Era la mañana del último día que le habían concedido a Whipple, y este se sentía aliviado porque caía un aguacero muy fuerte. «No querrán quedar empapados por ir a matar a un hombre cuando podrían hacerlo tranquilamente un día que no llueva». Sin embargo, se puso tres suéteres gruesos, un abrigo de piel de imitación (nunca llevaba nada que fuera de piel, verdadera o falsa), una bufanda nueva y tupida que le cubría la boca y la barbilla, y una gorra nueva (que tampoco era de su estilo).
Se sintió decepcionado al no divisar ningún taxi, pero caminó con rapidez por Christopher Street hacia la estación de metro de Sheridan Square. Al acercarse a la entrada, un hombre alto y delgado ataviado con una camiseta gris, pantaloncitos cortos blancos y zapatillas azules pasó corriendo por su lado. Llevaba abierto un pequeño paraguas negro y le dedicó una sonrisa a Whipple.
—Un abrigo precioso, Crocker —canturreó Arthur bajo la lluvia—. ¿Viene de Hong Kong?
Whipple bajó a toda prisa las escaleras y se perdió de vista. El director general de Barney meneó la cabeza diciendo: «El pobre sarasa no sabe que sólo disfruta de un respiro temporal, una especie de suspensión de la pena». Y Arthur continuó su carrera silbando Miss Brown to You.
En la comisaría del distrito 13, Whipple se precipitó escaleras arriba hasta el sargento de turno y preguntó por Randazzo.
—¿Quién le digo que quiere verle? —dijo el sargento mirando al hombrecillo que venía temblando, seguramente a causa del helado aguacero.
—Preferiría no dar mi nombre. —Su voz quedaba apagada por la bufanda—. Pero no le haré perder el tiempo. Oiga —añadió mirando suplicante al sargento—, es un asunto de vida o muerte, de verdad. Y hay más de una muerte en juego.
—Bien. —El sargento asintió con un gesto de la cabeza—. Ha venido a la comisaría más indicada, aquí nos dedicamos tanto al mayor como al detall. Le diré al teniente que está usted aquí.
Pocos minutos después, en el despacho del teniente se hallaban reunidos el propio teniente, Green, McKibbon y Crocker Whipple. Este último estaba extremadamente pálido.
—¿Hay algo que te preocupa? —le preguntó Randazzo a Whipple mientras colocaba el tarro de caramelos fuera del alcance de este último. («¿Te imaginas la cantidad de microbios que me hubiera metido ahí dentro? —le dijo el teniente más tarde a Green—. ¡Y qué clase de microbios!»).
Whipple declaró en un tono tan neutro como su suéter beige y sus pantalones de pana marrón:
—Barney ha contratado a alguien para que me mate.
—Mucha gente viene aquí diciendo que alguien quiere matarles —dijo Randazzo—. A veces se enteran gracias a la radio que algún dentista miembro de la CIA les ha colocado en una muela. ¿Puedes coger Onda Media y Frecuencia Modulada, Whipple?
Whipple empezó a rebuscar en sus bolsillos. McKibbon salió de la habitación y volvió con un paquete de cigarrillos que lanzó a Whipple.
—Quédatelos —dijo Randazzo—. ¿Cómo sabemos que Barney ha contratado a un tipo para que te mate?
—En realidad no lo ha contratado —dijo Whipple— porque es de la banda. Es Arthur.
—¿Pero cómo podemos estar seguros de eso? ¿Sólo porque tú lo dices? A lo mejor te has peleado con él, habéis tenido una riña de enamorados o algo así, y quieres meter a Barney en un buen lío.
Whipple miró a Green y dijo:
—Usted me conoce, Noah. Sabe cuándo estoy diciendo la verdad.
—Pero ayúdame un poco —dijo Green cogiendo un puñado de caramelos del teniente—. ¿Por qué quiere matarte?
—Tiene miedo —dijo Whipple—. Tiene miedo del violinista. Me pagó para que lo buscara pero no lo he encontrado. Dios sabe que lo he intentado, pero ese maldito Bama es el hombre invisible. Barney me fijó un plazo límite, porque quería darme un buen acicate. Me dijo que si venía con las manos vacías, acabaría en el archivo de la policía. —Y Whipple miró a Randazzo.
—¿Qué bien puede hacerle a Barney el deshacerse de ti? —preguntó McKibbon con frialdad.
—Barney se lo ha prometido a sí mismo y también a mí. —A Whipple le estaba costando mucho encender el cigarrillo—. De modo que tiene que hacerlo. Barney nunca retrocede cuando hay gente que le mira. Le gusta parecer muy macho.
