndome los talones, que tengo a toda la policía detrás de mí. No lo pensé bien. Debía haber sabido que Crocker me delataría. Y no lo pensé bien porque estaba preocupado pensando en ese violinista. El caso es que no pensaba matar al marica, creía que él ya sabía que sólo le estaba tomando el pelo. ¿Por qué demonios ha tenido que tomarme en serio? Hijo de puta. Bueno, tengo que quitarme al violinista de la cabeza para que pueda ocuparme de esa otra mierda».

Barney se dio la vuelta.

«Ya sé qué es este presentimiento. Está aquí, el violinista está por aquí. Tal como me imaginaba, nos habrá seguido algún día. Muy bien, está esperándome para sorprenderme, y el que va a darle el susto de su vida soy yo. ¡Je, je! Y aunque yo no acierte a la primera, él no va a hacerlo ¡pam, bang! Quiere que me arrastre y le suplique, que no sea así de rápido ¡pam, bang! Pero ¡joder!, si estamos los dos solos, podré con él por muchas armas que lleve encima. Sé que puedo sorprenderlo, y entonces yo sí que haré ¡pam, bang! Aquí estoy, violinista, ¡ven a buscarme!».

Barney metió la mano en el bolsillo del abrigo, agarró el cuchillo y dobló lentamente la esquina hacia la calle Doce.

Ni rastro de Arthur, no había nadie. De pronto todo se hizo negro, algo negro cayó sobre él. Un abrigo le cubrió la cabeza, y un cinturón o una cuerda le ató los brazos junto al cuerpo oprimiéndole con fuerza el pecho. Se debatió tratando de zafarse, pero la cuerda se hizo aún más tirante, y notó algo duro en la espalda. Justo detrás de él, una voz le dijo, con hablar lento y acento sureño:

—Puedo hacerlo aquí mismo. ¿Quieres que lo haga aquí mismo? Si haces un solo movimiento, sabré que eso es lo que quieres.

Barney dejó de luchar.

—Debes de notar mucho el frío para tener que llevar ese abrigo encima de la cabeza —dijo Bama—. Pero a nadie le va a parecer raro, esta noche no. Te voy a coger del brazo y te conduciré a donde vamos a ir, pero si quieres que lo haga ahora, no tienes más que decirlo.

El violinista le pasó un enorme jersey por encima del abrigo para ocultar las cuerdas, y lentamente pero con rudeza, guio al hombrón envuelto en ropas de vuelta a la Quinta avenida. Allí cruzaron la calle y se dirigieron hacia la parte alta de la ciudad.

—Mi padre era experto en dos cosas —dijo el hombre alto y delgado—. Sabía todas las canciones de Hank Williams, que eran muchísimas, y sabía hacer nudos. Después del colegio, cuando habíamos acabado los deberes, organizaba concursos de nudos entre mis hermano y yo. Atábamos a los cerdos, es el mejor modo de entrenarte, aunque no tengas otro. Mi padre solía decir que uno nunca sabe si algún día tendrá que atar bien fuerte y bien de prisa a un animal. Decía que es un medio mejor que darles un golpe en la cabeza y, además, siempre se lo puedes dar después. Ya hemos llegado.

Un camión de color marrón, viejo y grande y sin ninguna señal de identificación estaba aparcado en la calle Trece junto al callejón que daba a la parte trasera del Lone Star Café. El violinista, sin soltar al hombre envuelto en ropa, abrió la puerta del vehículo y tocó por dos veces el claxon. Carl salió del callejón y, cuando hubo abierto la compuerta trasera del camión, los dos hombres obligaron a Barney a meterse dentro. Carl se sentó al volante y el violinista se instaló en la caja frente a Barney. El camión arrancó.

De haber habido algún peatón en la calle, este habría oído, saliendo de la caja del camión, una voz dulce y aguda que cantaba:

I was standing by my window

on one cold and cloudy day

when I saw this hearse come rollin’

for to carry him away.

Will that circle be unbroken

by and by. Lord, by and by.

There’s a better home awaiting

In the sky, Lord, in the sky.

Undertaker, undertaker,

Oh, won’t you please drive slow

For this body you are haulin’,

Lord, I hate to see him go.

Y este mismo peatón, de haber estado allí, habría podido oír también otra voz más profunda que repetía un obbligato en un tono tan amortiguado que era difícil entender las palabras… Pero si el transeúnte hubiera escuchado con atención, habría oído un estribillo apagado, y repetido como una antífona:

La madre que te parió, cabrón,

la madre que te parió, cabrón,

la madre que te parió, cabrón.

Algo más tarde, aquella misma noche, Randazzo estaba de pie en su despacho, mirando a través de la ventana, cuando los dos entraron y se sentaron, preparándose a oír lo peor.

