18

A media tarde seguía lloviendo. En el bar Rafferty, el viejo camarero, de pie detrás de la barra, miraba la televisión junto con dos de sus clientes. El informativo también retransmitía imágenes de la lluvia, y en el otro extremo de la barra un tercer cliente lloraba en silencio.

Entró un hombre también de edad con largo cabello blanco; y después de saludar con un gesto de cabeza al camarero, dijo:

—Una ginebra doble, con el agua aparte.

—Ya sé, teniente —dijo Dennis sonriendo y disponiéndose a servirle.

Riordan miró al hombre solitario que sollozaba.

—Es su mujer —explicó Dennis en voz baja—. Siempre decía que lo iba a hacer y lo ha hecho. No ha dejado su dirección, no ha dejado nada de nada. Ahora él se ha puesto a hacer una lista de todos los espectáculos y las películas a los que había prometido llevarla y nunca lo cumplió. No sabe qué lista tan larga le estaba saliendo, pero ha tenido que pararse porque ya no veía lo que estaba escribiendo.

—¿Cuánto tiempo lleva así? —preguntó Riordan mirando al hombre que lloraba.

—Déjeme pensar… —Dennis reflexionó un momento—, hoy es la cuarta noche. ¡Qué demonios! Dentro de seis meses estará deseando que no regrese.

—Quizá no —dijo Riordan contemplando la televisión—. Quizá se vuelva medio chiflado y no haga más que pensar en ella.

—Ya está chiflado —dijo Dennis.

—Entonces se morirá solo. —Riordan volvió a mirar al hombre—. Y nadie sabrá que era un chalado… excepto usted —añadió sonriéndole al camarero.

—Oh, teniente, después de un tiempo todos me parecen iguales, lo mismo que los vivos.

—Pero a mí me recordará.

—Porque usted es diferente. Ha hecho grandes cosas y todavía las seguiría haciendo si no fuera por esa estúpida ley de jubilación.

—Eso bien vale una copa —dijo Riordan sacando un billete de cinco dólares—. Sírvase de lo mejor.

—Gracias. —Dennis cogió una botella de Johnny Walker Red y otra de Tanqueray, y con esta última llenó el vaso de Riordan—. Invita la casa.

En la televisión, una locutora negra estaba diciendo que los dos asesinatos ocurridos durante el día habían hecho que la ciudad superara su propio récord de asesinatos, alcanzado el año anterior con la cifra de 1876. Hasta la fecha, antes de que acabase el mes de diciembre, 1878 ciudadanos habían hallado de un modo repentino el descanso eterno.

—Es terrible, terrible —dijo Dennis.

Riordan se bebió de un trago el doble de ginebra.

—Lo terrible —dijo— es que nos hemos acostumbrado, y nos acostumbraremos a una situación todavía peor. Cuando yo empecé a patrullar por las calles, un asesinato era algo tan horroroso que cuando ocurría todo parecía detenerse. Verá, en aquellos tiempos, todo el mundo se paraba a mirar un cuerpo tendido en la acera, pero ahora pasan de largo y algunos ni siquiera miran.

—¿Cómo acabará todo eso? —comentó el camarero apagando el cigarrillo en el cenicero.

—Vendrá el fascismo —dijo Riordan con calma— aunque no lo llamarán así. Es imposible tener una democracia constitucional mientras esos perros rabiosos, que se hacen más numerosos cada año, vayan haciendo pedazos la sociedad. Y esa ley del proceso debido, eso de que, para ser válidas, las pruebas y declaraciones han de ser obtenidas por medios legítimos, eso es para una sociedad de personas civilizadas. Pero si te ataca una bestia feroz, no vas a preocuparte de sus derechos, sino que tratarás de matarla antes de que ella te mate. Bueno, pues cada día que pasa las calles están más llenas de perros rabiosos y ratas y chacales. Su parte humana no les funciona ni nunca les ha funcionado. Si no llevas nada encima, te matan, y si les das todo lo que llevas, te matan también.

—Tenemos que volver a emplear la silla eléctrica —dijo Dennis.

—Sí, como símbolo de la civilización. —Riordan bebió otro trago de ginebra—. Pero lo principal —continuó hablando en voz todavía más baja que la habitual— es impedir que esos animales se multipliquen. Ya llegará.

—¿Y cómo van a hacerlo? —preguntó Dennis con gran interés.

—Oh —dijo Riordan—, cuando la gente honrada esté lo bastante aterrorizada, exigirán que se encuentre una manera de hacerlo. Y como los que más votan son las personas honradas, el poder legislativo las escuchará. Y los tribunales, claro, prestarán oídos a los resultados electorales.

—Pero ¿y la Iglesia? —preguntó Dennis haciendo caso omiso de la señal que le hacía un cliente desde la otra punta del bar—. La Iglesia no permitirá que eso ocurra.

—A lo largo de la historia, la Iglesia se ha visto obligada a ceder ante la voluntad de los laicos, incluidos sus propios fieles. Le digo, Dennis, que se acerca una época magnífica y llena de paz, si es que vivimos para verla. Como ya lo predijo Charlie Darwin.