—Bueno —dijo Randazzo—. Supongamos que no se trata de una pesadilla que has tenido. Aún así, ¿qué podemos hacer por ti? Podría enseñarte un poco de kárate.
—Oiga —dijo Whipple abandonando su intento de encender el cigarrillo—, puedo darles mucha información acerca de las operaciones de Barney. No de todas pero sí de muchas. Las referentes al sexo, y algunas relacionadas con la droga. Incluso ustedes se llevarían una sorpresa si supieran quiénes son ciertos clientes del negocio del sexo, y los caprichos que compran.
—Ya nada me sorprende —dijo Randazzo en tono flemático—. Ciertas cosas me dan asco, pero hace años que no me sorprendo ante nada.
—Espere y verá. —Whipple esbozó una breve sonrisa—. Y los sobornos… Barney está mejor relacionado de lo que se imaginan. Incluso —añadió mirando a Randazzo— en esta comisaría.
—¿Cómo has descubierto todo eso? —preguntó McKibbon con tranquilidad—. Nunca has tenido tanta amistad con Barney.
—Nadie la tiene —dijo Whipple—, ni siquiera Arthur. Pero yo comercio con él. Vendo y alquilo cuerpos, y los cuerpos me dicen cosas que me permiten adivinar otras cosas y asegurarme, con mucho disimulo, de que son ciertas. Siempre he pensado, que como llevo yo solo mi propio negocio, la mejor manera de sobrevivir era reunir la mayor cantidad de información posible acerca de todo aquel que podía hacerme algún daño. Y Barney, por ser quien es, está a la cabeza de la lista.
—Háblanos de las drogas —dijo McKibbon—. ¿Cómo has conseguido enterarte de lo referente a las drogas?
—Lo sabrán —dijo Whipple mirándole— cuando llegue el momento.
Randazzo cogió unos caramelos y preguntó:
—¿Y cuándo será ese momento?
—Tengo que pensar en mi seguridad —respondió Whipple recorriendo la habitación con la mirada.
—Si fueras un testigo directo —dijo Green lentamente—, y si el fiscal estuviera de acuerdo, podríamos esconderte en una habitación de hotel. Pero por otra parte puede que todo eso sea competencia del FBI, al menos el asunto de las drogas. —Miró a Randazzo.
—Claro que sí —dijo el teniente fijando los ojos en Whipple—. Barney no ha cultivado toda esa droga en su jardín posterior. ¿Qué más da que sea un asunto a nivel nacional o internacional? No tenemos más que avisar al DEA, al Departamento Antidroga, y ellos te protegerán. Disponen de mejores medios y alojamientos que nosotros.
—Todo el mundo es tratado a cuerpo de rey en el DEA —dijo McKibbon con una sonrisa—, todo el mundo.
—Basta —dijo Randazzo—. Aunque Whipple comprenda de qué va la cosa, no deberíais hablar así delante de él.
—Es del dominio público —dijo Whipple—, que el DEA está lleno de mierda, en todos sentidos. De todos modos, no me interesan esas memeces de que me van a proporcionar una «nueva identidad». Lo único que necesito es un poco de tiempo para recuperarme y poder organizarme. Así que prefiero quedarme con ustedes.
—Es conmovedor. —Randazzo miró con envidia el cigarro que Green se disponía a encender—. Y además, con una identidad como la tuya, no me extraña que no tengas ganas de cambiarla, como no sea por la de una hiena.
—Si me decido a cantar —dijo Whipple dirigiéndose a Green— ¿qué condiciones me propondrían ustedes? Porque si tengo que ir a la cárcel más valdría que saliera ahora mismo a la calle para que me mataran en lugar de esperar a que uno de los secuaces de Barney me liquide dentro de la jaula.
—¿Quién te lo impide? —dijo Randazzo con brusquedad—. No estás detenido, si quieres salir, puedes hacerlo.
—No podemos garantizarte nada —añadió Green—, ni hacerte ninguna promesa, directa o sobrentendida. Eso depende del DEA, pero…
—Pero —Randazzo le interrumpió, hablando con la mirada puesta en la pared— a mi entender, (hablo como persona particular, no como oficial de policía), si aportas esa información que dices tener, le harás un bien tan grande a la comunidad permitiéndole limpiar todo ese lodazal, que el fiscal se verá inclinado a tratarte con cierta consideración. ¿Me explico?