—Antes podía confiar en mis hombres —dijo Randazzo sin volverse a mirarlos—. No es que fueran campeones, eran unos tipos formales y trabajadores. Tenían sus días buenos y sus días malos, pero se esforzaban. Por lo general se partían el pecho, porque tenían su orgullo. No querían parecer unos schmucks[******]. De modo que tampoco yo solía quedar como un schmuck. De hecho, como teníamos tan buen promedio de casos resueltos, y una moral tan alta, en Jefatura me dieron un Diploma de Buenos Servicios.

»En él se dice —de espaldas Randazzo parecía una torre que exhalara reprobación por los cuatro costados— que he sabido “conseguir de los detectives bajo mi mando una acción investigadora de primera calidad y que refleja los más altos ideales de los profesionales de la ley y el orden”. Cito palabra por palabra. Y junto con el diploma me dieron una placa.

Green y McKibbon miraron hacia la pared opuesta a la mesa del teniente.

—No está ahí. —Randazzo seguía hablando cara a la ventana—. Esta mañana la he descolgado y la he tirado a la basura.

El teniente se dio la vuelta, se acercó despacio a su mesa y se sentó en el borde del tablero.

—Barney ha desaparecido —dijo—. El violinista ha desaparecido. Y al marica sólo lo tenemos a medias. Ya que al parecer sois detectives, ¿podría uno de los dos tener la amabilidad de decirme qué demonios está pasando con el profesor?

—Ha estado fuera de la ciudad —dijo McKibbon—. Ha telefoneado diciendo que estará aquí dentro de media hora porque tiene algo que decirme.

—Fantástico —dijo Randazzo—. Porque, sea lo que sea lo que te diga, ¿qué es lo que tenemos? Que el marica le clavó el cuchillo a Kathleen y que tal vez, sólo tal vez, el profesor se lo hundió todavía más. Entonces, ¿quién la mató? Los abogados van a dirigirse a esos malditos jurados y los van a dejar tan fermisht[*]… —Miró con verdadero odio el tarro de caramelos—. ¿Qué sentencia va a recibir cualquiera de esos dos? ¡Esto sí que es un buen lío!

—Pero los tenemos —dijo Green.

—Creo que no me has oído —dijo Randazzo—. ¿Sabéis lo que os digo? Que quizá ella no pudo soportar que la fueran pinchando por partes, primero el marica y luego el marido, y así ella misma cogió el cuchillo y acabó con su propia vida. ¿No se os había ocurrido?

El teniente miró con furia a Green.

—Dame un cigarro —le dijo—. ¿Y los otros dos, qué? He ido hasta allí, vosotros habéis ido allí y el violinista y Barney han salido volando. Vuelan tan alto que ni siquiera se los ve. Por lo visto eso es lo que pasa cuando le dan el mando a un medio italiano, o eso parece, ¿no es así? ¡A callar!

Randazzo cogió el tarro de caramelos y lo lanzó contra la pared. Las bolas se esparcieron rodando por el suelo. Alguien llamó con suavidad a la puerta.

—¿Qué? —gritó Randazzo.

Dos monjas jóvenes entraron muy sonrientes, y avanzaron en silencio y sin dejar de sonreír hasta la mesa de Randazzo. Él también les sonrió y, sacando dos dólares de su cartera, se los tendió a una de las monjas. Esta le dio al teniente un tarjetón que extrajo de una carpetita. Llevaba impreso un texto bordeado de florecitas pintadas a mano. Randazzo tomó el tarjetón y lo colocó encima de su mesa. Las monjas, sonrientes, se encaminaron a la puerta en silencio y el teniente les dijo adiós con la mano.

—Deberían venir más a menudo —dijo Randazzo—. Con la suerte que tenemos, no nos vendría mal.

—¿Qué es, una oración? —preguntó Green.

Randazzo miró el tarjetón y respondió:

—No, es una venta de rosarios. —Y, habiendo recobrado su voz tonante, Randazzo leyó en alto—: «Subió a los Cielos, y volverá de nuevo, esta vez en toda su gloria, a juzgar a los vivos y a los muertos. A cada uno según sus méritos: aquellos que han respondido al amor y a la piedad de Dios irán a la vida eterna, y aquellos que los han rechazado hasta el final irán a parar al fuego que nunca se extingue».

—¿Por qué me mira a mí? —dijo Green.

—«Y Su reino no tendrá fin» —terminó Randazzo.

—¿Así que Barney recibirá su merecido de todos modos? —comentó Green sacando un cigarro del bolsillo.

—Y ese violinista también irá al infierno —dijo Randazzo—. Tal como yo lo veo, sigue siendo el que se cargó a Tyrone. Y por lo que sabemos, ya ha enterrado a Barney. ¡Oh, Dios, por lo que sabemos! ¡Si no sabemos nada! Bueno, venga, ¿y ahora, qué?

—Primero tenemos que rezar —dijo McKibbon.