—¿Quién? ¡Ah, ya!, el tipo que dijo que descendemos del mono.

—Dijo mucho más que eso, Dennis. —Riordan cogió su cartera y sacando de ella un trozo de papel, lo leyó en voz alta: «Llegará una fecha no muy lejana en que una cantidad innumerable de miembros de las razas inferiores habrá sido eliminada de la faz de la tierra por los miembros de las razas superiores más civilizadas».

—Pero usted no cree que ya es demasiado tarde, ¿verdad, teniente? —preguntó Dennis con inquietud.

—Desde luego que no lo creo —respondió Riordan sonriéndole—. ¿Quién diablos es más inteligente, ellos o nosotros?

El hombre que había estado llorando se puso a cantar en voz baja y ronca:

If I could, be with you one hour tonight

If I could be with you, and hold you tight.

If, if, if, oh, oh, Anne,

Meet me tonight in dreamland.

El hombre apoyó la cabeza en un cenicero y, al verlo, Riordan le dijo al camarero:

—¿Va a dejarle irse a casa en este estado?

—¿Soy acaso el guardián de este chiflado? —contestó Dennis con una sonrisa.

Al día siguiente, justo después de amanecer, Randazzo descolgó el teléfono y oyó la voz de Green que le decía:

—Barney se nos ha escapado, aunque hemos atrapado a casi todo su ejército. Faltan algunos mensajeros, pero como sabemos adonde se dirigen, los pillaremos cuando lleguen allí.

—¿Cómo ha sido que se os ha escapado? —dijo furioso Randazzo—. ¿Se ha convertido en un gnomo irlandés? ¡Hatajo de imbéciles! ¿Habéis ido a buscarle con una charanga?

—No estaba allí. No estaba en ninguno de los sitios que allanamos. Y esas cucharachas no quieren hablar, le tienen más miedo a él que a nosotros.

—¿Qué me dices de los hombres que le seguían? —preguntó Randazzo en tono helado.

Hubo una pausa y luego Green dijo:

—Los despistó en Queens. Pensaron que dormía profundamente.

—¡Coño! Si tuviera tiempo me echaría a llorar de vergüenza. ¿Habéis cogido a Arthur?

—Todavía no.

—Todavía no. Fantástico. Seguro que el violinista sabe dónde están los dos, ¿pero a que tú todavía no sabes dónde está el violinista?

—Recorreremos las calles hasta que los encontremos a todos —dijo Green levantando la voz.

—No —dijo Randazzo en tono suave—. Va a llover, y no podéis andar por ahí sin llevar los chanclos de goma. Hazme caso, llama a Domingo para que colabore.

—Ya lo he hecho.

—Por fin has aprendido a no hacerme caso. Pero, cuidado, Noah, en otras ocasiones más vale que me hagas caso. He terminado la paciencia.

Aquella noche, Barney salió de la oscuridad del cine a la oscuridad exterior. Caminó hacia la calle Doce mientras jugueteaba con el pendiente que llevaba en el bolsillo, y de pronto se paró, esperando ver aparecer a Arthur. Pero, debido al frío punzante, las calles estaban vacías. Sólo vio a un hombre enormemente gordo que llevaba un abrigo de pieles también enorme y un sombrero de fieltro de alas anchas. Su cara de color rosado tenía el mismo aspecto que la de un cerdo, con los ojos hundidos entre pliegues de grasa y la nariz rojiza y húmeda, parecida a un morro. Con su hinchada mano cubierta de cerdas empuñaba un bastón que dirigía hacia delante y con el cual iba tanteando el suelo.

El hombre gordo se dirigía directamente hacia Barney, que se estremeció y se metió en un portal. Por detrás del gordo se acercó corriendo un chico con una chaqueta verde y orejeras. Corría tan deprisa que no pudo detenerse y, chocando contra el tipo gordo, lo tiró al suelo.

El chico, al ver aquella cara y aquella mano junto a sus pies exclamó «¡Hostia!», y salió disparado como alma que lleva el diablo hasta dar la vuelta a la esquina.

Al hombre gordo, tendido de espaldas, le costaba respirar, y empezó a suplicar con voz aguda y áspera: «¡Por favor, soy ciego! Se lo daré todo pero, por favor, ayúdeme a levantarme. Soy ciego, tome todo lo que llevo. ¡Ayúdeme, por favor, por favor!».

Barney, todavía en el portal, le dirigió una mirada, se rascó la nariz y se marchó en la otra dirección.

El hombre gordo dejó de suplicar. Después de unos minutos se levantó despacio y con gran esfuerzo, y tanteó el suelo en busca del bastón. Cuando lo encontró, se ajustó el abrigo y el sombrero y dijo: «El primero ha sido un accidente, era un chaval, un asqueroso chaval, ¿qué puede esperarse de él? Pero había alguien más, le he oído respirar, y no ha dicho nada ni ha hecho nada. ¡Dios mío, mándale un castigo terrible! Dios, confío en que lo harás porque sabes mucho de eso. No hay más que ver lo que me has hecho a mí».