—Claro —dijo Whipple—, no se quiere comprometer; pero necesito una garantía más explícita.
—¡Pero vamos, hombre! —Randazzo se levantó y se quedó plantado ante Whipple—. ¿Qué puedes ofrecernos a cambio? Estás jugando con cartas que no tienen ningún valor. Por eso has venido aquí, de modo que no me vengas con ese cuento de que necesitas garantías explícitas. Si no te gusta lo que digo, la otra alternativa es que cojas el portante. Ya te lo he dicho, si quieres irte, te vas. Y dentro de cinco o seis horas, recogeremos lo que quede de ti en un solar abandonado. Claro que a lo mejor no te encontramos, y en tal caso, te pondríamos una placa en tu urinario preferido.
—Los que odian a los homosexuales tienen miedo de algo —dijo Whipple—, y no es precisamente de nosotros.
—¡Vaya por Dios! —Randazzo soltó una carcajada—. Me has descubierto, ¿me vas a amenazar, mariposilla?
McKibbon cambió la posición de su silla para poder observar a Whipple sin que le tapara el corpachón de Randazzo, y terció en la conversación.
—A juzgar por lo que dices, si se trata de una operación tan importante y estás bien informado, no deberías preocuparte con respecto a ir a la cárcel por tus negocietes con Barney. Lo mismo que el teniente, no puedo prometerte nada, sólo son conjeturas, nada oficial. Sin embargo, tienes un problema mucho más gordo que tus trapicheos con Barney.
—Sí señor —dijo Randazzo volviendo a su mesa—. Hay un problema relativo a un cadáver, el de una señora que se llamaba Kathleen Ginsburg.
—Pero lo que sé de Barney es de alivio… —empezó a decir Whipple.
—¡Aquí no estamos chalaneando con rebajas! —gritó Randazzo—. Se trata de dos asuntos diferentes. Pero, escucha, ya que ha surgido este nuevo tema, quiero que lo tengas muy claro: yo no soy uno de esos fanáticos de la ley y el orden que están siempre quejándose de que el Tribunal Supremo les pone trabas a los agentes del orden y favorece a los criminales. Cada noche rezo por el Tribunal Supremo porque le agradezco que, desde que nos salió con eso que llaman Miranda, mis muchachos han tenido que andar con pies de plomo y presentar cargos bien fundados. Y otra cosa, además: sé adivinar lo que desea el Tribunal, así que cuando presenta un nuevo requisito para poder procesar a alguien, mis hombres ya lo están cumpliendo hace rato.
»Hablemos de ti, Whipple. Has venido por tu propia voluntad, ni siquiera te habíamos reservado habitación. Y ahora dime, desde que estás aquí, ¿te ha dicho alguien que no puedes salir por esta puerta si quieres hacerlo?
—No, todo lo contrario —respondió secamente Whipple.
—¡Buen muchacho!, ahora piensas con claridad. Pero, si se te está ocurriendo contarnos algo acerca de un cadáver que en vida se llamaba Kathleen Ginsburg, quiero que sepas desde este mismo momento cuáles son tus derechos. No es que tenga la obligación de decírtelos, porque has venido voluntariamente, pero en honor de la Constitución de los Estados Unidos te los voy a enumerar de todos modos.
—Conozco mis derechos —dijo Whipple.
—¡Cierra el pico! —gritó Randazzo—. ¡Más respeto hacia la Constitución! —Se puso de nuevo en pie, se sacó una tarjeta recubierta de plástico del bolsillo interior de la americana y, poniéndose una mano sobre el corazón, el teniente le recitó a Crocker Whipple: «A partir de este momento, tiene derecho a guardar silencio. Todo lo que diga puede ser usado en contra suya ante un tribunal. Tiene derecho a hablar con un abogado y a que este esté presente mientras le interroguen. Si carece de medios para pagar a un abogado, si lo desea se nombrará a un letrado de oficio para que le represente». Bueno, ¿quieres que te lo repita más despacio?
—No, gracias —dijo Whipple.
—¿Quieres que te lo diga en español, en siciliano o en francés? El francés sonará a italiano, pero es francés.
Whipple permaneció silencioso.
—¿Quieres un abogado? —preguntó Randazzo.
—No tengo nada que decirle ni a usted ni a un abogado acerca del asesinato —dijo Whipple enderezándose en su asiento—. Y si tuviera alguna prueba contra mí, entonces sí que tendría motivos para leerme mis derechos porque yo estaría arrestado.