—¡Os podéis ir a la mierda! —rugió Randazzo—. ¡Los dos! Me gustaba mirar la placa. Ahora, cada vez que veáis ese espacio vacío, sabréis quiénes tienen la culpa de que esté vacío.

—¿De verdad piensa que no hacemos nada, teniente?

Randazzo regresó a la ventana y respondió:

—Oídme, estos días no tengo mucho de qué alegrarme, así que dejadme que disfrute en paz de mi enfado, ¿vale?

Veinte minutos más tarde, McKibbon precedió al profesor a un despacho vacío y cerró la puerta. Ginsburg se acomodó en una silla junto a la mesa, y McKibbon tomó asiento al otro lado de la mesa.

—En cuanto leí en el periódico que acusaban a ese Whipple de haber asesinado a Kathleen —dijo Ginsburg—, supe que tenía que venir.

McKibbon inclinó la cabeza en señal de asentimiento y dijo:

—Profesor, usted ya sabe que no está bajo arresto.

—Lo sé, es una confesión voluntaria. ¿Quiere repetirme lo que dijo el señor Whipple?

—Que sólo clavó el cuchillo una vez y que no penetró profundamente. Oyó un ruido en el piso de arriba y se detuvo. Por lo que dice, ella seguía respirando.

—Sí —dijo Ginsburg mirando hacia la pared—. Pensé que estaba muerta. Créame, pensé que estaba muerta por el modo en que yacía allí en el suelo. Yo quería creer que estaba muerta, así que me dije a mí mismo que lo estaba. ¡Estaba tan quieta! Y… y… no pude hacer otra cosa. Fue un impulso irresistible. En mi vida me había sentido arrastrado de aquel modo, tenía que hacerlo. Primero le arranqué el cuchillo de la espalda y… Todo lo hice estando ella de espaldas. No le vi la cara mientras lo hacía.

—Una vez tuve una mujer —murmuró McKibbon— que me hacía la vida imposible, algo horroroso. Me hacía sentir fatal. Solía imaginarme escenas fantásticas de venganza, soñaba que la cortaba en pedacitos.

—En cambio yo no me imaginaba tales cosas —dijo Ginsburg con enojo—. Pero cuando la vi echada allí en el suelo, me cogió… algo así como celos. Celos o envidia de que alguien lo hubiera hecho primero, alguien que no tenía derecho. Una persona a quien era imposible que ella le hubiera causado todo el daño y las humillaciones que me había estado causando durante tanto tiempo. Y quise con desespero tomar parte en lo que alguien le había hecho. No quería verme privado de la última satisfacción que Kathleen me podía proporcionar.

—¿Cuántas veces?

—Muchas, muchas veces —dijo Ginsburg meneando la cabeza.

—¿Y después?

—Después limpié el mango del cuchillo y los llamé a ustedes.

—¿Pensó que no sería descubierto?

—Quería disponer de tiempo para pensar. Y como soy muy ordenado, incluso en situaciones de tensión máxima, recordé que debía limpiar el mango. Eso me proporcionaría el tiempo necesario para pensar. Creo que tarde o temprano habría acudido a usted, porque no soporto a la gente que retrocede ante las consecuencias de sus actos. Pero todo eso resulta académico ahora.

»Por lo menos —continuó Ginsburg juntando con fuerza las puntas de los dedos— ella nunca me vio emplear la violencia. No se enteró de que finalmente había triunfado, de que me había forzado por fin a traicionar el sentido de mi vida entera.

—¿Forzado?

—Sí. En última instancia, su muerte fue obra suya. El carácter condiciona el destino de una persona, y ella fue la responsable de su destino. ¿Comprende lo que quiero decir?

—Hasta cierto punto, profesor —dijo McKibbon.

—Sentí un miedo terrible. —Ginsburg se apretaba los dedos, haciendo crujir las articulaciones—. Tenía miedo de que, de pronto, ella volviera la cabeza, abriera los ojos y se riera de mí; pero no se movió.

—Bueno —dijo McKibbon levantándose—, haré que lo pasen a máquina y después podrá firmarlo.

—¿Comprende también que yo la quería?

—Eso nadie puede saberlo mejor que usted.

—Como es natural, leeré la confesión antes de firmarla.

—Claro —dijo McKibbon—. Oh, una cosa, ¿su mujer aquella noche estuvo bebiendo café?

—Siempre lo hacía —dijo Ginsburg—. ¿Por qué?

—No había ninguna taza encima de la mesa.

Ginsburg hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y explicó:

—Como ya le he dicho, soy muy ordenado, no puedo soportar el desorden, y seguramente debí de dejar la taza en el lavaplatos sin darme cuenta. Pero no comprendo qué importancia puede tener eso.

—Ninguna, por ahora. Lo que pasa es que un conocido mío, un viejo borracho muy listo, quería saberlo.