En la calle Doce, dos manzanas más abajo, Green se hallaba en la entrada de un edificio situado frente por frente de una casa de ladrillo marrón en cuyas ventanas no se veía ni una luz. En ese momento Green le estaba deseando larga vida a Domingo, larga vida y libertad.

El soplón había llamado a la comisaría cuatro horas antes, pero como Green no estaba allí y él sólo quería hablar con Green, dejó un número de teléfono. Era el de un teléfono público, y Domingo indicó que Green debía llamarle pasada media hora, y si no le encontraba, pasada otra media hora, después de lo cual él, Domingo, ya no estaría dispuesto a hablar, porque terminaba el plazo. Comunicaron el número al puesto del comando que Randazzo había instalado en la trastienda de un restaurante chino de la Sexta avenida, y como Green tenía órdenes de llamar allí de vez en cuando, recogió el mensaje y encontró a Domingo al filo de la segunda media hora.

—Barney tiene un escondite —informó alegremente el soplón—. Es un edificio entero, en el cuarenta y seis de West 12. Nadie está al corriente excepto quizá Arthur.

—¿Y cómo es que lo sabes tú?

Domingo explicó con una risita:

—Mi gente está subiendo en la escala social, Noah. Son buenos operarios, muy hábiles: fontaneros, carpinteros, electricistas. Tienen buenas manos, y ojos penetrantes, con los que ven todo lo que hay que ver. Oiga, usted no tendrá prisa, pero yo sí. Aquí la cosa está que arde, amigo, y me voy a tomar unas vacaciones. ¡Adiós! Que usted lo pase bien.

Una hora después de su conversación con Domingo, Green pudo registrar el edificio marrón, pues Randazzo, apoyándose en los sucesos de aquella mañana, había convencido con facilidad a un juez de que existía un buen motivo para emitir una orden de registro. Pero Green encontró la casa vacía; vacía de Barney, aunque quedaban algunas ropas que Green reconoció.

Ahora Green esperaba desde el otro lado de la calle, admirando la bonita fachada del número cuarenta y seis, cuya parte posterior estaba siendo vigilada por dos policías de uniforme.

Por fin un hombre muy alto, sin abrigo ni sombrero, avanzó hasta la esquina del edificio lindante con la Quinta avenida, desapareció y al minuto volvió a aparecer caminando de nuevo por la calle Doce. Se detuvo ante el número cuarenta y seis, subió las escaleras, después sacó una llave y abrió la puerta…

—¡Quieto! —dijo Green, que había atravesado la calle a la carrera, encantado de observar, y no por primera vez, cuán rápido era a pesar de su corpulencia—. Adentro, Arthur, quédese ahí y no se mueva.

—Creía que ustedes los polis siempre decían «alto» —comentó Arthur con su voz melodiosa.

Green le hizo entrar a empujones, cerró la puerta de la calle y dijo:

—Muy bien, pues ¡alto!, mierdoso.

Después de cachearlo, Green extrajo un revólver Smith & Wesson calibre 38 de la sobaquera de Arthur, admirando para sus adentros la estupenda calidad del cuero. Luego volvió a empujar a Arthur.

—Ahora vamos adentro, al dormitorio trasero.

—Naturalmente, tendrá orden de registro, ¿no es así? —dijo Arthur al entrar en la habitación.

—La casa de una persona legalmente detenida puede ser registrada sin una orden —respondió Green con tranquilidad—. No hace falta sospechar que esta persona arrestada posea armas ni pruebas. De modo que aunque debe haber una causa válida para el arresto, el registro no la necesita. En el arresto legal va incluido el permiso de registro. Si tiene pluma y papel, estaré encantado de citarle los artículos pertinentes.

—¿Le molestaría mucho decirme la causa de mi arresto?

—En Jefatura tienen una lista que podrá conocer cuando le lean sus cargos, señor —dijo Green—. Si no recuerdo mal, de lo único que no se le acusa es de bestialidad, y eso porque la gallina no quiso testificar. El pobre bicho no volverá a ser el mismo después de aquello.

Arthur se acercó a un interruptor y Green le dijo:

—Vamos, vamos, deje la mano tranquila. Oiga, Arthur, a partir de este momento, cualquier movimiento que haga lo interpretaré como un intento de escapar, y será fatal para usted.

—Claro —dijo Arthur—, esta es la especialidad de los de su profesión, matar a gente de color. Oiga, sólo por guardar las apariencias, ¿no va a leerme mis derechos antes de ejecutarme para que pueda morir con la sonrisa en los labios?

—¿Le he hecho yo alguna pregunta, linda trotacalles?

—Jódete, judío.

—Mire, Arthur, usted se sienta ahí, yo aquí, y vamos a esperar a Barney. Y si dice una sola palabra más le volaré la cabeza, empezando por su ridículo mostacho.