—Señor Whipple —dijo Randazzo indicándole la puerta— puede usted marcharse. Realmente, no tenemos más que hablar, y dado que nuestra comisaría está atestada y que disponemos de muy poco tiempo debido a los muchos asuntos que nos ocupan, debo pedirle que nos deje.
Whipple se puso rígido, y agarrándose al borde del asiento, le gritó a Randazzo:
—¡Me dice que salga a la calle para que me maten porque no quiero confesarme culpable de un crimen que no he cometido! ¡Es como en Rusia! Y ustedes —se volvió hacia Green y luego hacia McKibbon—, ¿van a permitirlo? ¿Van a dejar que me maten ahí fuera?
—Sam —preguntó Green—. ¿Tommy Flanagan sigue tocando en Bradley’s?
—Sólo dos noches más —dijo McKibbon encendiendo su pipa—. Y tienen un bajo fenomenal, se llama George Mraz, es checo, ¿te imaginas?
—Al que echo de menos es a Scott LaFaro. ¿Le habías oído tocar?
—Tenía una buena técnica, pero le faltaba alma —dijo McKibbon rascándose la nariz—. En cambio ese Mraz tiene las dos cosas.
—A lo mejor me estoy perdiendo algo bueno —dijo Randazzo—. Tendréis que llevarme a esos sitios que decís. ¿O quizá soy demasiado viejo?
—¡Vamos, teniente —dijo McKibbon—, no diga esas cosas!
—¿De verdad quieren que me vaya? —dijo Whipple sacudiendo la cabeza—. ¡Dios, con la información que les estoy dando!
Randazzo se dirigió a McKibbon y a Green, diciéndoles:
—Si tuviera que escoger entre despedir a un tipo mierdoso con todas sus informaciones de mierda y solucionar un caso de asesinato por culpa del cual el alcalde y el jefe de policía me están tratando como si me apestara el aliento, ¿cuál de las dos cosas haría?
—Teniente —dijo Green—, ¿por qué el señor Whipple y yo no nos vamos a un despacho vacío y charlamos un rato?
Randazzo se encogió de hombros, y McKibbon, después de consultar su reloj, dijo:
—Me apetece un poco de pastrami. ¿Alguien quiere tomar algo?
Los otros tres negaron con la cabeza.
—¿Quieres un poco de café? —le preguntó Green a Whipple—. No, espera, te gusta el Dry Sack, ¿verdad? Tráete un par de botellas, Sam.
—¿Seguro que no quieres algo mejor que el Dry Sack? —masculló McKibbon.
—¿Cómo le va a Connie? —dijo Green sentándose pesadamente detrás de la mesa. Acto seguido se aflojó la corbata y contempló el teléfono con cierta añoranza.
—Tiene un ambiente muy tranquilo y agradable —dijo Whipple—, casi bucólico. Ha cambiado las normas. Ahora, en cuanto levantas la voz más de diez segundos te echan fuera. Incluso ha cambiado la música, ha contratado a un cuarteto de cuerda que tocaba en la calle.
—Debe de haber subido el promedio de edad de los clientes —comentó Green sacándose un cigarro del bolsillo.
—No, a los habituales parece que les gusta. Y a mí también, te calma los nervios. Connie dice que ahora ya no le debe nada a usted, aunque no sé a qué se refiere.
—Tiene razón, ahora estamos empatados.
—Oiga —dijo Whipple inclinándose hacia adelante—, ¿verdad que no va a dejar que Randazzo me eche sin más a la calle?
—Sólo soy un mandado, Crocker.
Whipple se levantó el cuello de la americana y se frotó las manos, diciendo:
—¿Es que están ustedes ahorrando el dinero del contribuyente?
—Dice el teniente —explicó Green— que si hace demasiado calor aquí dentro, la gente se resfría cuando sale al exterior con este frío. Dice que desde que ha hecho bajar la calefacción ha ahorrado centenares, miles de horas de absentismo laboral causado por constipados, gripes y todo eso. Si te interesa, te dará todos los datos, con cifras, y puestos al día. Mira, Crocker, te voy a dar un consejo. No te quiero interrogar en absoluto, ¿entiendes? —Whipple no contestó.
—Pero no basta —continuó Green mirando la ceniza de su cigarro— con disponer de un buen abogado si lo necesitas. Como tú tienes pasta, y estoy seguro de que guardas un buen pellizco escondido en algún sitio, deberías buscarte a la flor y nata de la abogacía. Alguien del bufete de Raymond Brown, o de Bill Leibowitz. ¿Los has oído nombrar?
—Sí, claro, son muy conocidos.
—O a Mike Steinberg. ¡Ese sí que es un buen defensor! Es como un perro rabioso, pero con inteligencia. ¿Viste lo que hizo el mes pasado? Logró que absolvieran a aquel policía irlandés que mató a dos puertorriqueños en aquel tugurio del West Side. Ambos iban desarmados y les disparó por la espalda.
—Lo leí en el periódico.
—Alegó defensa propia, y el jurado lo aceptó.
—Eso puede dar buen resultado con un policía —dijo Whipple— pero no con un civil, sobre todo si se trata de un gay. A ese ni siquiera Steinberg conseguiría salvarlo.
—Hazme caso. Has hablado de gays… Pero los habitantes de esta ciudad, o mejor dicho de este municipio sin par que es Manhattan, son muy liberales cuando se trata de relaciones libremente consentidas. No les preocupa lo que la gente hace en sus dormitorios o incluso en los lavabos públicos, siempre que se limiten a acariciarse entre ellos y no empiecen a toquetear a los ciudadanos honrados que entran a hacer sus necesidades. Me refiero a que consideran que no vale la pena preocuparse de eso, porque la policía tiene cosas más importantes que hacer.
Whipple le escuchaba impasible.
—Pero por muy liberales que sean los jurados de Manhattan —siguió Green—, no les gustan los buscones agresivos. Como dicen los abogados, te voy a proponer una hipótesis. Se trata de una lesbiana forzuda y de malas pulgas que cuando se quiere ligar a otra y esta se le resiste, le sacude de lo lindo. Y una noche, esa apisonadora va y se pasa de la raya. Se mete con una puta, una de esas bisexuales, pero el macarra maricón se pone furioso porque ahora la puta está trabajando para él. Hay una pelea, y el follón acaba con que la tortillera agresiva resulta muerta.
Green acercó su silla a la de Whipple y continuó:
—El macarra es llevado a juicio y lo defiende Mike Steinberg. A los jurados no les gustan los proxenetas, pero aún les gustan menos las lesbianas porque no las entienden. Y lo que más odian los jurados son esas tortilleras matonas que pegan a las mujeres, aunque estas mujeres sean también tortilleras.
—¿Pero cómo podría Steinberg aportar pruebas —preguntó Whipple— de que en el pasado esa tipa solía pegar a las mujeres si ella es la víctima, o lo era?
—¡Ah! —dijo Green—, pero si Steinberg alega defensa propia, puede presentar pruebas de que el agresor, que fue la tortillera, tenía un carácter muy violento, a pesar de que acabase perdiendo la batalla. Claro que el fiscal puede aportar testimonios de que el proxeneta era un verdadero hijo de puta, pero eso ya se da por sabido. Lo principal es que el jurado se dé cuenta de que la tortillera perdía el dominio de sí misma cuando se enfurecía.
»De modo que después de haber dispuesto, por así decirlo, de la lesbiana, Steinberg hace subir al proxeneta al estrado de los testigos. Le ha hecho aprenderse muy bien la lección, así que el macarra les larga un relato muy vivido de lo ocurrido aquella noche. Cuenta que él le advirtió a la tortillera que no debía acercarse a toquetear a sus pupilas durante las horas de trabajo, que se lo dijo con firmeza pero sin levantarle la mano. Y que de pronto la tipa, que es una tía muy forzuda y rabiosa, mucho más fuerte de lo que parece, como ya lo han demostrado los testigos precedentes, se lanza sobre el macarra. Él es canijo y parece flojucho. Se sabe que los otros chulos lo maltratan porque no tiene muchas agallas, y cualquier crío puertorriqueño de nueve años podría con él si le encontrara sin la pistola o le quitara el cuchillo.
»Bueno, de modo que ella lo tira al suelo, le da rodillazos en los huevos y le golpea la cabeza contra la acera. Y a su alrededor no hay nadie que pueda ayudarle, porque la puta, que no es tonta, se ha largado al ver el primer golpe. Así, pues, ¿qué puede hacer el macarra? Esperar a que sus sesos queden esparcidos en el arroyo o sacar el cuchillo, que es lo que hace. Y, fíjate bien, sólo la pincha lo suficiente para obligarla a que lo suelte, porque él no quiere cargar a cuestas con un asesinato. Ya la ha pinchado, pero ella sigue, dale que dale, lo tiene agarrado por el gaznate, con aquellas manos de fontanero, y él, claro, la pincha entonces todo lo fuerte que puede. Y el cuchillo entra muy hondo. ¿Qué es eso sino defensa propia?
—No se lo clavé muy hondo —dijo Whipple—, y sólo la pinché una vez.
Green y Whipple se miraron fijamente.
—¿Se cree muy listo con esta dichosa hipótesis? —dijo Whipple en tono seco—. De todos modos iba a contárselo, porque me tienen de espaldas contra la pared, Noah. Si no les doy lo que ustedes quieren, o por lo menos todo lo que puedo darles, van a hacer que me maten.
—Si me lo ibas a decir de todos modos —dijo Green—, ¿por qué me has dejado hablar tanto rato?
—Me interesaba su historia. Así que ¿sale absuelto el macarra?
—Claro, y entonces el jurado, junto con el juez, se pone de pie y todos le tributan un aplauso. Mira, Crocker, el teniente te ha leído tus derechos, y yo voy a tener que leértelos otra vez. Ahora ya no estoy bromeando.
Whipple no paró de bostezar mientras Green le recitaba las cláusulas Miranda, y cuando este hubo acabado le preguntó:
—¿Dónde van ustedes a ponerme?
—No te preocupes, el fiscal no querrá perderte de vista.
—¿Aislado? Pero ¿para cuánto tiempo? —preguntó Whipple cogiendo un cigarrillo.
—Todo el tiempo que sea necesario. Mi opinión personal y extraoficial, Crocker, es que debes contratar a Steinberg o a algún otro peso pesado para que te defienda en los dos juicios. En el de Barney, Steinberg puede hacerte quedar como un héroe, el pecador arrepentido y valiente. Dios, qué cojones tiene que tener ese hombrecillo para enfrentarse al mismo demonio, al enorme demonio negro allí sentado con un pendiente en una oreja, que está rechinando los dientes pensando en lo que le hará a su acusador si el jurado no cumple con su deber y condena al demonio a cadena perpetua. Mirarán a Barney y luego, al mirarte a ti, tendrán los ojos llenos de lágrimas de gratitud por tu civismo. Y después, en el otro juicio…, bueno, acabas de oír el guión de esta otra película.
—Tengo que ir al retrete.
—¿No te importa si te acompaño? —dijo Green sonriendo.
Abrió la puerta de su despacho, vio a McKibbon y le saludó con una inclinación de cabeza mientras se dirigía con Whipple a los lavabos. Al regresar, había dos botellas de Dry Sack y dos tazas sobre la mesa.
—¿Van a brindar con champán cuando firme mi declaración? —preguntó Whipple.
—Lo que quieras, hombre —dijo Green que vació la taza de un trago y se la volvió a llenar.
Crocker empezó a tomarse el jerez a sorbitos.
—Kathleen era cliente mía —dijo—. Como ya sabe, no era, ¿cómo lo diría?, muy hábil para escoger sus ligues, de modo que acudía a mí para que yo le indicara qué género tenía disponible.
—Pero no lo haría en su propia casa, ¿no?, con el profesor que podía entrar en cualquier momento.
—Tengo un par de sitios donde recibo a mis clientes.
—¿Y aquella noche eras tú el que estaba discutiendo con ella en la calle?
—Sí.
—¿Y por qué discutíais?
—Pues porque había descubierto, y me gustaría saber quién se lo dijo, que yo también suministraba chavales y que en aquel momento tenía a uno viviendo conmigo. Estaba horrorizada, asqueada y furiosa. Dijo que era antinatural, ¿se imagina? Cuando ella por su parte hacía cada cosa que… no quiera usted saber, siempre que encontraba a otra tía que se lo permitiera.
—¿Qué, por ejemplo?
—Es usted un voyeur, Noah. Era lo que nosotros llamamos una reina de la caca. ¿Quiere que le dé detalles?
Green sirvió más jerez y dijo:
—No, muchas gracias.
—Ella encontraba que lo que hacía estaba bien, pero que lo de los chavales era el peor pecado posible, el peor. Dijo que iba a denunciarme, no a ustedes los polis, porque cualquiera sabía si estaban sobornados, sino al fiscal. Dijo que iba a declarar en contra mía aunque terminase saliendo en la portada del Post, que estaba dispuesta a todo con tal de salvar a esos chicos. Cuando finalmente me dejó hablar, le dije que no estaría salvando a nadie porque a ellos les gusta y van detrás del asunto. Pero no quiso creerme.
Green le llenó de nuevo la taza.
—¿Podré tomar un poco de whisky después? —preguntó Whipple—. Que sea Cutty Sark.
—Conforme. Es la marca del teniente, tiene una botella en su despacho.
—Se nota que tiene clase —dijo Whipple—. Las amenazas de Kathleen me dejaron jodido, de modo que cuando nos separamos me fui al bar de Connie y me tomé unas copas. Pero seguía jodido y volví a su casa.
—¿No tenías miedo de despertar al profesor?
—Él no me conoce, de modo que si se despertaba y bajaba, pensaba enseñarle esto.
Whipple se sacó del bolsillo una insignia dorada.
—¡Joder! —exclamó Green—. ¡Si parece de verdad!
—Es un trabajito muy bien hecho, y puede ser muy útil. Si estoy en el lugar que no debo, la saco y ¡Shazam!, me convierto en un detective.
—¿De dónde la has sacado?
—Eso no forma parte del trato, Noah. Le estoy contando muchas cosas esta noche, así que no sea tan ambicioso.
—Bueno, pero no puedes conservarla, es ilegal.
Green abrió el cajón de la mesa, sacó unas hojas de papel y envolvió en ellas la insignia. Después la metió en un sobre y se lo guardó en el bolsillo.
—Kathleen me hizo pasar a la cocina, donde estaba trabajando —continuó diciendo Whipple—. Pero estaba tan furiosa que no quiso escucharme. Le dije que no iba a dejar que me delatara y ella empezó a insultarme. Yo también me puse grosero, pero finalmente dije algo que la hizo saltar de verdad.
—¿Qué dijiste?
—Que si me acusaba ante el fiscal, le diría a todo el mundo que al profesor le gustaban los muchachos, cuanto más jovencitos mejor, y que por eso este asunto la ponía fuera de sí. Kathleen dijo que eso sería la ruina de su marido y que aunque yo no tenía pruebas porque no las había, se sentiría tan humillado que se vería obligado a dejar la universidad. Es curioso, yo pensaba que su marido le importaba un pito, pero me equivoqué. Bueno, entonces se me echó encima.
—¿Es tu guión o el mío? —dijo Green.
—Usted no estaba allí. Si quiere mi confesión, es esta. ¡Coño, cómo pegaba!, y yo no soy precisamente un luchador, no tiene más que mirarme.
—Seguro que sabes morder —dijo Green en tono afable.
—No cuando me han hecho tragar mis propios dientes. No, eso no ocurrió, pero desde luego me estaba machacando. Me dolía el pecho y ya me costaba respirar, de modo que saqué el cuchillo. Siempre lo llevo encima, porque voy a cada sitio… Ella vio el cuchillo y fue a coger uno del estante, y entonces fue cuando la pinché.
—Por detrás.
—Pues claro, ¡coño! Si ella hubiera visto venir el golpe, tal vez me habría quitado el cuchillo. No entró muy profundamente, pero ella se desmayó.
—¿Así de fácil?
—Bueno, le di un mamporro en la nuca, con el puño y con todas mis fuerzas. Una o varias veces.
—¿Tú, tan media cerilla, y después de recibir una paliza?
—Es que si cuando te están apalizando y te ves perdido tienes la oportunidad de pegar un golpe, lo haces con toda tu alma, con más fuerza de la que creías tener. El cuchillo le quedó clavado en la espalda y no quise sacarlo por miedo a mancharme con la sangre y todo eso, pero sí que quería asegurarme de que no podría volver a por mí.
—¿Qué hiciste entonces?
—Verá, Noah, yo nunca he matado a nadie. Dios sabe que a veces he tenido ganas de hacerlo, pero nunca me he atrevido. Cuando comprobé que ella todavía respiraba, traté de cobrar ánimos para acabar con ella; no me quedaba otro remedio, aunque me parecía que iba a devolver hasta la primera papilla antes de poder liquidarla. Entonces oí un ruido en el piso de arriba. Ese tío debe de ser de los que duermen como un tronco, pero tal vez le despertó el batacazo que se dio ella al caer o algo así. De modo que el marido empezó a llamarla desde arriba, y yo me las piré.
—Eso no se merece un Cutty Sark —dijo Green—. Apenas es digno del whisky de garrafón de la casa.
—Se lo cuento tal como ocurrió. Quería matarla, pero no lo hice.
—¿Y tus huellas?
—Limpié las del cuchillo, fue un momento. Y no había dejado huellas en ningún otro sitio porque no bebí nada ni toqué nada. No había ido allí de visita.
—¿Estás seguro de que seguía con vida cuando te marchaste?
—Ya lo creo, Noah. Y eso es todo. Ha sido un día muy largo.
—Voy a pasarlo a máquina.
—¿Me podrá dar el número de teléfono de ese Steinberg?, cuando haya firmado mi confesión, claro. Se pondrá furioso cuando sepa que he puesto mi firma en un papel, pero tengo que protegerme contra Barney y ese ha sido el único medio. En fin, ¿usted cree que hay alguna posibilidad de que salga bien librado de este asunto?
—Sí, la hay —dijo Green—. Pero, dime, aunque el caso de Barney no tenga nada que ver con el que nos ha ocupado, ¿sigues teniendo intención de colaborar con nosotros en lo de Barney?
Whipple hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.
—Ya has oído lo que ha dicho el teniente —prosiguió Green—. Este caso es muy importante para nosotros, pero no creas que si nos entregas a Barney te vamos a dar una recomendación cuando se juzgue lo de Kathleen.
—Sin embargo, me imagino que algo me ayudará. Y de todos modos quiero jugarle esta mala pasada a Barney.
—¿Por qué? —preguntó Green, sorprendido.
—¿Cómo que por qué? Ese hijo de puta quiere matarme, ¿necesito otra razón para querer joderle todo lo que pueda?
—Se nota que le tienes afecto, Crocker.
—Oiga, usted no se ha creído lo que le he dicho de que cuando dejé a Kathleen estaba viva, ¿verdad?
—Eso no es cosa mía, lo ha de decir el fiscal.
—Pero quiero saber lo que piensa usted, al fin y al cabo, somos viejos conocidos.
Green se puso de pie, y después de frotarse el lóbulo de la oreja y de rascarse detrás de ella, volvió a sentarse diciendo:
—Te lo diré de otro modo. Da lo mismo lo que yo piense, porque mucha gente no se lo va a creer, a menos que encontremos el cabo que todavía queda suelto.
—Bueno, en esta comisaría tienen el tanto por ciento de casos resueltos más alto de la ciudad, ¿no es así?
Green se lo quedó mirando y le preguntó:
—¿Quieres algo para leer?
—¿Tienen por ahí el Village Voice?
—Ni hablar, lo que necesitas es temas de ficción, te traeré unas novelas.
—¡Una chorrada! —dijo el teniente Randazzo dando un puñetazo sobre la mesa—, lo que dice al final es una chorrada. Pero que se joda; él mismo ha dicho que estuvo en la cocina y que sacó el cuchillo. Eso es todo lo que le hará falta saber al jurado. Sin embargo, ojalá no se la hubieras dejado sacar antes de consumar el acto.
—Pues yo le creo, a Crocker —dijo McKibbon—. Sería una invención tan descarada que le creo. Y voy a ir a ver al profesor sin perder más tiempo.
—¿Y en qué te basas? ¿En lo que dice un pederasta? Sí, bueno, ve a verle, pero con cuidado. Quiero ver resuelto este asunto, de modo que no le presiones demasiado o se negará a decir nada.
—¿Así que sí que se cree la historia de Crocker? —le preguntó Green a Randazzo.
—¿Y tú, te la crees? —dijo Randazzo tirándole un caramelo.
Green guardó silencio un momento, mientras escuchaba el golpear de la lluvia en los cristales.
—Lo que creo es que el profesor se sentirá muy aliviado al ver aparecer a Sam —dijo por fin.
—¿Sabéis lo que pienso? —dijo Randazzo—. Que Dios me está castigando por todo lo que me quejé cuando encontramos aquel trozo de carne flotando en el río. A fin de cuentas, eso no era tan malo. En cambio ahora… ¿Por qué suponer que sólo dos personas golpearon a la pobre Kathleen? Tal vez medio vecindario pasó por allí para darle un estacazo. ¡Mierda! A todos nos gusta resolver un caso limpia y sencillamente. No es justo que me toque aclarar este lío tan sórdido.
—La muerte no es justa —dijo McKibbon.
—Muy gracioso. —Randazzo se puso de pie—. ¿Lo veis? Esto es lo que ocurre cuando se trata con personas que no follan de una manera normal. Si Kathleen fuese una mujer decente, la hubieran matado normalmente.
—Es un razonamiento estupendo —dijo Green—. Eso es lo que se llama llegar al fondo de un asunto. Debería decirles lo mismo a los periodistas cuando acudan a verle.
—¿Estás loco? —Randazzo soltó un bufido—. ¿Quieres que un ejército de maricones vaya a gritar y a saltar sobre el césped de mi jardín?